𝟏𝟓.
VISENYA NO GUARDABA CERCA DE SU CORAZÓN RECUERDOS AGRADABLES SOBRE SU INFANCIA EN LA CAPITAL. Fue una princesa solitaria en un mundo dominado por los varones favoritos de la corona, nacido como la única hija de la princesa heredera, jamás lo suficientemente cercana a las hijas de Lady Laena y Daemon Targaryen, ni instada a pasar sus días en compañía de la princesa Helaena.
Por desgracia, tampoco era bien recibida entre sus propios hermanos cuando su tío Aegon eclipsaba sus tardes jugando y molestando a su hermano Aemond, con quien–para sorpresa de nadie–nunca encontró afinidad alguna.
Sus mejores mañanas las disfrutaba en el solar de su madre comiendo pasteles y cantando alrededor de su hinchada barriga cuando Joffrey solo estaba en camino. Los escasos días especialmente buenos, se le permitía jugar con sus hermanos pero no entrenar o tomar las mismas lecciones con ellos.
Una especie de barrera separaba a la princesa Helaena del resto del mundo. Difícil de atravesar gracias a su dócil y excéntrica personalidad, aún más difícil cuando su madre, la reina Alicent, estaba presente para ahuyentarla y desestimar sus intentos por pasar el tiempo juntas.
El viaje por agua le fue grato tanto como duró, echando un vistazo a las mareas conforme se acercaban más y más a la gran masa de tierra que alguna vez llamó su hogar antes de conocer el verdadero, donde su sangre zumbaba de gusto y comodidad, territorio cálido para los dragones, el lugar de donde provenía de verdad y donde era absoluta e inequívocamente feliz.
Extrañaría Rocadragón pero no se le había dado la oportunidad de rechazar el viaje ni a ella ni al resto de su familia.
La naturaleza de la audiencia era delicada, no lo habían conversado propiamente porque Visenya no era más que una princesa ingenua y ni Rhaenyra ni–que los Dioses lo hicieran recapacitar–Jacaerys quería compartir el peso de su profusa angustia con ella.
Visenya se sentía como una flor de cristal encerrada en una caja sobre un alto pedestal, tratada con una fragilidad absurda que no hacía más que exasperar sus nervios hasta la catatonía.
Sin embargo, no podía permitirse el lujo del escándalo, ya significaba gran labor cuidar sus palabras frente al dulce niño de su madre.
Lucerys lucía cada milla más pálido, si es que su rostro ceniciento podía perder más color. Como un condenado marchando por el estrecho camino hacia su ejecución, sudando frío y hablando poco. Para el joven elocuente y vivaz que había crecido en su piel, era solo una sombra marchita de su verdadero ser; tal vez lo había escuchado decir una palabra o dos en el camino, nada sustancial que pudiera tranquilizarla.
Tras desembarcar y durante el viaje en carruaje, Luke se aferró a sus rodillas mirando el suelo lleno de pies como si fuera ese el paisaje más interesante.
Rhaenyra intentó animarlos cuando los bebés en su regazo se mostraron mucho más entusiasmados que el resto de sus hijos. Palabras que carecía de peso sobre memorias que no estaban en condiciones de traer de regreso.
Jacaerys, Visenya y Lucerys eran quizá los menos felices por volver tan pronto al nido de ratas en donde habían sufrido de las miradas pestilentes y las palabras venenosas de los grandes Señores cuando les daban la espalda. La tierra de pesadillas que había sido la Fortaleza Roja en Desembarco del Rey.
Juntos podían contar los buenos días con los dedos de las manos, cuando se les incluía con los hermanos de su madre a incursionar en aventuras que terminaban cuando Aemond decidía que era demasiado maduro para dejarse amedrentar por bromas que le sentaban mal. Los buenos días cuando su abuelo los mimaba y colmaba de elogios y regalos, favoreciendo siempre al heredero de la princesa por encima de todos los demás.
En aquel entonces, Daemon todavía no formaba parte importante de sus vidas y, por supuesto, sus primas-hermanas estaban lejos de convertirse en la presencia que eran ahora en su hogar.
Cuando sus hermanos eran solo suyos y, ocasionalmente, los juguetes de Aegon el mayor.
No eran momentos que echara de menos, le gustaba la paz que le brindaba su propio hogar y la libertad para respirar en comparación con el asfixiante y nauseabundo aire de la capital. Era un viaje que sin dudas no esperaba repetir en el futuro inmediato y una vida a la que no deseaba pertenecer.
Visenya Velaryon no se sorprendió ante la poca o nula recepción a su llegada. La galería donde el carruaje se detuvo se hallaba apenas frecuentado por la nobleza que debía estar presente para rendirle pleitesía a la princesa heredera, dispersados como si fueran ajenos a la noticia.
No pudo evitar tensarse entre sus hermanos, tomando el brazo de Lucerys para tenerlo lo bastante cerca y otorgarle cierto consuelo.
Mayor fue su impresión cuando su siempre impertinente y necio hermano menor no se sacudió del agarre con asco ni pronunció queja alguna en la marcha, más encogido entre sus hombros que un enano. Era casi manso, otra característica que no le resultaba familiar en él.
—Recuerdo este lugar más grande —tarareó ella. Su mirada osciló de aquí a allá, recorriendo los altos muros y la poca gente que se aglomeraba alrededor del castillo, todos guardias y servidumbre, ningún rostro que le fuera particularmente conocido.
Jacaerys se guardó para sí cualquier comentario que estuviera dispuesto a añadir en concesión, como si alguien ahí pudiera escucharlos y reprender el desaire.
Rhaenyra los miró de reojo, una expresión severa en su rostro. —Visenya —advirtió en voz baja.
Visenya enmudeció antes de que Lord Caswell se acercara lo suficiente para oírle si es que se atrevía a abrir la boca una vez más. Se mantuvo detrás de su madre y su padrastro, tan solo un pie detrás de Jacaerys para arrastrar a Luke paso a paso mientras entraban a la fortaleza.
Conforme más caminaban, más solitarios y lúgubres eran sus pasillos. Velas derretidas colgando en cada esquina, un humo pesado y aromático que se extendía abrumadoramente por los salones, símbolos de la fe de los Siete encima de sus cabezas.
Era distinto a su hogar y diferente al lugar que recordaba de su niñez.
Compartió una mirada silenciosa con Jacaerys. Por breve y fugaz que fue, bastó para sostener una conversación muda que no distaba mucho del disgusto y el reproche grabado en sus ojos. No muy alejados de las muecas que hacía su propia madre cada vez que le lanzaba un gesto a Daemon.
El castillo parecía más un templo vacío y profeso para hacer plegarías.
No se sentía natural ni remotamente reconfortante.
—Quiero que vayan a instalarse —Rhaenyra se dirigió a ellos incluso si no podía formular una sola palabra con seguridad o confianza, como si no supiera en realidad qué es lo que les estaban pidiendo o si alguien en todo el castillo tenía la tarea de asignarles una habitación.
Visenya asintió sin parpadear, sujetó la mano de Joffrey y le dio un empujón a Lucerys, si es que lo necesitaba para salir de ahí. Jacaerys, desde su llegada rígido como una estatua, se resistió a quedarse atrás hasta que Daemon lo miró por encima del hombro, hundiendo sus ojos en él.
—Cuida de tus hermanos, Jacaerys —su madre intervino antes de que alguna otra palabra interfiriera en su frente unido.
Aun si Visenya no podía admitir ningún tipo de consideración por su padrastro, no estaban en posición para errar y las fricciones eran más ásperas bajo un techo ajeno.
Eran unos forasteros. Los extraños en un hogar que no les pertenecía. O, cuando menos, así se sentía Visenya cada vez que miraba a las criadas compartir miradas déspotas entre sí.
Si Jace tuvo una opinión al respecto, se tragó sus palabras para obedecer a su madre. En su lugar, asintió y los siguió a dos pasos de distancia como un guardia, siempre echando una mirada juiciosa a lo largo y ancho del corredor, por las galerías y los umbrales, caminando con la espalda erguida. De ese modo, parecía mucho más alto que ella.
No le gustó el silencio mordaz, no entre los suyos.
—Deberíamos dar una vuelta, apenas puedo reconocer este lugar —comentó por lo bajo, fingiéndose más relajada de lo que realmente estaba. Miró a Lucerys— ¿No te apetece?
El menor dudó por lo que pareció una eternidad mientras se dirigía al ala del castillo donde alguna vez fueron sus antiguos aposentos. Los más pequeños podrían compartir mientras Jacaerys, Visenya y Lucerys se instalaran en sus propias recámaras, no muy lejos el uno del otro.
Luke ando más despacio, la miró y luego miró a Jace, una pregunta vacilante en sus aún tiernas facciones.
Jacaerys, no lo bastante distante para ser ajeno a la conversación, asintió cuando Lucerys depositó en él sus dudas mudas.
—Ve a instalarte —Jace le ordenó— y toma un descanso antes de que volvamos por ti, ¿de acuerdo? —Aun si su elección de palabras fue cuidadosa, nadie dio por sentado que alguno de ellos podía ir o venir sin la supervisión o compañía de otro de sus hermanos.
Lucerys no reprochó, incluso si sus labios se fruncieron poco animados.
No mucho después, se despidieron de sus hermanos menores. Viserys y Aegon el menor estaban junto a sus nodrizas, preparándolos para ser presentados ante el rey en persona una vez que su madre creyera pertinente llevar a sus hijos más jóvenes con ella. Joffrey tomaría un lugar en la guardería y, más adelante, Luke también tuvo que separarse de ellos para instalarse en su propia habitación.
En ese orden, como lo habían hecho siempre, Visenya y Jacaerys caminaron por el resto del pasillo.
—¿Rhaena? —Jace se inclinó a preguntar en voz baja, siendo escoltados por un guardia.
No le sorprendió que preguntara por ella ni su paradero, lo que la sorprendió fue que le hubiera costado tanto tiempo darse cuenta de que no estaba entre ellos, pues la habían dejado atrás desde que habían bajado del carruaje todos juntos.
Visenya no pretendía ser escuchada por oídos curiosos y tampoco quería hablar más del tema desde que habían zanjado... lo que sea que estuvieran escondiendo bajo las narices de su madre.
Se resignó a responder de forma simple— Baela.
Y con el nombre fue más que suficiente para callar al futuro príncipe heredero, quien se mantuvo estoico y firme, al menos por los siguientes tramos del camino.
La voz del joven se suavizó como si de algún modo esperara que sus palabras cayeran en los mismos oídos sordos y necios que él tenía. —Nuestra estadía en Desembarco no será más que breve, yo... —se interrumpió a sí mismo, tal vez eligiendo cuidadosamente lo que quería decir de lo que debía guardar—. En realidad hay algo que quería consultar contigo en casa pero, como sabrás, el tiempo no ha...
Visenya se detuvo una vez de pie a su puerta, dedicándole una mirada plana y severa a su hermano mayor antes de que se atreviera a nombrar lo que sea que estuviera perturbando sus pensamientos, porque sabía que no era un curso ideal que pudieran charlar dentro de la Fortaleza Roja, donde las víboras y las ratas abundaban más que en cualquier otro castillo del reino.
—Entonces deberíamos hablarlo en cuanto volvamos a Rocadragón. —Luego se aseguró de acentuar, cabeceando de la forma más respetuosa–y, desde luego, la más ajena a su dinámica familiar–, despidiéndose de él y su escolta— Pronto.
Le dio la espalda para entrar a sus aposentos y, sin ánimos de sorprenderse por nada, se dio cuenta de que no se le había asignado el mismo cuarto de su infancia. Aunque debió habérselo imaginado, el solar ya era pequeño para una dama de su posición, el espacio sin duda era para una niña y no para una doncella de su edad.
Tampoco estaba de humor para ofenderse o pedir una diferente y ser tomada por una princesa exigente, aun si podía juzgar del rostro de la servidumbre que un reproche era justo lo que podían esperar de un acto tan desconsiderado.
Visenya no necesitaba un lugar más grande, estaba cerca de sus hermanos y era lo único que necesitaba por el momento.
Había un balcón con las puertas cerradas, así que se tomó la molestia de pedir que ventilaran la habitación tan apestada con hierbas e inciensos como lo estaba el resto del castillo.
Incluso los dormitorios eran diferentes, estaban oscuros y sombríos, de decoración demasiado sobria ante la ostentosidad de un Targaryen, carente de lujos o cualquier cosa que se le asemejara a una comodidad innecesaria.
No sabía si le resultaba curioso o lo detestaba de manera rotunda.
—¿Mis cosas? —Se dirigió a una de las mujeres que se movía alrededor de la cama, cambiando rápidamente las sábanas como si no hubieran preparado nada previo a su llegada.
—En camino, princesa, me encargaré de ordenar todo para usted ahora mismo. —Inclinó la cabeza y levantó el colchón con tanto esfuerzo por sí misma que Visenya tuvo que reprimirse de expresar algún atisbo de angustia que fuera a torcer su labio superior.
Miró alrededor.
Los muebles estaban cubiertos por finas capas de polvo, la servidumbre abría las cortinas y las sacudían para ventilar el solar, golpeando los cojines en el sillón junto a la mesa.
No iban a alargar su viaje, tal como tenía entendido, así que supuso que tantas excentricidades no serían requeridas si de todos modos quería salir de ahí corriendo en cuanto su madre se los permitiera.
Había algo en el aire que estaba agobiándola, de una forma casi religiosa, se sentía oprimida y observada a cada paso.
—Está bien, déjenme sola —habló alto para todos los presentes. Solo dos de las tres mujeres se miraron entre sí y reverenciaron al salir de manera apresurada mientras la última cambiaba las fundas viejas de las almohadas y colgaba el dosel de las columnas—. Puedes terminarlo cuando te llame, encárgate de que mis cosas estén aquí cuanto antes.
La mujer, un poco más joven que su madre, asintió rápido y se retiró disculpándose profundamente como si Visenya la hubiera intimidado de manera hostil.
Lo que no creyó verídico, su tono era bastante más suave, como se podía ser en tierras de una familia desconocida. En su hogar acostumbraba a pedir las cosas y poco más, sin gritos ni exigencias fuera de lo común, ni insultos de ninguna índole.
Tampoco acostumbraba las cortesías con servidumbre que no conocía.
Estaba pensando demasiado a largo plazo, no iba a ser necesario porque ella y el resto de su familia volverían a su verdadera casa en solo un par de días.
O es lo que esperaba.
Finalmente estuvo sola a puertas cerradas en aposentos que le eran absolutamente ajenos, más expectante de lo que había esperado durante el largo viaje por agua. Su madre la había instado a compartir con ella sus pensamientos antes de llegar con la esperanza de que así pudiera deshacer el nudo de nervios apretado alrededor de su estómago.
No había hecho la más ínfima diferencia.
¿Estaba lista para enfrentar los rostros de todos aquellos que la señalaron por su apariencia en el pasado? ¿A ser blanco de cuchicheos y comentarios malintencionados sobre su difunto padre? ¿Acaso podía presentarse a una simple merienda sin torcer el vestido entre sus manos debajo de la mesa? ¿Iba a morderse la lengua hasta que le quedara roja y cercenada por la rabia? Nunca fue la más dócil de sus hermanos, solo la única mujer.
Visenya se preguntó si esa iba a ser su vida una vez que su madre ascendiera y ocupara el trono de su abuelo. Viviendo al límite, conteniendo sus palabras o huyendo de ellas por cada rincón de la Fortaleza Roja, desgastando su paciencia todos los días hasta que, eventualmente, se cansara de ser una damisela en apuros a la sombra de su reina y sus hermanos. ¿Qué haría entonces? ¿Rogarle a su madre porque la casara con un Lord lo bastante fiero para rebanar lenguas en su nombre? ¿Un demente que le fuera fiel a su palabra y no al murmullo de sus propios vasallos?
No había hombres como esos, dispuestos a escuchar las verdades de la futura reina por encima de lo que sus propios ojos podían ver.
Acarició una de sus muñecas, la mano que Jacaerys había sostenido por ella durante el viaje en carruaje cada vez que la sentía especialmente tensa a su lado. Aún podía sentir el calor y la sensación de sus callos rozando su dorso y su carne.
Apenas unas noches atrás guardaba el recuerdo en su piel, los besos y las caricias, las yemas recorriendo su vientre y los labios deslizándose contra los suyos. El cuerpo cálido retorciéndose junto a ella y la firmeza de sus dedos al tomarla por el mentón para besarla.
Jacaerys y Visenya nunca serían uno ante los ojos de los Dioses ni de los hombres.
Ninguno de los dos era capaz de consumar algo que no les correspondía, así que no hubo nada que hacer. Visenya debía ser una doncella intacta cuando se tomara la decisión de ser entregada a otro hombre y Jace no iba a profanarla, incluso si habían acordado que ser uno mismo ante los ojos del otro era suficiente.
De nuevo, se preguntó si se le permitiría quedarse en Rocadragón una vez que su madre se convirtiera en la reina de los Siete Reinos.
Se preguntó si podía pecar de ingenua, quedarse en tierras del heredero y permanecer ahí hasta el inevitable final, cuando fuera turno de Jacaerys para convertirse en esposo y compañero de Baela, su prima y su hermana.
Visenya no dudaba de él, de su lealtad o su honor. Sería un amante ejemplar para la futura reina que Baela estaba destinada a ser y cualquier desliz de la juventud que habían estado cometiendo hasta ahora quedaría en el pasado, condenado al olvido y enterrado en la tierra de sus ancestros.
Lo supo antes y lo sabía ahora, cuan injusto era ver a su hermano mayor, su protector, el hombre que quería estar con ella y le había prometido sus más profundos afectos, comprometerse con una mujer a la que él no deseaba. O no como a ella.
¿Iba a llorar y mentir? ¿Decirle a su familia que las lágrimas que rodaban por sus mejillas eran de felicidad mientras su corazón se estrujaba dentro de su pecho, latiendo de la manera dolorosa en la que solo podía hacerlo un corazón dolido? ¿Iba a ver a Baela a los ojos y brindarle sus mejores deseos en un matrimonio que la propia Visenya alguna vez pretendió corromper junto a Jacaerys?
Bufó. Como si ella realmente fuera capaz de tales hipocresías.
No, con seguridad ella y Jace no podrían guardar ningún secreto ante el acto sagrado de unir dos vidas. Era probable que ambos encontraran la manera de hablarlo con Baela y, tal vez entonces, podrían seguir delante de la forma honesta en la que su familia sabía hacer las cosas.
La respuesta, por supuesto, fue no. Aunque su madre permitiera que Visenya se quedara una vez que Jacaerys fuera nombrado heredero y príncipe de Rocadragón, no se lo permitiría a sí misma.
Porque sabía que la tentación sería inviable, sino para Jacaerys, sí para ella.
Visenya lo deseaba de la forma en la que no se debía desear al prometido de su hermana, su prima y su sangre.
Porque quería a Jacaerys para ella y ni siquiera un nido de víboras podía filtrar en su sangre el veneno suficiente para cometer tal traición.
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