xcvi. eclipse

xcvi. eclipse

Durante, las semanas siguientes Alexander y Margaery se mantuvieron en la misma casona abandonada.

Le daba una gran tristeza ver aquella casa, plagada de telarañas y totalmente abandonada pero que aún tenía todas sus pertenencias ahí, intocadas. Parecía como si sus propietarios originales aún estuvieran ahí, en el impecable piso de abajo, aunque el superior ya no parecía habitable.

Alexander y Margaery dormían en uno de los salones del piso inferior que parecía haber sido una sala de estar. El pelirrojo se había negado a dejarla dormir en el piso, así que ella dormía en el sillón y él debajo, en el suelo. Aun así, Margaery siempre terminaba, no tan accidentalmente, abrazada a Alexander. Por más que Margaery había conjurado los hechizos de protección que había aprendido de Alesia, uno de los dos siempre se quedaba despierto por las noches.

Alexander casi nunca la dejaba hacer guardia y las veces que Margaery se quedaba despierta era cuando él se dormía si quiera antes de que anocheciera. Alexander se dormía mil veces más rápido que ella, solo se recostaba en la falda de Margaery mientras la princesa jugaba con los mechones pelirrojos y él jugaba con los anillos en sus dedos.

Parecía un ángel corrupto, casi sobrenaturalmente atractivo, pero con una cualidad desconocida que insinuaba una depravación no expresada. Era un rostro inolvidable, aunque desconcertante, que se prestaba a ser representado como un demonio o un salvador. Margaery solía bajarse hasta su altura y besarle los labios hasta que Alexander se despertaba y terminaban lo que ella había empezado pero con más intensidad.

Margaery solía despertarse temprano y, como esa mañana, solía mirar hacia el techo. Entre las gruesas cortinas se atisbaba un trocito de cielo —tenía ese azul frío y desvaído de la tinta diluida, ese azul de cuando ya no es de noche y aún no es de día— y sólo se oía la lenta y profunda respiración de Alexander. Echó un vistazo a quien reposaba a su lado. Ella estaba un poco más elevada que él al dormir en el sillón; apoyaba un brazo en el suelo y sus dedos casi tocaban los de Alexander. Margaery se preguntó si se habrían quedado dormidos con las manos entrelazadas, y esa idea le produjo una sensación de extraña felicidad.

Dirigió la mirada hacia el oscuro techo, de donde colgaba una lámpara cubierta de telarañas. Hacía unos meses se hallaba en la entrada de la carpa, al sol, esperando a los invitados de una boda. Parecía que hubiera pasado una eternidad. ¿Qué más iba a suceder?

Siguió tumbada en el sillón, pensando en Harry, en la difícil y complicada misión que Dumbledore le había encomendado, en Aemma, en Andrew, en Electra... En Aemmond.

La aflicción que la embargaba desde la visión que había tenido en el lago se había transformado, puesto que las acusaciones que le había oído proferir a su madre en el aparente nacimiento de Alyssane y Aerys se habían instalado en el cerebro como células malignas, infectando los recuerdos del mago al que había idolatrado. ¿De verdad había asesinado Aemmond a Hilal Pendragon? ¿Le dio realmente la espalda a su hermana, a quien habían criado con tan de elevarse a si mismo? De manera parecida había actuado su propia hermana Alyssane.

Luego pensó en toda su vida. Margaery era consciente de que su tío Aemmond había tenido que crecer con el poder, o maldición, de saber lo que pasaría todo pero solo poder verlo en acertijos o a través de rendijas. ¿Por qué no había hecho ninguna referencia a todo eso? ¿Era cierto que a Aemmond le importaba Margaery, o sólo había sido un instrumento para limpiar y afinar, pero en el que el príncipe no creía y del que no se fiaba?

¿Había sido su devoción hacia Margaery solo un intento de ver si ella sabía lo que él sabía? No, no lo que sabía, sino lo que suponía. Que aquellas sombras que habían estado con él durante toda su vida habían sido meramente el fantasma de su tortura anunciada, de la niña que lo atormentaría incluso en sus más mínimos movimientos.

¿Sería así con Arthur también? ¿Con Modred? ¿Y Alyssane I? ¿Con Arya y Aemon? ¿Habían aparecido todos en su vida, tan repentina y desastrosamente, con la excusa aparente de ayudarla, de encaminarla pero solo querían usarla para terminar con su sufrimiento eterno? ¿Habían posado sus ojos fantasmales, dónde la tragedia y la desgracia bailaban sin compás pero enteramente derretidas en la otra, solo para hacerse creer, a ella y a ellos mismos, que algo legendario y sagrado vivía en ella pero solo era una ilusión, de las más miserables y malvadas? 

Margaery no soportaba seguir allí tumbada dándole vueltas a esos amargos pensamientos. Necesitaba actividad, distraerse de alguna forma; así pues, se levantó del sillón, cogió su varita y salió con sigilo de la habitación. Al llegar al rellano susurró «¡Lumos!», y subió la escalera con ayuda de la luz de la varita mágica.

La habitación, que tenía pinta de salón principal, era amplia, y en otros tiempos debía de haber sido bonita pero no lo era ahora. La seda gris con la que estaban forradas las paredes ahora tenía una capa de telarañas, polvillo y tierra.

En el centro de la habitación había un piano. Uno de los más majestuosos que Margaery había visto en su corta, pero larga, vida. Recordaba cuando la  mandaban a las clases de piano con Alessia pero que Margaery terminó renunciando a los pocos meses pues "ya lo sabía y le aburría aprender algo que ya sabía." Era tan mimada y engreída cuando era niña que quería viajar en el tiempo para golpearse a si misma.

Se sentó en la pequeña butaca del piano y pasó los dedos sobre las teclas, tratando de limpiarlas, asumiendo que el piano no funcionaría pero dio un pequeño salto al descubrir que el instrumento aún tenía la capacidad de crear sus sonidos típicos.

Ni siquiera sabía tocar más de un par de canciones, que incluían el himno de Camelot y otras canciones más que había aprendido en el poco tiempo que había tenido lecciones. Tocó el himno de Camelot por bastante tiempo, como si escuchar las conocidas notas de su bienamado reino le trajeran algún tipo de esperanza en que su vida no se estaba precipitando hacia el vacío absoluto de la locura.

—Siempre lo detesté —dijo la voz de Alexander detrás de ella—. Es la cosa más horrenda que el ser humano puede haber compuesto jamás en la historia.

Margaery detuvo las notas y se giró a mirarlo, con una sonrisa. El pelirrojo se sentó en lo que quedaba de asiento y le depositó un beso en la clavícula que hizo que la rubia se sonrojara.

—A mi me gusta —le respondió Margaery—. Yo solía tocarlo en la flauta.

—¿Cómo tocas el himno condenado en la flauta? —inquirió Alexander con una sonrisa.

—Es muy fácil —Margaery era consciente de que ambos estaban solos pero aún así le admiró la forma en la que ambos susurraban, como si quisieran mantener todo entre ellos—. Solo te aprendes los acordes.

—Mhm —asintió Alexander, mirándola embelesado—. Toca algo para mi.

—No... Yo no... No sé muchas canciones —admitió Margaery, con un sonrojo.

—Yo te ayudo —repuso Alexander, agarrandole las manos y tocando unas notas en el piano.

La canción continuó por unos segundos hasta que Margaery la interrumpió, besándole la mejilla a Alexander.

—¿Cuál es? —preguntó Margaery, con una sonrisa.

—Se llama Margaery —respondió Alexander, con diversión ante la interrupción—. La compuse hace... dos minutos.

—Tonto.

—Hermosa.

Margaery le quitó la cara cuando él la quiso besar haciendo que Alexander tuviera que esconder su rostro en el cuello de la rubia. Durante esos días se había preguntado si realmente podría ir con Alexander. Tomar un lugar a su lado parecía una locura pero evitaría tantas cosas...

Algo había cambiado en ella. Era obvio. Ahora sabía que era lo que sucedería si hacía algo. La tragedia era que, no importa cuantas veces intentara cambiarlo, todo terminaría de la misma forma. Aunque supiera el futuro de todos, el suyo solo se veía de a pedazos, como finos hilos en un traje lo que lo hacía tres veces más difícil tratar de evitar lo que le pasaría al reto. Podría ver que les sucedería pero no como, era como la sensación de haberse olvidado algo sin saber que era realmente.

Ambos acordaron en que era mejor irse antes de que alguien que pasara por ahí se diera cuenta que la casa estaba habitada. Aunque nadie pasaba por aquellos lugares, estaban internados en lo más profundo del Bosque de Brocéliande, ninguno recordaba con amor su estadía con los druidas de Dinan y donde había mayor presencia del pueblo de los robles era exactamente en bosque de Brocéliande.

Caminaron por lo que parecieron horas, aunque Margaery bien sabía que era solo el bosque y sus místicas ilusiones. Estaba bastante segura que, en un lugar normal, ya estarían saliendo de la maraña de tierra, rocas y vegetación que componía la mayoría de Tintagel pero también estaba segura de que ellos no debían estar ni cerca del Valle sin Retorno.

Recordaba cuando Andrew la había llevado por primera vez al mítico bosque. Ambos habían entrado al Valle sin Retorno como si nada. Recordaba como había agarrado su mano y como lo había seguido ciegamente. Recordaba como se quejaban las piedras cada vez que la chica las pateaba, como las flores parecían reír cada vez que los vuelos de los pantalones Oxford o de las mangas princesa de Margaery rozaban con ellas y los árboles que se mecían alegremente con la suave brisa.

Ahora todo era gris. Las piedras no emitían sonido alguno, las flores estaban marchitas y los árboles estaban quietos. Le entró una profunda sensación de angustia, ¿qué era lo que había pasado para que el bosque cayera en ese terrible estado? Era el Bosque encantado de Brocéliande, no solo el Bosque de Brocéliande. Le faltaba su encanto, su magia. Un poderoso pensamiento la tomó rehén: ¿qué pasaba si ella era la causante de todo eso?

—Eres linda cuando estás preocupada —le murmuró Alexander, al verla—. Eres linda todo el tiempo, de hecho.

Margaery se ruborizó y eso logró alejarla un poco de esos pensamientos nefastos que estaba teniendo en el momento. Antes de poder contestar, escuchó el murmullo de un río. Un poco más adelante el bosque era atravesado por un aparente río. Después de todo, el bosque creaba ilusiones. 

Andrew le había dicho que su ilusión era la Muerte de Arthur porque le tenía miedo a la traición. ¿Había sido irónicamente poético para decirle que la iba a matar o políticamente correcto para decirle que le iba a clavar una daga por la espalda? Un poco de ambos, decantó Margaery con pesimismo.

—Si ese es el Río de la Aflicción, significa que estamos saliendo del Valle sin Retorno —señaló Margaery. Lo que era raro, ella había sido infiel, Alexander, de cierta forma, también lo había sido.

El Valle Sin Retorno había sido creado por Morgana como prisión para amantes infieles. Había encantado el valle, haciendo imposible que aquellos que entraban salieran a menos que fueran verdaderamente leales. Ninguno de los dos lo había sido.

Sintió un escalofrío correrle por la espalda. Su cuerpo se convulsionó tan violentamente que se mareó. Había sido algo como una advertencia. Trató de buscar a Alexander pero no lo encontró. Cuando iba a musitar un pequeño "¿Alex?" para que él volviera con ella, escuchó un golpe seco y cuando giró vio el cuerpo del pelirrojo caer al suelo. Completamente inmóvil y sin vida.

Sintió que el corazón se le paraba. Había sido una muerte mucho más rápida y sencilla que la de Alessia, de eso no había duda. Su cerebro, al contrario de lo que había hecho con Leia y Alessia, no se engañó a sí mismo creyendo que podría estar vivo. Lo sabía, sabía que iba a morir solo que no sabía el cómo ni el porqué. El cómo, había sido una maldición imperdonable, el porqué había sido Aemmond Pendragon o Andrew Knight.

A penas logró vislumbrar el cabello platinado de su tío, intentó correr. Pero algo, mejor dicho alguien, la agarró por la espalda. Podría reconocer las manos de Andrew Knight aunque terminaran quemadas. Eran una mezcla perfectamente imperfecta de suavidad y asperosidad que nunca había terminado de comprender.

—Sh, mi vida —le susurró Andrew.

Margaery estaba paralizada. Andrew seguía sujetándola con la misma delicadeza de siempre pero no era ni de broma el mismo joven amable y tan dulce que había conocido. Solo escuchar su voz le dijo que algo había pasado con él. Que alguien había pasado.

Que ella había pasado.

Andrew Knight se había moldeado y reformado a sí mismo sobre las piezas rotas que Margaery Potter había dejado atrás.

—Por tu bien —empezó Aemmond—. Yo diría que ibas en camino a entregarlo a tu hermana.

—O eso es lo que nos gustaría creer —le murmuró Andrew al oído. Ya no sentía calidez viniendo de su cuerpo y, sin embargo, se aferraba al brazo alrededor de su garganta como si su vida dependiera de eso.

Aunque, pensándolo mejor, dependía en que el rubio aflojara su agarre o sino la iba a asfixiar. Quizás eso era lo que quería. 

Una lágrima se escapó de los ojos de Margaery y sintió otro escalofrío, aunque ese fue provocado por los dedos de Andrew que se arrastraban casi placenteramente por su mandíbula. Dejó salir un sollozo, aunque se arrepintió porque le sacó todo el poco aire que sus pulmones aún guardaban como si fuera oro.

—No llores, mi niña de caramelo —la consoló Aemmond. Su tono, por más dulce que fuera, le daba asco y el uso del apodo cariñoso le provocó aún más lágrimas—. No te vamos a lastimar. Solo queremos devolverte a casa, ¿si? Somos tu familia.

—No son nada mío —escupió Margaery, con el poco aire que le quedaba.

Andrew aún parecía tenerle un poco de compasión porque relajó ese agarre de hierro que tenía en su cuello e inclusive dibujó círculos que tenían la aparente intención de calmarla. Andrew solía hacer eso cuando ella estaba nerviosa pero nunca antes había tenido la connotación que tenía ahora: era una caricia antes de su muerte. 

Andrew solía decir que ella era su sol y Margaery decía que él era su luna. No podían coexistir sin causar terror en los pueblos y, aún así, el sol amaba a la luna tanto que moría cada noche para dejar a la luna respirar. Eran un eclipse tan perfecto que le hacía honor a su significado. "El abandono", "la caída".

—Sí que lo somos —repuso Aemmond, acercándose al cuerpo inerte de Alexander y observándolo desde arriba. Luego chasqueó la lengua y la miró—. Eres escurridiza, princesa. Nadie pudo encontrarte por casi un año y cuando alguien pudo hacerlo, te esfumaste de nuevo. Debería cuestionar tu elección de acompañantes, primero la reina ramera y luego el rey usurpador. Vaya par, ¿eh?

La furia que brotó dentro de Margaery cuando escuchó a Aemmond hablar así de Alessia, amenazaba con llevársela puesta. Como si estuviera en medio del mar en una fuerte tormenta y las olas la atropellaran. Con el insulto hacia Alessia, el cuerpo muerto de Alexander a sus pies y las manos de Andrew sobre ella, se dió cuenta que se había besado con los tres. La pregunta era, ¿a cuál había amado más?

La respuesta, a su parecer, vino rápido. Hubiese matado por Alessia. Hubiese muerto por Andrew. Y hubiese salvado a Alexander. Uno de esos era infinitamente más sagrado que el resto de los dos.

—Déjenme ir —rogó Margaery en un susurro—. Por favor. N-no voy... no voy a hacer nada. Lo juro.

—¿Hacer algo? —inquirió Andrew y Margaery pudo notar el sarcasmo incipiente que precedía a la burla—. ¿Y qué podrías hacer, amor? ¿Qué es lo que piensas hacer?

Andrew le arrebató la varita del bolsillo del chaleco y la hizo girar entre sus dedos.

—No mucho ahora —se burló Aemmond—. No te preocupes, sobrina. Tampoco podías hacer mucho antes —no soportaba que se burlaran de ella. No había recibido burlas de muchas personas durante su vida pero sí la subestimaban y eso solo era la mayor burla que podría recibir. Margaery pudo sentir como su respiración se agitaba del puro enojo contenido dentro de ella—. Y no podrás hacer mucho cuando vuelvas a casa. Pero, si nos ayudas quizás podamos decir que fue gracias a ti que capturamos a Alexander. Aunque está muerto por lo que tu hermana no lo va a apreciar tanto. Me pregunto si la otra niña de la zorra de Yvette se veía igual cuando murió. Tu lo sabes, ¿o no, Mary?

Esas palabras y la sonrisa que Margaery pudo sentirle a Andrew fue la gota que colmó el vaso. Le clavó las dientes, en el pulgar, con la intención de hacerlo sangrar y juraba que podría haberle sacado un pedazo de piel, lo que hizo que Andrew tuviera que retroceder y la pudiera dejar escapar. Corrió unos metros antes de que Aemmond la agarrara esa vez.

Forcejeó con su tío por unos momentos en los que se dió cuenta que podría haber herido de gravedad a Andrew pues el joven no acudía a ayudar al mayor. Margaery, con una patada en la entrepierna, logró tirarlo al piso y no pudo resistir la tentación de golpearlo en la cabeza. Ojalá y lograse matarlo.

Andrew había parecido poder levantarse y la había agarrado por la cintura nuevamente. La levantó en el aire pero Margaery se había agarrado de una rama del árbol más cercano y había logrado arrancarla. Golpeó a Andrew en la nuca y él la soltó de nuevo. Margaery saltó para alejarse más del que había sido su novio. 

Ambos se miraron a los ojos por una fracción de segundo antes de escuchar un crujido y lo próximo que Margaery supo era que un árbol había caído y se les había interpuesto. Agradeció a Merlín en todos los idiomas que sabía y quedó tan conmocionada por la ayuda del viejo mago que no pudo moverse por unos segundos que podrían haber sido cruciales.

Alguien le agarró la mano y la tironeó. Se asustó, pensando que podría ser Andrew, pero se calmó al reconocer a Helios. Sintió como varios hechizos rebotaban en la barrera que había formado el árbol pero ninguno parecía poder pasar. Helios la abrazó por el cuello, agachándola en una forma de buscar protección. 

Tenía el corazón en la mano cuando logró entrar a un claro en el bosque, un poco iluminado por la luz solar que comenzaba a vislumbrarse. Asimiló, con terror, que el único claro de Brocéliande era el Valle sin Retorno, la prisión eterna para los desleales.

Y ella había sido muy obviamente desleal.












AUTHOR'S NOTE:
actualización de tears??????? que es esto

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