Capítulo 20
Sintió la suave y húmeda caricia de unos labios sobre su vientre y un estremecimiento recorrió su cuerpo. Unas grandes manos envolvieron sus pechos con delicadeza provocando que se arqueara en respuesta, extasiada por el simple roce de sus dedos. De su boca escapó un gemido cuando lo sintió comenzar a descender y abrió los ojos encontrándose, al instante, con los de él, celestes, brillantes, ardientes. Entonces lo vio bajar la cabeza, dispuesto a ejercer sobre ella la más dulce de las torturas y tembló de anticipación. Su cálido aliento golpeó su zona más sensible y volvió a cerrar los ojos a la espera de lo que tanto ansiaba.
El sonido de un impetuoso trueno la sobresaltó haciendo que se sentara de golpe en la cama. Desorientada, miró a su alrededor. Al igual que la noche anterior, estaba sola. No había sido más que otro bendito sueño. Aún era temprano y afuera, la tormenta se encontraba en su momento más álgido. Todavía excitada, se dejó caer sobre su espalda y llevó su mano hacia aquel nudo que palpitaba con ansia clamando satisfacción. Sintió su propia humedad al deslizar los dedos por debajo de su ropa interior y gimió imaginando que era él quien la acariciaba de ese modo. Jadeó ante el poderoso e impetuoso orgasmo que sobrevino de repente y con una sonrisa, se mordió el labio inferior. Si así reaccionaba con solo imaginarlo, ¿cómo sería cuando en verdad estuviesen juntos?
Giró su cabeza hacia el reloj despertador y gruñó al darse cuenta de que no faltaba demasiado para que la alarma empezara a sonar. Con desgano la desactivó y se dispuso a levantarse. Entonces, todo a su alrededor comenzó a girar obligándola a sentarse nuevamente. Ya desde la tarde del domingo había sentido pequeños y aislados mareos, dolor de cabeza y una sensación de revoltijo en el estómago que le había impedido incluso cenar. Sin embargo, no le dio demasiada importancia ya que, en otras oportunidades le había pasado lo mismo luego de una noche de alcohol. Si a eso le sumaba los nervios que había sentido por lo ocurrido entre ella y Maximiliano, era más que esperable.
Se incorporó con cuidado y avanzó despacio hacia el cuarto de baño. Seguramente se sentiría mejor después de una buena ducha. Dejó que el agua caliente cayera sobre su cuello ayudando también a relajar la contractura que tenía en este y suponía era la culpable de los mareos. Cuando terminó, se lavó los dientes, peinó su cabello y se maquilló de forma sutil. A pesar de que en verdad no se sentía mejor, no iba a faltar al trabajo. Terminó de vestirse y bajó para desayunar algo rápido antes de irse.
Para su sorpresa, no sentía deseo alguno de tomar café. Por el contrario, la sola idea le provocaba rechazo. ¿Qué le estaba pasando? Como el tiempo apremiaba, se apuró a servirse un vaso de jugo de naranja y salió de su casa. La fría bebida alivió de inmediato la sensación de vacío en su estómago.
Luego de un largo viaje en auto —así lo había sentido al tener que ir con la ventanilla baja para no sentirse embotada—, ingresó en el hospital dispuesta a empezar su jornada laboral. Esperaba que, con el transcurso de las horas, el malestar fuese pasando de a poco y, en caso de que no lo hiciera, al menos tuviese un día tranquilo. Ni lo uno ni lo otro. No solo se iba sintiendo cada vez peor, sino que los pacientes no dejaban de aparecer.
De repente, oyó que una señora entró a los gritos pidiendo que ayudasen a su hijo que se había fracturado un brazo. En sus brazos, un nene pequeño lloraba desconsolado. En los ojos de ambos podía verse reflejado el pánico que sentían. Advirtió que uno de sus compañeros se hizo cargo de inmediato y los hizo pasar a su consultorio. Tal y como siempre hacían cuando se presentaba este tipo de casos, ella y otro médico se acercaron dispuestos a asistirlo.
Sin embargo, se detuvo nada más ver la punta del pequeño hueso asomándose a través de la carne. Se trataba de una fractura expuesta y aunque estaba acostumbrada a ver ese tipo de heridas, en ese momento sintió unas horrendas náuseas que la obligaron a llevarse una mano a la boca y correr en dirección al baño. Tras vomitar bilis ya que no había comido nada desde el día anterior, abrió la canilla para enjuagarse la boca y mojarse la nuca. Una capa de sudor cubría su frente y la palidez en su rostro era alarmante.
—¿Estás bien? —le pregunto Claudia, la enfermera que había llamado a Micaela la vez que ella se había descompensado a causa de la gripe. La miró en silencio y asintió—. ¿Estás segura? La verdad es que te ves fatal.
—Sí, tranquila. Debe ser algo que comí y me cayó mal. Ya ayer me sentía así —dijo ante su insistencia.
—No deberías haber venido a trabajar, Vale. Tenés que cuidarte más —señaló con cierto tono de reproche.
Valeria exhaló, fastidiada. Apreciaba su preocupación, pero en ese momento lo que menos necesitaba era que le estuviesen encima.
—Lo sé. Igual ya casi termina mi turno —respondió con cierta hostilidad.
Claudia debió entender el mensaje ya que, alzando las manos en ademán de rendición, dio la vuelta y se alejó hacia la puerta. Pero se detuvo de repente y girando una vez más sobre sus talones, la miró con expresión de asombro.
—No estarás embarazada, ¿no? —soltó sin más, tomándola por sorpresa.
—¡Ay, no! ¡Qué cosas se te ocurren! —respondió con hastío.
—Bueno, yo solo pregunto. Los síntomas coinciden —se limitó a decir.
—También los de un virus estomacal, Claudia —remarcó poniendo los ojos en blanco.
—Buen punto. De todos modos, yo no descartaría la posibilidad tan rápido —concluyó antes de abrir la puerta y dejarla sola.
Volvió a mojarse la cara y respiró profundo para aliviar las náuseas que aún sentía. Se miró al espejo y negó con su cabeza. No había chances de que se tratara de eso. ¿O sí? No, siempre se había cuidado y hacía semanas que no... pero entonces, hizo cuentas y abrió grande los ojos al darse cuenta de que tenía un retraso. "¡No, no, no! No puede ser", pensó y comenzando a asustarse, contó los días una vez más. Cerró la canilla y sin molestarse en secarse el rostro, salió del baño. No quería cruzarse con nadie por lo que fue directo a su consultorio a recoger sus cosas y se escabulló por los pasillos hacia la salida. Corrió por entre los autos hasta llegar al suyo, se subió con premura y se marchó a toda velocidad. Solo había una manera de sacarse la duda.
En medio del living, caminaba de un lado a otro, nerviosa. Había dejado sobre la mesada la pequeña caja que acababa de comprar en la farmacia y que le daría la respuesta a su gran inquietud. Sin embargo, no se animaba siquiera a abrirla. Al parecer, estaba teniendo problemas con la idea de un posible embarazo. ¡Pero es que no podía entender cómo era acaso posible! Sabía perfectamente que ningún método anticonceptivo era totalmente eficaz, pero jamás se imaginó que podría pasarle a ella. Por otro lado, había pasado más de un mes desde la última vez que había tenido sexo. Pero claro, ahora que lo pensaba, tampoco había vuelto a menstruar desde entonces.
Para colmo, ni siquiera se había dado cuenta. No era poco común que su período se saltase algún que otro mes, en especial, si se sentía muy estresada. Y si a eso le sumaba la preocupación que le generaba el reciente descubrimiento de sus sentimientos hacia Maximiliano, peor aún. No obstante, nunca antes un retraso le había provocado vómitos y mareos. Se frotó la cara, desesperada. Sentía que su vida estaba a punto de derrumbarse. No estaba lista para ser madre, mucho menos de un hijo de Ignacio —porque si de algo no tenía dudas era que él era el padre—. No podía creer que la vida fuera tan injusta con ella. En especial ahora que las cosas parecían empezar a acomodarse.
De pronto, unos golpes en la puerta llamaron su atención. Por la hora, sabía que no era Micaela ya que esta se encontraba en el gimnasio con Leonardo. Además, tenía su propia llave. ¿Acaso sería...? "Oh Dios, no puede ser", se lamentó al pensar en lo mal que debía lucir. Inspirando profundo para calmarse, caminó con lentitud hacia la puerta y la abrió. Arqueó las cejas ante la sorpresa. De todas las personas que conocía, era la última de quien hubiese esperado una visita. En especial después de cómo habían quedado las cosas entre ellos.
—¡Nacho! ¿Qué hacés acá?
No pudo ocultar su nerviosismo y supo que él lo había notado.
—Vine a disculparme por lo de la otra noche —aclaró y entró sin esperar invitación alguna.
Sorprendida por su atrevimiento, cerró la puerta y giró hacia él. La verdad era que no tenía ganas de ponerse a conversar con él justo en ese momento, pero tampoco le pareció correcto no escucharlo. Después de todo, se había tomado la molestia de ir hasta allí para hablar.
—¿Querés tomar algo? —le preguntó por cortesía al verlo sentarse en una de las sillas de la cocina.
—No, estoy bien, gracias. Solo quería decirte que... sé que estuve mal, que me porté como un imbécil y...
—Sí, lo hiciste —respondió con más hostilidad de la que pretendía.
Lo vio esbozar una sonrisa a la vez que negó con su cabeza y supo lo que estaría pensando. Jamás había sido de guardarse una opinión. Era una mujer impulsiva y reaccionaria y sabía lo mucho que eso le gustaba de ella.
—Lo siento —continuó—. No debí habérmela agarrado con vos cuando en verdad estaba enojado con Maxi.
—No tenías motivos.
—Sí, los tenía. Los tengo —remarcó—. De hecho, él... bueno, creo que no hace falta que te diga que tiene sentimientos por vos. —Valeria exhaló al oírlo. Solo escuchar esas palabras hacía que todo en ella se estremeciera y su corazón comenzara a latir más rápido—. En fin, la cuestión es que quería que supieras que... —Pero entonces, se detuvo de repente y por la dirección hacia la que apuntaba su mirada, supuso que habría descubierto la caja sobre la mesada—. ¿Un test de embarazo? —preguntó con brusquedad confirmando sus sospechas.
Valeria cerró los ojos maldiciendo en su interior por no haber sido más cuidadosa. Ya estaba lo suficientemente nerviosa como para encima tener que lidiar con su reacción. Intentando actuar lo más calmada posible, guardó la pequeña caja en uno de los cajones y lo miró a los ojos.
—No me estuve sintiendo bien y... tengo un retraso, así que pensé que tal vez...
—¡¿Me estás jodiendo?! —exclamó con evidente enfado a la vez que se puso de pie cual resorte.
—Iba a decírtelo si salía positivo.
—¡¿Y para qué carajo ibas a decírmelo a mí?! Hace más de un mes que estuvimos juntos.
—¡Y no estuve con nadie más! —respondió ahora ella alzando la voz.
—Sí, claro. ¿Acaso creés que soy estúpido?
—¿Y por qué te mentiría con algo así? —espetó, molesta.
—No lo sé, pero a otro con ese cuento. No pienso hacerme cargo de ningún pendejo ni ahora ni nunca —advirtió, furioso.
—¿Acaso te lo pedí? —preguntó con los ojos llenos de lágrimas—. ¡Sos un idiota! ¡Andate de mi casa!
—Tranquila, era justo lo que pensaba hacer —replicó con una sonrisa soberbia y se alejó para luego cerrar de un portazo.
Valeria agarró lo primero que encontró sobre la mesa y lo arrojó con furia contra la puerta. El manojo de llaves golpeó contra la madera y cayó el piso de forma estrepitosa. No le importaba si le creía o no, como tampoco que no quisiera hacerse cargo. Lo que en verdad le molestaba era haber sido tan estúpida como para estar ahora mismo en esa situación. ¡Dios, ¿qué iba a pensar Maximiliano cuando se enterara? De seguro, ya no la vería del mismo modo. ¿Quién querría estar con una mujer que llevase en su vientre al hijo de su mejor amigo? Con manos temblorosas, buscó la caja dentro del cajón y subió hacia su habitación. Ya no podía seguir postergándolo. Tenía que dejar a un lado las conjeturas y hacerse la prueba de una vez por todas.
Maximiliano se encontraba en su oficina intentando concentrarse en los balances del mes. No obstante, no podía quitarse a Valeria de la cabeza. No había vuelto a verla desde su cumpleaños y se moría por saber qué había pensado al ver su regalo. ¿Le habría gustado? ¿Se habría emocionado? A juzgar por la forma en la que había reaccionado cuando escuchó la canción, estaba seguro de que sí. Aún llevaba consigo el recuerdo de su exquisito perfume y la profundidad de su verde mirada cargada de dicha y nostalgia.
El día anterior había tenido que reprimir varias veces las ganas de subirse a su auto e ir a verla. No había nada más que deseara en el mundo que confesarle su amor para luego rodearla con sus brazos y entregarse por completo a ella en un beso profundo lleno de deseo contenido. Sin embargo, antes quería hablar con Ignacio. Necesitaba sincerarse con él y decirle lo que sentía desde hacía meses. Era consciente de que entre ellos nunca había habido nada formal por lo que en verdad no estaba obligado a hacerlo, pero entre hombres había códigos que no podían romperse, en especial si se trataba de su mejor amigo.
Solo esperaba que tuviese la madurez suficiente como para comprender que no había planeado enamorarse de ella y, aun así, no había podido evitarlo. Quería que supiera que jamás había tenido la intención de meterse en medio, pero ese baile lo había cambiado todo y en cuanto se sintió correspondido ya no pudo seguir reprimiendo sus sentimientos. Por otro lado, y más importante todavía, ella tampoco parecía querer que él siguiese conteniéndose. La otra noche había advertido el brillo en sus ojos. Era el mismo que sabía reflejaban los suyos cada vez que la miraba.
Abandonando las facturas y los extractos bancarios que no hacían más que acumularse en su escritorio, se puso de pie y fue a la recepción para preguntarle a Sabrina si sabía algo de Ignacio. Le extrañaba que este aun no hubiese llegado. Justo en ese momento, lo vio entrar y por la expresión que vio en su rostro, supo que algo le pasaba. Intentó preguntarle al respecto cuando se acercó a ellos, pero no parecía estar de ánimos para conversar y tras dejar el bolso detrás del mostrador, se dirigió hacia donde lo esperaba uno de sus clientes. Esperó con paciencia a que le indicase la rutina prevista para ese día y volvió a llamarlo.
—¿No puede ser después? Estoy algo ocupado —lo oyó responder sin siquiera alzar la vista hacia él.
Molesto por su actitud, cuadró los hombros.
—Ahora, Nacho —insistió con tono firme recordándole quien era el jefe.
Lo vio avanzar hacia él, resignado, y ambos caminaron en silencio hacia su oficina.
—¿Qué te pasa? ¿Por qué esa actitud? —quiso saber ante su más que evidente hostilidad.
—Nada que valga la pena mencionar —dijo con soberbia—. ¿Y vos? ¿De qué querías hablarme que no puede esperar?
Maximiliano lo evaluó con la mirada. Sabía que todo cambiaría entre ellos en cuanto le dijera lo que sentía por Valeria y aunque estaba dispuesto a eso y mucho más por ella, no dejaba de preocuparle. Al fin y al cabo, se trataba de su mejor amigo.
—Nacho, entiendo que puedas tener un mal día, pero no podés tratarme así delante de los clientes. Si es por lo de la otra noche en el cumple de Vale...
—Tranquilo, podés quedarte con ella —lo interrumpió—. Ya no me interesa. Terminamos y la verdad que me siento aliviado.
—Creí que en verdad te gustaba —señaló con el ceño fruncido.
—Y me sigue gustando. ¿A quién no? Pero nadie va a atarme de por vida.
—¿De qué estás hablando? —preguntó, confundido.
—La muy estúpida se embarazó. O al menos, eso cree...
Maximiliano tuvo que aferrarse a su escritorio ante aquellas palabras.
—¿Qué? —alcanzó a preguntar casi sin voz—. ¿Cómo que eso cree?
—Sí, dice que tiene un retraso y no sé qué otra mierda más. No me importa. A mí no va a atraparme.
Conteniendo las imperiosas ganas de golpearlo que lo invadieron de repente, lo agarró del cuello de la remera.
—¿Sos imbécil o qué?
—¡Soltame! —gruñó y se liberó de su agarre con un solo movimiento—. ¿Qué carajo te pasa?
Abrió la boca para responder, pero volvió a cerrarla. No tenía caso seguir hablando con él. Tomó las llaves del cajón y fue hacia donde se encontraba Leonardo dando su clase. Tras pedirle que cerrase el gimnasio por él, avanzó con prisa hacia la salida. Entonces, Ignacio volvió a hablar.
—Vas a ir a verla, ¿no? Vos sí que no perdés el tiempo.
Cerró los puños, molesto ante su acusación y giró para enfrentarlo.
—Lo que yo siento por ella no tiene nada que ver con esto. Debe estar asustada y en vez de quedarte a su lado, la dejaste sola porque sos un egoísta de mierda. Siempre lo fuiste, Nacho, no sé ni por qué me sorprendo.
A continuación, dio media vuelta y continuó su camino. No pensaba escuchar sus excusas baratas. Empujó la puerta con fuerza y salió del local en dirección a su auto.
Sentada en el sofá, esperaba con impaciencia a que pasaran los minutos requeridos para saber el resultado del test. Estaba a nada de saber si su vida cambiaría por completo y no podía dejar de pensar en que no estaba lista para eso. Cerró los ojos y alzando sus piernas desnudas a la altura de su pecho, las rodeó con sus brazos. Se había cambiado tras hacer la prueba vistiéndose cómoda con un shorcito de jean y una vieja remera de color rosa. A pesar del frío, se sentía acalorada. "¿Será por las hormonas? Dios no, que sean solo los nervios", murmuró para sí misma en un agónico ruego.
De pronto, el timbre sonó estridente, sobresaltándola. Miró el reloj. Aún faltaban unos minutos. Se puso de pie y recogiendo del piso las llaves que había arrojado antes, se acercó a la puerta.
—¿Quién es? —preguntó antes de abrir.
—Soy yo, Maxi.
Se estremeció ante el sonido de su grave voz. Si creía que algo le faltaba para tener un colapso nervioso era que él apareciera justo en ese momento. No obstante, de alguna manera que no logró entender, su presencia la serenó. Inspiró profundo para armarse de valor y procedió a abrir.
—Hola —lo saludó con ojos vidriosos.
—Hola —respondió fijando los ojos en los de ella—. ¿Puedo pasar?
—No es un buen momento, Maxi. Yo estaba... tengo que... —pero la angustia no la dejó continuar y llevándose ambas manos a su rostro para ocultarlo, finalmente dejó salir el llanto que había estado conteniendo por horas.
Maximiliano avanzó un paso hacia ella y cerrando la puerta tras de sí, la rodeó con sus fuertes brazos.
—Ey, tranquila —le dijo apretándola contra él. Podía sentirla temblar y maldijo una vez más a su amigo—. Todo va a estar bien, Vale. No estás sola. Yo estoy acá con vos.
Valeria supo, por sus palabras, que estaba al tanto de la situación. Aferrándose a su remera, continuó llorando ahora contra su pecho.
—No sé qué voy a hacer —balbuceó entre sollozos—. Nunca quise que esto pasara.
—Por supuesto que no —susurró él con voz calma, aunque en su interior se sentía igual de nervioso que ella. ¿Acaso ya había confirmado que era positivo? La apartó lo suficiente para mirarla a los ojos—. Quiero que sepas que podés contar conmigo para lo que necesites.
Ella asintió, aliviada de que no le diese la espalda en un momento así.
—Ni siquiera me atrevo a ver el resultado —confesó con una sonrisa nerviosa a la vez que miró hacia la mesa de la cocina.
Él siguió el trayecto de su mirada descubriendo el test que se encontraba sobre un pequeño plato. Volvió a mirarla y acunó su rostro entre sus manos. Limpió las lágrimas de sus mejillas con ambos pulgares y luego, le acomodó con delicadeza el cabello detrás de las orejas.
—Yo puedo hacerlo si querés —propuso con cautela.
Tras verla asentir en silencio, respiró profundo y caminó hacia la cocina deteniéndose justo frente a la mesa. Estaba aún más nervioso que antes, si eso era acaso posible. La verdad era que no deseaba que estuviese embarazada, pero también era consciente de que eso no cambiaría sus sentimientos. Nada, jamás, podría hacerlo. Fuese el resultado que fuese, lo afrontaría a su lado. Recogió la tira entre sus dedos y la miró de cerca. Sin embargo, no entendía lo que veía. Con el ceño fruncido, giró hacia ella.
Valeria lo vio contemplar la prueba y unos nervios demoledores volvieron a atacarla. Sus manos comenzaron a temblar y una vez más, una sensación de sopor la invadió. Se estremeció al verlo voltear hacia ella con la preocupación reflejada en su rostro. ¿Acaso había dado positivo? De pronto, sintió que se desmayaría de un momento a otro y se sujetó del brazo del sofá para no caer. Él advirtió de inmediato lo que sucedía y se apresuró a ir a su lado.
—¿Estás bien? —preguntó, asustado al ver la palidez de su rostro a la vez que la ayudó a sentarse.
—Solo decime el resultado por favor —rogó desesperada.
—Es que no sé cómo interpretarlo —confesó con voz temblorosa.
—Una raya es negativo y dos, positivo —aclaró ella sin apartar los ojos de los de él.
Entonces vio cómo relajaba su expresión y una hermosa sonrisa asomó en medio de su cara.
—Es negativo.
—¿En serio? —preguntó, sorprendida y se apresuró a comprobarlo por sí misma. Efectivamente, el resultado era negativo. Un inmenso alivio la recorrió entera aflojando cada músculo de su cuerpo—. Gracias a Dios —susurró antes de dejarse caer sobre el respaldo del sillón.
—Te dije que todo iba a salir bien —le dijo, también él más tranquilo.
Al oírlo, lo miró a los ojos perdiéndose al instante en su mirada apacible. Entonces, terminó de entender que Maximiliano siempre había estado para ella. Había sido él quien la ayudó con la mudanza cuando el camión la dejó colgada. También quien cuidó de ella cuando estuvo enferma a causa de la gripe. Él la había rescatado cuando su auto dejó de funcionar en medio de la noche y quién encontró esa canción tan especial cuando se había convencido de que no volvería a escucharla. Pero más importante aún, había sido él quien se quedó a su lado incluso sabiendo que podría haber estado embarazada de un bebé que no era suyo.
—Gracias —le dijo en el más amplio sentido de la palabra.
—De nada —respondió con una sonrisa, completamente ajeno a todo lo que pasaba por su mente—. Voy a prepararte un té. Estás un poco pálida y...
Pero la frase quedó inconclusa cuando Valeria, sin previo aviso, se acercó a él y colgándose de su cuello, por fin unió sus bocas. Se quedó inmóvil por unos segundos ante la sorpresa, pero pronto reaccionó y rodeándola con sus brazos, la subió a su regazo. Con su lengua, se abrió paso entre sus suaves labios y la probó del modo que siempre había deseado. Le acarició la espalda con delicadeza y enredó su mano en sus cabellos mientras devoró su boca con pasión y anhelo.
La oyó gemir ante el contacto de su lengua y debió recurrir a toda su fuerza de voluntad para no tomarla allí mismo. Se moría por conocer cada rincón de su cuerpo y hacerle el amor con total desenfreno, pero no creía que fuese el momento indicado. Ese día, había sufrido muchas emociones fuertes y no quería que sintiera que se aprovechaba de eso. Poco a poco fue disminuyendo la intensidad del beso hasta darle fin. Mantuvo sus frentes pegadas mientras intentó regular su respiración acelerada.
—Dios, me volvés loco.
Ella sonrió al oírlo e inclinó la cabeza hasta apoyarla sobre su pecho. Hecha un ovillo, se acomodó en sus brazos y cerró los ojos. No había ningún otro lugar en el que quisiera estar en ese momento. El calor de su cuerpo la relajó poco a poco alejando todo rastro de malestar y dejando en su lugar una completa y absoluta calma. Entonces lo supo. Su corazón le pertenecía entero. Siempre lo había hecho, aun cuando ni siquiera ella misma lo sabía.
—Te quiero, Maxi —susurró apenas audible.
Él logró oírla y cerró los ojos ante la felicidad que le provocaban aquellas palabras con las que tanto había soñado.
—Yo te amo, Vale —declaró, segundos después, consciente de que no podría escucharlo porque acababa de quedarse dormida.
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