VIII
Los gritos de Fiona me devuelven a la realidad, mi familia ha llegado y mi pecho se infla de alegría.
—Mami —dijo Fiona al tiempo que se colgaba de mi cuello. Yo la alzo en el aire y con ella en brazos doy un par de vueltas. Mi hija ríe a carcajadas.
Mi madre y Elías nos miran extrañados, esa reacción de mi parte no es normal desde hace un tiempo. Entiendo su confusión, ni yo misma creí que sucedería, solo... me nació.
—¿Y mis pastelillos? —pregunta mi pequeña traviesa con los ojos brillantes.
Bajo la mirada y le muestro mis manos vacías, no puedo y no sé cómo explicarle que no pude cocinarlos; el doctor Rivas me tuvo en su oficina un buen rato mientras me daba recomendaciones y me hablaba de su traslado a un hospital en Francia; así que me fue imposible acompañar a las voluntarias en su clase de repostería. Por ese motivo el doctor Nathaniel ocuparía su silla durante seis meses. Lamento su ausencia, recién comenzaba a tenerle confianza.
—Fiona, no agobies a mami, quizá no pudo está ocasión, pero seguro la próxima semana te lo recompensará.
Sonrío, mi madre ha salido a mí rescate y lo agradezco. Pronto mi pequeña de cabello castaño, ojos grandes y pestañas tupidas, sonríe también. Es tan bonita como inteligente y noble.
Elías, en silencio, se sienta a mi lado. Yo tomo su mano y la aprieto con delicadeza. Desde que estoy aquí, me habla poco. Es tan distinto a aquel chico parlachín que me contaba todo a detalle, y saberlo me lastima, quisiera hacer lago y no sé cómo.
Por instinto miro hacia aquel lugar donde Antonio suele quedarse mientras mis hijos, mi madre y yo pasamos juntos un par de horas. El sitio está vacío, frunzo el entrecejo, su ausencia no me duele, pero si me parece rara.
—Hoy no pudo venir, asuntos de trabajo —comenta mi madre al notar mi gesto de confusión—. Pero tu padre si ha venido, solo que se ha quedado estacionando el auto. Ya sabes, la edad nos vuelve algo torpes y desesperados.
Aun no acaba de hablar cuando veo a mi padre caminando de prisa hacia nosotros, tiene una sonrisa enorme en los labios y la mano estirada hacia arriba saludando.
De una canasta de mimbre, mi madre saca un mantel blanco y con ayuda de Elías lo extiende en el piso, después pone encima varios platos con fruta, queso, jamón, pan y un termo cerrado.
—Hola, pequeña —saluda mi padre al llegar. Sin perder tiempo me abrazo a él y comienzo a llorar en silencio. Lo echaba de menos, y saber su regalo perdido —ese que me hacía dormir tranquila—, me estruja el corazón.
—Tranquila, ya estamos aquí —dice mientras, paciente, seca mi rostro.
Respiro hondo varias veces antes de sentarme al lado de mis hijos para almorzar. Un momento de gloria para mí, entonces alzo la vista y agradezco aquella oportunidad. El tiempo pasa muy rápido y como suele pasar, las lágrimas escurren al verlos partir, pero este día en particular la despedida es más dolorosa al escuchar el llanto de Fiona. Mi padre ha tenido que soltarla de mis brazos, no desea dejarme.
<Ven conmigo, mami>, pide a gritos.
Mi garganta se siente tan hinchada que me cuesta respirar, mi interior se desgarra al tener que soltarla. <Pronto pequeña, pronto>, pienso mientras me abrazo a mí misma.
Una corriente fría se estampa contra mi cuerpo obligándome a alzar la mirada. Un pequeño, veloz y colorido insecto vuela en círculos encima de mí. Lo observo sin pestañear.
Él está aquí, de nuevo.
Quiere reconfortarme...
—Si continúas reaccionando de ese modo, tendré que hablar con el doctor Dumont para que restrinja tus visitas, no creo que te haga bien ver a tu familia si terminas hecha un mar de llanto cada vez que se van —sentencia Rita al verme caminar, con el rostro enrojecido, por los pasillos.
Me detengo en seco y la miro retadora, mi dolor no la conmueve y encima pretende hablar con el doctor para que este me impida ver a los míos. Mi ilusión, lo que me mantiene de pie.
<No te atrevas>, digo en mi cabeza. Estoy segura de que mis ojos lo dijeron todo.
Rita sonríe maliciosa y se pierde al doblar para subir al segundo piso.
Entro hecha una furia a mi celda-habitación, y un segundo después escucho como el cerrojo es puesto. Me tiro en mi cama y lloro a gritos.
Estoy desesperada, harta de tener que permanecer en este sitio, y todo por qué, por mi debilidad, por no ser lo suficiente fuerte para salir de este hoyo lleno de fango en el que cada día me sumerjo más.
Cuando mis ojos se han quedado secos, recuerdo aquel libro que escondí debajo de la colchoneta.
Me pongo de pie y lo saco. Su solo olor me hace sentir un poco de alivio.
"La Catedral del mar", de Idelfonso Falcones. Una novela ambientada en la época medieval, llena de pasión, dolor e intriga.
Una obra que robó mi atención y mi corazón.
La leí en Sablet, es una historia maravillosa que removió mis entrañas.
Conocer los alcances del hombre es tan horrible como esperanzador. Hay tanta injusticia y dolor descritos en ella, pero a la vez tanta ilusión reflejada en sus protagonistas que hubo momentos en que no paré de llorar.
También reí, me encolericé y me enamoré de Arnau. De su valor, coraje y amor a la vida a pesar de haber tenido que enfrentarse a una realidad desprovista de humanidad.
Entiendo que solo se trata de una novela, pero la imaginación del autor nos muestra los alcances de la maldad del hombre.
Es triste darse cuenta de cómo aún con el paso de los años, poco han cambiado las cosas. La libertad de expresión, de pensamiento y el respeto por el prójimo, sigue siendo algo utópico.
Después de olerlo, abro el libro y comienzo a leerlo. Necesito despejar mis pensamientos y no hay mejor manera que perderme que en las páginas de un libro.
Leo hasta muy entrada la noche, nada me lo impide, a excepción del momento en que un enfermero entra para dejar la charola que contiene la cena y mi dosis de medicina, lo cual me sobresalta y me obliga a esconder el libro debajo de mí almohada, no hay otra distracción.
Por un instante deseo poseer la fortaleza de Arnau para lograr salir airosa de este momento que tanto me mortifica.
Suspiro ante esa posibilidad.
Con el libro en mis manos caigo en un letargo profundo.
Mi cabeza es silenciada por las palabras que he leído.
La voz de Rita me despierta de golpe, grita por los pasillos mientras golpea con algo la puerta de las habitaciones. Un segundo basta para escuchar el tintineo de las llaves, está a punto de entrar y si me encuentra en la cama, las cosas se pondrán feas.
Me levanto de un salto, sujeto mi cabello con una liga y escondo de prisa el libro que pasé leyendo toda la noche.
Mi corazón se agita al saberla detrás de mí justo cuando la colchoneta vuelve a su lugar.
—Aun no estás lista, Victoria —chilla con molestia evidente—. Tienes cinco minutos para bajar al comedor, no creo que des una buena impresión si llegas tarde a tu reunión con el doctor Dumont.
Clavo los ojos en el piso y repaso uno a uno los cuadros de loseta que se juntan de punta a punta para evadir su regaño; no quiero que note mi nerviosismo, mucho menos deseo hacerla enojar.
No hoy.
No por el momento.
Cuando sus piernas desaparecen de mi campo de visión, corro al baño y me lavo la cara con agua fría, para terminar de despertar. No hay tiempo para una ducha.
Tomo una sudadera de la pequeña cómoda compuesta por tres cajones y una puerta enana que sirve para colgar lo más indispensable, solo entonces salgo rumbo al comedor.
Mi estómago se contrae al toparme de frente con la mujer que entró en mi habitación para robar mi libélula. Unas enormes ganas de escupirle y arrancarle el cabello me poseen, mi cuerpo entero tiembla, pero me contengo.
Me asombra ese hecho, era difícil contener mi ira de un tiempo a la fecha, otra de las razones que me trajeron aquí.
Es como si estuviera molesta con el mundo entero. El dolor y la frustración me impiden contenerme, pero en este momento, lo he logrado.
<Quizás estoy mejorando>, me digo a mí misma.
Una hora después toco la puerta donde solía recibirme el doctor Rivas; me molesta que se haya ido justo cuando las cosas fluían entre los dos.
Era un hombre paciente en exceso conmigo. Ahora debo adaptarme a los métodos de un extranjero que pretende mostrarse amable.
—Buenos días, Victoria, pasa —dice al verme, el doctor Dumont—. Te estaba esperando.
Despacio y con precaución exagerada, camino hacia el sillón que me ha señalado...
Al caer la noche nos encontramos —como solíamos hacerlo— en un video chat. Tras saludarnos y acariciarnos sobre una pantalla, Andrick me contaba sobre su vida en Madrid.
Dijo que tenía planes de retirarse, que ya no era un jovencito y que deseaba alejarse del mundo del balón estando aun en la cima.
Ese año terminaba su contrato y aunque le habían hecho una excelente oferta, no estaba dispuesto a firmar otro. Terminaría la temporada y se recluiría en el mundo del anonimato.
—La vida de un jugador de soccer suele estar desprovista de privacidad y... me cansé de eso —dijo con seguridad.
—Pero, el soccer es tu vida —argumenté en un intento por hacerlo reconsiderar su decisión—. Tal vez debas pensarlo mejor, Andrick, quince años son... demasiado.
—Lo sé, y me siento nostálgico, pero he tomado una decisión y no voy a dar marcha atrás.
Además, tengo planes de volver a México, pronto.
Sus palabras detuvieron mi corazón, no tenía idea de que estuviera haciendo planes, pero saberlo aquí, me emocionó tanto como me preocupó.
La noche anterior, Antonio y yo habíamos discutido, el motivo: cualquier roce era suficiente, nuestra vida juntos se volvía un infierno. Entonces tuve el valor para exigir el divorcio, ya estaba agotada de una vida desprovista de amor y paz —en lo referente a una pareja, por supuesto—, mi vida en general era satisfactoria y llena de buenos momentos, pero mi matrimonio, me robaba energía.
No había nada más que hacer, no tenía ganas de hacer nada más por él.
La noticia lo impactó, quizás el tono en que lo dije ayudó, sin embargo su respuesta fue un "no" rotundo.
<Nunca te voy a dejar>, sentenció.
Su enojo era evidente, pero se contuvo. Le enumeré las fallas, le dije que ya no deseaba compartir mi vida con él y aun así, me ignoró.
No comprendí su terquedad, él tampoco era feliz, le estaba otorgando la posibilidad de volar y buscar libremente la felicidad que yo no podía darle y no la tomó.
Se había aferrado a mí sin motivo aparente; no me amaba, aunque me lo decía, pero las palabras se las lleva el viento y son las acciones las que en verdad cuentan.
La actitud de Antonio distaba mucho del amor.
—Andrick, ¿has visto mis gafas? —alguien interrumpió nuestra conversación.
Era la voz de un hombre, no pude ver su rostro, estaba de pie y a través de la pantalla solo distinguí un par de piernas enfundadas en unos vaqueros negros. Su voz era grave y tenía acento de algún lugar en Europa. Quizás era alemán o francés.
—Nat, deben estar donde siempre las dejas, busca en la repisa del baño —respondió Andrick negando con la cabeza—. Disculpa, es mi torpe compañero de piso. ¿Te he hablado de él? —Quiso saber poniendo los ojos en blanco.
Reí ante aquel curioso gesto logrando que me olvidara de la noche anterior.
Respondí que no, así que me dio un resumen del misterioso chico que maldecía detrás de él.
Había llegado a España hacía dos años para estudiar una maestría, y estaba buscando un sitio para instalarse.
Se conocieron cierta noche en un bar, mientras veían un partido de la NFL donde se disputaban el trofeo Lombardi los Empacadores de Green Bay y los Acereros de Pittsburgh. Los dos apostaron; Nat por los Empacadores y Andrick por los Acereros —Andrick odiaba a los Empacadores. Por azares del destino, mi equipo preferido—. Por supuesto el triunfo fue para Green Bay, mi amado había perdido la apuesta, el resultado: a partir de esa noche, ambos compartirían piso.
—Es un buen tipo, cumple puntual con su pago de renta, no trae a chicas, al menos mientras yo estoy aquí. No fuma, no toma; en fin, es algo así como una especie en peligro de extinción.
—No te olvides que sigo aquí —gritó desde algún punto del apartamento, su compañero.
Tanto él como yo no echamos a reír después de su comentario.
El acento en su voz era... peculiar.
—¿Y le has contado sobre tu decisión? ¿Qué pasará con él, se quedará sin casa?
—He pensado en eso, y no me preocupo, Nat está por concluir su internado, así que ambos partiremos casi al mismo tiempo.
—¿En verdad quieres volver? —Lo cuestioné con las manos húmedas por los nervios.
—Sí —comentó mientras se acercaba a la pantalla. Su rostro lo llenaba todo—. Vicky, quiero estar cerca de ti, anhelo acariciar tu piel. Mi mayor deseo es vivir contigo —comentó al otro lado del teléfono.
Mi cuerpo se petrificó; estar con él, poder tocarlo y olerlo era mi sueño de cada noche.
De mis ojos brotaron hilos de agua salada, el sentimiento estaba a flor de piel, mi corazón danzaba y mi estómago se llenaba de sensaciones que como leña ardiente alimentaban mi cuerpo.
Tuve que respirar varias veces para calmarme.
—Andrick, deseo con el alma estar contigo, pero eso no es posible ahora, no puedo abandonar a mis hijos.
—No te estoy pidiendo que los abandones, nunca haría algo así. Sé que tus hijos son parte de ti, alguna vez te dije que quién quiere a la gallina también quiere a los pollitos, ¿recuerdas? Por eso te pido que formemos juntos una familia. Vicky, pide el divorcio y cásate conmigo.
<Cásate conmigo>, <Pide el divorcio>, palabras que hacían eco en mi cabeza.
Me emocione tanto que quise gritar, pero la razón hizo acto de aparición para poner orden y devolverme a la realidad. Era una mujer casada así que primero debía reunir el valor necesario para confesar a mis hijos mis intenciones. No podía hacer planes mientras no fuera una mujer libre, eso lo tenía claro.
Antonio se había negado a darme mi libertad. ¿Qué debía hacer?
Esa parte no se la conté a Andrick, no esa ocasión, lo haría más adelante, quizá con el tiempo y mi insistencia, Antonio cedería.
¿Cómo tomar una decisión sin dañar a terceras personas?
Personas inocentes que nada tenían que ver en un conflicto entre dos personas que por bromas del destino unieron sus vidas por equivocación.
El miedo y la duda se apoderaron de mí. Me sentí entre la espada y la pared. La guerra interna entre razón y corazón se agudizaba; incluso se volvió violenta.
Mi mente comenzaba a perderse, desde entonces.
Mi historia de amor, esa que devolvió el alma a mí cuerpo pretendía rebelarse arrasando con todo como onda expansiva.
Por otro lado y aunque parecía irónico, Antonio —a pesar de que le había exigido el divorcio—, comenzaba a reaccionar al notar mi marcada indiferencia. Los detalles y las palabras de amor se hicieron presentes, se esforzaba en agradarme, rayando en lo abrumador.
De la noche a la mañana reapareció aquel hombre que en el pasado me causó gran atracción, se notaba tan dócil y sumiso que me resultaba falso. Era difícil creer en un cambio tan radical, lo conocía bien así que me negué a tragarme su actuación.
Mi blindaje contra él estaba intacto impidiéndole entrar de nuevo en mi vida.
A veces lo pillaba observándome y una corriente helada recorría mi cuerpo. La fuerza en su mirada, el brillo que despedían sus ojos no me gustaba, por supuesto no era amor.
Cierta ocasión cuando celebrábamos las navidades, Antonio se mantuvo alejado del resto, parecía nostálgico y otra vez había bebido en exceso, así que la abundancia de alcohol en su sistema le hizo hablar de más. Bueno, eso fue lo que días después argumentó, pero yo sigo creyendo que todo lo que brotó de su boca como lava ardiente, en verdad lo sentía.
Cada vez que se extralimitaba con el alcohol mostraba a un hombre distinto al que vivía conmigo.
Quizás el verdadero Antonio.
Mi instinto me gritaba que no era quién decía ser.
La máscara que por años llevó puesta no tardaría en caer.
—Esta canción se la dedico a mi esposa —comentó mientras se escuchaba: "Hasta que te conocí".
Desde el otro extremo de la sala —con gran parte de la familia presente— me señalaba y rabioso me reclamaba a gritos; en un principio intenté ignorarlo, pero pronto me vi obligada a mirarlo.
No supe como describir lo que sus ojos humedecidos me gritaban, mi piel se erizó al notar el coraje con el que me veía, odio, tal vez.
Llegué a pensar que sabía sobre mi relación con Andrick —algo casi imposible pues ambos habíamos sido en extremo discretos—, pero la única manera por la cual podría enterarse sería que el propio Andrick se lo contara. Eso era algo imposible, yo confiaba ciegamente en él, así que estaba segura de que no me traicionaría.
Al poco rato se fue a dormir, entonces como solía suceder, lo dejé pasar y al día siguiente todo siguió igual, como si nada hubiera pasado.
Al menos para él, porque mi lista estaba a tope.
Esa fue la primera de muchas otras veces, Antonio estaba perdiendo el control al beber, y aunque no era violento, solía decir palabras que al despertar aseguraba no recordar. Palabras que herían y dejaban marcas invisibles, pero dolorosas.
—Creo que eres un adulto, así que debes entender que no está bien tu comportamiento, beber en exceso no te dejará nada bueno. Piensa en tus hijos, ¿crees que a ellos les agrada verte así? —Lo enfrenté.
Ya había sido suficiente.
Recién nuestro matrimonio empezaba, cierta mañana, la madre de Antonio llamó por teléfono, la noche anterior habíamos discutido y al despertar él ya no estaba en casa.
No supe nada de mi esposo hasta entonces.
—Mi hijo está aquí, ha tomado mucho así que creí que lo mejor sería que se quedara conmigo —comentó.
La preocupación de un principio desapareció y una molestia enorme se apoderó de mí.
Me contuve.
—Está bien, señora, gracias por avisar —dije en tono serio mordiéndome la lengua para no decir más.
—Espero no te molestes más con mi hijo —pidió nerviosa.
— ¿Por qué lo dice? —Intuí que algo les había contado.
—Las copas le ablandaron la lengua, insistía en que te pidiéramos que lo perdonaras. Victoria, no sé qué pasó entre ustedes, pero te pido por favor que no le reclames su comportamiento, habla con él y arreglen sus diferencias.
Mi sangre hirvió al pensar que los asuntos personales de pareja fueran ya de dominio público.
—Por supuesto, señora, no se preocupe. Hasta luego —dije antes de cortar la llamada.
Cuando regresó al día siguiente, esperé a que los niños estuvieran dormidos para hablar con él, no acostumbraba discutir o pelear delante de ellos. No me parecía correcto. Le pedí que se abstuviera de contar los problemas que teníamos, no era sano que personas ajenas a nuestra relación conocieran nuestra vida como pareja, mucho menos si se trataba de familia. Era obvio que no habría parcialidad pues siempre se inclinarían hacia algún lado.
<Los asuntos de pareja solo nos atañen a nosotros>, zanjé.
Estaba enojada.
Siempre me costó mantener mi mente en silencio así que trataba de mantenerme ocupada, pero las noches resultaban un suplicio y conciliar el sueño era toda una odisea. Lloraba en silencio y guardaba todo para mí, nadie tenía porque saber lo que estaba pasando, era asunto mío y de nadie más.
Los libros fueron mi salvación, los devoraba en días, leía todo el tiempo que tenía libre, incluso a veces dejé de lado otras cosas para sentarme a leer. Eso me calmaba, me hacía olvidarme de mis problemas.
El mundo imaginario se convirtió en mi refugio...
—El doctor Rivas me puso al tanto de tu caso —comenta el doctor Dumont—, pero me gustaría cambiar el método que usaba contigo. Recostarte en un diván para hablar de lo que te aqueja no me parece suficiente en tu caso en particular, así que intentaremos otra cosa.
Por primera vez lo miro fijo, me resulta increíble que el doctor Rivas le hubiera mentido de esa forma tan descarada.
Por supuesto que era lo que él esperaba, y con paciencia infinita intentó que yo dijera al menos una palabra, pero no fue así. Lo poco que sabe de mí —aparte de lo que mi expediente dice— es lo que ha leído en las hojas que yo he dejado en su escritorio.
Nunca ha habido una charla.
Tardo unos segundos en digerir lo que he escuchado y pronto comprendo que lo que el doctor Rivas ha hecho es mantenerse leal a su palabra, aun en contra de su ética profesional.
<No te preocupes, nadie sabrá lo que he leído>, dijo antes de marcharse.
Le agradezco en silencio, no sé si lo vuelva a ver, pero me alegra saber que puedo contar en él.
Aún existen personas en las que se puede confiar.
Es evidente que eso no lo sabe aquel joven doctor que me habla con tal familiaridad, como si me conociera de años.
Su amabilidad me hace sentir incómoda.
—¿Estás de acuerdo?
No he dejado de mirarlo, la forma en que habla, me recuerda a alguien. Pero su loción me aturde de un modo inusual.
Es la misma que Andrick usaba, aquel olor que se coló por mi nariz el día en que nos abrazamos por primera vez.
Asiento con un leve movimiento de cabeza, mi garganta permanece sellada, nada logra salir de ahí.
El doctor me mira con curiosidad, quizás espera que diga algo, pero me es imposible.
—Bien —dice tras un silencio—, entonces dime ¿por qué razón estás aquí? Yo lo sé, pero quiero que tú me lo cuentes. Hablar suele ayudar, Victoria, pero en ciertos casos se necesita más que eso. A veces, una terapia, ejercicio especial y medicamento.
Niego con la cabeza al tiempo que desvío la mirada. ¿Por qué tengo que platicar mis miedos, mis dudas o mis problemas con un desconocido?
—Sigues negándote a hablar conmigo, me pregunto si tienes algún problema personal, porque si es así puedo pedir que te transfieran a otro pabellón, así te atendería otro especialista. Victoria, no es lo ideal una mala comunicación entre el médico y el paciente. Tu recuperación está de por medio, y es mi prioridad, por lo que te pido que me respondas.
Confianza, una simple palabra cuyo valor es pisoteado. ¿Cómo puedo hacerlo de nuevo cuando personas cercanas a mí me han traicionado, me han herido y... me han abandonado?
Una lágrima solitaria cae por mi mejilla y va a parar en mis labios, volteo y evitando que me mire, la limpio con mi sudadera. Respiro hondo y trago con dificultad la saliva que se ha acumulado en mi boca.
—Las heridas del alma son más dolorosas y difíciles de curar que las heridas físicas, pero no es imposible sobreponerse —me quedo inmóvil como una piedra ante su aceveracion—. El dolor que causa una pérdida y una traición es gigantesco, más no terminal. Yo voy a ayudarte. Pronto saldrás de este lugar, Victoria, y volverás al sitio que perteneces, con tu familia.
Los recuerdos perduraran, pero no te lastimaran más, te lo aseguro.
Me pongo de pie para salir, aquello me ha inquietado, por suerte una alarma en volumen bajo ha comenzado a sonar. La misma que usaba el doctor Rivas, así que doy por hecho que mi tiempo ha concluido.
—Victoria, espera un minuto —escucho decir detrás de mí.
No volteo, me mantengo de espaldas al doctor y con la vista baja, en espera de que diga lo que falta.
La silla donde esta sentado rechina indicando que se ha puesto de pie, camina hacia un punto para después dirigirse hasta donde estoy parada.
—Creo que esto te pertenece —habla mientras me entrega algo que ilumina mi alma.
Es la pequeña libélula de cristal que me habían robado, esa que creí jamás recuperar, ahora está en mis manos. El cristal refleja los tímidos rayos del sol que se cuelan en la oficina.
—Gracias —comento sin darme cuenta de lo que he hecho.
El doctor Nathaniel me dedica una sonrisa y yo salgo de prisa rumbo a mi habitación.
Quiero estar sola.
Quiero saber más de Arnau, mi personaje literario favorito.
Quiero que la amnesia me secuestre.
"Necesitas tiempo... para ti mismo. Necesitas tiempo... para estar solo.
Todo el mundo necesita tiempo... para sí mismo. ¿Sabes que necesitas tiempo... para estar solo?"
November rain.
Guns'N Roses.
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