Capítulo 28
Creo que la primera palabra que aprendí fue peligro. Me hubiera gustado haber memorizado a qué debía temer, no haber encontrado mi nombre en cada una de las advertencias. Lo entendí apenas cumplí la edad en que una niña puede comprender algo: Yo era de lo que otros debían cuidarse. Nunca lo olvidé, nunca me permitieron hacerlo.
El silencio me torturó durante buena parte del camino. Tras mi arrebato, lloré hasta que me quedé sin aliento, y después sin darle explicación corrí a mi automóvil en el que arranqué junto a un jadeante Nicolás que se resistió a hacer preguntas. Aunque las tenía. Podía leerlas en su mirada curiosa que echaba vistazos cada tanto, esperando me animara a hablar. No quería presionarme, pero necesitaba la verdad.
Intenté contársela, al menos una decena de veces, pero cada que abrí la boca mi voz se escondía en un rincón de mi garganta que me impedía pronunciar palabra. Estaba aterrada. Por más que me esforcé no pude ser valiente, me rendí.
—Bájate del auto.
Fue tan inesperado que Nicolás contrato el rostro.
—¿Qué?
Me miró como si estuviera loca, lo estaba, cuando detuve el automóvil afuera de una tienda junto a una gasolinera. Estudiando el paso de la gente confirmé era un sitio seguro para que regresara a casa.
—Bájate del automóvil —repetí sin acobardarme, pero con los ojos fijos en los letreros expuestos en los escaparates—. Por este lugar pasan muchos taxis, no te será difícil volver a la ciudad.
—Pero pensé que...
—Cambio de planes —corté antes de que recitara el viaje que yo misma había propuesto. Se estropeó, todo salió mal. Ahora no solo no podía volver a la escuela, tal vez ni siquiera a casa. Mi vida era un desastre—. Bájate —escupí desesperada. Quería estar sola.
—Oye, entiendo que te sientas mal, pero yo no tuve la culpa —protestó ofendido por mi rudeza.
Suspiré, admitiendo no tenía derecho a tratarlo de ese modo, mucho menos cuando él había sido tan gentil conmigo. Mordí mi labio, obligándome a tomar una buena decisión.
—No estoy haciéndote sentir culpable —reconocí en voz baja—, solo quiero protegerte, mantenerte lejos del caos que se avecina.
Yo era un peligro. Si Nicolás se quedaba conmigo, de uno u otra forma lo lastimaría, y eso sería nunca me lo perdonaría.
—No necesitas protegerme, Cuervo —me consoló de forma tan dulce que llegué a mi límite.
Odiaba que él se esforzara por ser el hombre perfecto, porque no lo merecía, porque había llevado el momento de renunciar a lo que deseé durante toda mi vida. Detesté saber que era el causante del dolor de los que amaba.
—¡Soy una bruja, Nicolás!
Mi voz estaba cargada por el odio, la frustración, la impotencia.
—No te digas así...
—No estás entendiéndome —lo frené agitando las manos, al borde de la locura. Mi respiración hizo subir y bajar mi pecho. Estaba cerca de colisionar—. Soy una bruja, literalmente —confirmé sin poder ocultarlo más, despejando cualquier sospecha. Él se quedó helado, su mirada se mantuvo en la mía y casi escuché el ritmo de sus latidos—. Lo de hace un rato no fue una casualidad, yo lo provoqué... Nicolás, soy una bruja.
Era la primera en mi vida que lo aceptaba. Cuántas veces peleé con mamá al escucharla decirlo y al fin entendía que fue inútil ir en contra de la verdad, me alcanzó. El silencio se apoderó de aquel vehículo. Él no dijo nada, fue como si de pronto hubiera perdido su capacidad de hablar, solo volvió la mirada al frente, luchando por procesarlo. Perdió color. De haberme atrevido a rozar su piel, estaba segura estaría helado.
—Este es el momento en que huyes —predije, abriendo el botón para que descendiera.
Sabía que poniendo un pie afuera las cosas cambiarían para los dos. Tal vez se lo contaría al resto de estudiantes, lo divulgaría en redes... Un miedo paralizante me nubló el juicio al imaginarlo. Tendría que esconderme lejos, empezar de cero o tal vez acabar con todo de una buena vez. Maldita sea, ¿cómo pude ser tan tonta para decírselo? ¿Qué esperaba? ¿Recibir un abrazo? Las brujas van a la hoguera, no a los brazos del amor de su vida.
No llegó ninguna de las cosas cosas. Nicolás no bajó, se quedó en su sitio, congelado. Tuve el impulso de sacudirlo para despertarlo, quizás hasta echarlo por mi cuenta, pero pronto entendí el mensaje escrito en su silencio: no pensaba hacerlo, se quedaría conmigo. Parpadeé extrañada, apreté los nudillos alrededor del volante, sintiéndome perdida. Me inundó una cruel incertidumbre al no comprender el porqué. No estaba preparada para hablar de mi origen, mucho menos para que lo aceptara.
—Bien —murmuré aturdida. ¿Qué se supone que se hace ahora?, pensé nerviosa—. Que quede claro que no te secuestré —expuse antes de arrancar. Esperé una protesta de su parte, pero tampoco llegó.
Nicolás se mantuvo callado lo que restó del camino. Y aquel estado de ensimismamiento sólo empeoró no estado, me puso los nervios de puntos. Hubiera preferido me gritara en la cara era un mounstro, me maldijera mientras me rociaba con agua o corriera despavorido lejos de mí, pero nunca me mentalicé para enfrentar ese horrible silencio que decía todo y nada a la vez. Necesitaba entender lo que pasaba por su cabeza.
Conduje durante casi dos horas hasta que divisé a lo lejos una sencilla cabaña, en medio de un bosque. Volví a respirar al reconocer los árboles que durante mi infancia servían de escondite. Amaba ese lugar, ni siquiera podía explicarlo, porque saber que estaba lejos del peligro era el paraíso. Cuando el motor se apagó, lo único que se oyó sobre mi respiración tensa fue el canto de los pájaros que regresaban a su hogar tras el atardecer.
Relamí mis labios antes de armarme de valor para mirar a Nicolás que continuaba con la mirada perdida en el cristal. Deseé tener el poder de leer su mente, pero me resultó más útil el de correr a toda velocidad cuando me atrapó con mis ojos fijos en él. Sin perder tiempo, cayendo en pánico, abandoné el vehículo. Apenas puse un pie fuera, respiré hondo, necesitaba una bocanada de aire fresco.
Me abracé para entrar en calor cuando una sutil corriente de aire erizó mi piel, tomé la temperatura como excusa para entrar dentro de la cabaña. Ni siquiera miré atrás cuando oí una puerta cerrarse mientras yo subía los escalones de madera. Gracias al cielo las llaves encajaron al primer intento. No quise esperarlo, caminé a oscuras, con la poca luz que se colgaba por la puerta a mi espalda, hasta que hallé el interruptor. Un toque bastó para iluminar aquella habitación, retiré con el dedo los rastros de polvo de los muebles abandonados. Había olvidado cuando fue la última vez que estuve en ese lugar.
El sutil sonido de las bisagras a mi espalda me tensó. Llegó la hora, maldije después de tomar un profundo respiro. Enfrentar a Nicolás era inevitable, de nada servía darle tantas vueltas. Decidida a poner fin a mi tortura lo encontré ahí, a unos pasos de mí. No importaba cuánto doliera, él conocería la verdad.
—Nicolás...
—Lo del ogro que come vírgenes era una broma, ¿verdad? —lanzó con una pizca de diversión que me regresó la vida. Un suspiro aliviado se mezcló con una risa nerviosa. Terminé echándome en el sofá para esconder el temblor de mis piernas. Nicolás se acercó cuidadoso hasta ocupar un lugar a mi lado, dejando un buen espacio entre los dos, no sé si para no presionarme o porque en el fondo comenzaba a tener miedo de mí—. Aunque me temo que el resto no lo es —dudó.
Le dediqué una mirada de reojo. Pude inventar alguna mentira, pero después de lo que sucedió en la oficina de papá asumí él podía sacar sus propias conclusiones. ¿De qué serviría mentir?
—Para mi desgracia —admití disimulando mi voz entrecortada.
Estaba aterrada porque era la primera vez que hablaba del secreto mejor guardado de mi familia. Lo Cuervo habían protegido su pasado por generaciones y de la nada lo había revelado, poniéndolos en peligro. Era una estúpida inestable. Siempre supe que el día que me dejara guiar por las emociones terminaría estropeándolo.
—¿Con lo de "ser una bruja" te refieres a tener poderes, hacer pociones, ir a Hogwarts o protagonizar una serie de lo noventa con efectos especiales? —planteó un abanico de opciones.
Fruncí las cejas, extrañada por su transparente sonrisa. En ella no había temor. Eso lo volvió más confuso.
—¿No te doy miedo?
El guión dictaba huyera de mí, no que charláramos como si acabáramos de llegar de ver una película en el cine. Esto era una realidad. Mi espantosa realidad.
—Respeto si es una de las primeras dos —admitió asintiendo con un mohín—, envidia en cualquiera de las últimas.
—Es mucho más complejo que eso, Nicolás —le hice saber, levantándome para alcanzar una fotografía sobre la chimenea. No sé trataba de una broma—. ¿Has leído alguna vez sobre mí familia? —cuestioné dándole la espalda, estudiando las sonrisas fingidas que habían nacido solo para la cámara. No tuve que mirarlo para conocer la respuesta. A Nicolás no le interesaban esa clase de cosas—. Pues a los ojos del mundo somos la familia perfecta. Un hombre exitoso, una mujer amorosa y una hija con un gran futuro en sus manos —recité acariciando el cristal. Ni siquiera recordaba cuándo había tomado esa foto. Apreté los labios. Cualquiera que encontrara esas postales podía tragarse el cuento. Cualquiera, excepto quienes lo vivíamos día a día—. Somos una farsa.
Dominada por una carga de ira que me sacudió al recordar la imagen de mi padre tuve el impulso de arrojar el portarretrato contra la pared, deseando hacerlo pedazos como él lo hizo conmigo, pero me resistí por miedo a lastimar a Nicolás. De nada servía romper cristales, si las puntas ya me habían cortado.
—He visto a mi padre tres veces este año, tres —remarqué, hurgando en la herida—, una de ellas para enterarme que tiene una amante y confirmar le avergüenzo —susurré sintiendo mis ojos arder. Las palabras de papá no dejaban de clavar alfileres—. Pero tampoco puedo culparlo, soy un mounstro...
Muchas veces también quise alejarme de mí misma.
—¿Qué hay de tu madre? —curioseó Nicolás, sin entender esa parte de la historia.
La sola mención alzó una ola de coraje que me empapó entera.
—De ella se sabía poco antes de que se involucrara con los Abreu, pero según palabras de todos los que la conocieron en su juventud tenía una belleza hechizante que lograba cautivar a cualquiera —recité las palabras de sus pocos conocidos—. Esa fue la razón por la que papá la escogió como esposa —me quejé. Sin saber con quién estaba más enfadada. Con ella por ser la causante de mi desgracia, o con él por permitirlo.
—Le heredaste ese rasgo.
No fue una especie de halago conquistador, fue un genuino cumplido, que en cualquier otro momento me hubiera causado ternura, pero debido a que se trataba de una comparación avivó mi repulsión.
—La belleza es una maldición, al igual que cualquier cosa vinculada con los Cuervo —admití de mala gana dejando de vuelta el cuadro en su lugar porque no podía seguir contemplando esa interpretación. Caminé hasta la ventana, la noche estaba entrando en escena. Sintiendo la mirada de Nicolás sobre mí decidí continuar lo que empecé—. El primer año tras su boda no hubo sobresaltos, hasta que yo nací... Papá estaba tan orgulloso del nacimiento de su primogénita que se encargó de presumirme en todos lados, periódicos, eventos, revistas —resumí mucho de los ejemplares que hallé en cajas abandonadas—. Y fue entonces, cuando era imposible negarme a los ojos del mundo, que mamá le confesó la verdad.
Los Cuervos eran más de lo que aparentaban, y ahora yo formaba parte de ellos.
—Lo puso contra las cuerdas —comenté lo que él me había repetido miles de veces para justificar su abandono. Mamá era una mentirosa que lo arrastró con ella a su declive—. Si revelaba lo que sucedía no solo la condenarían a ella, sino también a su propia hija, y lo envolverían a en un escándalo —destaqué. Tal vez eso siempre fue lo que le importó, saber que echándonos al fango él también se ensuciaría—. Encontró la forma perfecta de retenerlo. Mi padre decidió seguir aparentando la vida perfecta por el bien de todos y se encargó de cuidarme hasta que no pudo mantener esa farsa —rememoré. Aún tenía nítida la imagen de esa niña de siete que lloró tantas lágrimas como pudo cuando atravesó la puerta con unas maletas—. Se fue de la casa, pero siguió visitándome un par de veces al mes, al menos al principio. Cada año que pasaba le costaba más verme a la cara —añadí dolida, recordando la forma en que me miraba—. Me quedé sola siendo una niña, criada por unos empleados que no tenían permiso de establecer un vínculo conmigo.
Por el bien de sus intereses. Papá me protegió de las personas, no para que no me hicieran daño, sino para que no tropezara en sus trampas. Su prestigio estaba en juego, y yo caí en su juego pensando buscaba lo mejor para mí. Me cuidé de no confiar en nadie porque creí que al hacerlo le otorgaba a otros el poder de dañarme. Si abría la boca me hacía responsable del dolor que causara.
—En cuanto a mamá, ella estaba siempre ocupada en sus reuniones, esforzándose por no dejar morir el legado. Tal parece que los Cuervos son importantes en alguna realidad alterna —murmuré entre dientes. Tan honorables que pasan su vida escondiéndose como las ratas en las alcantarillas—. Por eso me odió cuando tuve edad suficiente para me negué a seguir sus pasos, cuando rechacé lo que implica ser como ella. La había deshonrado —dramaticé usando sus propias palabras. La primera vez que me negué a acompañarla a uno de sus rituales, mamá pareció resistir los deseos de maldecirme. Tal vez sí lo hizo—. Y quién no lo haría, si llevar su sangre era la causante del rechazo de mi padre, lo que ponía mi vida en riesgo, lo que impedía entablar lazos con el resto. No le veo beneficios a eso.
—¿Bromeas? ¡Creaste un tornado! —alegó, admirado, como si él fuera la cosa más sorprendente que había presenciado en su vida.
—¡En contra de mi voluntad! —expuse desesperada, al borde del colapso. Girándome, me apoyé en el respaldo del sofá, para mirarlo directo a la cara. Necesitaba que entendiera hablaba en serio. Estaba entrando en un pozo sin fondo—. ¿No lo entiendes? No quería hacerlo, yo jamás quiero hacer esa clase de cosas —concluí agotada—. Solo pasan cuando mis emociones me dominan —le expliqué—. Por esa razón intento mantenerlas bajo control, pero a veces son más fuertes que yo...
—¿Y no puedes aprender a controlarlo? —dudó.
Torcí mis labios, insegura. Me hubiera gustado tener la certeza.
—Supongo que sí —lancé—, pero tendría que aceptar mi naturaleza, reunirme con ellos, entrar en su mundo y eso sería lo último que haría —sentencié—. He intentado mantenerlos fuera durante toda mi vida —declaré con un ademán. Sin importar el precio—. No quiero tener nada que ver con los Cuervo, solo deseo ser una chica normal, sin preocuparme por causar un desastre cada que respiro —me conformé—. Nicolás, odio mi origen al grado que me lo negué por completo a mí misma. Yo no soy una bruja, soy la hija de una y por desgracia no puedo ir en contra de eso —lamenté.
Nicolás pareció entenderlo, alzó la mirada al techo meditándolo. Estaba ante una maldición, un nido de problemas que a medida avanzaran se harían más grandes. Ahora que conocía el impacto de mis poderes me pareció natural quisiera salir corriendo, de hecho lo vi venir, pero antes de perderlo necesitaba asegurarme de algo importante.
—No puedes decirle a nadie lo que te he dicho —ordené, intentando disimular mi nerviosismo. Deseé sonara cono una imposición, el nudo en la garganta me traicionó. Nicolás volvió a encontrarse conmigo. No supe leer su mirada—. Por favor... —añadí.
En la última nota mi voz se quebró. Con las cartas sobre la mesa ya no me importaba seguir fingiendo fortaleza. Así que desesperada ante su vacilación, temiendo me entregara a los lobos, a sabiendas me destruiría, hice lo que nunca creí haría. Suplicar. En un momento de locura me arrodillé ante él, uniendo mis manos en un ruego.
—Te lo suplico, si alguien se entera...
—Oye, tranquila —soltó deprisa Nicolás dejando su asiento de un salto. Poniéndose a mi altura me tomó de los hombros, intentando ayudarme a ponerme de pie para que no siguiera humillándome ante él—. No lo haré, Cuervo.
—Júralo —lo presioné, asustada.
—Lo juro —respondió sin pensarlo, firme. Su certeza me devolvió el alma al cuerpo. Sin embargo, la paz duró poco—. Ahora entiendo tantas cosas...
Avergonzada eché la mirada a un lado antes de liberarme de su agarre para plantear distancia entre los dos. Me sentí como un trozo de basura arrastrada por el viento, ya no quedaba nada de esa Jena que no se dejaba amedrentrar, que fingía ser la dueña del mundo. Ahora que el miedo había tocado a mi puerta, todos mis fantasma salieron a cumplir su condena.
—La única forma en que los demás no deseen pisarte es demostrar es imposible hacerlo, Nicolás —argumenté cruzándome de brazos, sin mirarlo a la cara. Si le muestras un solo rasguño no descansarán hasta provocar muchos más—, y eso solo se logra cuando estás arriba de ellos. Tenía que convencer al resto de que nada podía derrotarme porque si descubrían lo frágil que era iban a hacerme pedazos.
Me convertí en Jena Abreu para que nadie jamás me obligara a acabar como una Cuervo. En el juego de matar o morir, yo no estaba dispuesta a protagonizar el funeral.
—Jena, hay muchas formas de estar en primer lugar, de ganarte el respeto de la gente —alegó desde su inocencia—, no solo por miedo o poder, también la bondad es poderosa.
—¿Bondad, Nicolás? —me burlé con una risa amarga—. ¿En serio, tú piensas que yo puedo destacar por mi corazón. La maldad está en mis venas? Nací con ella —manifesté—. He intentado ir en contra de eso, aquí está el resultado. Miírame —señalé lo poco que quedaba de mí. Una chica destruida—. Al final no he podido cambiar la historia. Uno no deja de ser un monstruo solo porque lo desea.
Lo sabría yo que había pasado cada noche de mi vida rogando por ese milagro.
—Jena, escúchame —me pidió sin rendirse. Sus manos me tomaron con cuidado de los hombros, buscando mi mirada—. Tú eres más que los Cuervo, incluso más que los Abreu —defendió. Mis ojos escocieron, respiré hondo para no ceder al dolor—. Tú sí puedes elegir el camino que deseas tomar. Lo vi cuando hablaste esta tarde, has nacido para algo más que cumplir las expectativas de dos apellidos.
Desde que era una niña supe cuál era mi destino, pensé que no había forma de escapar de él, siendo una adolescente quise burlarlo, pero por cada intento recibí una bofetada que me colocó de vuelta al principio. La vida se había cansado de decirme cuál era mi lugar, entonces por qué cuando era él quien lo pronunciaba mi esperanza revivía, por qué creía sí era capaz de romper los imposibles.
Después de todo, que estuviera ahí, mirándome con tal ternura, incluso después de confesarle la verdad, era prueba de que todo podía suceder.
—¿Por qué no corres, Nicolás? —lo cuestioné sin entender. Porque en lugar de detestarme estaba ayudándome a reunir las piezas—. ¿No me tienes miedo? —balbuceé, extrañada.
Nicolás dibujó una débil sonrisa ante mi duda. Dulce, cálida, como su corazón.
—No has hecho nada para que lo haga —resolvió—. Sí, me dio un poco de miedo al principio, pero tú no quieres esto, incluso estás más asustada por hacer daño que ocupada causándolo —quiso anotarme un punto a mi favor, como si eso me convirtiera en una buena persona. Deseé autosabotearme, pero no me lo permitió. Lanzó el único argumento que no podía debatir—. Además, cuando queremos a una persona la aceptamos con todo lo que eso implica —destacó mirándome con tanta dulzura que se me escapó un sollozo—. Tú lo hiciste conmigo. Ambos atravesado momentos duros por algo que no decidimos, hemos sobrevivido al rechazo, de otros y propio —admitió—, y seguimos aquí —recalcó. La sonrisa que intenté regalarle tembló en mis labios. No me juzgó. Sentía mi corazón empapado por su amor, como la hierba muerta tras una larga sequía. Cariñoso limpió con su pulgar el rastro que dejó mi primera lágrima. Esta vez de la más incontrolable alegría—. Yo te quiero, Cuervo.
Esas palabras resonarían por siempre en mi corazón. Era lo más bonito que había escuchado. Lo callé buscando su boca para no terminar confesándole en voz alta que lo mío iba más allá. Amaba a Nicolás como jamás imaginé lo haría. Con toda la fuerza de mi alma, con cada latido de mi roto corazón. Amaba a Nicolás como tantas veces me advirtieron no lo hiciera, entregando todo de mí. Enredé mis brazos alrededor de su cuerpo, deseando él pudiera percibir en aquel beso, colmado de emociones, lo que sentía por él. Ese amor desmedido que tenía la capacidad de volverme tan vulnerable como para poner mi vida en sus manos, y darme la fuerza para luchar por ella. Esa noche ocurrió el milagro que pedí: no, no dejé de ser una Cuervo, pero dejó de importarme. Comencé a creer que tenía el poder de escribir mi propia historia, y decidí que el primer capítulo llevaría su nombre.
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