VIII.
Me sentía muy bien, con la cabeza recostada sobre una suave superficie. Una cálida mano pasaba entre mis cabellos haciendo que recordara mis días en la isla. No tenía intención de abrir los ojos, sin embargo, era momento de descubrir donde me encontraba.
Lo primero que logré observar eran unas bonitas piernas mestizas en donde al parecer estaba mi cabeza recostada. Me levanté bruscamente, sentándome, para encontrarme con tristes y apagados rostros en la penumbra. Estaba en un oscuro sitio, junto a una docena de hombres y mujeres que me observaban con sus almas queriendo salir de sus cuerpos. Clavé mi vista en la dueña de las piernas para contemplar a una hermosa joven, apenas unos años mayor que yo. Todos estaban semidesnudos, vestidos con unos camisones transparentes intentando cubrir malamente sus cuerpos.
-Mi nombre es Adarah -dijo la joven, gesticulando de forma exagerada-. Unos hombres te trajeron hace horas apenas.
-¿Dónde estamos?
-En las puertas del infierno -gruñó un hombre sentado frente a nosotras, mascando lo que parecía ser una rama seca, mientras le trenzaba el cabello a una jovencita.
-Calla, Dakofz, no seas grosero -regañó Adarah al hombre-. Pido perdón por este maleducado. Su tosco comentario debe a la situación en la cual nos encontramos. Todos aquí somos esclavos, vendidos por nuestros anteriores amos o encontrados mendigando en las calles.
-¿Incluso las pequeñas? -pregunté, señalando a unas niñas de pocos años de edad en una esquina.
-Si -respondió Dakofz-. Las pequeñas también son esclavas. Fueron vendidas por sus madres a falta de pan en la mesa. Este mundo es así, a nuestra desgracia.
-Ya me he dado cuenta -suspiré.
-Lo siento mucho -dijo Adarah posando una mano en mi hombro en gesto de apoyo.
Había algo en esa joven que me fascinaba. Su alma pura resplandecía a pesar de la situación en que estábamos y la vida que supuse haya tenido. Lo pude deducir con solo mirarla. Su mirada era transparente; sentí que podía perderme entre tanta luz. Hoy día aún no sé cómo describirlo.
-Fui esclava también antes de caer aquí -confesé-, era concubina en una gran mansión, satisfaciendo las exigencias de mi amo y los nobles a los que le debía en la corte. Esclava sexual; creo que ese sería el término.
Un hombre salió de una esquina haciendo que fijara mi mirada en él. Era diferente a nosotros, estaba vestido con sucias telas, pantalón de remaches y toscas botas negras hasta las rodillas. Ocupaba un cinturón de cuero por el cual sobresalía abrochado un látigo enroscado. Era corpulento sin llegar a ser obeso, de piel tostada y cabello corto y canoso. Sonrió, mostrando una horrible y mal cuidada dentadura digna de un pordiosero.
-Así que tenemos a una con experiencia -dijo divertido. Puso dos dedos en su boca y chifló, tan alto y cerca que retumbó en mis oídos.
Por una puerta entraron otros dos hombres más. Me agarraron por los hombros intentando sacarme de esa habitación. No hice resistencia alguna; si salía de ahí quizás descubriera en dónde estaba o cómo poder escapar. Adarah hizo intensión de protestar, pero Dakofz la detuvo en el acto. «Se fuerte...», alcancé a escuchar antes de sentir cerrar la puerta a mis espaldas.
Caminaron conmigo agarrada por un pasadizo oscuro, tan oscuro y húmedo que deduje estaríamos bajo tierra. Mis pies dolían por las piedras del camino, pero más aún por el cansancio del cual no me había recuperado. Seguimos caminando, dando vueltas por varios surcos hasta quedar frente a otra puerta. La abrieron y encontré una mugrienta habitación con pocas velas alumbrando y una desbaratada cama rústica, poco más que eso. Una mano me empujó por la espalda, haciendo que cayera al suelo. Cerraron la puerta y uno de los hombres se lanza encima de mí, poniéndome arrodillada de espaldas, con mis manos, pecho y rostro pegados al duro colchón de paja. Comenzó a manosear mi cuerpo, lamer mi espalda; su fétida respiración hizo que aguantara las arcadas por el asco.
Sus compañeros intervinieron, cargándome como una muñeca de trapo encima del colchón para también comenzar a tocarme por doquier. Me sentí sucia mientras jugaban con mi cuerpo, golpeando, arañando, jalando bruscamente mi cabello. Un golpe seco en mi mejilla me sacó del trance en que me encontraba.
-¡Deja de mirarnos con asco, esclava! -escupió uno de ellos-. Haznos disfrutar o terminarás con tu maldita cara desfigurada.
Mi vista comenzó a enrojecer. Estaba molesta, demasiado enfadada como para contenerme. Limpié la sangre proveniente de un corte debajo de mi ojo izquierdo, al parecer el anillo del infeliz me cortó.
-Jamás podría disfrutar del tacto de unos malnacidos como ustedes.
Empujé bruscamente al hombre encima de mí. Otro me agarró del brazo mas pude salir de su agarre fácilmente. Abrí la puerta de la habitación y corrí por todo el maldito túnel, sintiendo que mis pulmones se quedaban sin aire de forma drástica. Caí al suelo dañándome las manos y rodillas. Esto iba de mal en peor. Los hombres me alcanzaron tirada y uno de ellos, el que me propinó la bofetada, agarró mi cabello haciendo que me levantase.
-Tenemos que enseñarte a obedecer si queremos venderte a buen precio.
-Si no te matamos primero -dice otro de los hombres. Saca un cuchillo de su aún desabrochado pantalón y lo empuña hacia mi cuello-. Has de pagar por tu desobediencia, pequeña.
El cuchillo rozó mi mejilla y bajó hacia mi garganta. Cortó mi piel dejando salir un hilo de sangre. La suerte me la estaba jugando y yo solo podía aguantar mi impulso por destripar a los malditos desgraciados. No jugaría más con las vidas humanas, yo era mejor que ellos. Escupí al suelo en señal de rebeldía. Él cambió el semblante.
-Ya nos habían advertido de ti. Solo debemos domarte como a un animal salvaje. -Acercó su rostro al mío, dio un pequeño beso en mi mejilla y continuó hacia mi oído-, y yo soy experto en domar fieras.
La piel se me erizó en el acto. Las lágrimas comenzaron a brotar mientras la frustración invadió mi mente. Los otros dos hombres agarraron con más fuerza mis brazos y caminaron arrastrándome con ellos. Vi a la distancia como aquel demonio relamía el filo del cuchillo mientras no apartaba su mirada de la mía.
Bajé la vista hacia el suelo terroso, dejándome llevar a donde fuese que quisieran encerrarme, mientras mi respiración intentaba a normalizarse, con el único impedimento de un nudo de emociones atorado en mi garganta.
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