Capítulo 10
Tuvo muchos sueños en los últimos días. Los sueños eran una forma de que no sintiera los dolores de su cuerpo terrenal, a menos que se trataran de pesadillas; que había tenido algunas, claro. El primer sueño que vino a su mente al despertar fue más bien un recuerdo. No había sido un hecho relevante en su vida y raramente se acordaba de ese día.
Estaba en su pequeño hogar tocando la vieja balalaika que JJ había conseguido, sirviendo de música ambiental para su hermano y su amiga en aquel entonces, Isabella. Le estaba enseñando a bailar, fallando bastante y con los pies amoratados de tanto que la pisoteaba. Eso no era impedimento para que ella riera. Otabek no sabía muchas cosas del amor, pero mirarlos reírse como si no hubiera nadie más en el mundo debía ser algo de eso definitivamente.
-¡Ouch! ¡JJ! Podrías tener más cuidado -dijo entre carcajadas.
-No puedo concentrarme si tengo a tan preciosa mujer enseñándome -sonrió mostrando su blanca sonrisa. Hizo girar a Isabella antes de sujetar firmemente su cintura.
-Eres un mentiroso -le espetó con las mejillas sonrosadas-. Te apuesto a que Otabek es mejor que tú.
-¡Nadie puede ser mejor que yo, ni siquiera Otabek!
Soltó cuidadosamente a Isabella -aunque eso no evitó que le pisoteara un poquito los dedos- y se acercó hasta Otabek, alzando la palma de su mano para que le entregara el fino instrumento de cuerdas.
-No creo que sea una buena idea -declaró.
-¡No seas gallina! Si Isabella me ha enseñado a bailar a mí...
-Técnicamente aún no sabes -intervino ella acomodándose los mechones de cabello fuera de la sudada frente.
JJ la ignoró olímpicamente, pero podía ver cómo le brillaban los ojos de solo oír su voz.
-Vamos, Beka, ¿cómo harás en mi boda si no sabes bailar?
Esta vez fue Isabella la que ignoró al chico, mirándose distraídamente sobre el sucio espejo que tenían en la casa. Pero aunque lo hiciera acabó sonriendo como joven enamorada ante sus palabras.
Otabek suspiró y le entregó la balalaika, casi estampándola contra el pecho de JJ. Odiaba siempre acabar haciendo todo lo que él le pedía. Pero le encantaba saber que al menos su hermano era un poco más feliz cuando obtenía lo que quería.
Con los colores subiéndole al rostro se acercó hasta Isabella, ofreciéndole una mano para bailar. No es que a Otabek le gustase la novia de su hermano. Ella era muy guapa y simpática, sí, pero a Otabek le daba un poco de pena casi cualquier contacto con alguien que no fuese su hermano. Estaba aprendiendo a acostumbrarse. JJ lo ayudaba un poco pero su personalidad tan abierta y burbujeante a veces lo llevaba a hacer cosas que eran muy apabullantes para él.
-Me tienes que agarrar de la cintura -rió ella al verlo debatirse.
-Eh, sí.
Otabek hizo lo que Isabella le pidió y le sorprendió que fuese tan fácil sostener a alguien más pequeño que él. Casi, casi podía entender la fascinación de JJ.
Isabella lo guió a través del improvisado salón de baile en el comedor, donde habían dejado las tres sillas que poseían apiladas sobre la mesa. Le enseñó los pasos y los tiempos, aunque a Otabek le costaba concentrarse al oír los desafinados solos de balalaika de su hermano. Aún así, acabó siendo un poco menos desastroso que él ya que se había esforzado bastante en no pisar a la pobre chica.
Ella aplaudió emocionada.
-¡Estás listo para casarte con alguna princesa y abrir el baile! -chilló. JJ no se había detenido de tocar la música y rozaba finamente las cuerdas.
-Eso lo dices porque quieres ir a un castillo -la regañó.
-Bueno, puede que sí. Pero ¿a qué chica no le gustaría visitar un castillo algún día? -empezó a girar sobre sí misma mientras le volaba un poco la falda- ¿Me conseguirás un castillo, JJ?
-Todos los que gustes. Puedo conseguirte un rey, si quieres -bromeó caminando hacia ella, aprisionándola entre sus fuertes brazos-. Aunque en realidad creo que ya tienes uno.
Ella sonrió antes de besarle la mejilla con dulzura y abrazarse a su cuello. Quizás no pudieran demostrar su amor al igual que las parejas ya casadas en la aldea pero eso no los evitaba de ser tan dulces e íntimos.
Otabek quiso sonreír, también, pero no lo consiguió.
Él creía que nunca sería capaz de vivir una cosa. De sentir el amor como si fuera la cosa más fuerte y maravillosa de esta vida.
* * * *
Finalmente se despertó. El mundo real no era tan colorido como sus sueños y era mucho más frío. Respiró fuertemente varias veces, sintiendo su pecho subir y bajar sobre las sábanas, tratando de encontrar fuerzas para abrir los ojos y la boca.
-¡Despertaste! -chilló una voz conocida pero que no pudo reconocer.
Otabek intentó enfocar su visión. Todo lo que podía ver en frente suyo era los rayos del sol que entraban desde su ventana e iluminaban la piel verdosa de su acompañante. Era Emil, el cocodrilo.
-Ya nos estábamos preguntando cuándo lo harías.
Se apresuró a servir un vaso de agua de una jarra a su lado, que se veía como lo más fresco y delicioso que existía en el mundo. Mientras Emil lo ayudaba a beber casi se ahogó.
-¿Recuerdas lo que te pasó?
-Yo... algo -murmuró con voz ronca-. Recuerdo una rusalka. Y recuerdo querer morir.
También recuerdo los ojos verdes del rey.
Emil le sonrió abiertamente.
-¿Sabes? Es mejor que no hayas recordado más que eso. Fueron unos días bastante malos por aquí.
Otabek asintió. No quería preguntar demasiado sobre el tema porque el dolor que sentía en todo el cuerpo era suficiente. No pretendía sumarle dolor de alma.
-¿Te gustaría que te traigan algo de comida? ¿Un libro? ¿Algo? -preguntó atropelladamente.
-Me gustaría poder ir al jardín a respirar aire fresco.
Emil chasqueó los dedos escamosos y lo señaló, casi como diciéndole que comprendía lo que quería decir.
-Iré a buscar a alguien que te ayude a darte un baño y cambiarte. Compañero, no quiero sonar rudo, pero... apestas. Y eso es decir demasiado considerando que siempre huelo a algas.
Otabek hizo un sonido que casi podría haber sonado como una risa. Emil salió corriendo del cuarto y escuchó sus pasos hasta que se perdió en medio de la escalera.
Observó el cuarto a su alrededor: era un caos. Había cuencos llenos de agua por todas partes, algunos trapos ensangrentados -así como manchas secas por varias partes del suelo- y un olor metálico que no se le escapaba de las fosas nasales.
A los pocos minutos apareció Phichit, con su andar grácil y elegante de gato, como si tuviera todo el tiempo del mundo.
-He venido a ayudarte a darte un baño -declaró con su voz felina. Otabek lo miró horrorizado pero con un poco de burla.
-No vas a lamerme ¿verdad? -Phichit rió.
-Solo si me lo pides.
Fue hasta la cama y ayudó a Otabek a ponerse de pie con mucho cuidado. Solo entonces descubrió todos los vendajes de su cuerpo y el horroroso camisón que tenía puesto. Phichit captó al instante lo que estaba pensando.
-No sé si quieres que te diga de quién fue la idea del camisón.
-Déjame adivinar. ¿Comienza su nombre con Le...?
-Y tiene una adorable cola de zorro -terminó el otro.
Phichit lo llevó un poco a rastras hasta una de las habitaciones de al lado, en donde ya había una tina preparada con humeante agua. Otabek se quedó parado unos instantes, debatiéndose si desnudarse frente al chico gato o pedirle que se volteara.
-Era un acompañante, Otabek. He bañado al rey más veces de las que considero necesarias -le dijo burlón.
-¿Hay alguna cantidad que sí sea necesaria?
Phichit se cruzó de brazos, divertido. Después ayudó a desabrochar el camisón y a sacar algunos de los vendajes de su cuerpo, dejando unas punzantes y feas cicatrices a la vista. Luego se giró hacia un lado con los ojos cerrados pero su mano levantada para que sirviera de soporte a Otabek.
Una vez que ya estuvo dentro del agua espumosa, Phichit se alejó para buscar unas botellitas. Otabek aprovechó para suspirar del alivio al sentir la calidez en su piel.
Phichit desparramó un líquido frío y que olía como a jazmines sobre su cuero cabelludo, frotando suavemente sus dedos para crear espuma sobre el poco cabello que tenía.
-Me siento un inútil -suspiró Otabek.
-Te permitiré jabonarte tus partes más nobles, si te consuela -siguió burlándose de él- ¿O quieres seguir siendo un inútil?
-Creo que puedo hacerlo sólo, gracias.
Lo que duró el gratificante baño también fue una interesante charla con Phichit. El chico le contó acerca de los días de gloria de la corte, en los que podía trenzar el cabello del rey antes de cada baile y también elegir los trajes que usaría. Eran días mejores, le había dicho.
-Pero podrían ser incluso mejor -agregó.
-Siempre se puede estar mejor.
Aunque no estaba seguro si eso se aplicaba para todos.
* * * *
Una vez que estuvo vendado con telas limpias y usando ropa de dormir más masculina se miró al espejo mientras Phichit le pasaba una toalla por la cabeza. Empezaba a sentir que no era un campesino sucio y que quizás podría aspirar a un poco más. Era increíble lo que un perfumado baño y ropas bonitas podían provocar en uno.
No son más que tonterías.
Se sentía renovado así que, de camino al nuevo cuarto que le asignarían, no se apoyó tanto en Phichit para caminar. Estaba un poco cansado y quería regresar a la comodidad de la cama.
Pero entonces algo lo estampó contra el suelo y cálido aliento olfateando sobre su rostro. Escuchó el grito de sorpresa que hizo Phichit, así como su propio cuerpo golpeando fuertemente contra el suelo.
-¡No! ¡Makkachin! ¡Perro malo! -escuchó la voz de Leo desde las escaleras.
¿Perro? ¿Había dicho perro? Otabek sentía que le había caído todo el palacio encima.
Pero sus ladridos acabaron por confirmarle que, de hecho, era un perro. O al menos su cabeza y patas delanteras -las que tenía sobre el pecho de Otabek para aprisionarlo- eran de perro.
Su cuerpo era otra cosa distinta. No era solo el inmenso tamaño y bastante insólito para tratarse de un can, sino que se veía como un oso pardo. Un muy grande oso pardo con cabeza de perro.
Sintió que el mundo le daba vueltas.
-¡Ay, lo siento! -exclamó la voz de Sara llegando a su lado- Se nos escapó hoy y es un poquito efusivo.
Otabek quiso contestar algo sarcástico pero se dio cuenta que no podía conseguir aire para respirar adecuadamente, mucho menos para hablar.
Escuchó un silbido y luego la voz de Michele llamando al perro. Makkachin alzó las orejas, quitando su atención de Otabek y corrió en busca de lo que el cocinero estaba a punto de ofrecerle. Otabek alzó un poco la cabeza y pudo ver con algo de horror su inmenso cuerpo corriendo animadamente escaleras abajo.
Las cosas siempre podían ponerse más extrañas en ese castillo.
Leo fue hasta su lado otra vez y le tendió una de sus manos para ayudarlo a levantarse. Otabek soltó un pequeño aullido de dolor.
-Creo que me ha roto un hueso -dijo tomándose del costado. No era cierto, claro, porque él desde que se había levantado en la mañana que sentía dolor por todas partes.
-No seas bebé. Vamos al cuarto, Guang Hong ya te ha llevado el desayuno.
Se pasó el ancho brazo de Otabek sobre su escuálido hombro y lo llevó hasta la habitación nueva. Se veía mucho más amplia que la anterior y olía mucho mejor. Pudo ver su arco colgado del ropero así como el viejo libro de cuentos en la mesa de luz junto a una pequeña bandeja a rebosar de comida. Le dio un poco de náuseas.
-No sé si seré capaz de probar bocado.
-No quieres sentir la furia de Michele si desprecias su comida.
Otabek suspiró, más de resignación que de dolor, mientras se sentaba en la cama. Leo acercó la mesita de noche para que él pudiera comer más cómodo.
Decidió picotear un poco de la compota de manzana y zamparse todo un plato lleno de avena con miel. Descubrió que no habían sido náuseas exactamente sino un hambre intenso que le daba punzadas en el estómago.
A pesar de que las salchichas y quesos lo miraban de una forma tentadora, Otabek solo se contentó con tomar con el té. Se le hacía un poco insípido y probó con echarle más azúcar. No funcionó. Leo agitó la cola nervioso al verlo de esa forma pero ninguno decidió tocar el tema.
-Estás mejor -fue todo lo que dijo.
-Estoy mejor.
-Nos has generado un buen susto, jovencito. Estarás castigado por el resto de la semana.
-¿No castigan a tu rey por ser tan...? -no encontró una palabra.
-El rey tiene suficientemente castigo con el que su mente debe darle. Hay que darle tiempo.
Seguro, pensó un poco enojado. Los trata como escoria y aún así lo defienden. Es que no dejaba de ser el rey, claro estaba. Uno tenía que amar y servir al rey por muy tirano que fuese.
-Lamento que la fiesta terminara así el otro día.
Leo agitó las manos restándole importancia.
-Siempre acaban en una batalla campal. Por lo general la cosa está entre Seung-Gil, Michele y Mila.
-¿Mila? -preguntó con algo de duda.
-¡Oh! Es ese bonito pajarraco pelirrojo. Tiene un temperamento muy difícil.
No me digas, exclamó para sus adentros. Recordó a la chica batallando con JJ en la ventana.
Se quedaron un momento en silencio, con Otabek acariciando el borde de su taza. Solo podía escuchar el ruido que hacían las pequeñas garras de Leo al rasgar ansiosamente el suelo.
-¿Leo?
-¿Hm?
-¿Has tenido garras siempre? -inquirió. Leo rió nervioso.
-¡Claro que sí! Soy una bestia, ¿no? Debo tener garras.
Otabek lo dudaba al oír su tono de voz, un poco herido y también resignado. Se miraba las manos peludas demasiadas veces como para que fuese algo que estaba allí hace mucho.
Leo acabó por excusarse y dejó a Otabek desayunando sólo ya que tenía que hacer unos cuantos recados. Cuando lo vio alejarse, se preguntó si su abrupta partida no tenía que ver con aquellas garras que Otabek estaba seguro no estaban antes allí.
* * * *
Se pasó el día sólo, durmiendo y pensando la mayor parte del tiempo. Le habían llevado el almuerzo y también la cena pero se sentía un poco indispuesto como para atiborrarse de tanta comida sin sufrir las consecuencias. Aún así, saboreó un poco de la carne con hongos de montaña y los soufflés de verduras para que Michele no se sintiera tan ofendido.
Otabek estaba preparándose para leer un poco antes de dormir. Le traía un poco de recuerdos de su hogar, con la lámpara de aceite agazapada en su ventana y los ronquidos de su hermano de fondo cuando estaba en casa.
Tomó el libro de cuentos con algo de miedo. Cómo hubiese deseado conseguir alguna nueva historia en lugar de leer las mismas historias una y otra vez. Era un poco frustrante que el que alguna vez fue su libro favorito ahora le causase tan poco placer.
Necesitaba meter su cabeza en algo que lo distrajera. Cuando se quedaba demasiado tiempo sin hacer nada podía sentir pequeñas punzadas y mordidas a lo largo del cuerpo, recordando vagamente los dientes de la desagradable rusalka. Estaba seguro que el hechizo encantador que había puesto sobre él no le permitía recordar demasiado los hechos tal como ocurrieron pero las sensaciones de malestar y dolor no parecían borrarse tan fácilmente de su alma.
La puerta del dormitorio se abrió con un chirrido y una sombra pasó por allí. Otabek dio un respingo al verlo, sin soltar el libro de sus manos y con el corazón empezando a latirle más fuerte contra su adolorido pecho.
El rey le devolvió la mirada, casi desafiante. Se veía incluso más enorme puesto que estaba sentado en su cama.
-Su Majestad -exclamó con el calor subiéndosele a las mejillas-. Vaya sorpresa.
La bestia no le contestó. Se paseó con su andar acechante por el cuarto, sin mirar a Otabek ni una sola vez. Sentía que iba a explotarle el corazón de los nervios.
-¿Qué hacías? -inquirió de repente.
Otabek respiró fuertemente. El rey no hablaba con su tono amenazante pero tampoco se veía demasiado amigable. Alzó un poco el libro para que pudiese verlo mejor.
-Estaba a punto de leer.
-¿Lees? -arrugó la nariz con desagrado- ¿Los campesinos leen?
Trató de que aquello no lo hiriera demasiado. La aldea estaba llena de iletrados y le dolía un poco a Otabek que nadie considerase posible que un muchacho como él no solo supiera leer sino que lo adoraba.
-Sí, Alteza. Los campesinos también son personas y tienen gustos de los más variados.
-No quise decir eso -gruñó, casi como si perdiera la paciencia-. Me genera sorpresa ver que alguien de Os Gashma pone tanto énfasis en leer como para irse a dormir después de leer un cuento.
-¿A usted le gusta leer? -preguntó con algo más de confianza.
-Odio leer.
Otabek rodó los ojos. Tachó mentalmente la lectura en la lista de pocos atributos que el Rey Yuri poseía.
-Prefiero que me lean -contestó finalmente, observando por la ventana.
Ninguno dijo nada durante unos segundos. Otabek sabía que no debía quedarse callado justo después de que el rey le dirigiera la palabra. Era algo así como protocolo básico; más no sabía que decirle realmente.
-¿Le gustaría si yo le leo un poco?
El rey se giró abruptamente, quedando a una considerable distancia de Otabek pero mirándolo de frente. Sus ojos no transmitían emoción ni desagrado. Le preocupó que aquella fuera la calma que precedía a la tormenta.
Pero, finalmente, el rey se sentó en una esquina sobre el suelo. Otabek no necesitaba que le dieran más señales.
Se apresuró a abrir el libro y lo hojeó ansiosamente, consciente de que el rey lo escrutaba con su penetrante mirada verdosa. No quería leer cualquier cuento disparatado -y muchos en ese libro lo era- y tampoco podía leerle el que fue su cuento favorito.
Se detuvo en una de las primeras páginas. Leyó el título pintado en dorado: El Niño Prodigioso. Era un buen cuento, y lo suficientemente corto como para no aburrirlo. Si se quedaba con ganas de más podía leer otro. Carraspeó un poco antes de comenzar a narrar, con el tono de voz lo suficientemente alto como para acallar sus fuertes latidos. Le preocupaba que los oídos súper sensibles del rey pudieran sentir su turbación.
-Érase una vez -empezó- un acreditado comerciante que vivía con su mujer y poseía grandes riquezas. Sin embargo, el matrimonio no era feliz porque no tenía hijos, cosa que deseaban ambos ardientemente, y para ello pedían a Dios todos los días que les concediese la gracia de tener un niño que les hiciese muy dichosos, los sostuviera en la vejez y heredase sus bienes y rezase por sus almas después de muertos.
»Para agradar a Dios ayudaban a los pobres y desvalidos dándoles limosnas, comida y albergue; además de esto, idearon construir un gran puente a través de una laguna pantanosa próxima al pueblo, para que todas las gentes pudiesen servirse de él y evitarles tener que dar un gran rodeo. El puente costaba mucho dinero; pero a pesar de ello el comerciante llevó a cabo su proyecto y lo concluyó, en su afán de hacer bien a sus semejantes. Una vez el puente terminado, dijo a su mayordomo Fedor:
»-Ve a sentarte debajo del puente, y escucha bien lo que la gente dice de mí.
Fedor se fue, se sentó debajo del puente y se puso a escuchar.
Pasaban por el puente tres virtuosos ancianos hablando entre sí, y decían:
-¿Con qué recompensaríamos al hombre que ha mandado construir este puente? Le daremos un hijo que tenga la virtud de que todo lo que diga se cumpla y todo lo que le pida a Dios le sea concedido.
El mayordomo, después de haber oído estas palabras, volvió a casa.
»-¿Qué dice la gente, Fedor? -le preguntó el comerciante.
-Dicen cosas muy diversas: según unos, haz hecho una obra de caridad construyendo el puente, y según otros, lo has hecho sólo por vanagloria.
Aquel mismo año la mujer del comerciante dio a luz un hijo, al que bautizaron y pusieron en la cuna. El mayordomo, envidioso de la felicidad ajena y deseoso del mal de su amo, a media noche, cuando todos los de la casa dormían profundamente, cogió un pichón, lo mató, manchó con la sangre la cama, los brazos y la cara de la madre, y robó al niño, dándolo a criar a una mujer de un pueblo lejano.
»Por la mañana los padres se despertaron y notaron que su hijo había desaparecido; por más que lo buscaron por todas partes no pudieron encontrarlo. Entonces el astuto mayordomo señaló a la madre como culpable de la desaparición.
-¡Se lo ha comido su misma madre! -dijo-. Mira, todavía tiene los brazos y los labios manchados de sangre.
Encolerizado el comerciante, hizo encarcelar a su mujer sin hacer caso de sus protestas de inocencia.
»Así transcurrieron algunos años, y entre tanto el niño creció y empezó a correr y a hablar. Fedor se despidió del comerciante, se estableció en un pueblo a la orilla del mar y se llevó al niño a su casa.
Aprovechándose del don divino del niño, le mandaba realizar todos sus caprichos diciéndole:
-Di que quieres esto y lo otro y lo de más allá.
Y apenas el niño pronunciaba su deseo, éste se realizaba al instante.
Al fin un día le dijo:
-Mira, niño, pide a Dios que aparezca aquí un nuevo reino, que desde esta casa hasta el palacio del zar se forme sobre el mar un puente todo de cristal de roca y que la hija del zar se case conmigo.
El niño pidió a Dios lo que Fedor le decía, y en seguida, de una orilla a otra del mar, se extendió un maravilloso puente, todo él de cristal de roca, y apareció una espléndida población con suntuosos palacios de mármol, innumerables iglesias y altos castillos para el zar y su familia.
Al día siguiente, al despertarse el zar, miró por la ventana, y viendo el puente de cristal, preguntó:
-¿Quién ha construido tal maravilla?
Los cortesanos se enteraron y anunciaron al zar que había sido Fedor.
-Si Fedor es tan hábil -dijo el zar-, le daré por esposa a mi hija.
»Con gran rapidez se hicieron todos los preparativos para la boda y casaron a Fedor con la hermosa hija del zar. Una vez instalado Fedor en el palacio del zar, empezó a maltratar al niño; lo hizo criado suyo, lo reñía y pegaba a cada paso, y muchas veces lo dejaba sin comer.
Una noche hablaba Fedor con su mujer, que estaba ya acostada, y el niño, escondido en un rincón oscuro, lloraba silenciosamente con desconsuelo; la hija del zar preguntó a Fedor cuál era la causa de su don maravilloso.
-Si antes sólo eras un pobre mayordomo, ¿cómo conseguiste tantas riquezas? ¿Cómo pudiste en una noche hacer el puente de cristal?
-Todas mis riquezas y mi poder mágico -contestó Fedor- las he obtenido de ese niño que habrás visto siempre conmigo, y que le robé a su padre, mi antiguo amo.
-Cuéntame cómo -dijo la hija del zar.
-Estaba yo de mayordomo en casa de un rico comerciante al que Dios había prometido que tendría un hijo dotado de tal virtud que todo lo que dijera se realizaría y todo lo que pidiese a Dios le sería dado. Por eso, apenas nació el niño yo lo robé, y para que no se sospechase de mí, acusé a la madre diciendo a todos que se había comido a su propio hijo.
»El niño, después de haber oído estas palabras, salió de su escondite y dijo a Fedor:
-¡Bribón! ¡Por mi súplica y por voluntad de Dios, transfórmate en perro!
Y apenas pronunció estas palabras, Fedor se transformó en perro. El niño, atándole al cuello una cadena de hierro, se fue con él a casa de su padre.
»Una vez allí dijo al comerciante:
-¿Quieres hacerme el favor de darme unas ascuas?
-¿Para qué las necesitas?
-Porque tengo que dar de comer al perro.
-¿Qué dices, niño? -le respondió el comerciante-. ¿Dónde has visto tú que los perros se alimenten con brasas?
-¿Y dónde has visto tú que una madre se pueda comer a su hijo? Has de saber que soy tu hijo y que este perro es tu infame mayordomo Fedor, que me robó de tu casa y acusó falsamente a mi madre.
»El comerciante quiso conocer todos los detalles, y ya seguro de la inocencia de su mujer, hizo que la pusieran en libertad. Luego se fueron todos a vivir al nuevo reino que había aparecido en la orilla del mar por el deseo del niño.
La hija del zar volvió a vivir en el palacio de su padre y Fedor se quedó convertido en un miserable perro hasta su muerte.
Una vez que Otabek acabó de hablar se calló, con los labios temblorosos. Sabía que había tropezado con al menos una decena de palabras y se puso a toser casi a la mitad del cuento.
El rey miraba a la lámpara de aceite, más concentrado en las llamas que en el nervioso Otabek. Aunque quizás no notase lo suficiente cómo se encontraba ya que Otabek era un maestro del disfraz y podía camuflar casi todas las emociones que estaba sintiendo. Pero si miraba en su interior...
Vio al rey levantarse de su lugar y pasearse un poco hasta que estuvo casi al pie de la cama, mirando intensamente al campesino que tenía por rehén. Otabek apretó el libro contra su pecho.
-Interesante elección -fue todo lo que dijo.
Tal vez Otabek estaba exagerando demasiado la situación, pero creyó ver el fantasma de una minúscula sonrisa en sus labios.
-Considerando que de niño era mi cuento favorito.
Al final se me canceló uno de mis planes para hoy a la tarde y pude hacerme un tiempito para acabar el capítulo <3
¡Flashback de Isabella! ¡Y Makkachin siendo mitad oso! ¡Además de interacción entre Otabek y el Rey! <3 quizás algunos recuerden que dije que esta historia tendría algunos tintes de Las mil y una noches y espero que aquí puedan haberlo visto <3 El cuento narrado por Otabek es un cuento folclórico real de los países eslavos, siendo más conocido en Rusia y Polonia :D
No pasaron demasiadas cosas ni hubo revelaciones peeero ¡Quizás en el próximo capítulo veamos como le va a cierto alguien! Aunque no prometo nada.
Quiero mostrarles una MARAVILLA que me mandaron esta mañana. Hecho por esta lectora muy talentosa (@A1102385)...
Mila, nuestra hermosa arpía pelirroja <3 con sus plumas coloradas y el collar de espinas!!! Espero les guste tanto como a mí. Y, si gustan y tienen tumblr, pueden pasar a dar like del link en que lo subió el cual encontraran en mi tablero ya que Wattpad no me está dejando incluirlo aquí </3
Le vuelvo a agradecer porque estas cositas me llenan de vida. En serio, gracias, gracias, gracias. Y saben que siempre agradezco a todas, por seguir leyendo, votando y comentando para que la historia prospere.
¡Espero traer el próximo capítulo pronto! ¡Y también prometo la playlist! Besitos <3
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