007 | Cómplice
KANSAS
—¡Mira lo que has hecho! —le ladro a Malcom antes de arrodillarme frente a Zoe, que llora a moco tendido y observa como su globo yace sin vida en el piso.
—¿Preferirías que siga con esa cosa en la boca? —contraataca él con el ceño fruncido, incrédulo.
—No puedes romperle el juguete a un niño, mucho menos delante de sus ojos —reprocho limpiando las lágrimas que descienden por las pálidas mejillas de la niña.
—Eso no era un juguete, Kansas —responde claramente exasperado ante mis palabras—. Era un dispositivo anticonceptivo empleado en el acto sexual.
—Tiene seis años, no sabe lo que es y notoriamente lo veía como un juguete —digo dándole la espalda para concentrarme en los ojos cristalizados de la pequeña—. No tendríamos este problema si hubieras sido más cuidadoso en guardar tus dispositivos —enfatizo.
—No es mío y no soy responsable de que tengan esa clase de cosas al alcance de una cría —se defiende con tenacidad tiñendo su habla.
—Sigue engañándote diciendo eso si te hace sentir mejor —le devuelvo sus palabras antes de enfocarme en hablarle a Zoe—. Te compraré otro, un globo de verdad. No tienes que preocuparte —intento calmarla.
—¡Asesinó al señor Chuck! —acusa ella, y aquí vamos otra vez: Zoe tiene la costumbre de ponerle nombre a todo lo que toca—. ¡Eres un monstruo como los de Monsters, Inc.! —lo acusa en un chillido agudo antes de dispararle una mirada cargada de odio.
—¿Chuck? —interroga Malcom con desconcierto—. ¿Quién es Chuck?
—No aparentes ser un ignorante, todos saben que los niños le ponen un nombre a sus juguetes —señalo—. Y ni se te ocurra hacer uno de esos estúpidos comentarios de que debería llevarla a un psicólogo —advierto, porque mi padre había dicho lo mismo cuando juntábamos las hojas en el patio y Zoe tuvo la ocurrencia de ponerle Pelusa a un rastrillo.
Y sí, le gusta Stuart Little.
—La gente que estudia psicología no puede ni ayudarse a sí misma —bufa cruzándose de brazos, como si fuera la voz de la razón indiscutida—. Menos a una niña que le pone Chuck a un condón.
Tomo la mano de Zoe y ambas le dirigimos una mirada cargada de cólera. Ella lo hace porque él acaba de cometer un asesinato, yo lo hago porque acaba de insultarme a mí y a mi carrera.
—Deberías aprender a cerrar la boca —le aconsejo antes de guiar a la niña escaleras arriba—. Porque puede que no lo sepas, pero yo soy estudiante de psicología.
Malcom busca algún indicio de falsedad en mis ojos y, al no encontrarlo, se percata de que hablo en serio. Abre la boca para replicar, pero ya no quiero oírlo.
Él y su acento británico pueden irse al diablo.
Comienzo a cansarme de cenar en mi habitación. Esto se debe, en parte, a que siempre suelo manchar el acolchado con salsa, refresco o cualquier otro tipo de comida que no se quita fácilmente.
Una vez que termino la comida china que Beasley pidió —y creo que es lo más productivo que ha hecho desde que puso un pie en esta casa—, hago una especie de bola con la caja de cartón y la lanzo al cesto de la basura. Con la pereza de mil vagabundos, me tengo que incorporar para ir a buscar la bola que, claramente, no entró en el cesto. Me deshago de ella en el tacho que hay al lado de mi escritorio y seguidamente mis ojos caen en uno de los cuadros que descansan ahí. Es una fotografía de hace años, cuando aún usaba flequillo y vestía con atuendos que actualmente son un crimen ante los ojos de la moda. No creo que haya persona que no se avergüence, ni aunque sea un poco, de cómo lucía o de cómo vestía cuando era más joven.
No quiero entrar en detalles sobre mis pecados de estilo, pero sí en la historia detrás de una imagen tan vieja: es una selfie que saqué hace dos años atrás. Yo estoy sentada en el cordón de la vereda y una pequeña de apenas cuatro años está de pie a mis espaldas, con sus delgados y cortos brazos envueltos alrededor de mi cuello. El cabello de Zoe es aún más rubio en la fotografía mientras sonríe a la cámara se ríe con la dulzura y sencillez con la que se ríen los niños.
Ese día, hace más de dos años atrás, recuerdo haber vuelto a sonreír luego de varias semanas
Semanas cargadas de angustia y un temor incontrolable, semanas llenas de gritos que aún se repiten en mi cabeza.
Mi madre nunca había probado el alcohol hasta que un día, hace años, un policía tocó la puerta y le dijo que lo sentía. Ese mismo día en el que el llanto desbordó mi hogar por la trágica muerte de mi tía Jill, mis padres se enteraron de que esperaban un bebé. Aún me pregunto por qué la vida puede ser algo tan agridulce, algo tan extraordinario y cruel a la vez, con la capacidad de almacenar la miseria humana en una vida que nos da, nos quita y, solo a veces, nos devuelve. Sin embargo, ninguna fuerza de este mundo le devolvió a mi madre su hermana.
Ella empezó a beber a escondidas, y con el pasar las semanas comenzamos a encontrar botellas vacías: coñac y whisky para empezar. Su favorito fue el ron, que terminó siendo su consuelo noche tras noche.
Mi padre hizo hasta lo imposible para alejar el alcohol de ella y alejarla a ella del alcohol. Le repetía una y otra vez que iban a superarlo, que los dos juntos podían hacerlo. Le decía que yo la necesitaba, que tenía que ser fuerte y enfrentar las dolencias. Pero nunca le dijo que parara de beber porque estaba embarazada.
Porque mi madre nunca nos lo dijo.
Logramos convencerla de buscar ayuda y ella solo aceptó ir a una sesión de alcohólicos anónimos. Mi padre y yo comenzamos a turnarnos para llevarla, porque había dos opciones: o él faltaba al trabajo o yo a clases, y ninguno podía darse el lujo de exonerarse de sus responsabilidades todos los jueves. Así que yo tomé el primer turno. La observé entrar en aquel pequeño edificio y la esperé con paciencia en el auto, pensando que podría llegar a recuperarse mientras Pearl Jam sonaba en el estéreo. De vez en cuando, me miraba en el espejo retrovisor y escudriñaba mis ojeras por la falta de sueño, mis labios partidos y mis ojos cansados. Miraba mi cabello desarreglado, la palidez de mi rostro y una vez, solo una, contemplé el hematoma de un golpe.
No fue hasta mi tercer turno que vi a Zoe sentada en el cordón de la vereda. Su vestido color canario arremolinado en sus rodillas y sus zapatos de charol golpeando contra la acera. Estaba callada, esperando en la puerta de alcohólicos anónimos a que alguien saliese. Me llamó la atención que una niña tan pequeña estuviera sola, y la observé hasta que la sesión de mi madre terminó. Fue ahí cuando una mujer a la que más tarde conocería como la señora Murphy, salió en su encuentro y le tomó la mano antes de desaparecer por las calles de Betland.
En mi siguiente turno la niña también estaba ahí, haciendo lo mismo que hacía yo, esperar. Y en un momento, mientras Sirens sonaba en el Jeep, ella levantó la vista y me encontró mirándola. Yo estaba encerrada dentro de las paredes del coche y había una calle que nos separaba, pero a través del parabrisas lo vi perfecto: ella me sostuvo la mirada por unos cuantos segundos y luego sonrió. Con pureza e inocencia, con naturalidad y afecto, con sencillez y calidez. Los niños sonríen sin pensar, le entregan una sonrisa a cualquier extraño porque su mente no analiza a quiénes deben o no sonreírles. Le sonríen a la vida, sin hacer diferencia, sin juzgar, sin pretender nada a cambio.
Solo sonríen, y eso fue lo que hizo Zoe.
Y sin pensarlo le devolví la sonrisa.
Luego de semanas sin que los problemas me dejaran descansar, semanas siendo presa de mis propios pensamientos, llega una niña y calla todos los gritos dentro de mi cabeza. Duró un segundo, pero en el momento en que mi cerebro se apagó y mi corazón volvió a encenderse, sentí una alegría que no experimentaba hace meses. Ella, al ver mi reacción, me sonrió otra vez, y pasé de sonreír a reír al ver que le faltaba un diente.
Fue cuestión de tiempo para que apagara el estéreo, saliera del auto, y me sentara a su lado en el cordón. Nos hicimos compañía durante semanas, hasta que un día la señora Murphy se sintió preparada para dejar A.A. Fue ese el día en el que me ofreció cuidar de Zoe mientras ella retomaba el trabajo. Yo había desarrollado un gran afecto por esa mujer y su hija; tan fuerte fue, que comencé a cuidar de la pequeña no solo como un favor, sino porque en verdad quería y necesitaba hacerlo. Su madre, Anne, superó todos los obstáculos: volvió a trabajar, dejó la bebida atrás y se enfocó en lo más preciado que tenía: en su hija. Mi madre, por otro lado, dejó alcohólicos anónimos tiempo después, pero fue una total pérdida de tiempo asistir en primer lugar. Lo primero que hizo al llegar a casa fue coger una botella de whisky y encerrarse en su cuarto. Mi padre, desesperado, buscó ayuda profesional. Días más tarde entró en una institución de rehabilitación y en uno de los tantos chequeos médicos lo supimos. Ella estaba embarazada.
Todo ese tiempo en el que bebió y bebió, arriesgó la vida de un bebé. De mi hermano o hermana. Ella terminó destruyendo la vida que había creado, la vida que llevaba en su vientre.
El sonido de mi celular me saca de los punzantes recuerdos que estoy experimentado y tengo que tomarme un par de segundos para alcanzarlo y tener la seguridad de que seré capaz de atender.
—¿Kansas? —habla una voz cargada de urgencia a través de la línea telefónica.
—Harriet —reconozco al instante, aclarándome la voz—. ¿Estás bien? —pregunto, preocupada.
—Necesito que vengas. —Las palabras salen atropelladas de sus labios—. Es Jamie —informa con evidente nerviosismo.
—¿Qué le ocurre? —inquiero antes de oír un vidrio romperse con gran estruendo.
—Tienes que verlo con tus propios ojos —susurra.
Y segundos después oigo a la pelirroja gritar.
MALCOM
Debería callarme, pero sé que no lo haré.
No tenía ni la menor idea de que Kansas estudiaba psicología, pero no me arrepiento de lo que dije. Por experiencia sé que los psicólogos no sirven, no ayudan. Te analizan como si fueras una clase de experimento, con distancia e insensibilidad. La mayoría solo se preocupa por cobrar sesión tras sesión y ni siquiera se dignan a mirarte a los ojos.
«Eso era lo que hacía la señora Ainsworth».
De todas formas, no llevaría a Zoe a ningún psicólogo. Ella no tiene la culpa de ser una ignorante, aún es una niña. La culpable de todo esto es su niñera, porque ella es la que dejó el alcohol y luego el condón al alcance de la cría.
Llegué a la conclusión de que el desagradable Logan Mercury tiene sexo casual con la hija del entrenador, porque de otra forma no sabría a qué hora toma su ducha diaria. Es eso o en verdad el número siete es un depravado sexual, y luego llega Zoe con Chuck y Kansas me culpa por sus deslices de una noche. Mis probabilidades de equivocarme respecto al dueño del condón son casi inexistentes y, ahora que estoy cara a cara con Bill, tengo unas incontrolables ganas de decirle que Mercury está quebrantando la ley Shepard. Pero no soy tan ingenuo como para acusar a Logan de tal acto sin tener pruebas fehacientes de lo que hace a las espaldas del coach.
—Beasley —llama Bill mientras engulle más comida china. Su boca tiene una capacidad incalculable en cuanto a alimento se refiere—. Termínatelo —ordena apuntando mi plato, porque claramente no voy a comer desde una caja de cartón—. En cuanto bajes un gramo te la verás conmigo, muchacho —advierte.
Entonces, se oyen rápidos pasos que descienden por la escalera. Segundos después, entra Kansas por el umbral de la cocina con una expresión de celeridad.
—Me voy —informa sin dirigirnos ni una mirada.
Toma la chaqueta que descansa en el respaldo de la silla y sale a toda prisa.
No pasan ni cinco segundos antes de que vuelva a entrar a la cocina con una mirada interrogante.
—¿Dónde están mis llaves?
—Es tarde, no vas a ningún lado —le responde el hombre sin dejar de observar el televisor.
—Tengo diecinueve años, creo que puedo ir a donde quiera a la hora que quiera —replica la castaña—. Jamie me necesita, así que entrégame las llaves.
—Bendito sea Estados Unidos, Kansas. Donde la mayoría de edad en Nebraska, Delaware y Alabama es a los diecinueve y en el resto de los 46 estados es a los dieciocho.
—Falta uno —interrumpo al tanto de su cuenta matemática.
—Mississippi. —Sonríe Bill—. Donde vivimos y donde, desafortunadamente, no eres mayor hasta los veintiún años —le dice a su hija antes de tragar y alcanzar su refresco—. Y mientras estés en este estado y en esta casa, tú respetas mis reglas de juego.
Kansas le lanza dagas con la mirada antes de desaparecer y subir las escaleras en silencio.
—¿Ya se rindió? —Arqueo una ceja de forma inquisitiva.
—No es tan fácil, Beasley —replica antes de lanzarme un juego de llaves sobre la mesa—. Está buscándolas en todos los posibles escondites porque puedo ser muy bueno armando jugadas defensivas y ofensivas, pero soy muy predecible para esconder estas cosas —explica antes de hacer una bola con la caja de cartón y aventarla al cesto—. Kansas conoce mis tácticas, pero no las tuyas.
—¿Quieres que le esconda las llaves?
—Solo hasta mañana —aclara antes de incorporarse y salir por el umbral de la cocina, sin preocuparse en llevar su vaso al fregadero o guardar la gaseosa en la nevera—. Y Beasley —llama, dándose media vuelta—, si mi hija pone las manos sobre ese Jeep, me deberás 10 millas para el lunes.
Creo que prefiero enfrentarme a la testaruda hija del entrenador antes que hacerle frente a las diez millas de Shepard, pero en cuanto veo a Kansas descender las escaleras me percato de que ser cómplice de Bill conlleva un precio.
Uno muy alto.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top