🩸Capítulo 6. Frenesí
3 horas para el Vórtice de Sangre...
Blair Bellanova odiaba las cosas amargas y, para su infortunio, los malos presentimientos se sentían exactamente como eso. En su boca había un sabor desagradable, sentía como si pequeñas agujas se enterraran en su piel, la ropa le provocaba picazón y la recorrían escalofríos tan potentes que podían pasar por temblores.
Sabía la causa de dicho mal presentimiento y por eso no desperdició ni un valioso instante más en regresar a casa. Su hogar parecía un núcleo, siempre el origen de todo y cuyo único final predecible era la destrucción de sí mismo. Eso era lo que significaba ser una bruja del nivel de las Bellanova.
Al estar conectada a la casa de su abuela, podía sentir cuando algo iba mal en ese territorio y, conforme se acercaba, la sensación se intensificaba al punto de querer sacarle un quejido de incomodidad. ¿Acaso esto era lo que los humanos denominaban ansiedad?
La pregunta no tuvo respuesta, al menos por ahora, pues toda su atención fue arrebatada por la escena frente a sus ojos.
Había luz, demasiada; una ola de calor colisionaba contra su rostro, gotas de sudor se escurrían por su frente y sus sienes, tenía el cuerpo paralizado y había un reflejo brillante en sus ojos.
Era fuego. Enormes llamas carmesí engullendo su casa entera. Destruyéndola.
La respiración se le acortó, pero no era por la escena del incendio, sino por el humo provocado por este que se filtraba a sus pulmones por sus fosas nasales y su boca entreabierta. La cerró de inmediato.
«No pierdas la cabeza. No ahora». Se alentó a sí misma. Este no era el momento para empezar a pretender poseer cordura cuando esta había sido erradicada en su tiempo en prisión.
Mantuvo la mente fría y, en cambio, buscó con la mirada a su madre y abuela. Lo que sea que haya ocurrido ellas debieron verlo venir y, sino, entonces habrían librado el peligro como si tan solo fuese una guijarro en el camino. Tal vez fue consecuencia de un hechizo mal practicado o un ridículo accidente de cocina. Las posibilidades eran infinitas.
Por fin encontró a su madre, tan simplona e insulsa que pasaba desapercibida arrodillada en el pavimento a unos metros de su hogar. Blair rodó los ojos y se aproximó a ella.
—Oye, Aurora —la llamó por su nombre—. Dime qué pasó.
Pero su madre ni siquiera daba señales de haberla oído. Tenía los ojos pegados al espectáculo incandescente frente a ella y parecía que su cerebro también había decidido chamuscarse.
Blair se acuclilló a su lado y chasqueó los dedos frente a su rostro repetidas veces.
—¿Me estás ignorando o qué? —inquirió con molestia—. ¡Oye al menos mírame!
Aurora negó con la cabeza. Había restos de cenizas en su ropa y su rostro, incluso su cabello que se destacaba por siempre estar peinado y sin un solo pelo fuera de lugar, ahora lucía esponjado y sucio.
—No debía suceder así... —musitó su madre, con su labio inferior temblando, al borde del llanto. Tan anómalo en la mujer de hielo—. No era el momento.
Blair arrugó las cejas. Algo iba mal, más de lo que pensaba, y la ansiedad comenzaba a regresar por más que la suprimiera.
—¿Dónde está la abuela? —interrogó, buscando con los ojos a los alrededores. No había más que chismosos presenciado la catástrofe que no movían ni un dedo para ayudar, una conducta típica de las egoístas criaturas sobrenaturales. Fuera de eso, tampoco veía a Selma Bellanova.
—Todo está mal, todo está mal... —repitió su madre, abrazándose a sí misma con una fuerza que podría haberle abierto la piel y balanceándose de adelante hacia atrás como una cría petrificada.
Blair se hizo de sus hombros, deteniendo sus movimientos.
—¡Oye, Aurora, contéstame! —exigió, zarandeándola.
No recibió contestación más allá de los murmullos de pánico de su progenitora y sus ojos moviéndose de un lado al otro en busca de nada en particular.
—¡Aurora Bellanova! —insistió.
Nada, ni un atisbo de reconocimiento en su rostro. No tenía tiempo para esto.
—¡Mamá! —exclamó entonces.
Por fin recibió una mirada de reojo por parte de la aterrorizada mujer. Al conectar sus ojos y percibir el crudo horror en esos orbes, por un breve instante se preguntó si acaso compartían la misma expresión, tan similar como sus rostros y demás atributos físicos. Se deshizo del pensamiento tan rápido llegó.
—¿Dónde está la abuela? —preguntó otra vez, disminuyendo la presión en los hombros de su madre.
Aurora no hizo ni amagos de separar los labios para contestar, pero fue innecesario, pues desvió sus lastimeros ojos hacia la derecha y Blair siguió el rastro.
Ni siquiera se había percatado de que había un pequeño grupo de policías licántropos en la escena y mucho menos reparó en los Errabundos que batallaban por apagar las llamas. ¿Hace cuánto tiempo ocurrió esto? ¿Por qué había tardado tanto en llegar?
Blair soltó los hombros de su madre, se incorporó y, con pasos vacilantes, se aproximó a los oficiales. Estaban distraídos hablando entre ellos y no la notaron sino hasta que ella rodeó el brazo de uno con su mano y lo forzó a encararla.
—¿Dónde está Selma Bellanova? —exigió una respuesta entre dientes—. ¡¿Dónde está?!
El licántropo frunció el entrecejo y arrebató su brazo de su agarre, como si lo hubiese ofendido.
—¿Y tú quién eres? —cuestionó.
Blair sentía el cólera burbujeando en su estómago.
—¡Qué me digas dónde está! —bramó y sacó una de sus cartas de Arcana. Un solo rito, un simple movimiento y lo mataría ahí mismo.
El policía debió presentirlo, pues amplió los ojos y retrocedió un paso con un tropiezo.
—Oye, tranquila...
—Es otra Bellanova, novato —intervino otro oficial, un superior por el hecho de que no llevaba el uniforme y se veía mayor—. Solo mírale los ojos.
Uno de sus ojos, el azul intenso, debía relumbrar, delatando sus impulsos, sus deseos de desahogarse con ellos. El licántropo viejo debió notarlo, pues suspiró y miró a su subordinado con aburrimiento.
—Llévala con lo que busca —ordenó y se retiró sin volver a mirarla. Estas eran las consecuencias de la mala fama de las Bellanova en este barrio, eran brujas prodigiosas, casi malditas por la sangre en sus manos.
El licántropo joven la llevó hacia donde se encontraban estacionadas sus patrullas. Entre estas había un bulto negro, no, era un...
—Un Errabundo la sacó hace unos diez minutos —informó el policía con un tono cauteloso—. Ya estaba muerta. Lo lamento.
No era un bulto, era un cadáver, el cuerpo sin vida de su abuela que yacía en el pavimento cubierto por una bolsa negra, como si fuera un desperdicio.
Blair entornó los ojos.
—¿Qué la mató? —preguntó con un tono severo.
—¿Disculpa? —El licántropo levantó una ceja, era tan limitado, tan estúpido—. Estaba en el incendio.
—Selma Bellanova no moriría por algo así. —Volteó a verlo, con su expresión ensombrecida—. ¿Qué la mató realmente?
El policía se alejó.
—¡Mierda, no lo sé, bruja loca! —exclamó—. ¡¿Qué quieres que te diga?! ¡¿Qué se quemó viva?!
Blair rio por lo bajo, sacudiendo la cabeza y sintiendo los largos mechones de cabello sobre su rostro moverse al compás.
—Maldito imbécil —musitó—. Lárgate ya. Escapa con la cola entre las patas, caniche.
No se atrevió a protestar, ni siquiera a quejarse por la ofensa. Estaba asustado, y debería, su temor era lo más prudente e inteligente que había hecho en los últimos minutos.
Blair se arrodilló al lado del cuerpo. Apartó la bolsa negra y se encontró con un rostro quemado, casi irreconocible, un cuerpo deshecho y desagradable. El hedor le dio náuseas, un tufo a carne quemada y...
«Sangre», completó a sus adentros.
Frunció el ceño y, a pesar de su disgusto, acercó el rostro al cadáver de su abuela, viendo su piel quemada de cerca. Las quemaduras eran prominentes, fatales, pero cerca del cuello había rastros de dientes, de mordiscos. Había manchas secas de sangre en algunas secciones de su despedazada ropa.
Le quedó claro entonces. Selma Bellanova no había muerto en el incendio, había sido atacada, asesinada. Reconocía esas marcas en su cuello, esos rastros de dientes que solo podían pertenecer a una criatura: Nosferatus.
Recordó entonces la investigación del Lazarus Solekosminus. Sus sospechas eran correctas, alguien había vuelto a experimentar con Sangrilas y estas eran las repercusiones, pero había algo que no la convencía. No había vampiros por esta zona, eran escasos, y eso solo podía significar una cosa: alguien la había asesinado adrede.
Y solo existía un ser con esa capacidad.
—Te advertí que mataras a tu padre, detective —masculló para sí, mostrando una sonrisa desbocada que rayaba en lo cruel.
Volvió a cubrir el cadáver. No estaba tan enferma para querer ver algo tan repulsivo. Se sacudió las manos y se puso en pie.
No había tiempo para lamentarse, ahora mismo solo tenía en mente un objetivo, incluso si su ejecución la mandara a una tumba temprana.
Mataría a Lazarus Solekosminus.
(...)
Lazarus recordaba estar tendido en un campo abierto viendo estrellas, las memoraba destellando en un cielo nocturno infestado de colores como auroras boreales de tonos carmesí y rosados opacos. La luna también estaba ahí, en su punto, tan llena que parecía desbordarse.
Y, aunada a esa belleza sobre su cabeza, había una voz, un delicado tarareo como una canción de cuna que entraba por sus oídos y se asentaba plácidamente en su mente. Una mano se posó sobre su frente y, al volver la mirada, se encontró con un rostro precioso. La cara de la mujer más majestuosa que hubiese tenido la fortuna de ver jamás.
Era su madre.
No podía verla con completa claridad, pero sabía que era ella, percibía su belleza en el tono de su voz y su amor incondicional cuando pasaba sus delgados dedos entre su cabellera.
—Las estrellas brillan en tus ojos —dijo su madre, apartando los mechones blancos del cabello de su hijo de su rostro. Pegó su frente a la de Lazarus, cerró los ojos y él sintió frías lágrimas colisionar contra su piel. Estaba llorando—. Me iré con ese recuerdo.
Lazarus sentía unas abrumadoras ganas de consolarla y de protegerla, pero en cuanto se incorporó con la intención de rodearla con sus brazos, escuchó otra voz entrometiéndose.
—Magnolia. —Era su padre y tampoco podía ver su rostro, era como si estuviera oculto por una espesa neblina.
Lazarus oyó a su madre suspirar de manera trémula ante el llamado. Magnolia, ella era Magnolia Solekosminus.
—Ven conmigo —continuó su padre, sin embargo su tono no era autoritario, sino una petición, tal vez incluso... un ruego.
Le tendió una mano a su esposa y ella la aceptó, poniéndose en pie. Lazarus la vio alejarse, irse con aquel hombre, no, con aquel maldito vampiro, ese monstruo. Quiso detenerla, estirando el brazo con tal de hacerse con la falda de su vestido, pero fue detenido por una fuerza invisible, dejándolo inmóvil y mudo.
Era el poder del Padre Común, reteniéndolo. Se acercó a su hijo con pasos pausados y acarició su mejilla con sus nudillos, una bizarra demostración de afecto. No obstante, Lazarus solo podía concentrarse en el brillo de sus ojos escarlata, en la intensidad de esa antigua mirada que ya había visto demasiado.
—Ya es hora, hijo mío —musitó, pero aunque susurrara, su voz reverberó a través de su cuerpo.
Pasó sus dedos por los ojos de su hijo, cerrando sus párpados con un movimiento delicado y Lazarus cedió a una profunda inconsciencia, lo más parecido que jamás estaría de la muerte.
Esa era uno de sus recuerdos más antiguos, de cuando solo era un niño y tenía dos padres que lo amaban de una manera tan sincera que algunos envidiarían. ¿Cuándo fue que todo salió tan mal?
¿Cuándo fue que el más puro amor se convirtió en el más dañino odio?
La respuesta la obtuvo cuando fue a buscar el ataúd de su padre y, al llegar a las catacumbas en donde lo ocultaba, lo encontró abierto y sin rastro del vampiro que dormía en su interior.
El amor se tornó en odio cuando su padre se convirtió en un monstruo.
—¡Carajo! —Azotó la tapa del ataúd con tanta fuerza que el impacto rebotó entre las paredes.
Se sentía como el niño de sus recuerdos otra vez, esa indefensa y patética criatura que vivía bajo el control de una bestia y su ciega súbdita. El arrepentimiento lo devoraba vivo, los hubiera enlistados en su mente reproduciéndose sin parar:
«Lo hubiera matado».
«Me hubiera arriesgado».
«Me hubiera muerto con él».
Salió de las catacumbas una vez confirmadas sus sospechas. Todo iba mal; el retorno de las Sangrilas, reencontrarse con el demonio traicionero, el escape del Padre Común. Las catástrofes se hilaban de una manera irritante, no eran simples coincidencias, sino que parecían crueles actos de una obra trágica.
Se encajó los colmillos en la muñeca derecha, abriendo dos amplios cortes que derramaron considerables chorros de sangre en el suelo. Invocó el Torrente Sanguíneo y se transportó de vuelta a su refugio.
No era una casa, mucho menos un hogar, solo era un refugio temporal mientras cumplía con su objetivo. Objetivo en el que actualmente estaba fallando de manera rotunda.
Se trataba de una antigua biblioteca, una propiedad más de los Solekosminus en donde resguardaban sus propiedades literarias. Era un gran edificio esquinado de varios pisos que pasaba desapercibido por su descuido. Casi nadie volteaba a ver la propiedad, casi como si fuera invisible y más con su angosta entrada rodeada por dos frondosos árboles que no había podado en años.
Se adentró al refugio, sin siquiera molestarse en encender las luces que no necesitaba. La biblioteca era más bien un archivero, un sitio repleto de libros y escritos incluso más antiguos que Reverse York y su propia existencia juntos. Sabía que solo entre esas amarillentas páginas podría encontrar alguna solución a su precaria situación.
Hace años que no era invadido por un frenesí como este, uno tan desbocado que, de no lograr controlar, podría llevarlo a perder la cordura por completo. Su padre escapó de su sueño profundo, de esa prisión llamada ataúd, ¿pero cómo?
A través de su temor, Lazarus solo tenía dos cosas claras: no cualquiera podía abrir ese ataúd, ni siquiera el vampiro encerrado dentro, los únicos capaces eran El Salvador o los que compartieran sangre con el Padre Común. Lo segundo que sabía es que no había sido él y mucho menos el brujo muerto, entonces...
—Lazarus —llamó Lucas. Ya se preguntaba cuánto tiempo tardaría su cabeza en empezar a atormentarlo.
Estaba recorriendo los pasillos de la biblioteca, repletos hasta el techo con estantes de libros. Tenía una leve noción sobre qué contenían todos esos escritos, habiendo leído la mayoría, pero no sabía lo que estaba buscando, nada estaba claro en esos instantes.
Terminó por soltar un gutural gruñido y propinó un fuerte puñetazo a uno de los libreros, tirando una gran cantidad de libros que incluso llegaron a golpearlo. No se inmutó por el impacto de ninguno y, en su derrota, se dejó caer de rodillas al suelo de madera y barrió los libros con sus temblorosas manos en busca de algo, lo que fuera. Sabía que existían secretos aquí, una forma de rastrear a su padre en casos como este, pero su memoria no estaba cooperando, el pánico no le permitía pensar. Solo sabía que lo encontraría y, cuando lo hiciera, esta vez sí lo mataría. Sin importar las repercusiones en él... O en otros allegados.
—Lazarus —insistió Lucas—. Respira.
Lazarus vio sus gafas rojas tiradas a unos metros de distancia. Ni siquiera se percató de en qué momento las había perdido.
—Vete —masculló, sentándose contra uno de los estantes y ocultando su rostro en una mano.
—No te entiendo cuando murmuras.
Lazarus levantó la cara de súbito, pelando los colmillos y mostrando sus afiladas pupilas rodeadas por un brillo guinda tirando a rojo sangre.
—¡Qué te largues! —bramó.
No podía lidiar con su desbaratada mente ahora mismo, mucho menos con Lucas que solo servía como otro recordatorio de sus fracasos. Un mejor amigo muerto, un padre que debería estar muerto. Todo siempre era muerte, muerte y más muerte.
Estaba exhausto.
Lucas no lo obedeció, su mente era caprichosa y nunca una aliada. Iba en contra de sus deseos cada vez que se abría una mínima ventana de oportunidad.
—Tal vez es mejor así —dijo Lucas entonces, colocando una mano sobre el hombro del vampiro.
En realidad no existía tal contacto físico, pero su inconsciente lo engañaba, haciéndole creer que podía sentirlo. Al inicio, cuando Lucas apareció por primera vez ante sus ojos, lo envolvió un alivio asfixiante, una alegría indescriptible por ver que su mejor amigo estaba de regreso, pero no era iluso y tampoco le gustaba la negación. Lucas estaba muerto y esto... Esta horrible visión era solo una pésima imitación.
No obstante, ahora mismo, sintiéndose tan vulnerable y dolorosamente aterrado, agradecía esa familiar presencia y no estar tan solo como juraba.
—¿Por qué lo dices? —preguntó en voz baja, pasando una mano por su cabello y luego aferrándose a su tabique con los ojos cerrados—. ¿Por qué crees que esto es mejor?
—Porque te obligará a actuar —respondió Lucas con ese peculiar coraje que lo caracterizaba en vida—. Tienes que matarlo, Lazarus.
Eso ya lo sabía.
—Claro que lo mataré —aseveró, abriendo los ojos—. Lo haré sufrir y lo asesinaré.
—¿Aunque eso te mate a ti? —inquirió Lucas—. ¿Aunque eso mate a...?
—No los menciones —acotó—. No te atrevas.
Lucas entornó los ojos.
—Vives en la negación y esa será tu caída en la desgracia —sentenció, incorporándose—. Deja de ocultarte, Lazarus.
Lazarus apretó los dientes, sintiendo cómo sus colmillos se encajaban en la parte interior de su boca, saboreando el óxido de la sangre. Se puso en pie y confrontó a Lucas, a esa maldita visión para hacerle frente a su propia mente.
—Tú no existes —masculló—. Estás muerto.
—Tienes razón —concedió Lucas, esbozando una suave sonrisa—, pero ¿realmente te atreverías a despedirte de mí? Porque, si me lo preguntas a mí, tu mejor amigo, diría que no tienes ni tendrás jamás el valor.
Lazarus hizo de sus manos unos puños. Él nunca perdía la cabeza de esta manera, pero en esta ocasión no podía resistir la rabia que se apoderó de él. Propinó uno de sus puños hacia Lucas, hacia su rostro, dispuesto a golpearlo, a lastimarlo con tal de que desapareciera.
No lo tocó, su puño atravesó la visión, desapareció y, en cambio, golpeó otro estante, partiendo la madera con sus nudillos y tirando incluso más libros al suelo.
Respiró de manera errática hasta que logró tranquilizarse. Apartó su puño del librero, viendo como los cortes en su piel se curaban en cuestión de segundos. Abrió y cerró la mano varias veces, pasó los dedos por su cabello, acomodando los mechones rebeldes que caían sobre su frente y exhaló.
Él no perdía la compostura. No así. No volvería a ocurrir. La situación actual no era idónea, pero mantendría la calma y lo resolvería, lo arreglaría como lo hizo tantas veces en el pasado.
Ajustó la corbata en su cuello, recogió sus gafas rojas tiradas en el suelo y se las colocó nuevamente. No había ni rastros de Lucas, tal vez, al final, sí había logrado espantarlo.
Estaba por agacharse para recoger los libros en el suelo cuando escuchó unos agresivos golpes contra la puerta de la biblioteca. Salió de entre los pasillos de libreros y se encaminó hacia la entrada, abriéndola con un brusco movimiento. No estaba de humor para las visitas.
Y, cuando vio de quien se trataba, su disgusto solo incrementó.
Alaric se hallaba del otro lado, con sangre en su rostro y en su ropa, la respiración agitada y sus latidos desbocados. Detrás de él había una súcubo y una pequeña demonio, iguales a él y que también estaban salpicadas de sangre.
—Tenías razón, Lazarus —dijo Alaric con un tono ominoso—. El caos acaba de desatarse.
Lazarus entrando en crisis me resulta extrañamente satisfactorio porque este vampiro nunca se permite expresar nada 😈
¡Muchísimas gracias por leer! 🩸
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