013 | Brigada
KANSAS
—A Kansas le gusta jugar sucio —dice Logan acuclillándose hasta estar a la altura de Zoe.
Puede que la niña no se dé cuenta, pero yo me percato al instante del doble sentido que adquieren sus palabras desde lo más alto de la escalera. Quiero golpearlo por decir eso, pero lo más cerca que estoy de lograr infligirle daño alguno es clavándole mis ojos con indiscutible descontento, y eso ni siquiera funciona.
—Nunca fue buena siguiendo las reglas, ¿sabes? —agrega entregándole una sonrisa divertida a Zoe.
—Y tú nunca fuiste bueno como mariscal, pero nadie lo señala —dice Ben palmeándole el hombro, y aunque sé que bromea, no puedo evitar observarlo con gratitud—. ¿Qué tal, Sunshine? —pregunta trasladando sus ojos en mi dirección.
—Iba ganando en el Monopoly hasta que ustedes llegaron —informo mientras desciendo y evito la mirada café de Logan.
—Ibas ganando porque eres una tramposa —escupe Zoe observándome con el ceño fruncido, pero instantáneamente se desvanece de su rostro en cuanto Chase aparece desde las sombras y se la echa al hombro. Ella grita ante la sorpresa antes de reír y aferrarse a la camiseta del chico.
—¡Timberg, baja a esa cría! —ladra mi padre que aparece en el umbral de la cocina, con su delantal puesto—. En cuanto le rompas una pierna como a Ottis, te las verás conmigo —amenaza apuntándolo con el cucharón.
Chase se queda inmóvil y asiente como un soldado a su superior hasta que Bill vuelve a desaparecer para ir a chequear la salsa, luego sigue caminando con una chillona Zoe al hombro.
—Te vi en el entrenamiento el otro día —aparece Joe. Pasa un brazo por mis hombros y comienza a guiarme a través de la multitud.
Me alegra que me aleje de Mercury, ya que intento evitarlo en todas las reuniones de los viernes, pero el número siete me la pone difícil debido a que nunca falta a los días de pasta y no deja de lanzarme comentarios con el objetivo de provocarme. Sin embargo, ahora estoy con uno de mis jugadores preferidos: extremadamente corpulento y alto, estoy segura de que me saca unas dos cabezas. Sus brazos y piernas son como gruesos troncos de árboles, todos cubiertos por su piel morena. Es afroamericano y que su tez sea tan oscura solo ayuda a resaltar esa inmensa y deslumbrándote sonrisa que posee.
—¿Me espiabas a escondidas? —inquiere el jovial y preservador Joe.
—Ya quisieras —replico—, pero creo que Donna se pondría celosa.
—No tendría por qué enterarse. —Sonríe, pero sé que tan solo juega.
Joe podría aparentar ser todo un chico rudo, pero es un romántico de corazón blandengue que perdió la cabeza por una chica de tercer año. Donna parece haber sido hecha para él, y lo sé porque, obviamente, la hice pasar por una detallada examinación antes de que formalizara su relación con el Jaguar. De todas formas, yo no tendría que evaluar el potencial de las universitarias como novias de los jugadores teniendo en cuenta que mi vida amorosa es un desastre.
—En realidad, había ido a ver a Beasley —confieso—. Quería saber qué tan bueno era como para que Estados Unidos lo recibiera con los brazos abiertos.
—Es definitivamente genial —repone enseguida—. Es ágil, estratégico y corre más rápido que Ratatouille cuando se sube a su rueda para háms...
—Ya entendí, grandulón —interrumpo, palmeándole el pecho. Es mejor que Joe no se ponga a hablar de nada relacionado con las aptitudes físicas o el fútbol en sí porque, además de no entender lo que diga, voy a ser incapaz de pararlo—. Supongo que tendré que aguantarlo un rato más.
—¿Te molesta, Kansas? —pregunta automáticamente en cuanto las palabras salen de mi boca, malinterpretándome—. Porque nadie molesta a Sunshine —masculla apuntándome con su dedo índice con una clara advertencia.
—¿A quién le partiremos la nariz esta vez? —inquiere Chase, acomodado junto a Joe, aún con la pequeña rubia sobre su hombro.
—¡La única nariz que estará rota es la tuya si no colaboras! —se vuelve a entrometer Bill—. Baja a la niña y saca las latas de refresco, Timberg —ordena—. 21, 43 y 15, los quiero ver acomodar platos y cubiertos —ladra hacia los respectivos jugadores que se esparcen por el salón—. Hamilton, pon la repetición del partido del 28 de noviembre, y tú Beas... ¿dónde diablos está Beasley? —demanda saber.
—Creo que está en su habitación —respondo encogiéndome de hombros.
—Shepard, busca al número veintisiete —me ordena como si fuera otro de sus jugadores, y yo solo soy capaz de arquear una ceja en su dirección. Al ver mi reacción, él traga saliva y se limpia las manos con el delantal—. ¿Por favor? — pregunta con inseguridad.
Los Jaguars parecen querer reírse, y en cuanto comienzo a subir los peldaños de la escalera, mi padre vuelve a gritar.
—¿Qué tanto miran, señoritas? Tienen una orden, cúmplanla. ¡Y en cuanto te reías te mando de una patada en el trasero a Nepal, Timberg! —añade retomando su tono autoritario.
Trazo el camino por el corredor de la segunda planta y me encuentro cara a cara con la puerta de la habitación de invitados. Me sorprende que no se encuentre cerrada, sino que esté lo suficientemente abierta como para ver lo que hay dentro.
—¿Malcom? —pregunto antes de empujar un poco más la puerta.
Él está de espaldas y arrodillado sobre la alfombra. Varias vigas de madera se acumulaban sobre el diván y una caja llena de polvo descansa sobre ellas, entonces lo veo, docenas de papeles esparcidos a su alrededor. La alfombra se tiñe de un blanco con tintes de negro mientras él escudriña cada hoja en detalle.
Pero no son simples papeles.
Son partituras.
—¿Qué...? —intento hablar, pero las palabras se desvanecen cuando él se gira a verme. Sus ojos azules resplandecen bajo la mortecina luz de la recámara, cargados de intriga y un sentimiento que soy incapaz de interpretar.
—¿De dónde las sacaste? —me obligo a decir antes de caer de rodillas a su lado, una mezcla de melancolía y curiosidad originándose en mis adentros mientras contemplo la cantidad de hojas que descansan a nuestro alrededor.
—Estaban escondidas en el piso —explica antes de extender unas partituras en mi dirección, las letras musicales se vislumbran entre sus dedos.
Tomo los papeles con cuidado, como si fueran tan frágiles como para desintegrarse ante mi toque. Comptine d'un autre été de Yann Tiersen se lee en pequeñas letras negras, y mi corazón parece acelerarse al reconocer las partituras de la canción. Era una de las preferidas de mi mamá, una de las tantas que solía tocar.
—El título hace referencia a una canción para niños, una de otro verano —interpreta Malcom observando las partituras.
Sus ojos parecen un pequeño océano, uno donde las olas rompen contra la costa y el sol se oculta con dilación. Por la forma en que me observa, tengo la certeza de que sospecha algo, porque la gente no te mira de forma tan suave si no es por compasión.
—Son de mi madre —explico pasando las yemas de mis dedos por el contorno de las letras musicales—. Pensé que se había deshecho de todas ellas —confieso a medias, porque no tengo la intención de revelar que en uno de sus tantos ataques como alcohólica quemó cientos de sus partituras, las hizo arder en llamas mientras yo la observaba.
—Pensé que eran tuyas —murmura, y me sorprende oír empatía en su voz—. Vi el piano en tu cuarto y asumí que tocabas.
Me sorprende que exista tanta transparencia en sus ojos y tanta cautela en sus palabras.
—Solía hacerlo, pero desde que ella se fue no he vuelto a tocar.
Él no hace preguntas, simplemente me contempla en silencio. No puedo evitar pensar en lo diferente que luce de esta forma, callado y analizando mi rostro y todo lo que soy capaz de trasmitir a través de él.
Agradezco que su capacidad de comprensión esté más allá de nuestro arrebato de enojo de esta tarde, y de todas las otras. Él no me presiona para hablar a pesar de que sé que la curiosidad está impregnada en la naturaleza humana, y la realidad es que no quiero decirle nada, no quiero remover viejos recuerdos.
—Kansas... —llama alguien desde la puerta.
Nos giramos para encontrar a Logan en el umbral, con sus ojos cafés escudriñando la escena e intercalándose entre Malcom y yo. La mirada de Beasley cambia con fugacidad al ver al mariscal en la entrada de su habitación, e instantáneamente se incorpora.
—La señora Murphy llegó por Zoe —explica aferrándose al picaporte—. Deberías bajar.
Me quedo estática por un segundo, pero luego reacciono y paso por su lado para salir hacia el corredor. Su vieja colonia se eleva entre las masas de aire y me sigue escaleras abajo mientras lo dejo a él y a Beasley a solas.
MALCOM
—No deberías haber tocado eso —me espeta Mercury en cuanto Kansas desaparece por el corredor, y sin permiso alguno se adentra en la habitación.
Su presencia ya es lo bastante desagradable como para tenerlo dentro de mi recámara, e intento reprimir las emociones de disgusto que me provoca tenerlo cerca.
—No es bueno que la hagas hablar sobre ese piano, mucho menos sobre su madre —manifiesta con un tono glacial mientras comienza a recoger las partituras y a meterlas rápida y desorganizadamente dentro de la caja.
Sus palabras sacan mis peores sentimientos a relucir, y sin pensarlo, lo tomo del cuello de la camisa como si estuviera tomando un pañuelo usado y lo jalo lenta pero firmemente hacia atrás, alejándolo de las partituras. No quiero que sus sucios dedos toquen las hojas, ni nada más dentro de esta casa.
Él retrocede y sus ojos adquieren un color más sombrío mientras me observa desde el otro extremo de la pequeña habitación.
—No creo que estés en la posición adecuada para decir qué es bueno o malo para Kansas —recalco recordando lo que Harriet dijo en el auto.
—Llevo más tiempo en su vida que tú, Beasley —me recuerda acomodándose el cuello de la camisa—. Deshazte de esas malditas hojas porque no traerán nada bueno —advierte.
—¿Y de repente te importa cómo afecten un par de partituras a la hija de Bill? —interpelo con gracia. Este tipo es increíblemente descarado.
—Estuvimos juntos, claro que me importa.
—¿Tanto como te importó dejarla para entrar al equipo? —Enarco una ceja.
Sus ojos relucen con enojo y la desazón se mantiene latente en sus pupilas.
—Retírate de mi cuarto, Logan —pido con educación y la poca cordura que me queda porque, con toda sinceridad, quiero echarlo de aquí a la fuerza.
No soy la clase de persona que golpea a otros solo porque le desbordan la paciencia. No soy un energúmeno y tampoco un incivilizado que soluciona todo a los golpes, pero Mercury me hace reflexionar sobre eso.
—Lo haré —acuerda con la seriedad cubriendo sus facciones—, pero no olvides que sigues siendo un extraño aquí y que yo conozco lo suficiente a Kansas como para saber qué cosas le duelen y le traen malos ratos, te guste o no —farfulla antes de entregarme una última y desdeñosa mirada antes de desaparecer por el umbral de la puerta.
Cuando tengo la certeza de que se ha marchado, hundo las manos en mi cabello y observo las partituras a mi alrededor. Desde el momento en que vi ese piano, supe que había una historia tras él, pero no pensé que Logan podría ser consciente de las aflicciones de Kansas. También me percaté de que Bill no vive con su esposa, pero soy lo suficientemente educado como para no preguntar. No es mi asunto hurgar por respuestas sobre la madre de Kansas. La familia Shepard tiene un pasado, y mientras yo no haga preguntas, ellos no preguntan sobre el mío, y en cuanto exista la posibilidad de evitar hablar sobre Londres, mejor.
Tardo varios minutos en bajar a la primera planta, pero en cuanto lo hago, observo como todo el equipo mira fijo el televisor mientras engullen la pasta del entrenador. Once jugadores se encuentran sentados en la alfombra, seis de ellos se dispersan por los sillones y los otro cinco arrastraron las sillas de la cocina hasta el living. Jamás contemplé a tal multitud en un espacio tan reducido hasta ahora, y pensar que hay un pequeño porcentaje de los Jaguars aquí me hace preguntarme cómo entrarían si asistieran todos.
Logan solo me mira una vez antes de voltearse para centrar su atención en el partido, y la brigada de los insaciables grita en cuanto los Kansas City Chiefs corren hacia el campo. Los alaridos y aplausos llenan el salón mientras me adentro a la cocina por una ración de pasta.
—¿Qué hay, Tigre? —saluda Ben, a mi lado, en rumbo de su segunda dosis de salsa—. ¿Listo para el juego de mañana?
—Lo estaré si no te comes toda la pasta —replico al ver la forma en que llena su plato con una incalculable cantidad de fideos.
La realidad es que estoy más que preparado para ese partido. Necesito que vuelva a circular por mis venas la adrenalina de correr en el campo. Mis ganas de adueñarme del balón sobrepasan cualquier deseo, y no puedo esperar para ponerme el uniforme.
—Lo siento, mi ansiedad por carbohidratos se dispara cuando se trata de la salsa de Bill Shepard —se disculpa.
—¡Maldito sea Trevor Siemian y Emmanuel Sanders! —grita Bill con furia, sus fosas nasales abriéndose y cerrándose con rapidez—. ¡¿Qué diablos te pasa, Andy?! ¡Nos van a dar una paliza, amigo! —exclama nuestro entrenador al coach de los Chiefs, a quién enfocan en la pantalla.
Para ser un partido que probablemente ya vio unas cuantas veces, sigue experimentando las emociones a flor de piel. Sabía que Bill era un apasionado, pero su pasión pasó a ser demencia luego del medio tiempo.
—No me molestaría que el ochenta y siete me dé una paliza —opina Kansas recostada en uno de los sofás individuales, con sus piernas colgando del brazo del sillón. Sus ojos destellan en cuanto enfocan a Travis Kelce en la pantalla, miembro de los Kansas City Chiefs.
Todos los pares de ojos caen en su dirección y ella se encoge de hombros en cuanto su padre le dispara dagas con la mirada.
—¿Qué? —espeta—. No pueden negar que es un hermoso regalo de la capacidad de la reproducción humana.
Varios murmullos se elevan en la sala y en verdad no puedo creer que el equipo se esté debatiendo si en verdad es atractivo Travis Kelce.
El timbre suena y Kansas se levanta para atender. Mis ojos caen en el número siete, quien la sigue con la mirada en silencio. Es un primate escalador de árboles y mirón depravado. Debería llamar al 911.
—¿Me extrañaste? Ni si quiera sé por qué pregunto, es obvio que sí. Todos echan de menos mi encantadora y angelical presencia —una alegre voz masculina dice desde la entrada.
Como si no fuera lo suficientemente malo tener a Mercury en la misma habitación que yo, Gabe Hyland atraviesa la puerta.
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