ERIK
Soltó a Nyrah, su mujer, luego de tenerla abrazada un momento que a él se le antojo interminable... y en realidad no deseaba que acabara. Pero había prometido contar una historia a quienes encontró en su casa de Turian tras escapar por casi nada de la Torre Nimrod.
—Iré a preparar té —dijo Nyrah antes de bajar la escalera—. ¡No empieces sin mí!
—Gracias, mi reina —respondió Erik; luego, encaró al concejal Oresn y a Ymr—. Espero que les guste el té negro; no es como esa porquería que toman en la Tierra... ¿Cómo se llamaba? ¿Cajué*?
—Café —corrigió Ymr—. Se llama café y es lo peor que haya bebido en mi vida.
Enseguida, los tres volvieron a la sala y ocuparon los sillones y el sofá y Erik dejó caer el trasero en su reclinable favorito. El espaldar y el asiento del mueble estaban tan mullidos que invitaban a echar una siesta. Dio un leve estirón a la palanquilla en el costado derecho y se echó un poco hacia atrás para reclinar su silla. Hasta soltó un suspiro perezoso luego de hacerlo. "Carajo —dijo entre dientes—, de verdad extrañaba esto." A decir verdad, la lucha en la que combatió menos de diez minutos antes le obligo a ejercitarse como no lo había hecho en meses. Incluso empezaba a tener sueño.
—Excelencia, ¿podría contarnos que sucedió? —respondió el concejal con cierto deje impaciente.
—No se me ha olvidado —soltó Erik—; quería ponerme cómodo.
Los dos arrianos permanecían callados, con la mirada expectante de niños a punto de escuchar un cuento y la seriedad de un predicador a punto de iniciar el sermón. El aroma herbal del té que manaba desde la cocina parecía haber puesto el ambiente a punto.
Hacía más o menos un par de horas antes, Erik se quedó en Elutania tras enviar a su esposa de regreso a la casa donde vivieron en Turian. Desde luego, él ignoraba que las pulseras transportadoras que les dieron los llevarían allá. Fueron sus subalternos quienes las programaron con ese destino y no se lo informaron hasta que se reunieron con él afuera del apartamento en la Torre Nimrod. El rey Derek, quien le había acompañado desde Soteria, se quedó dentro de la vivienda mientras tanto.
El concejal Oresn y la general Ymr Wayob habían acudido al apartamento de Erik y Nyrah. Pero quizá no esperaban encontrárselo. Hasta se miraron el uno al otro con los ojos muy abiertos antes de explicar qué hacían ahí.
—No sé qué hacen aquí —dijo Erik serio—, en especial tú —agregó machacando su índice en el pecho del concejal—. Más les vale no estar relacionados con el atentado que acabo de sufrir.
—Yo no tengo nada que ver —replicó el concejal—. La general Ymr tampoco.
—Eso es lo exactamente lo que diría un traidor —contestó Erik con el entrecejo fruncido.
El concejal apretó los labios y retrocedió lento unos pasos. Apretaba tanto el puño que las puntas de sus dedos enrojecieron. Parecía indignado por la acusación.
—Hemos venido a rescatarlos —dijo tras un largo respiro—. Y será mejor que todos nos marchemos de una vez, antes de que los verdaderos traidores despachen más autómatas de combate...
—¡¿Cómo sabes de los autómatas?! —exigió respuesta Erik.
—Obviamente, rastreamos las comunicaciones —replicó el concejal—. Vinimos directamente acá para que no descubran que sabemos del complot.
—Señor —dijo la general Wayob en otro tono—, su esposa ha sido la mejor amiga que he tenido desde que vine a vivir a la Capital. Yo solo quiero protegerla. A ella y a usted.
—No importa si no nos cree —terció el concejal—. La capitana Bami Walshor vendrá en un minuto. Ella aclarará sus dudas.
—Tienes exactamente un minuto —replicó Erik mientras —. Ay de ti si no se aparece.
Oresn movió la cabeza de lado a lado, con un gesto muy serio. Parecía no creer lo que estaba a punto de decir.
—Entiendo que me juzgue traidor —dijo—. Después de todo, me apropié de sus propuestas. No lo negaré. Pero quiero aclararle que soy partidario suyo. Lo hice para que no terminaran archivadas por siempre... porque yo quiero lo mismo que usted: Una Elutania por y para los arrianos; sin Helyel o Legionarios gobernándola desde las sombras...
Erik recibió en ese instante un mensaje en la bandeja de entrada de su procesador neuronal. Y, al parecer, el concejal también. El monologo fue interrumpido de golpe al mismo tiempo que pedía silencio haciendo un gesto con la mano.
Sus Excelencias Oresn Karrpab e Ymr Wayob, salud.
Les suplico reunirse inmediatamente afuera del apartamento de la Familia Real. Por favor, convenzan al Gran Arrio Teslhar y a la señora Nyrah de ir con ustedes al taller del piso 129 para ser evacuados. Acompáñenlos (por seguridad de todos ustedes) a donde los envíe el portal que acabo de programar. Yo iré más tarde al apartamento. Si no hay contratiempos, nos encontraremos en el Palacio Real de Soteria. Les avisaré cuándo.
Majestad, le ruego no desconfiar. Hacemos lo imposible por salvarlo del Golpe de Estado que llevan a cabo los incondicionales de Helyel restantes en el gobierno.
Erik hizo un gesto innecesario con la mano para apartar el mensaje de su campo visual cuando acabó de leer.
—Bueno —dijo serio—, pues qué remedio. Adentro todos, tenemos que explicar la situación a mi esposa.
Luego, dio media vuelta sin esperar que Ymr y Oresn le siguieran. Pero manoteó un par de veces más porque el mensaje de un rato antes volvió de pronto a obstruirle la vista. Supuso entonces que tal vez fue un fallo de su procesador neuronal, pues a los arrianos les implantaban uno de esos aparatos en el cerebro al nacer; en cambio, él recibió el suyo siendo adulto. Incluso tuvieron que colocarlo en un dije porque la cirugía de implantación fracasaba en pacientes adultos. En todo caso, recorrió a zancadas el pasillo de muros blancos y pulidos y fue directo a la puerta de su apartamento... o, mejor dicho, el cristal de acceso de la entrada (¡Olam Santo! ¡Cuánto le costaba acostumbrarse a la falta de puertas de ese mundo!). El vidrio negro se volvió traslucido ni bien él se plantó delante. Así entraron todos en fila.
Ymr saludó al rey Derek con una reverencia tan pronto entraron, pero casi espachurró a Nyrah de un abrazo.
No tomó demasiado tiempo para enterar a Nyrah del rescate. Sólo le informaron que volverían de inmediato a Eruwa, el mundo natal de ambos. Erik la cogió por la mano para largarse del apartamento y llevarla al ascensor e ir al laboratorio del piso 129. Los demás les siguieron de inmediato. Corrieron todos juntos por el largo pasillo, de suelo negro pulido. Los dos arrianos que irían con ellos —el concejal y la generala— sacaron pistolas que llevaban ocultas en algún bolsillo de sus ajustados monos de tela blanca elástica.
Tuvieron que parar frente al cristal de acceso del ascensor ya que Ymr notó que alguien venía en camino. Erik desenvainó aprisa. Elutania tenía el equivalente a la Guardia Real de Soteria. Pero él no sabía entonces si eran parte del complot. Prefería desconfiar. Por suerte, descubrieron que quien subía era una cara familiar. Era la capitana Bami Walshor. Salió de ahí casi tambaleándose, sudorosa, con una bolsa de arpillera colgada al hombro, cortes y manchas de sangre y sus coletas verde y rojo despeinadas.
—Olvídense del portal de abajo —informó ésta—. Vienen autómatas en camino.
Erik sólo podía suponer que ella había dejado tropas en los pisos inferiores combatiendo a los autómatas. Por lo menos a él le parecía que alguien la siguió hasta ahí.
—Bueno, ¿qué hacemos ahora? —exigió saber.
—Por lo pronto, Majestad, que todos corran al apartamento —dijo Bami.
Erik se puso tan pálido como el cielorraso encima de ellos.
—No irás a explotar el ducto —dijo él —. ¿O sí?
—Lo haré siempre que ganemos tiempo —respondió Bami seria.
Erik corrió sin pensárselo. Su esposa, Su Majestad Derek, el concejal Oresn y la generala Ymr lo siguieron de inmediato. Pero Bami Walshor se quedó atrás, hurgando deprisa en la bolsa colgada de su hombro, sin alejarse del ascensor ni un instante. Arrojó dentro varios explosivos con forma de tableta. Luego, se echó a correr antes de que el estallido salpicara sobre ella escombros y fuego. Fue la última en colarse a la Residencia Real. Se metió de una zancada tan larga como sus dos piernas estiradas al máximo.
Una nube de polvillo anaranjado del sistema contra incendios se coló al departamento. Una capa cubrió el suelo y el cabello de Bami y el de Nyrah.
—Eso mantendrá ocupado a todo el mundo —dijo Bami a la vez que hurgaba de nuevo en su bolso de arpillera.
—¡Carajo! —soltó Erik entre dientes— ¡Con lo caro que salió reparar el edificio la vez pasada!
Bami pareció no hacer caso de sus quejas. Luego, sacó brazaletes aprisa varios dorados del bolso, adornados con piedrecillas, y los sostuvo en una sola mano e hizo un ademán con la cabeza para indicar a todos los presentes que cogieran uno. A final de cuentas se disculpó e instruyó que se pusieran rápido las pulseras transportadoras que había traído con ella.
—¿A dónde vamos? —pidió saber Nyrah mientras se ponía el artefacto en la muñeca.
—A la hacienda donde vivían antes de venir acá —explicó Bami a secas.
—Yo no regreso a Turian —terció Erik devolviendo la suya—. Me quedaré a enfrentar a los conspiradores.
El concejal Oresn e Ymr lo rodearon casi de inmediato. Él retrocedió unos pasos por instinto.
—Majestad —dijo el concejal en voz baja—, sé que usted es un guerrero poderoso. Pero tengo obligación legal de ponerle a salvo si sufre un Golpe de Estado.
—Es cierto —secundó Ymr de igual modo—. Si usted muere, nos ejecutan.
—Entiendo —dijo Erik serio—. Bami, hace rato sólo encontraste autómatas; no peleaste contra Legionarios o Soldados de Elite. ¿O me equivoco?
—Sí, fueron sólo autómatas —respondió la aludida.
—Ya he peleado antes con ellos —dijo Erik al fin—. Estaré bien.
El concejal estuvo a punto de objetar. Pero Erik no lo permitió. "Váyanse sin mí —demandó—; es una orden".
Las diferencias entre el Gran Arrio y otros reyes parecían mínimas. Quizá la más notable era que los arrianos no creían en el derecho divino a gobernar. Como sea, Erik exigió al concejal Oresn y a Ymr largarse porque supuso que nadie podía inculparlos por su muerte si había testigos de que él les mandó dejarlo atrás. De seguro bastaría con examinar los registros de la Inteligencia Artificial de su apartamento para justificarlos.
—Yo también me quedo —sentenció Derek con su acostumbrada gravedad.
Otro estallido en el piso inferior hizo que todos se taparan los oídos al mismo tiempo. Enseguida Bami se dirigió a Nyrah, Ymr y el concejal.
—Escuchen —dijo ella—, digan "Vado Ad". Los transportadores tienen destinos programados para cada uno.
El concejal, Ymr y Nyrah repitieron las palabras sugeridas y desaparecieron literalmente en un parpadeo de Erik.
Bami sacó una pistola de la bolsa que había traído. El arma tenía un cañón blanco, alargado y estaba hecha de un material blanco y brilloso, a medio camino entre porcelana y la celulosa que se usaba en Soteria para hacer juguetes.
—¿También te quedas? —dijo Derek serio mientras desenvainaba su espada sagrada.
—¿Por qué no? —respondió la arriana a la vez que metía un cargador dentro de la cacha.
Erik desenfundó a Ruaj, su espada sagrada y se dirigió al cristal de acceso de su apartamento. Derek lo siguió al instante. Pero Bami los detuvo cogiéndolos por el brazo.
—No, Majestades —dijo ella—. Los traidores esperan que salgamos por aquí. Síganme.
Enseguida, ella los guio por la sala, el corredor largo que conducía al baño y a las alcobas. Luego, entró al dormitorio de Erik y Nyrah. Se colocó en cuclillas junto a la cabecera de la cama y comenzó a empujar. Derek envainó su espada de nuevo y, luego, se inclinó en el otro extremo para ayudar a la arriana.
—¿Hay algún pasillo detrás? —pidió saber Erik
—Mejor aún —respondió Bami—. Ya verán.
Erik se agachó al pie de la cama y estiró con fuerza. El condenado mueble pesaba más de lo que había estimado, pero pronto le quedó claro por qué pusieron semejante armatoste en su alcoba. Detrás había una ventila lo bastante amplia como para que una persona anduviera de rodillas en su interior. Bami quitó la rejilla que la cubría, se arrodilló y dio golpecitos con una mano a otra armazón igual que había al otro lado del muro. Quizá trató de estimar qué tanto batallaría para removerla. Luego, se tiró de espaldas e intentó arrancarla con los pies. Pero no cedió. A final de cuentas, cogió una granada del bolso que llevaba al hombro y la atoró en las rendijas. Luego, dejó la bolsa vacía tirada en la alfombra.
El ruido de una pared demolida de golpe sobresaltó a Erik. Derek volteó a mirarlo con los ojos muy abiertos.
—Ya vienen —dijo Bami entre dientes, luego encaró a Erik—. Cúbranse los ojos —agregó.
Él protegió su mirada con el antebrazo. Aún así, alcanzó a ver un destello que lo cegó un par de segundos. Lo único que pudo ver durante ese lapso fue un fogonazo blanco. No necesitaba ser genio para deducir qué seguía. De cualquier modo, tuvo que guiarse a tientas hacia la pared detrás de la cama hasta que pudo volver a ver.
Bami se puso a gatas y anduvo hacia atrás, hasta meter los pies en el hueco de la pared. A juzgar por sus movimientos, y el ángulo en el cual quedó su torso un momento después, la ventila seguramente desembocaba en una escalerilla sujeta al muro del otro lado. Erik fue el siguiente en entrar y pronto comprobó que tenía razón. Bajó con cuidado hasta lo que parecía una estructura inmensa con forma de andamios instalada en un corredor estrecho entre el apartamento de la Familia Real de Elutania y la jefatura de vigilancia del edificio entero. Cintas luminosas adheridas a vigas y barandas alumbraban el lugar.
Derek bajó del ducto de un brinco. La arriana se puso en marcha y pasó por en medio de los dos reyes sin disculparse. ¿Esa descortesía era habitual en Elutania?
—Ahora, vamos tras el culpable —dijo Bami—. Síganme.
Erik y Derek lo hicieron. Iban en dirección opuesta a los ascensores que conducían a ese piso.
—¿Qué es este lugar? —exigió saber Erik.
—Era una zona de servicio —explicó la arriana—. Pero lleva bastante tiempo fuera de uso.
Así que lo único bueno de ese lugar era que seguramente a nadie se le iba a ocurrir buscarlos ahí.
Erik observó las paredes con más detenimiento. Los cables eléktricos acomodados en canaletas de metal, los tubos atornillados al hormigón, los paneles repletos de interruptores y botones de colores que prendían y apagaban sugerían que se trataba de una parte de la Torre Nimrod poco frecuentada por seres vivos desde que los autómatas se encargaban del mantenimiento del edificio.
—No miren abajo —advirtió Bami.
Demasiado tarde. Erik acababa de hacer lo contrario a las indicaciones. Con un vistazo se dio cuenta de lo alto que caminaban e incluso notó algunas zonas oscuras a decenas de metros más abajo. El vértigo le obligó a enderezar la cabeza y aferrarse con cada mano a las barandas. Anduvo un tramo considerable sin soltarse hasta que pararon en una plataforma tan angosta como el corredor por donde se escabullían. Un pequeño teclado en un rincón permitía controlar el ascenso. O al menos eso creyó él, porque aún no aprendía el alfabeto arriano; tuvo esa idea debido a dos botones marcados con flechas apuntando arriba y abajo.
Los tres subieron a la plataforma. Bami tecleó algo y luego presionó el botón hacia abajo. Empezaron el descenso tras el zumbido eléktrico de los motores al activarse. Aquello no era tan rápido como un ascensor, pero bastaba. Quizá el paso del tiempo se antojaba lento porque Erik estaba casi seguro de que los autómatas podían emboscarlos en cualquier momento.
Durante el descenso, Bami parecía tan concentrada que incluso se tocaba la sien con dos dedos. Miraba hacia abajo de vez en cuando y luego hacia los lados. A lo mejor trataba de mantenerse alerta ante una emboscada. Pero Erik sospechaba de otro motivo.
—¿Cómo sabes a dónde ir? —dijo serio— ¿O a quién buscamos?
—Tengo todo aquí —respondió Bami al mismo tiempo que señalaba su sien—. Su padre, la oficial médico Vilett Pilestri, y el comandante Lhar sospechaban de la conspiración desde hace días. Ellos la investigaron y ahora mismo transmiten la ubicación del instigador principal a mi neuropro.
—Ya veo —asintió Erik despacio—. Tienes toda la información en tu procesador neuronal.
Bami detuvo la plataforma de pronto en un nivel sin luces. "Es aquí —informó—. Aléjense del muro." Esta vez no le hizo falta pasarse en medio de los dos reyes. Ambos se apartaron tal como ella pidió. Los tres corrieron en hilera por el andamio y, ni bien estuvieron algo lejos, la pared por donde se deslizaba la plataforma voló en pedazos. Unas manazas blancas, de aspecto pulido, con líneas negras en las articulaciones aparecieron por el hoyo recién abierto.
Derek no dio oportunidad de nada al autómata que acababa de asomar su cabeza en forma de yelmo. Empuñó su espada sagrada con ambas manos y apuntó la hoja directo al hueco de la pared.
—¡Selblitz! —recitó Derek aprisa.
Un relámpago salió disparado de la punta de la espada e hizo estallar la cabeza del autómata. Bami se echó a correr de inmediato. Brincó por encima de la máquina derrotada con agilidad gatuna. Erik la siguió y, hasta ese momento, él aún ignoraba cómo sabía dónde encontrar a los instigadores del Golpe de Estado.
La pared daba a un pasillo largo, bordeado de cristales de acceso. Tras uno de ellos había una sala de reuniones ocupada por un grupo de cinco arrianos que, en aquel preciso momento, se metieron rápido bajo la mesa. Las luces del corredor y aquella habitación se apagaron de golpe. Después, todo se iluminó de rojo para alternar al amarillo un instante más tarde. Los colores cambiaban por sí solos cada tanto al compás de una alarma. Erik no recordaba un protocolo como ese. Seguramente significaba que, quien estuviese dentro de alguna oficina o lo que fuera, no debía salir.
Algunas compuertas circulares se abrieron en el suelo para dejar pasar autómatas de combate con forma esféricas. Estos cacharros sacaron de inmediato ametralladoras.
—¡Abajo! —gritó Erik.
No les dio oportunidad de nada. Usó el primer conjuro que se le vino a la mente. Incluso no se fijó si sus compañeros hicieron caso. Dio un fuerte aplauso y la onda expansiva provocada por el encantamiento despedazó algunas de esas máquinas enseguida e hizo chocar a otras contra las paredes y entre ellas.
Erik se dio media vuelta para asegurarse de que sus compañeros no sufrieron daño. Bami y Derek se enderezaron despacio. Parecían aturdidos. Él entonces se acercó a la arriana de coletas.
—¿A dónde vamos ahora? —soltó Erik en voz alta, por si el conjuro la dejó sorda momentáneamente.
—Allá —respondió ella al mismo tiempo que señalaba al fondo del corredor.
—¿Te refieres al despacho del concejal Wakang? —dijo Erik.
Bami asintió para confirmar la sospecha. Enseguida, los tres enfilaron a la oficina que ella mencionó. Ese tal Wakang fue aquel concejal muy anciano que solicitó tiempo al Consejo de Gobierno para deliberar sobre la sucesión del trono cuando Erik derrotó a su antecesor, el Gran Arrio Osmar.
—Él es uno de los principales instigadores —agregó Bami.
—¿Cuántos más hay? —pidió ser enterado Erik.
—Sólo queda uno más: el director de Seguridad Pública.
—Me suena a que tienes enemigos demasiado cercanos —terció Derek—. Deberás ser más enérgico en cuanto te deshagas de este.
—Pero, así los miembros del Consejo podrían considerar tirano al Gran Arrio —replicó Bami—. O hasta la ciudadanía también.
—Ser tirano y tener mano firme son cosas distintas —aclaró Derek.
—Bueno, basta —dijo Erik con irritación—; ahora es tarde para discutir eso.
A decir verdad, él se había planteado elegir nuevos concejales casi desde lo coronaron Gran Arrio. Pero no lo hizo porque necesitaba realizar elecciones generales. Por suerte, los titulares actuales no podían reelegirse; por desgracia, el proceso entero tomaría un año. La única vía rápida para reclutar concejales nuevos era pescar in fraganti a cualquier ocupante del cargo. Por inverosímil que sonara, a los miembros del Consejo de Gobierno les faltaban oportunidades de corromperse. Cómo no, si varias agencias gubernamentales monitoreaban todas sus comunicaciones, pertenencias, cuentas bancarias junto con las del resto de la ciudadanía.
El cristal de acceso al fondo del corredor correspondía al despacho del concejal Wakang. El vidrio opaco brillaba como si una lámpara lo iluminara desde el lado de adentro. Bami se acercó y pegó una oreja en él.
—Parece que hay alguien más —dijo ella en voz baja.
Las compuertas circulares del piso se abrieron otra vez, ahora a espaldas de ellos, y de ahí salieron dos autómatas felinos tan grandes como leones reales.
—Déjenmelos —pidió Derek.
Erik recordó que, semanas atrás, otro gatito como esos que acababan de llegar había roto una espada sagrada a mordiscos. Estuvo tentado a quedarse. No deseaba que otro amigo perdiera su arma de la misma forma.
—Vete —tronó Derek—. Estaré bien.
Desapareció sin dar tiempo a réplicas. Pero no se había ido. En realidad, sus movimientos se aceleraron a tal velocidad que lo único que podías ver eran autómatas decapitados o partidos en mitades tan pronto se asomaban en aquel piso por las compuertas del suelo. A decir verdad, los Maestres por lo general preferían pasar del encantamiento acelerador de movimiento por considerarlo "pelea sucia". No obstante, solían reservarlo para combatir a múltiples oponentes.
Bami cogió a Erik del brazo como para indicarle que mejor la siguiera. Él lo hizo sin pensárselo. En cualquier caso, la arriana quizá iba a necesitar más ayuda.
—No tengo más explosivos —dijo ella—. ¿Cómo rompo el cristal?
—Creo que se cómo —respondió Erik—. Tírate al suelo y tápate bien las orejas.
Los cristales de acceso eran una de las tantas maravillas ingenieriles arrianas y, por lo tanto, mucho más resistentes de lo que aparentaban. Quizá resistirían una explosión; pero tal vez no el impacto del conjuro de onda expansiva. Ruaj, la espada sagrada de Erik, había permanecido callada durante casi toda aquella jornada. Sin embargo, el primer consejo que le ofreció no fue nada que a él le hubiera gustado.
—¡Tírate también! —demandó el arma a través del pensamiento de su dueño.
Erik se dejó caer de espaldas enseguida y, ni bien su espinazo tocó el suelo, el cristal de acceso voló en miles de astillas. Él y Bami quedaron cubiertos de vidrio molido en un instante. Se salvaron por casi nada de la metralla. Una sarta de palabrotas en lengua de Elutania evidenció que quien trató de matarlos seguía dentro de la oficina.
—Se que sigues vivo, Gran Arrio Teslhar —dijo desde adentro una voz áspera, como la de un hombre muy anciano que hablaba dentro de una lata o delante de un ventilador—. Levántate y entra.
Erik se levantó despacio, sin sacudir los fragmentos de vidrio en su ropa. Pero no porque fuera tan ingenuo como para hacer lo que le decían; más bien, iba a por ese concejal decrépito. Y Bami lo siguió al interior del despacho.
Aquel sitio resultaba muy austero si considerabas el cargo de su ocupante. Sólo había una pequeña mesa de obsidiana adosada a la pared, un par de sillas blancas y pulidas con espaldar alto y una vitrina que parecía hecha de celulosa, repleta de trofeos, diplomas y retratos. Afuera, las alarmas de hacía un rato callaron y cesaron las luces centelleantes. De seguro las apagó el titular del cargo, a quien ahora tenían delante y los miraba fijo. O al menos eso parecía.
El anciano Wakang los esperaba sentado detrás de la mesa. Tenía delante un plato humeante de papilla púrpura y una cuchara atenazada por su mano temblorosa, cubierta de lentigos y arrugas. El viejo parecía tener dos huevos hervidos por ojos —sólo Olam sabe si era ciego o tenía cataratas— y una dentadura aserrada de pez carnívoro que asomaba de su boca entreabierta. Su butaca levitaba en silencio a escasos centímetros del suelo. Puso el cubierto despacio a un lado. Después, cogió una servilleta para limpiar sus labios pálidos. Un olor como a remolacha hervida, que tal vez manaba de él o de la comida, inundaba el ámbito de la sala.
—No lo subestimes —advirtió Ruaj, la espada sagrada, directo al pensamiento de Erik—. Inmovilízalo ahora mismo.
Pero tal parecía que el arma no previó la astucia del concejal. En ese instante, el dije donde Erik portaba su neuropro estalló con un "pop" sordo y le provocó un ardor intenso en el pecho, como una quemadura con agua hirviente. Él retrocedió de un brinco impulsado quizá por instinto. Sin embargo, su compañera arriana sólo cayó de espaldas. Quedó en el suelo con la cabeza en un ángulo incómodo mientras le brotaban hilillos de sangre de los oídos, la nariz y los lacrimales. Por desgracia, ella tenía el procesador neuronal implantado en el cerebro, igual que el resto de la ciudadanía en Elutania.
—Quieto —demandó el viejo concejal con una voz monótona, que sonaba como si hablase dentro de una lata—. O tus demás partidarios también morirán como ella.
—Está bien —respondió Erik mientras alzaba ambas manos—. Tú ganas. ¿Qué quieres de mí?
—Tira tu espada. ¡Ahora!
Erik obedeció sin despegar la vista del concejal. En ocasiones así, más valía armarse de paciencia y aguardar una mejor oportunidad. No quería que su padre, el comandante Lhar, Vilett, Oresn, Ymr y otros amigos a los cuales la urgencia no permitió recordar, acabaran con el cerebro destrozado por un ataque activado remotamente.
Wakang hizo que su butaca levitase hacia el arma tirada. Luego, se inclinó para recogerla, fue ahora a la vitrina y colocó el arma sagrada en un estante desocupado de la parte baja. Parecía que ya consideraba a su rival vencido, y a Ruaj parte de la colección de trofeos.
Si bien Erik fingió rendirse con calma —y seguramente con un rostro inexpresivo— por dentro ardía en deseos de coger su espada sagrada otra vez y liquidar al viejo. Claro que el adiestramiento militar te obligaba a mantenerte imperturbable durante el combate. Pero ahora le resultaba complicado. No había comparación entre ver morir a un soldado enemigo en el campo de batalla y que le sucediera lo mismo a un colega tan cercano como lo era la capitana Bami Walshor. En todo caso, su instrucción en el Cuerpo de Maestres le hizo caer en cuenta que el concejal no tenía idea del verdadero poder de una espada sagrada. Sólo necesitaba distraerlo un poco más.
El anciano Wakang se cubrió la boca con la servilleta para toser un poco. Al acabar, sus ojos blancos parecían mirar fijo a un punto alejado de la sala.
—De todos los Arrios que han gobernado Elutania, tú eres el peor —dijo señalando a Erik con un largo y huesudo índice—. Eres tan débil que te rendiste ante un enemigo casi derrotado, gastaste millardos de créditos en compensarlo y reconstruir su mundo. ¡Estamos en bancarrota por tu culpa! Y, por si fuera poco, quieres anular la vigilancia permanente a la ciudadanía...
—Sí, claro, viejo senil —interrumpió Erik burlón—. No estamos siquiera en bancarrota...
—¡Cállate, mocoso! —respondió el concejal— ¡Ahora los mataré a todos!
—¡Calma, calma! ¡Nadie más tiene que morir!
—Deberías haber sido sólo tú. Pero ya se ocupará Helyel de ti...
—¿O sea que Piensas traerlo de vuelta? —volvió a interrumpir Erik.
—¿Por qué no? —soltó Wakang con una sonrisa de dientes picudos— Sería mejor gobernante que tú.
Enseguida, abrió un compartimento disimulado en el reposabrazos de su butaca flotante. Luego sacó de ahí una pistola blanca, pulida, con una franja roja sobre el cañón. Parecía un juguete. Pero Erik había visto armas iguales antes. Aunque quizá ese debía ser un modelo bastante antiguo. ¡Quién sabe! Se rumoraba que Wakang había sobrepasado la esperanza de vida del arriano promedio siglos atrás. Incluso otros funcionarios aseguraban que él participó en la primera invasión a Eruwa liderada por Helyel... Así que debía tener sus buenos cuatrocientos cincuenta años.
—Andando —Ordenó el anciano—. A la sala de prensa. Anunciarás tu abdicación a toda Elutania.
La distracción parecía haber funcionado. Erik entonces pudo oír entre sus pensamientos la voz de su espada sagrada. Le indicaba que había llegado el momento ideal para que volviera a empuñarla.
—¡Mideh, Ruaj! —recitó Erik apresurado.
El arma salió disparada desde el estante donde Wakang la había dejado. La hoja atravesó la espalda del viejo en un instante cegador y quedó cubierta de sangre parda. El anciano tenía los ojos muy abiertos mientras boqueaba con las manos agarrotadas. Erik se plantó enseguida detrás de la butaca, cogió la empuñadura con fuerza; luego, dio un tirón apoyando el pie en espaldar. El cuerpo del concejal se desplomó hacia adelante ni bien quedó libre del estoque sagrado. No pasaron un par de segundos para cuando un charco rojo empezó a formarse debajo del cadáver.
El ruido de la pelea afuera del despacho pareció más intenso de repente, quizá porque nadie había podido reparar en él hasta entonces. En cualquier caso, la pared que daba al pasillo cayó derribada por un autómata de combate que arrojaron sin precaución durante el combate. Los escombros aplastaron el cuerpo de Bami Walshor y el del concejal.
Derek, el rey de Soteria, entró por el hoyo en el muro y pasó por encima de los escombros y el autómata destrozado. En algún momento se despojó de la gabardina de cuero negro de su uniforme del Cuerpo de Maestres. Ahora su camisa estaba sucia de sangre y rasgada en algunas partes. Llevaba la corbata medio desanudada y la frente perlada de sudor. Aún empuñaba su espada sagrada con la guardia en alto. Enseguida, miró de un lado al otro, como buscando algo. O a alguien.
—¿Dónde está Bami? —quiso saber.
—Debajo de los escombros —respondió Erik a secas.
—¡Mierda!
—¡Cálmate, viejo! La mató el concejal Wakang. Hizo que el procesador neuronal estallara dentro de su cabeza o algo así. No estoy seguro. Pero me amenazó con matar a otros de la misma forma.
—Entonces, ¿qué hacemos ahora?
Una pregunta interesante para la cual Erik tuvo que estrujarse los sesos. Aunque no por mucho. Pronto notó el dije triangular en el cuello del concejal. No tenía ningún adorno aparte de lo que a la distancia parecía una lenteja. Lo examinó un poco más de cerca y supo de inmediato.
—Llevarnos esto —respondió mientras arrancaba la cadenilla del cuello de Wakang con un tirón.
—¿Un procesador neuronal? —quiso saber Derek.
—Y no uno cualquiera. Estoy seguro de que a Oresn le dará gusto tenerlo. Ahora, larguémonos.
—¿Cómo? Si devolvimos los transportadores.
—Mejor dicho, por dónde.
Erik propuso enseguida lanzar el Conjuro Acelerador del Movimiento al mismo tiempo. Derek entonces lo miró con un gesto desaprobatorio al mismo tiempo que asentía. El piso 129 quedaba cerca de ahí. Luego debían encontrar el laboratorio al que Bami quiso llevarlos.
En realidad, a los Maestres les disgustaba tener el poder de moverse tan rápido como la luz. O quizá más si se consideraba que cualquier conjuro alteraba las leyes de la Física. Ellos podían andar a su antojo mientras el resto del universo permanecía estático. Incluso podías vencer a un oponente sin que tuviera oportunidad de resistirse. Por lo tanto, echar mano de esos poderes en combate sencillamente era como hacer trampa o participar en un enfrentamiento arreglado. Eso sin mencionar la dificultad para mantener los efectos. Necesitabas de una determinación enorme para evitar que todas las Leyes Físicas que has violado vuelvan a su cauce en un momento inoportuno. Pero había situaciones en las cuales no quedaba más opción. Aquel día, el Gran Arrio y el rey de Soteria debían encontrar una máquina de portales lo más pronto posible —sin ser vistos por nadie— y, al mismo tiempo, eliminar a los autómatas que se les interpusieran.
—A toda velocidad —recitó Erik con resignación.
Derek lo imitó enseguida. No parecía contento de volver a usarlo. Luego, desanduvieron el trayecto que los llevó hasta aquel despacho y tuvieron que dejar el cuerpo de Bami tirado donde falleció. No había de otra por ahora. Ya se encargarían de entregarla a sus parientes en cuanto anularan el Golpe de Estado.
Ambos reyes decidieron marcharse por el hoyo en la pared por el cual se colaron a aquel piso. Para cuando volvieron allá, Erik ya sabía en dónde se encontraban. Sólo precisaban descender un par de niveles.
—¿A dónde vamos ahora? —soltó Derek mientras entraba en el agujero.
—Hacia abajo —respondió él—. Ya estamos muy cerca.
Erik fue Maestre durante unos diez años —si su memoria no fallaba— y, en ese lapso e incluso mucho tiempo después, no logró acostumbrarse a los efectos del Conjuro Acelerador. Aún le parecía desconcertante poder caminar, hasta correr, mientras el resto del mundo permanecía tan quieto como las ilustraciones de una tarjeta postal. Sin embargo, quienes estuvieran a su alrededor sólo le veían desaparecer y las consecuencias de lo que hiciera en ese estado: si arrojaba una piedra contra un vidrio, los demás lo verían romperse, pero no quien lo quebró; si chocaba con una pila de cajas, los demás las verían caer, pero no al que las tiró; también ocurría algo similar si se tiraba un pedo.
En todo caso, al adentrarse en la zona de servicio tras las paredes, Erik tuvo decidió asomarse hacia arriba y abajo, por si acaso los golpistas enviaron refuerzos. Tuvo que observar con detenimiento ya que le pareció ver decenas de lucecillas rojas destellear a lo lejos. "¿Es en serio?", se quejó entre dientes. Más autómatas venían en camino. Descubrieron el atajo de algún modo... o alguien lo hizo por ellos y los envió allá. En fin, sólo esperaba que el concejal Oresn o Ymr Wayob descubrieran las identidades de los otros conspiradores ahora que tenían el neuropro del viejo Wakang.
Derek y Erik fueron directo a la plataforma por la que descendieron rato antes. Bastó mantener oprimido el botón de la flecha que apuntaba hacia abajo para comenzar a bajar. Por suerte, el muro frente a ellos ponía el número de cada piso. Si bien la Torre Nimrod era uno de los edificios más altos en la capital arriana, los autómatas podían darles alcance rápido.
—Creo que llegamos —dijo Erik luego de reconocer los numerales y soltar el botón.
—¿Estás seguro?
—Intentaré preguntar a Ruaj.
Apretó la empuñadura de su espada sagrada y repitió en su pensamiento la pregunta de Derek. Claro que aún no entendía por completo el sistema de escritura arriano. Sin embargo, ya había aprendido por entonces algunos caracteres; los números entre ellos. Aunque la razón por la que deseaba asegurarse de haber llegado al piso correcto obedecía más a que los signos correspondientes al nueve y el ocho eran muy similares y a menudo los confundía.
—Acertaste —respondió al fin la espada sagrada directo en el pensamiento de su dueño—. Es aquí.
—Ruaj dice que hemos llegado —confirmó Erik enseguida a Derek.
La manera más rápida de salir al corredor era derribando el muro a sus espaldas. Erik no quería usar el conjuro de ondas expansivas en ese lugar, pues era probable que eso hiciera caer el andamio y la plataforma por donde él y su compañero habían bajado. Por ello, pidió consejo a su espada sagrada. Apretó la empuñadura hasta que la respuesta acudió a su mente. Por fortuna, el arma insertó directo en su pensamiento una idea para tirar la pared. "Dale un toque ligero con las yemas", sugirió Ruaj. Y así lo hizo él.
Los escombros aplastaron a un par de autómatas esféricos que, al parecer, recibieron órdenes de examinar la zona. O eso parecía indicar la dirección en la cual titilaban las lucecillas rojas del frente. Uno de ellos incluso había sacado las ametralladoras. Derek asomó la cabeza para dar un vistazo a un lado y al otro y Erik lo imitó.
Había más de esos cacharros felinos y esféricos saliendo por los ductos de los ascensores en los dos extremos del pasillo. Otros tantos (que ninguno se molestó en contar) habían escalado o levitado hasta aquel piso y ahora parecían quietos gracias al conjuro acelerador. Para cuando el Gran Arrio y el rey de Soteria atravesaron el hoyo que acababan de hacer, uno de los gatos mecánicos alzó la cabeza; luego, la bajó de inmediato como si una mano invisible la hubiera empujado.
—Creo que el efecto está pasando —señaló Derek—. ¿Hacia dónde está tu famoso laboratorio?
—Allá —respondió Erik mientras señalaba hacia el frente—. Es el cristal junto al ascensor.
—Entonces nos abriremos paso a espadazos.
Erik se encogió de hombros en respuesta. Debían apresurarse, no quedaba más por discutir.
Ambos empuñaron sus espadas con las dos manos y pegaron mandobles a todos los autómatas en su camino. Los felinos caían descabezados al instante; las esferas flotantes, partidas en dos; los monigotes con caretas sin rasgos, desmembrados. Así recorrieron el pasillo hasta llegar al laboratorio. Destruyeron tantos y tan rápido que terminaron con los brazos adoloridos. O al menos de eso se quejaron al cruzar el cristal de acceso tras acabar con el último de esos trastos aún intacto. Más valía acabar con todos antes de que pasara el efecto del encantamiento, aunque resultara cansado. Lo peor que podía sucederles en esos instantes era que los mataran en un ataque inesperado.
Quizá lo más inquietante del Conjuro Acelerador del Movimiento consistía en la posibilidad de morir bajo sus efectos y que tu cadáver siguiera corriendo a la velocidad de la luz hasta el fin de los tiempos o que alguien pudiera detenerlo.
El laboratorio del piso 129 era propiedad del Paličai —equivalente a la Guardia Urbana de Soteria o las Fuerzas Policiales del Mundo Adánico— y se utilizaba más que nada para la investigación criminal o forense. Tenían una máquina de portales para trasladarse rápido desde o hacia sus cuarteles por toda la ciudad y comunidades vecinas. Aquellas instalaciones hasta contaban con varias gavetas refrigeradas adosadas en el fondo. Erik a menudo prefería no acordarse de lo que los técnicos a cargo del sitio guardaban habitualmente en ellas. Por suerte, no había nadie a esa hora.
La máquina de portales por donde él y Derek volverían parecía un marco de espejo hecho con tubos delgados blancos. Estaba medio escondida en detrás de las gavetas, como si la hubieran usado para escapar a toda prisa.
Erik se chupó los dientes en señal de molestia.
—Esta cosa de seguro ya no nos enviará a donde debíamos ir —soltó luego.
—¿Por qué? —quiso saber Derek— ¿Está rota?
—No. Pero, como ya la usó alguien más, iremos a dar a donde sea que ese alguien haya ido.
—¿Y esto no es como con las pulseras transportadoras? O sea, que puedes decirles a dónde enviarte...
A Erik le sorprendió su falta de sentido común en ese momento. ¡¿Cómo no se le ocurrió antes que las pulseras transportadoras y las máquinas de portales tal vez compartían ciertas funciones?! Cogió entonces el aparato con una mano para sacarlo con precaución de atrás de las gavetas refrigeradas; por suerte, no estaba atorado. Lo recargó de manera cuidadosa en la otra pared que tenía delante. Más valía que funcionara.
—Nunca he hecho la prueba —admitió—; así que ya va siendo hora. ¡Vado ad Soteria!
La máquina de portales se encendió al instante. Podían ver en ella la fachada del palacio y el enrejado de la calle Gardner como si se tratara de un cuadro al óleo hiperrealista.
—Júrame que no te quedarás después de que cruce —dijo Derek serio.
—Te lo juro, viejo —respondió Erik—. Vete ahora que puedes.
—Bueno. Pero no me hagas volver por ti.
Derek cruzó el portal de un brinco. Ni bien lo hizo, en el pasillo resonó un estrépito similar al de una vitrina repleta de platos cayendo hacia el frente. El efecto del Conjuro Acelerador del Movimiento acababa de terminar. Los autómatas que él y Erik destrozaron afuera del laboratorio provocaron todo ese ruido al desbaratarse de pronto, pues lo único que aún los mantenía en una pieza era el extraño comportamiento de las Leyes Físicas mientras te movías más rápido que la luz.
—¡Vado ad mi casa en Turian! —ordenó Erik a la máquina de portales de manera atropellada.
La máquina de portales le mostró enseguida la alcoba de una cabaña que él reconoció como suya, aunque allá fuera de noche. Cruzó de una zancada. Pero, en cuanto tuvo ambos pies en el suelo de madera al otro lado, agitó las manos para cerrar el portal a la vez que se lo ordenaba con frases como "ciérrate" o "cancelar" o "destino alcanzado". Pero lo que pareció funcionar fue sólo alejarse un poco. Aunque no lo hizo a propósito. Había olvidado que él y su mujer dejaron zapatos, ropa, maletas y otros enseres desperdigados porque no pudieron llevárselos durante la evacuación de Turian. Pisó sin querer una caja cilíndrica (de esas para guardar sombreros) y cayó de culo. Luego, se levantó y caminó despacio entre la oscuridad.
—¡Carajo! —masculló al toparse con un ropero atravesado en la puerta de la alcoba— ¿Qué hace aquí esta cosa?
Trató de hacerlo a un lado con delicadeza. Pero pesaba tanto que le pareció más fácil halarlo hacia el frente para que cayera y luego pasarse por encima. Y eso hizo mientras intentaba recordar por qué dejó ese mueble atravesado en la puerta de la alcoba.
El concejal Oresn ahora sostenía entre sus dedos la cadenilla y el dije que Erik trajo de Elutania.
—¿Qué opinas? —dijo Oresn luego de intercambiar una mirada llena de significado con Ymr.
—Podría servir para dar con los demás conspiradores —respondió ésta—. Pero, ahora que Bami murió, no tenemos a nadie de confianza que pueda examinar un neuropro.
—¿Y Vilett? —sugirió Erik
—Oh, sí, es muy capaz —respondió Oresn—. De seguro que puede sacar algo en claro. Aunque dudo que la veamos pronto. No sabemos si está viva siquiera.
—Cierto, Bami no nos dijo nada de ella.
—¿Y si la puso a salvo antes de encontrarse con nosotros? —terció Ymr.
—Lo que sea que haya pasado —replicó Oresn—, por ahora, Eruwa es el lugar más seguro para nosotros.
Erik suspiró cansino. No tenía inconveniente en hospedar a estos arrianos en su hacienda de Turian. Pero le preocupaba que los perpetradores del Golpe de Estado en su contra los hallaran. Pero ahora no habría nadie más dispuesto a dar la vida por ellos. Nyrah, su esposa, tenía un buen rato sentada en el reposabrazos de la butaca donde él estaba retrepado.
—¿Y si los llevas al Palacio Real? —sugirió ella mientras lo despeinaba con suavidad.
—Aquí estamos siete horas adelante de ellos —respondió Erik—. Si no es muy tarde, podríamos buscar otra máquina de portales en el pueblo. ¿Qué hora es?
Nyrah se levantó aprisa y fue directo a la cocina. "¡Faltan cinco para las diez!", anunció en voz alta desde allá. Si los cálculos de Erik no fallaban, iban a ser las tres de la tarde en Soteria.
—Bueno —intervino el concejal Oresn—, ¿a qué esperamos?
*Erik en realidad dijo "Cowfee" y la corrección de Ymr fue "Coffee". Las palabras en español son un intento de traducción directa del inglés de la Tierra y el de Soteria.
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