𝟏𝟏.
FINALMENTE CERRÓ EL VIEJO LIBRO DE DIALECTOS QUE HABÍA ESTUDIADO DURANTE SU ÚLTIMA LECCIÓN. Lo depositó suavemente sobre una de sus mesitas, retirándose los dos mechones rebeldes que se habían deslizado fuera de su oreja y suspiró. Sin importar cuánto se esforzara, todavía no era capaz de formular elaboradas oraciones como lo hacía su padrastro o su madre. No conseguía registrarlo en su memoria y no se le daba bien como a Baela. Las palabras no eran más que garabatos luciendo confusos sobre el pergamino, hasta la paciencia del maestre se veía mermada tras sus exhaustivas clases cada mañana.
Cepillar su cabello por tercera vez no la ayudó. Ni admirar los destellos chisporroteantes de agua sobre las ruidosas olas rompiendo contra la orilla desde lo alto de su balcón. U ordenar su cama una y otra vez. Sus pensamientos carecían de calma y su cuerpo de absoluta mesura. Había tomado la decisión de dejar una vela encendida ante la expectación, iluminando nada más que su rostro, su libro y el borde de sus sábanas.
Esta vez encontró cierto consuelo en retorcer el pendiente de vidriagón ornamentado en pan de oro que colgaba de su cuello, tiró de él y lo acomodó entre sus pechos, justo encima del escote en su ropa de cama.
La bata de seda hacía poco por cubrir su desnudez parcial de las corrientes nocturnas que se colaban por su ventana, agitando las cortinas recién importadas–un obsequio enviado desde el norte, de naturaleza desconocida, si se le permitía discrepar–. Su piel se encontraba erizada, cada vello sensible en sus brazos mientras volvía a retorcerse los dedos sobre el regazo.
Debía parar, rascarse las cutículas era un vicio terrible.
Tal vez había sido una mala idea después de todo. Se sentía más y más estúpida cada instante, conforme la cera en su vela se derretía, goteando y dejando surcos como raíces alrededor de su forma. El recipiente de hierro pronto lució más y más pequeño bajo los hilos solidificados.
Tras el sofoco momentáneo, le siguió una calurosa ira digna solo de una princesa cuya sangre de dragón corría espesamente por las venas. El único rasgo Targaryen que realmente podía loar. Y más tarde, junto al silencio característico de la media noche, una gran decepción le hizo compañía en la soledad de sus aposentos.
Estaba lista para ahogar aquella humillación contra la almohada o atravesar las paredes de una patada, vestida únicamente para ser desvestida, cuando su puerta la llamó, haciéndose eco de un golpe seco y modesto. Nada más que un susurro vergonzoso al que acudió en un abrir y cerrar de ojos.
Se puso de pie pero le costó dar el primer paso lejos de su cama, presionando su palma transpirada contra el vientre bajo, donde el nudo de nervios crecía furiosamente, cálido justo donde los dedos de Jacaerys permanecían presentes como un recuerdo mórbido, hundidos con fuerza en su piel.
El bochorno fue instantáneo. No esperó a un segundo llamado cuando comenzó a caminar y se detuvo frente al umbral para pensar.
Su propia voz era un desastre palpable. —Diga.
No obtuvo una respuesta del otro lado.
Aturdida por la confusión y la curiosidad, se apresuró el doble en abrir la pesada puerta en silencio, recibiendo en el rostro la luz de las antorchas encendidas que permanecían estratégicamente colocadas en ambos extremos del corredor. Con ellas, la sombra de su hermano ante el umbral, rígido y ansioso, vestido en las mismas prendas que había usado durante la cena.
Su torso agitado subía y bajaba como si hubiera librado una carrera a su dormitorio, echando un vistazo por el pasillo para después tomarse la decencia de mirarla.
Le pareció verlo contener el aire, sus labios firmemente cerrados y fruncidos. Su garganta se agitó de manera sutil, parpadeando y deslizando la mirada lejos para asegurarse por segunda vez de que el guardia que merodeaba su ala del castillo no se encontrara peligrosamente cerca de atraparlo escabulléndose dentro de sus aposentos como un ladrón.
Jacaerys tomó valor con las pupilas dilatadas encima de ella una vez más. —¿Puedo?
Como si el susurro ronco le cayera en la cabeza cual agua fría, Visenya Velaryon se hizo a un lado, dándole vía libre e instándolo a pasar, ajustándose la bata ansiosamente. Cerró detrás suyo, lento y silencioso, hasta ceder de nueva cuenta a las penumbras menguadas dentro de su habitación. Nada más que la llama de una vela titilando cerca de la cama y los reflejos de la luna sobre el agua entrando por su balcón.
Inhaló hondo, mordiéndose el labio inferior, y estuvo dispuesta a quedarse estática junto a la puerta hasta que sus nervios se desvanecieran. O esa fue su más ferviente solución antes de que una descarga de calor recorriera su espalda cuando los dedos oscilantes de Jace buscaron los suyos, tirando suavemente de ella.
El mutismo prolongado y selectivo estaba comiéndola en vida. Era buena anfitriona de las conversaciones por política y sin duda su hermano lo era en medidas bastante similares pero ahí estaban los dos, callando en la privacidad de su cuarto, conscientes de cuan incorrecto e inapropiado era para ellos estar a solas en tales circunstancias, aún como hermanos.
Ahí juntos, no eran más que un príncipe y una princesa del reino reuniéndose a escondidas.
Y siendo honesta, vestir ropas íntimas para recibir a un muchacho en su dormitorio de noche era más una traición que una travesura.
Se permitió guiar hasta la cama, podía distinguir la espalda tensa de su hermano mayor, y correspondió al agarre con un apretón sutil. La cercanía fue una absoluta tortura pero disfrutó de ella hasta el final, cuando Jacaerys por fin dejó de analizar el suelo y se llevó el dorso de su mano hasta los labios, mirándola a través de la modesta llamarada de luz.
—¿Esto está bien? —preguntó antes de dar efecto al gesto. Su aliento acarició la piel sensible, aunque pudo sentirlo más en presencia que en carne. Ella asintió rápido, recibiendo a cambio una premiación.
Sus pétalos frotaron los nudillos, el joven besó entre los dos anillos de plata que decoraban sus dedos, dulce y contenido, mientras su otra mano alcanzaba su cintura para otorgarle el mismo trato. Principesco e indecente.
Jacaerys entonces dio un paso más cerca y redujo la distancia para inclinarse y tomar sus labios suavemente, sin advertencia ni permiso esta vez. El contacto alteró su respiración, cediendo con gusto al fugaz intercambio.
Hambrienta por más, trató de rodearlo por los hombros y estrechar sus cuerpos pero él mantuvo ambas palmas a una distancia prudente, apretando el pulgar sobre el costado de su vientre y los dedos alrededor de su antebrazo. Las huellas se sentían como brasas en su carne. Lo escuchó inspirar de manera temblorosa, como si le costara tomar aire en su presencia.
—Luces... —Él pareció luchar por encontrar una palabra pero tal vez el oxígeno ya había abandonado sus pulmones para subir a su cabeza.
Visenya canturreó con renovado entusiasmo— ¿Tan impresionante que no puedes describirlo?
Pero él no dijo eso. Habló como si nunca lo hubiera interrumpido, con entonación pesada y aliento caliente— Desnuda. —Incluso si sus ojos oscuros no abandonaron los suyos.
Enmudeció, se sintió tan abrumada que verdaderamente no pudo recuperar el aliento por un instante. Saboreó cada sílaba con incredulidad y se estremeció, vulnerable ante su mirada pasiva e intimidante.
Jacaerys poco hizo por guardarse los pensamientos para sí mismo pero no tuvo el coraje para enfrentarlo por su atrevimiento cuando sus ojos se encontraron sin hacer alarde a más miradas furtivas, esperando por una reacción de su parte.
La sensación húmeda derritiéndose entre sus piernas fue más que suficiente. Se sentía tan desnuda como se veía ante el heredero, como si la delgada tela para las noches de verano más calurosas no fuera más que una segunda piel adherida a la primera, ajustada y estorbosa, casi como un pedazo de papel mojado sobre su silueta.
Las yemas callosas del muchacho subieron por su cintura, acariciando la bata como si se tratara de un fantasma.
Un jadeo ahogado la delató cuando sus dedos rozaron sus costillas, sobresaltándose.
—Tienes frío —él hizo una observación. No había un timbre de duda en sus palabras, su lengua solo pronunció como una verdad cargada de reconocimiento mientras sus dedos se detenían ahí mismo, debajo de su pecho, palpando la piel sobre la ropa de cama. Su mirada volvió a su rostro.
Jadeó— Sí. —Admitió aunque sus labios temblaron al responder, justo como sus pestañas antes de volver a ser besada lentamente.
Sus bocas se movieron despacio primero. Su cuerpo ardía bajo las manos de Jacaerys, desvaneciéndose de gusto cada vez que sus dedos apretaban con fuerza en sus caderas o frotaban en círculos cerca de sus pechos, el calor atravesaba la tela.
Añoraba con locura ser despojada de la prenda, que Jace tuviera el descaro de desatar el único nudo y la desvistiera hasta convertirla en la idea desinhibida que él tenía sobre ella. Sin embargo, su pecho se sacudió pobremente cuando sus manos palparon sus muslos, enterrando los dígitos debajo de sus nalgas, estrechándola contra su pelvis con especial fiereza.
Las rodillas le flaquearon pero no se detuvo a protestar cuando los besos se volvieron salvajes, no hasta que él la sujetó por el mentón y la apartó para verla a los ojos.
El pánico se apoderó de su mente, colmando de ansiedad su garganta. —¿Qué es? —Y cuando trató de besarlo de vuelta, él se negó en silencio, unidos de frente a frente—. ¿Qué está mal, Jace? —insistió.
—Yo —confesó inclinándose a depositar en sus comisuras la sombra de un beso, un poco húmedo y un poco íntimo. Tal vez la confusión en su mirada fue lo que finalmente lo hizo murmurar de nuevo— Yo he... —tragó—. Es complicado, Enya.
Él tocó su barbilla con el nudillo y tal vez la vergüenza lo hizo bajar la cara esta vez. En su lugar, sus ojos oscuros descendieron por su escote, seguido de cerca por su dedo índice rozando superficialmente la cadena del collar, tan cerca de sentirla y tan lejos de tocarla.
—En realidad no puedo pensar en nada más que desnudarte con mis propias manos ahora mismo. —La yema recorrió el borde del colgante, acariciando el valle entre sus pechos.
Temió que, de recibir una mirada más en ese momento, habría sucumbido a la presión que incrementaba en su bajo vientre. Quizá habría caído inconsciente.
Jacaerys Velaryon, lejos de decepcionarla, se agachó tan lento que fue imperceptiblemente tortuoso, sellando un beso en el mismo lugar donde descansaba la pieza de vidriagón. Sus labios no bendijeron un solo centímetro de carne pero la punta de su nariz presionó entre sus senos.
Se estremeció como un ser débil ante él.
Entonces, Jace hizo a un lado el accesorio y presionó los labios sobre la zona, arrancándole un gemido asfixiante. Sus manos la sujetaron firmemente por las costillas, un agarre que la mantuvo lo suficientemente cuerda para no evaporarse.
Por acto de reflejo, se aferró a sus hombros masculinos hundiendo las uñas en el jubón mientras su boca succionaba la piel sensible, tarareando y haciendo círculos con su cálida lengua.
No intentó empujarlo. Le permitió hacer cuanto quisiera con ella cuando la llevó hasta la orilla de la cama. Sus pies tropezaron pero él no la dejó caer, en cambio, el filo de sus dientes raspó cada poro y vello erizado en su torso con especial cuidado.
Tiritó en cuanto sintió sus dedos desesperados aflojar la delicada túnica, como si quisiera arrancar el nudo pero hubiera una fuerza mayor entumeciendo sus manos. Su boca subió por sus clavículas, deslizándose por un costado de su garganta y situándose en la parte más débil de su cuello. Sus labios rozaron el pulso acelerado, invitándola a hacer lo mismo con su traje, empezando por los botones de su jubón.
No correspondió con timidez lo que sin duda era la batalla perdida de su hermano mayor contra la decencia. Una de sus palmas callosas recorrió sus muslos colándose debajo de la bata mientras los dedos agiles de su mano dominante apretaban suave uno de sus pechos antes de inclinarse y cerrar sus bocas en un vaivén de lujuria. El aire era espeso y cándido al compartir la respiración. Ambos se sentaron uno junto al otro en el borde del lecho, tocándose como si les resultara imposible abrir una brecha entre sus cuerpos.
Jace dio fin a la eterna danza que habían perpetrado sus lenguas en esa espiral de locura.
Él no emitió palabra alguna pero fue casi como escucharle ordenar. Su mano descansó sobre su nuca, tirando de sus ondulados cabellos para recostarla poco a poco y, no conforme, se arrastró entre sus piernas, viéndose de frente hasta que la parte trasera de su cabeza se halló cómodamente en las sábanas de su cama hecha.
Su voz fue cavernosa como un ronroneo. —¿Me dirías si no estás lista? —La inseguridad trazó cada sílaba, en sus pupilas pudo verlo vacilar, una lucha constante que aún rasguñaba la superficie de su estómago.
La propia Visenya conocía tal inquietud, tan carnal y vivaz en sus entrañas, enroscándose alrededor de su vientre como un cinturón que se cierne al rojo vivo, dividiendo la experiencia entre escalofríos y espasmos.
Tomó su mejilla, el más reciente nacimiento de vello facial apenas era una pelusa bajo sus dedos, delineando las fuertes facciones de su hermano mayor. Pudo sentirlo temblar como si su tacto impactara directo en sus huesos. Él abanicó sus pómulos con un suspiro tenue y se mantuvo quieto, paciente e intenso.
En lugar de responder, asintió dándole un beso breve.
—Eso no, Enya —soltó de manera estrangulada, apretando los párpados con fuerza. Casi sonó irritado y, sin embargo, el uso del mote cariñoso pronunciado con dolorosa paciencia la hizo retorcer de gusto—. No así, por favor.
Resopló— ¿Quieres escucharme suplicar entonces, hermano?
Él se tensó y, más allá de oírle genuinamente enojado, gruñó áspero— No juegues conmigo. —La presión en su pelvis creció periódicamente, sus muslos cada vez más cerrados alrededor de la cadera de Jace. Sus músculos rígidos aplastando su ser y su entrepierna restregándose sobre su feminidad estaban comenzando a rasgar la mella juguetona que se esmeraba en mantener.
—Te diré si no estoy lista —se rindió y, tras un corto silencio, añadió— pero lo estoy.
A pesar de la convicción tintada en su rostro, el susurro de la angustia permanecía acurrucada en un rincón, presente y escondida. Sabía, del eco que emitían las criadas por los corredores cuando las escuchaba a hurtadillas, que el encamamiento podía ser una experiencia tan poco agradable como increíblemente satisfactoria.
Él leyó el titubeo en su expresión como un libro en lengua común. —No voy a desflorarte. —Se aclaró la garganta como si la mención le resultara de lo más aberrante. Debió ser la cosquilla que arrugó el puente de su nariz lo que lo instó en remendar su desliz antes de oírla reprochar algo—. No puedo. Hay otras maneras de... hacer esto.
—¿Las hay? —preguntó. La curiosidad rascó su vientre.
La sonrisa en sus labios se ensanchó hasta convertirse en una risa baja y masculina. —Yo tampoco lo sé todo sobre... —le costó pronunciar como si sus pensamientos fueran los de una doncella avergonzada—, si es que eso te brinda algo de alivio.
Rodó los ojos. —Oh, joven e intacto Jacaerys, que honor —se mofó.
Por desgracia, estar bajo el peso ajeno significaba que cuando él así lo quisiera, podía borrar la sonrisa de su rostro.
Desde luego, Jace aprovechó su posición para apretar sus centros, arrancando un jadeo de su garganta, seguido por una réplica gruñida a medias. Sus párpados temblaron de placer pero no pudo hacer más que derretirse de indignación ante la sonrisa descarada rizada en sus comisuras.
—¡Jace! —siseó.
El calor encendido en su bajo vientre vibró por todo su cuerpo, frunciendo los labios en una delgada línea.
—¿Decías? —Movió su pelvis y se frotaron torpemente. Visenya no pudo evitar echar la nuca sobre la cama, sofocando un gemido detrás de su boca cerrada con fuerza. Él resopló una risa varonil contra su cuello y sus labios descendieron por su escote, sembrando un sendero de besos húmedos por todo su pecho.
Jacaerys jugó con la fina cadena entre sus dedos, quitándola del camino para bajar entre sus costillas, donde se detuvo un instante para succionar en su piel cálida. Cuando una de sus manos acunó su seno, no tuvo el valor para mirar con sus propios ojos como el muchacho se llevaba la punta endurecida al interior de la boca.
El pudor fue mayor pero apretar los ojos solo agravó la sensación.
La modesta barrera de tela se empapó con su saliva, acompañando su agonía con un aguado chillido de reconocimiento, abrazada por su resbalosa lengua al restregarse con hambre encima del sensible botón.
Su corazón se hundió como nunca antes lo había sentido pesar en su pecho y las rodillas le temblaron, más visiblemente ahora que su bata se arrugaba alrededor del brazo de Jacaerys.
El joven príncipe estaba empeñado en chupar ávidamente de su pezón como había visto antes a las nodrizas alimentar a sus hermanos menores–ocasiones de mala suerte–. Sus pétalos besaron el contorno y antes de poder formular alguna oración adecuada, pudo sentir sus yemas presionar la debilidad palpitante entre sus piernas, haciéndola gritar de impotencia.
—¡Jace!
La experiencia fue similar a la que aquella noche sumergida en su tina hasta el cuello y comprendió por qué la frustración resultaba tan vigorizante.
No supo en qué instante él había deslizado dos dedos debajo de la ropa, corriendo la seda para volver a devorar con gusto de su pecho, arrastrando la lengua caliente en círculos alrededor de su pezón. Lo raspó amablemente con los dientes, su rostro angular prendido a su torso la hizo estremecer.
Sus fosas nasales se dilataron, buscando recuperar el aire que perdía detrás de cada jadeo.
Podía sentir sus caderas arremeter despacio y constante, la fricción comenzaba a volverla loca poco a poco y la humedad incómoda entre sus piernas emitía toda clase de calidez desde su feminidad. Su ser ardía como si cada pliegue de tela hiciera combustión sobre la carne, como si la ropa de su hermano mayor estuviera alimentando el calor en lugar de acabar con él.
Desesperada, sus manos se deslizaron por los botones de su jubón tratando de despojarlo cuando Jacaerys lamió por última vez el botón enrojecido, dedicándole una mirada hambrienta. Se relamió los labios inflamados, respirando de manera agitada.
La imagen fue vergonzosa. El brillo en su boca haciendo juego con la saliva enfriándose en su pecho y sus pupilas dilatadas antes de inclinarse a atender el seno abandonado.
Fue tanto que su voz se rompió al suplicar. —Hermano, yo...
—Está bien —murmuró, más para sí mismo que para ella, depositando un último beso en la punta. Se arrodilló, ayudándola a deshacerse del resto de su traje.
La capa encontró un sitio en el borde de la cama y su jubón lo acompañó poco después, justo a tiempo para que los ásperos dedos del mayor aflojaran el listón de su ropa de cama.
La desnudó lento, como una tortura hecha para medir su resistencia. Sus yemas apenas rozaron la porción de piel erizada debajo suyo, pasando por alto sus pechos, deslizándose entre las costillas y a través de su abdomen. Tembló como una virgen cuando sus pulgares subieron una vez más, rozando sus clavículas débilmente. Su pecho se agitó bajo el peso de sus caricias, él delineó las formas de su mandíbula y la tomó con firmeza por las mejillas, inclinándose para besarla con una pasión ajena y bochornosa.
Lo escuchó susurrar en sus labios, implorando por encima del deseo— Pídeme que pare, Visenya.
Y lo miró. Su boca, incapaz de mentir a sí misma, se torció casi con pena.
—No quiero —murmuró correspondiendo a cada beso fugaz con necesidad.
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