⠀⠀━ One: Her own way
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EVERMORE
CHAPTER ONE
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❝A SU MODO❞
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ELYSANT SE MOVÍA inquietamente en su lecho. Debía de ser de madrugada, tal vez las cuatro de la mañana, y ella llevaba ya varios días sin dormir bien. No podía parar de pensar en ello, su cabeza imaginaba todas las cosas horribles que le podían estar haciendo a Caspian aquellas bestias sin domesticar. Los nervios la carcomían por dentro a cada segundo, y lo que normalmente era un acto ocasional se había convertido en una costumbre; no podía parar de morderse el carrillo derecho con insistencia hasta que la boca empezaba a saberle a sangre.
Finalmente, se levantó. Se miró en el espejo, con la llama de una vela titilante e iluminándole el rostro, contemplando cómo su reflejo se había vuelto más pálido en cuestión de días, su cabello castaño enmarañado y sus ojos ―una maravillosa y extraordinaria combinación de colores azules y verdes― carentes de su brillo usual. Hizo su mejor esfuerzo en peinar sus mechones hacia los lados y, rendida, los recogió en una trenza bastante simple. Sacó de su gran armario un vestido verde esmeralda junto a su calzado de cuero más cómodo, colgó una capa de sus hombros de un tono verde más oscuro y salió de su habitación casi a hurtadillas.
El día anterior habían intentado ponerse al día sobre las expediciones de búsqueda de los hombres de Miraz, sin mucho éxito puesto que tanto su padre como el general Glozelle ―quien estaba a cargo de las tropas― habían conseguido desviar el tema o decir que no era asunto suyo, alegando que «la guerra no era cosa de mujeres, Milady», respectivamente. Por supuesto, eso encendió la sangre de Elysant, que tuvo que contenerse para no gritar un improperio mal visto en una dama de su clase en contra del general.
Y con la razón de que le habían prohibido inmiscuirse en aquellos asuntos ―que en su humilde opinión eran tan de su interés como lo era su propia vida―, Elysant había decidido tomar cartas en el asunto por su propia cuenta, es decir, escabulléndose del castillo. La única pregunta era cómo. No sabía cómo iba a poder salir de las murallas, puesto que Miraz había restringido las salidas a las mujeres cortesanas «por su seguridad». Se había vuelto totalmente loca.
La joven Rhullitvon llegó a las cocinas, que estaban en una habitación con la justa ventilación y escasa iluminación. Sin embargo, las mujeres ―en su mayoría― encargadas de guisar para todo el castillo siempre la habían tenido en muy alta estima, por lo que cuando pidió que llenaran una alforja con pan, cecina, una bota con agua y frutos secos ninguna preguntó nada, simplemente hicieron lo que la chica pedía.
Una vez tenía provisiones para, al menos, un día ―no sabía cuánto tiempo iba a pasar fuera, pero pensaba encontrar a Caspian y traerlo de vuelta―, salió de la cocina, con el olor de la carne adobándose impregnado en la ropa y el pelo. Tuvo que esperar un rato hasta que el pasillo que daba a una de las salidas traseras quedó libre, y después se ocultó tras las plantas del jardín, analizando la situación. La puerta más cercana estaba frente a ella, y podría ser muy fácil correr hasta ella, si no fuera por los tres soldados que la escoltaban, con las lanzas en alto y los yelmos cubriéndoles la cabeza.
En algún momento aquellos soldados tendrían que dejar su turno, ¿verdad?, pensó entonces. Y hasta que llegaran los siguientes, podría tener incluso un minuto para salir del castillo sin ser vista. Por lo que pasó dos horas en cuclillas, escondiéndose de los hombres de Miraz hasta que, finalmente, les vio retirarse en un diálogo casi a gritos. Elysant suspiró y se levantó poco a poco, sintiendo las piernas temblar después de tanto tiempo en aquella posición. Se le habían entumecido las extremidades hasta el punto que pensó que tendría que volver a aprender a caminar. No obstante, la adrenalina que le causó aquella situación hizo que se olvidara rápidamente de ello y empezó a correr hacia la puerta. Eran unos diez metros desde donde estaba, por lo que tardó poco en llegar. Una vez fuera, suspiró sonoramente y se dedicó varios minutos a recuperar el aliento.
Su padre la había instruido como a un varón desde bien pequeña, mostrándole cómo manejar una espada, un arco y algunos trucos en medio de una batalla, por la desilusión que le causó comprobar que ella, al contrario de lo que le indicaba su corazonada, había nacido mujer. Amaba a su hija, por supuesto, igual que a las otras tres, y daría su vida por ella, pero eso no quitaba que quisiera un varón que le sucediera a su muerte. Por eso mismo, Elysant se había cansado menos de lo que lo habrían hecho sus hermanas, aunque aun así se notaba la poca práctica que tenía después de años sin correr de aquellas formas.
Los guardias también estaban dispersos por la ciudadela que rodeaba el castillo, aunque en menor cantidad. Se puso la capucha de la capa para pasar más desapercibida ―puesto que aquel día precisamente no hacía mucho calor― y ciñó esta todo lo que pudo sobre su cuerpo. Con un poco de suerte, nadie notaría su ausencia hasta que ella ya estuviera bien lejos de allí, y nadie la habría visto abandonar la aldea a esas tempranas horas, cuando el sol apenas empezaba a asomar.
No le convenía ir por campo abierto, que era lo que había si se desviaba del camino principal del pueblo, por lo que trató de ir pegada a las paredes de las casas de madera y piedra de fachadas bajas y achaparradas. La gente empezaba a despertarse y cada vez había más contraventanas abiertas, pero Elysant siguió al mismo ritmo. No podía llamar la atención.
Finalmente llegó a las últimas casas, todas más dispersas al estar a las afueras, y también más grandes. Elysant miró varias veces a ambos lados y después prosiguió por el sendero que habían formado los casos de varios caballos hace no mucho. Habían aplastado la hierba y, en lugar de verde, el suelo por el que pisaba era de un marrón suave, salpicado de piedrecitas blancas pequeñas y algún que otro hierbajo amarillento. El sol se encontraba ya bastante más arriba, y Elysant se imaginó que serían las nueve de la mañana. Posiblemente le quedaran dos horas antes de que se dieran cuenta de que había desaparecido y empezaran a buscarla, por lo que debía darse prisa.
Cuando por fin estuvo en la linde del bosque, todas las palabras de su aya pasaron por su cabeza. Todos los relatos acerca de criaturas como los minotauros, centauros, faunos, dríades, náyades y de animales que hablaban. Recordó también la historia de los cuatro hermanos que se convirtieron en reyes, y de una bruja que mantuvo el invierno eterno en Narnia durante cien años. Quizá, después de todo, aquello no eran «cuentos de viejas», como había escuchado decir a Miraz, su padre y algunos Lores más. Quizá todos esos individuos habían existido, hacía miles de años. De hecho, algunos seguían existiendo.
Sacudió la cabeza varias veces; no podía perder tiempo de esa forma. Tenía que encontrar a Caspian antes de que los narnianos le hicieran algo irreversible.
A las dos de la tarde, aproximadamente, Elysant no pudo aguantar más el llevar la capa y tuvo que quitársela y llevarla en la mano, y un poco después sacó una porción de pan, otra de cecina y le dio un trago a su cantimplora. No había desayunado y su estómago le gritaba por comida.
Prosiguió el camino mientras su mente le daba vueltas a todo. Empezaba a arrepentirse de haberse ido. Había dejado allí a sus hermanas, a sus queridas hermanas. ¿Cómo diantres se le había ocurrido aquella barbaridad? ¿Se había vuelto loca? Seguramente. Pero Caspian era como su hermano, y mientras que él podía estar padeciendo ellas seguirían durmiendo plácidamente. Se obligó a apartar ese tipo de pensamientos de la cabeza y continuar sin detenerse. No había vuelta atrás, o traía a Caspian consigo o no podría volver al castillo. No quería ver la cara de decepción de su padre al saber que se había escapado.
Caminó durante horas y horas, y cuando el sol estaba poniéndose en el horizonte y el cielo se teñía de colores anaranjados, rosados y violáceos, Elysant se sentó entre unos cuantos matorrales, con la espalda apoyada en un árbol de tronco grueso. Sacó los frutos secos, la porción de pan que le quedaba y la cecina. Decidió dejar un poco para el día siguiente, ya que no sabía cuánto tiempo tendría que pasar hasta dar con Caspian. Sacó su bota y le dio varios tragos. Mezcló todo lo que tenía para comer y lo masticó lentamente. Quería paladear la comida, por lo que se lo tomó con calma, bebiéndose el agua a sorbitos con cada bocado.
Una vez terminó, dejó su zurrón pegado al tronco y ella se tumbó en el suelo, con la cabeza sobre este y la capa sobre su cuerpo para librarla del frío nocturno. Tenía que descansar, además de que no se veía demasiado debido a la escasa luz de la luna, por lo que aprovecharía más la noche si dormía que si se desplazaba dando tumbos por el bosque sin saber a dónde ir.
Se despertó al día siguiente debido al gorjeo de los pajarillos y la luz del sol colándose entre las copas de los árboles. Se desperezó y ante el llamado de su estómago se llevó a la boca la última porción de cecina que le quedaba y le dio el último trago a su bota, con gran pesar. Más le valía darse prisa en encontrar a Caspian si no quería morir de hambre.
Sin embargo, ya era medio día, y seguía sin rastro de Caspian o los narnianos.
El sol estaba en su punto más alto cuando Elysant sintió que sus piernas dejarían de responderle. Moría de sed, tenía la lengua reseca y ya ni siquiera llegaba saliva a su boca. Se le habían, incluso, irritado y cortado los labios por la falta de humedad para mantenerlos suaves. Desde hacía horas no había ingerido nada, se encontraba perdida y mareada, y el calor del sol ―que había decidido brillar mucho más que el día anterior― no ayudaba demasiado.
Creía que habían sido imaginaciones suyas cuando vio el reflejo de una melena dorada detrás de un árbol. Sin embargo, de su escondite salió un león majestuoso, con el pelaje brillante y un rostro afable. Elysant estuvo a punto de desmayarse.
―Estoy... estoy... alucinando ―logró decir. Entonces, la pareció que el león le hacía un gesto con la cabeza. El animal empezó a andar lentamente y sin hacer ningún ruido. Elysant lo sintió como si el león quisiera que ella lo siguiera.
Definitivamente, estaba alucinando.
No obstante, empezó a moverse. No sabía de dónde había sacado las fuerzas para volver a andar e ir detrás del león, pero lo estaba haciendo. Era una sensación extraña, como si alguien o algo tirase de ella. Elysant se dejó llevar. No supo cuánto tiempo estuvo detrás del animal, pero cuando paró de mover las piernas se dio cuenta del ruido relajante de fondo, junto al canto de los pájaros y la brisa que mecía las hojas de los árboles. Era el murmullo de un riachuelo.
Su cabeza hizo «clic», y abandonó los pensamientos que le pedían que se dejara caer en el suelo. Tenía que encontrar aquel riachuelo como fuera.
Agudizó el oído para percibir de dónde provenía el sonido del agua. Parecía venir de la derecha, por lo que no tuvo que pensarlo mucho y se dirigió hacia allá. Tuvo mucha suerte ya que no se encontraba muy lejos de su posición. Era tan solo el inicio del riachuelo, por lo que siguió el curso de este hasta un poco más abajo. Según avanzaba, el cauce se hacía más ancho hasta desembocar en un río más grande. No tenía ni idea de dónde estaba, ni tampoco si aquel león había sido un producto de su imaginación, pero agradeció mil veces al cielo y se agachó para coger agua con las manos y beber. Cuando se sintió hidratada, procedió a mojarse la cara, el cuello y los brazos. Se encontraba mucho mejor, con las fuerzas recargadas.
Pensó que podría continuar en la dirección de la corriente del río, es decir, hacia adelante. Eso podría llevarla al mar, un terreno totalmente desconocido para los telmarinos, que tenían pavor al océano y a lo que podían encontrar más allá. Por eso mismo, la carne abundaba más que el pescado ―únicamente conseguido de un río que pasaba cerca de la ciudadela, sin entrar en los bosques― en los banquetes y las comidas.
Pensó, entonces, en que la gente del castillo ya se debía de haber puesto a buscarla. Seguramente sus hermanas estarían preocupadas, su madre estaría llorando y su padre, si no lo había hecho ya, ordenando a sus hombres que la buscaran por todos los alrededores. No quería que sufrieran por ella, mucho menos estando en buenas condiciones ―como se encontraba en ese momento gracias al agua recién encontrada― pero no podía no hacer nada y quedarse de brazos cruzados, que era lo que Glozelle pretendía. Con un poco de buena suerte podría encontrar pronto la guarida de los narnianos e idear alguna forma de ayudar a huir a Caspian. Ese sería otro problema, porque no había pensado en cómo sacarle de dondequiera que estuviera, puesto que ni siquiera portaba armas. Tendría que buscar un plan sobre la marcha.
Volvió a caminar de nuevo, sin querer alejarse del río. Creyó escuchar varios pasos, aunque, siendo realistas, ¿quién podría haber por allí, a tanta distancia de donde estaba el campamento de Miraz?
Ojalá hubiera sido más perspicaz, porque en menos que parpadeas tenía varias personas ―o animales, quién sabe― sobre ella, atándola de manos y poniéndole una venda en la boca.
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