X. Bulls of Cólquide
En cuanto nos apeamos, las Hermanas Grises salieron a escape en dirección a Nueva York, donde la vida debía de ser más tranquila. Ni siquiera aguardaron a recibir los tres dracmas de propina. Se limitaron a dejarnos a un lado del camino. Allí estábamos: Annabeth, con su mochila y su cuchillo por todo equipaje, Tyson y Percy, todavía con la ropa de gimnasia chamuscada y yo quitándome el collar haciendo que se convirtiera en una espada.
—Oh, dioses —dijo Annabeth observando la batalla, que proseguía con furia en la colina.
Lo que más me inquietaba no eran los toros en sí mismos, ni los diez héroes con armadura completa tratando de salvar sus traseros chapados en bronce. Lo que me preocupaba era que los toros corrían por toda la colina, incluso por el otro lado del pino. Aquello no era posible. Los límites mágicos del campamento impedían que los monstruos pasasen más allá del árbol de Thalia. Sin embargo, los toros metálicos lo hacían sin problemas.
Uno de los héroes grito:
—¡Patrulla de frontera, a mí! —Era la voz de una chica: una voz bronca que me resultó conocida.
—Es Clarisse—dije—Venga, tenemos que ayudarla.
Los guerreros que iban con ella se habían dispersado y corrían aterrados ante la embestida de los toros, y varias franjas de hierba alrededor del pino habían empezado a arder. Uno de los héroes gritaba y agitaba los brazos mientras corría en círculo con el penacho de su casco en llamas, como fogoso mohawk. La armadura de la propia Clarisse estaba muy chamuscada, y luchaba con el mango roto de una lanza: el otro extremo había quedado incrustado inútilmente en la articulación del hombro de un toro metálico.
Percy destapó su bolígrafo y en un cerrar los ojos la espada de bronce Anaklusmos ya estaba en sus manos.
—Tyson, quédate aquí. No quiero que corras más riesgos —Hablo el hijo de Poseidón.
—¡No! —dijo Annabeth—. Lo necesitamos.
Yo la miré.
—Es un mortal. Tuvo suerte con las bolas de fuego,
pero lo que no puede...
—Percy, ¿sabes quiénes son esos de ahí arriba? Son los toros de Cólquide, obra del mismísimo Hefesto; no podemos combatir con ellos sin el Filtro Solar FPS Cincuenta Mil de Medea, o acabaremos carbonizados —Dije ya cansada.
—¿Qué cosa... de Medea? —pregunto confundido Percy.
Annabeth hurgó en su mochila y soltó una maldición.
—Tenía un frasco de esencia de coco tropical en la mesilla de noche de mi casa. Tenía que haberlo traído, jolines.
—Mira, no sé de qué están hablando, pero no voy a permitir que Tyson acabe frito.
—Percy...
—Tyson, mantente alejado. —Alzo su espada—. Vamos allá.
Él intentó protestar, pero Percy ya estaba corriendo colina arriba así que yo lo seguí, para poder llegar hacia Clarisse, que ordenaba a gritos a su patrulla que se colocara en formación de falange; era una buena idea. Los pocos que la escuchaban se alinearon hombro con hombro y juntaron sus escudos. Formaron un cerco de bronce erizado de lanzas que asomaban por encima como pinchos de puercoespín.
Por desgracia, Clarisse solo había conseguido reunir a seis campistas; los otros cuatro seguían corriendo con el casco en llamas, Annabeth se apresuró a ayudarlos. Retó a uno de los toros para que la embistiera y luego se volvió invisible, lo cual dejó al monstruo completamente confundido. El otro corría a embestir el cerco defensivo de Clarisse. Yo estaba aún a mitad de la cuesta, no lo bastante cerca como para echar una mano. Clarisse ni siquiera nos había visto.
El toro corría a una velocidad mortífera pese a su enorme tamaño; su pellejo de metal resplandecía al sol. Tenía rubíes del tamaño de un puño en lugar de ojos y cuernos de plata bruñida, y cuando abría las bisagras de su boca exhalaba una abrasadora columna de llamas.
—¡Mantened la formación! —ordenó Clarisse a sus guerreros.
De Clarisse podían decirse muchas otras cosas, pero no que no fuera valiente. Era una chica más bien grandullona, con los ojos crueles de su padre, y parecía haber nacido para llevar la armadura griega de combate. Aun así, yo no veía cómo se las iba a arreglar para resistir la embestida de aquel toro.
Por si fuera poco, el otro toro se cansó de buscar a Annabeth y, girando sobre sí, se situó a espaldas de Clarisse, dispuesto a embestirla por la retaguardia.
—¡Detrás de ti!—chillé—. ¡Cuidado!
Y no debería haber dicho nada, porque lo único que conseguí fue sobresaltarla. El toro n.º 1 se estrelló contra su escudo y la falange se rompió; Clarisse salió despedida hacia atrás y aterrizó en una franja de terreno quemada y todavía llena de brasas. Después de tumbarla, el toro bombardeó a los demás héroes con su aliento ardiente y fundió sus escudos, dejándolos sin protección. Ellos arrojaron sus armas y echaron a correr, mientras el toro n.º 2 se dirigía hacia Clarisse para liquidarla.
Percy y yo nos lanzamos de un salto y sujeté a Clarisse por las correas de la armadura. Conseguí arrastrarla y sacarla del medio, trayendo la hacía mí. Justo cuándo el toro n°2 pasaba como un tren de carga hacia Percy. La hija de Ares trataba de soltar mi agarré.
—¡Suéltame! —Clarisse me aporreaba la mano—¡Maldita seas, Marianne!
La dejé en un montículo junto al pino y me volví para hacer frente a los toros. Ahora estábamos en la parte interior de la colina y desde allí se dominaba el valle del Campamento Mestizo: las cabañas, los campos de entrenamiento, la Casa Grande; todo aquello corría peligro si no se vencían los toros.
Annabeth ordenó a los demás héroes que se dispersaran y mantuvieran distraídos a aquellos monstruos.
El n.º 1 describió un amplio círculo para venir hacia mí y a Percy. Mientras cruzaba la cima de la colina, donde los límites mágicos deberían haberlo detenido, redujo un poco la velocidad, como si estuviera luchando con un fuerte viento, pero enseguida lo atravesó y continuó acercándose al galope. Además el toro n.º 2 también se estaba acercando.
Me disponía a atacar cuando el toro n.º 2 me lanzó una llamarada; rodé hacia un lado junto a Percy mientras el aire se convertía en una oleada de puro calor y me arrebataba el oxígeno de los pulmones. Tropecé con algo tal vez una raíz y sentí dolor en el tobillo; aun así, me las arreglé para lanzar un mandoble con la espada y le corté un trozo del hocico. El monstruo se alejó al galope, enloquecido y ofuscado, pero antes de que pudiese regodearme demasiado, noté que me costaba incorporarme. Lo intenté otra vez y me fallo la pierna izquierda; tenía un esguince en el tobillo, o quizá estuviera roto. El toro n.º 1 arremetió directamente hacia Percy, y no había modo de apartarse de su camino, ni siquiera a rastras.
—Tyson, ayúdalo!— grité.
No muy lejos, cerca ya de la cima, Tyson gimió:
—¡No puedo... pasar!
—¡Yo, Marianne Dubois, te autorizo a entrar en el Campamento Mestizo!
Un trueno pareció sacudir la colina y, de repente, apareció Tyson como propulsado por un cañón.
—¡Percy necesita ayuda! — grité.
Se interpuso entre el toro y Percy justo cuando el monstruo desataba una lluvia de fuego de proporciones nucleares.
—¡Tyson!—chillo.
La explosión se arremolinó a su alrededor como un tornado rojo. Solo se veía la silueta oscura de sus cuerpos, y tuve la horrible certeza de que ellos acababan de convertirse en un montón de ceniza.
Pero cuando las llamas se extinguieron, Tyson seguía en pie, completamente ileso; ni siquiera sus ropas andrajosas se habían chamuscado. El toro debía de estar tan sorprendido como yo, porque antes de que pudiese soltar una segunda ráfaga, Tyson cerró los puños y empezó a dar los mamporros en el hocico.
—¡¡Vaca mala!!
Sus puños abrieron un cráter en el morro de bronce y dos pequeñas columnas de fuego empezaron a salirle por las orejas. Tyson lo golpeó otra vez y el bronce se arrugó bajo su puño como si fuese chapa de aluminio. Ahora la cabeza del toro parecía una marioneta vuelta del revés como un guante.
—¡Abajo! —gritaba Tyson.
El toro se tambaleó y se derrumbó por fin sobre el lomo; sus patas se agitaron en el aire débilmente y su cabeza abollada empezó a humear. Annabeth se me acercó corriendo para ver cómo estaba.
Yo notaba el tobillo como lleno de ácido, pero ella me dio de beber un poco de néctar olímpico de su cantimplora y enseguida volví a sentirme mejor. En el aire se esparcía un olor a chamusquina que procedía de mí mismo.
—¿Y el otro toro? —pregunto Percy.
Ella señaló hacia el pie de la colina. Clarisse se había ocupado del toro n.º 2. Le había atravesado la pata trasera con una lanza de bronce celestial. Ahora, con el hocico medio destrozado y un corte enorme en el flanco, intentaba moverse a cámara lenta y caminaba en círculo como un caballito de carrusel.
Clarisse se quitó el casco y vino a nuestro encuentro. Un mechón de su grasiento pelo castaño humeaba todavía, pero ella no parecía darse cuenta.
—¡Lo has estropeado todo! —nos gritó— ¡Lo tenía perfectamente controlado!
Percy se quedó demasiado estupefacto para poder responder.
—Yo también me alegro de verte, Clarisse —Dije con una falsa sonrisa.
—¡Arggg! —gruñó ella—. ¡No vuelvas a intentar salvarme nunca más!
—Clarisse-dijo Annabeth—, tienes varios heridos.
Eso pareció devolverla a la realidad; incluso ella se preocupaba por los soldados bajo su mando.
—Vuelvo enseguida —masculló, y echó a caminar penosamente para evaluar los daños.
Percy miro a Tyson.
—No estás muerto.
Esto es muy de película, ¿Dónde están las palomitas?
Tyson bajó la mirada, como avergonzado.
—Lo siento. Quería ayudar. Te he desobedecido
—Es culpa mía —dije—. No tenía alternativa, debía dejar que Tyson cruzara la línea para salvarte, si no, habrías acabado muerto.
—¿Dejarle cruzar la línea? —pregunto Percy—. Pero...
—Percy —dijo Annabeth—, ¿has observado a Tyson de cerca? Quiero decir, su cara; olvídate de la niebla y míralo de verdad.
La niebla hace que los humanos vean solamente lo que su cerebro es capaz de procesar, y digamos que Percy es un poco distraído para darse cuenta de esas cosas.
—Ty... son —tartamudeó—. Eres un...
—Un cíclope — afirmé—. Casi un bebé, por su aspecto. Probablemente por esa razón no podía traspasar la línea mágica con tanta facilidad como los toros. Tyson es uno de los huérfanos sin techo.
—¿De los que?
—Están en casi todas las grandes ciudades —dijo Annabeth con repugnancia—, Son... errores, Percy. Hijos de los espíritus de la naturaleza y de los dioses; bueno, de un dios en particular, la mayor parte de las veces... Y no siempre salen bien. Nadie los quiere y acaban abandonados; enloquecen poco a poco en las calles. No sé cómo te habría encontrado con este, pero es evidente que le caes bien. Debemos llevarlo ante Quirón para que él decida qué hacer
—Pero el fuego... ¿Cómo...?
—Es un cíclope. — dije haciendo una pausa, ya que me empecé a sentir mareada —. Y los cíclope trabajan en las fraguas de los dioses; son inmunes al fuego.
Empecé a ver borroso.
—Anne...
Después de eso todo se volvió oscuro.
❥︎ 𝙑𝙤𝙩𝙚𝙣,𝗖𝗼𝗺𝗲𝗻𝘁𝗲𝗻 𝘆 𝘀𝗶𝗴𝗮𝗻𝗺𝗲❥︎
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