Capítulo 2
El resplandor agonizante de una lumbrera, azotada por el viento que se escurría a través de la puerta abierta, apenas me permitía vislumbrar el rostro de aquella trémula hija de Eva. Sus ojos oscuros y diminutos me escrutaban, como buscando la existencia de un alma ficticia.
Allí, en la penumbra de aquella madrugada helada, abrigado por toscas piezas de tela ennegrecidas, yacía el infante. Su tez, como nácar pulido, contrastaba con el aspecto desvencijado de los muebles de aquella casa sumida en la podredumbre. Regordete y apacible, dormía en su cuna de trozos de madera chirriantes, que parecían haber sido tomadas de la cerca desgastada y mohosa que circundaba la diminuta granja testigo del alumbramiento.
Me acerqué con paso ligero. Los lamentos de las vacas del establo cercano resonaban como un coro funesto; el preludio afónico y desesperado de lo que iba a acontecer.
Casi sin respirar, descubrí la manta que cubría al infante y examiné sus extremidades, gimiendo complacida ante su idoneidad.
Un varón, un macho humano, tan hermoso y fuerte que parecía destinado a preservar y mejorar nuestra raza. Un ser digno de ser criado entre las demás como nosotras. Después de años buscando entre los pueblos aledaños, aquella mujer, de abundantes pechos y manos ásperas e inquietas, lo había dado a luz. Ella bien podría tener otro, muchos más, pero la maldición de Odín había condenado a las huldras a una escandalosa infertilidad.
Nuestro interior marchito apenas producía vida. Si acaso conseguíamos quedar encinta de un macho humano lo suficientemente fecundo para hacernos concebir una criatura, cuando alumbrábamos, el individuo resultante no era más que un mocoso feo, demacrado y con joroba. Una abominación horrenda, voraz y agresiva que alteraba la armonía del bosque que habíamos jurado salvaguardar.
Su crecimiento, en cada uno de los casos, era flemático; no caminaba ni convertía pensamientos en más que gorjeos y gritos sin sentido. Su llanto continuo, como el de un cerdo atacado por un oso pardo, nos desgarraba los tímpanos.
El adefesio en mis brazos, aquel que había alumbrado hacía meses, tenía las extremidades desproporcionadas y una risa bizarra. Y esos cuernos. Desagradable, indigno. Tan carente de gracia y esplendor que resultaba insoportable mantenerlo a mi vista.
¿Cómo podía un ser tan feo salir de una criatura tan hermosa como las de mi raza, y un ser tan precioso y grácil, de un organismo tan falto de virtud y lleno de fragilidad como una insulsa humana? Menos mal que, después de meses buscando el niño perfecto, al fin esta granjera lo había alumbrado para mí. Para nosotras.
Dejé a la criatura horrorosa e indigna salida de mi vientre en el suelo de tierra, alborozada por el conocimiento de que sería la última vez en la que escucharía sus gritos desquiciantes. Liberada de aquella carga, tomé al precioso niño humano en mis brazos. Mi cola de zorro, de abundante pelaje carmesí, se irguió de gozo cuando su manita acarició mi rostro al estirarse. Tan hermoso, tan sublime. Tan mío ahora.
Llevé la mirada hacia la madre débil por el esfuerzo de darlo a luz. Yacía de pie en su rincón, apretando los dientes, incapaz de librarse del hechizo que la mantenía paralizada, con los ojos desorbitados de angustia. Apenas podía sostenerse con la pierna mala que le obligaba a cojear. Sentí repugnancia.
Sus ojos se llenaron de lágrimas al verme avanzar hasta la puerta. Su desesperación e ira hicieron que su pálido semblante se tornara rojizo, inyectado en sangre viva.
¿Qué mejor regalo para alguien que criaba vacas, que un idiota que mugía como buey? Ella era como ese ser deforme que no me molesté en levantar del suelo, aquel que pronto esperaba terminara en la inexistencia. Sería una mejor madre para alguien como él. Seguro las nornas habìan tejido su destino para que se encontraran.
Con el placer del deber cumplido empecé a avanzar. Cuando abrí la puerta y salí con el infante bueno y rollizo en brazos, el viento agitó mi cabello, acariciando el hueco similar a un tronco putrefacto que tenía en la espalda. El olor a tierra húmeda se mezclaba con el aroma dulzón de las flores silvestres, tras una intensa lluvia primaveral.
Los gritos de agonía por un hijo que ya no iba a volver, se colaban entre la niebla del bosque al tiempo que avanzaba a casa.
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Solté un quejido al sentir como la criatura en el interior de mi vientre me propinaba una patada. Era como si el pasado se manifestara en cada golpe, recordándome mis transgresiones. Ese ser insulso que estaba obligada a cargar por otros dos meses, sin duda, era como él; como esa criatura deshecha y repulsiva que había dejado en el olvido.
Deslicé mi mano por el epicentro de aquel dolor agudo. Recordé de repente que ese ser bizarro y feo nunca me había pateado así.
Siempre estaba quieto, inmóvil. Parecía que estaba gestando una criatura muerta. Mi vientre no había adoptado aquella apariencia inflada y al borde del estallido entonces. Seguía plano y sin aquellos surcos temblorosos y oscuros en mi piel. Las miradas de mis compañeras, ansiosas por contemplar el resultado final de mi último encuentro apasionado, atravesaban el hueco de mi espalda.
—Será feo, despreciable —aseguraban tras verlo.
En esta ocasión, ya no había más hueco. Un alma íntegra y piel humana habían asumido su lugar. No sabía cuán horrible sería hasta que lo alumbrara, hasta que, sumida en dolores indescriptibles, trajera al mundo a esa criatura infernal.
Sería tan feo. Tan despreciable. Sustituirlo por el niño sano y buen mozo de la mujer que vendía flores en la esquina sería lo mejor en aquellas circunstancias. Ojalá mi esposo, tan ocupado, tan brioso, tan joven, no se diera cuenta de la sustitución.
—¿Estás bien, preciosa?
—Sí. Gracias —Tomé la taza que me ofrecían las velludas manos de mi nuevo esposo. Un pozuelo de porcelana blanca y lisa, muy similar a la que él sostenía. Traté de ignorar la presencia de aquel objeto con el que vertía varios terrones de azúcar en el interior del líquido dorado.
La sensación cálida que dejó en mis labios era perfecta para lidiar con el frío de aquel atardecer de invierno.
—Lamento que tengas que hacer estas cosas luego de trabajar tanto —murmuré alzando la mirada hacia el hombre sonriente que se había acercado a mí con una bandeja en las manos.
Su uniforme bien planchado, su cabello castaño fijado con una especie de sustancia pegajosa, que se volvía dura cuando se secaba, y sus botas bien lustradas... Lucía tan atractivo cuando se colocaba esas ropas para ir a la faena diaria, casi tanto para ignorar el artefacto de metal que siempre colocaba sobre la mesa al regresar; capaz de acabar con la vida de otros hombres y animales con solo un proyectil.
—Descuida. Lo hago con gusto. —Se acomodó a mi lado, en el sofá, cubriéndose con la manta que tenía sobre los hombros y besó mi mejilla. La criatura horrorosa se quedó tranquila al sentir su mano posándose en mi vientre—. El primer embarazo siempre es muy difícil. Con que ambos estén bien me es suficiente.
Procuré sonreír para él. Nuestros labios al unirse dibujaron una danza apasionada. Una vez separados, con la cabeza posada en el hueco de su hombro, no dejaba de observar el objeto brillante entre sus dedos. La cucharilla del mismo material que usó para remover su taza antes de dar el primer sorbo. Karl se percató de mi escrutinio ansioso y la hizo a un lado antes de volver a abrazarme.
La abundancia que una huldra podía otorgar a un buen amante era real, aunque no estaba exento de condiciones: Un hombre, de la noche a la mañana, podía volverse rico, próspero y llevar una vida plena, pero, si se atrevía a revelar el secreto de su abundancia, todo le sería arrebatado; incluso la vida, en muchas ocasiones.
Rodrik había tenido presente aquello por los tres años que continuó con vida luego de casarse conmigo, de manera que su riqueza le había sobrevivido. Gracias a ella vivíamos en la opulencia.
La casa a la que Karl me había llevado a vivir tras nuestra unión, un mes después de conocernos, contaba con una estructura de madera oscura expuesta y paredes blancas. Su techo inclinado con tejas oscuras parecía enfrentarse al cielo, en esos instantes, repleto de copos de nieve que se aventuraban hacia el suelo. Ventanas de distintos tamaños y formas.
Un hermoso jardín enfrente, aunque marchito en esta época del año. Ningún ataque extraño en los ocho meses que llevábamos habitándola, aunque eso no significa que me sentía en paz. Una parte de mi no dejaba de sentirse observada cada que corría las cortinas de las ventanas. Sabía que, quien sea que fuera mi enemigo, no me dejaría tranquila hasta no ejecutar su venganza contra mí.
El cuerpo joven y fuerte de Karl me estrechó con delicadeza, protegiéndome.
—Esa fobia tuya, ¿la sufres desde niña? —preguntó en voz baja al verme temblar, sin quitar la mirada de la cucharilla.
Asentí al tiempo que acariciaba su mano, aunque no tenía ningún recuerdo similar a un estado en el que fuera algo así como una humana inmadura.
Hablaba de mi pasado, de los bosques oscuros, de los susurros en la penumbra, pero él no era consciente de ello. Una vez intenté revelarle mi verdadera naturaleza, hablarle de las circunstancias que me habían convertido en un ser similar a él, pero él se rio y me dijo que no creía en leyendas. A diferencia de mi primer esposo, que me vio en mi estado más puro, Karl jamás entendería los secretos de mi naturaleza.
El fuego crepitaba en la chimenea, una danza de copos de nieve se adhería a la ventana frente a nosotros. Las de mi especie debían estar con el ganado, refugiándose del frío.
—Espero poder volver a vivir cerca del bosque algún día —susurré cambiando de tema. Él asintió, repitiendo la promesa que me hacía todos los días, de que cuando los negocios ya no necesitaran de su presencia, volveríamos a Vormsi. El lugar en el que nos conocimos.
Acaricié su rostro tan similar al de mi Rodrik que me hacía estremecer.
No sabía por qué los humanos se alteraban tanto porque una mujer se casara con el hijo de su anterior esposo. Si los niños humanos que llevé conmigo no hubieran muerto de inanición o frío, ante mi incapacidad de raptar una buena humana nodriza para ellos, sin duda me hubiese unido a alguno buscando descendencia. Pero eran insulsos y fofos como aquel niño en mi vientre. Aquel que no podía esperar que naciera para reemplazar.
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