La contramaestre Rebeca Vargas


Las embarcaciones y los hombres empezaron a llegar enseguida al lugar de encuentro. Grandes bajeles de velas blancas y proas talladas, embarcaciones erizadas de cañones brillantes, viejos barcos carcomidos con el casco tan lleno de algas que se deslizaban por el agua como troncos.

La taza de oro. John Steinbeck.

La mayoría de los nautas que no estaban en sus puestos se habían ido a descansar tras la borrachera. Cuando la euforia y la algarabía del ron cesaron, me quedé sola en el puente revisando los sistemas. Pasado el bullicio y la jarana se respiraba un ambiente confortable de paz y tranquilidad.

Tocaba revisar los sistemas y los equipos del puente: sistemas de navegación, sistemas de control y direccionamiento, sistemas de detección como radares y telescopios, sistemas de emergencia... pero sobre todo debía encargarme de ver cómo andaban las inteligencias artificiales:

—Gerardo, ¿sigues ahí?

Por supuesto, estimada contramaestre Vargas, sepa que es para mí un honor volver a procesarla. Debo indicarle que la nave está en perfectas condiciones y lista para zarpar.

—Muy bien, Gerardo.

Sin embargo, antes de comenzar la travesía hay algún tema personal que debería comentar y es que, al menos por mi parte, puedo asegurarle que lo nuestro ya está superado. Es verdad que donde hubo fuego quedan brasas, pero eso ya es cosa del pasado.
Sepa que sabré actuar con profesionalidad en todo momento.

¿Qué quería decir con «lo nuestro»? Gerardo nunca dejaba de sorprenderme. Asclepio por su parte se comportó como solía ser él:

Contramaestre Vargas, hum, ya he revisado su estado de salud y he comprobado sus constantes vitales. Debo decir que siempre que usted inicia un viaje conmigo lo hace en las condiciones más lamentables...
Qué le ha sucedido? ¿Le pasó por encima una lanzadera iónica? Es como si usted hubiera envejecido diez años de golpe. Sus pulmones están destrozados.

—He estado a la sombra, amigo Asclepio.

Hum, es posible, pero la falta de luz solar no deteriora tanto la salud. No sé qué decir, contramaestre Vargas.

—La prisión de Nuevo Chile... la prisión, amigo. Eso sí te quita años de vida. Eso y el maldito polvo de Titán.

Consideré que, si todo salía como estaba planeado, los tiempos del presidio habrían acabado. Sería libre si encontraba «La tumba del muerto», el condenado agujero negro. Además, si lo lograba, la gratificación sería la propia nave. Rebeca Vargas, dueña de la Stella Maris. No podía sentirme más optimista.

Rodeando el anaranjado Saturno, sus imponentes anillos surcados por la división de Cassini no podían ser más espectaculares. Eché la vista atrás para recordar la primera vez que me hice al Espacio, cuando era una joven novata, una grumete imprudente tan torpe como entusiasta, y tan llena de inseguridades y temores. Me quedé pensativa. Los años pasaban.

Argento era el navegante y tenía que aportar la ruta hasta Urano. Supuse que nos plantearía una bonita hipérbola de tránsito rápido y, aunque gracias a los nuevos componentes en la nave teníamos cien kW más de potencia y algo más de propelente en los depósitos, dos años en el Espacio no nos los iba a quitar nadie.

Ocupada con las tareas rutinarias que demandaba el gobierno de la nave, el tiempo de mi turno en el puente pasó rápidamente. Dos horas antes de que finalizara, antes de lo previsto, se presentó Argento. Me parecía curiosa su costumbre de lucir un pañuelo negro cubriendo su cabeza, en vez de una gorra negra reglamentaria de oficial como la que yo lucía. Debo reconocer que me gustaba. Le aportaba personalidad, con sus anillas en las orejas, sus tatuajes, sus patillas y esos dos ojos brillantes como dos diamantes negros de azabache.

Sin embargo, me sorprendió comprobar que en su mirada había una actitud de reproche:

—Rebeca, no puedo estar contento contigo. No puedes seguir así —me dijo.

—¿Qué? —pregunté sorprendida.

—Acabo de finalizar una holoconferencia para charlar con mi gente y mandarlos un saludo. También hablé con tus padres en Bengaluru. Están preocupados. Llevan años sin saber de ti. Tuvieron noticias de que habías sido condenada por amotinamiento a cadena perpetua.

—¡¿Qué?!

—No te preocupes —añadió—. Los he tranquilizado. Les he dicho que estás bien, que estás contenta. Y que eres libre. También les dije que no tenían de qué preocuparse, que estabas navegando conmigo y que yo cuidaría de ti. Eso tranquilizó mucho a tu padre: él nunca cuestionaría mi capacidad para cuidar de los nautas en apuros. Ya sabes.

Entonces me di cuenta de que me había olvidado completamente de hablar con ellos en estos últimos años, y me sentí muy mal. Todos este tiempo sin intercomunicador, sin poder enviar un mensaje... pero lo cierto es que cuando me lo reimplantaron tampoco me acordé de ellos.

También pensé que no podía haber un camarada mejor que Argento en todo el sistema solar. Él siempre estaba en todo.

—No puedes pasarte años sin hablar con ellos. No está bien.

Tuve que darle la razón en todo. Qué gran ayuda suponía tener a un compañero tan capaz como Argento. Qué feliz me sentí de tenerle en la tripulación de la Stella Maris.

A la llegada de Sandoval al puente, Argento nos presentó la derrota hacia Miranda, la luna de Urano. Sentí que era apasionante. En vez de dedicarse a descansar relajado cuando estaba libre de su turno, se había afanado en la tarea y, con la ayuda de Gerardo, había conseguido optimizar la ruta hasta tal punto, que apenas tardaríamos algo más de un año y medio en alcanzar nuestro destino.

—Excelente, Argento. Excelente —dijo Sandoval—. Nos ha ahorrado usted nuestro precioso tiempo. Es un auténtico privilegio contar con un navegante de su experiencia, sus conocimientos y su valía.

—Gracias, señor capitán —dijo Argento.

—Sandoval, usted puede llamarme Sandoval.

El capitán se relajó y estuvo un rato hablando de temas superficiales. Al terminar las doce horas de mi turno me fui a tomar una buena ducha y luego a dormir un rato. Lo hacía sabiendo que el gobierno de la nave quedaba en buenas manos, nada menos que las de mi querido amigo Argento. Yo aún no le conocía bien. Tendría tiempo, sin embargo, en conocer su historia en los largos meses de este viaje.

Durante mi descanso, Argento comunicó con Titán-navegación solicitando confirmación de ventana de salida, rumbo y velocidad. Los convenció y le autorizaron la salida enseguida. Todo iba tan bien que, cuando desperté de mi reconfortante sueño, Sandoval y Argento ya habían zarpado desde la órbita y habían iniciado la ruta hacia Miranda.

El capitán también estaba exultante de gozo, no era para menos, y es que, al principio, todo parecía ir a las mil maravillas.

Pero eso solo ocurrió al principio.

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