Capítulo 18 - 46

Un hombre alto y delgado baja del otro carro, lleva una arma larga y detrás de él se sitúan cuatro muchachos que deben tener alrededor de nuestra edad, también llevan armas.

El General baja de su auto junto con uno de sus soldados y al resto nos ordena que nos quedemos dentro.

Hay varios minutos de expectativa. No oímos lo que dicen pero los vemos intercambiar palabras. El hombre alto señala hacia el sur varias veces, niega con la cabeza, asiente, vuelve a señalar al sur, nos señala con un cabeceo al resto de los autos y al final extiende una mano hacia el General que entonces vuelve mientras el hombre alto y los muchachos se meten a su auto.

―Hay que seguirlos ―le dice a Walter y al conductor del otro auto―. No bajen la guardia.

Nos adentramos en la ciudad, por los letreros y el sentido de la orientación de Giselle pronto sabemos dónde estamos. La ciudad se llama San Miguel de Tucumán y resulta ser lo suficiente grande para que me sienta desorientada enseguida.

Tomo la mano de Guillermo y noto lo frío que está, lo interrogo con la mirada pero él no se da cuenta porque está atento al auto que vamos siguiendo.

Pasamos varias calles, de altos edificios, arboladas y con otros edificios más que parecen torres de departamentos. Hay negocios cerrados y el característico olor a muerte que ha habido en todas las ciudades por las que hemos pasado, con excepción de Cartagena, pero no vemos cadáveres. Esta tiene un orden especial. Incluso vemos a un grupo de personas que antes de que pasemos están observando un edificio destruido con bastante atención, pero entonces oyen los autos, ven los carros militares y sus ojos nos siguen mientras pasamos por la calle.

―¿Saben que dijo Leonardo? ―suelto media temerosa―. Que los argentinos se habían unido a los rusos.

―¿Cuáles rusos? ―espeta Guillermo soltando mi mano y echándome una mirada enojada que hace tiempo no me lanzaba―. No son rusos los que están en la nave.

―Solo decía ―alzo y bajo un hombro, pero sigo teniendo miedo de lo que sucede en esta ciudad y por la mirada de Lázaro sé que él también.

Hasta que nos detenemos no me doy cuenta que detrás de nosotros vienen otros dos autos. Tres contra tres. Siento más desconfianza.

Los autos se han parado frente a un parque y entonces nadie baja hasta que el General nos dice que lo hagamos.

―Tenés que dejar las armas ―suelta el hombre alto echando un vistazo a los soldados del General.

El General le hace una seña a sus subalternos y todos dejan las armas de mala gana. Seguimos al hombre alto hasta un edificio antiguo que parece barroco pero también art nouveau. No podría calcularle la antigüedad.

Nos conducen hasta un salón de donde cuelgan hermosas lámparas y en el techo se observa una bella pintura. Hay asientos de tela que el hombre alto señala y nos acomodamos en ellos mientras él sale del salón y los muchachos nos vigilan.

Giselle y Lázaro se ponen a hablar de lo bonito que les parece el lugar, que también me parecería bonito si no estuviéramos vigilados por esos muchachos que no tienen cara de ser amigables.

El hombre alto vuelve a entrar, esta vez en compañía de un hombre un poco más joven que él, que debe rondar por los 40 años, narizón, de ojos azules y labios delgados.

―¿Sos el General mexicano? ―le pregunta al papá de Arturo, que con todo el porte militar y de mandato le dice que sí y le da un apretón de manos. El hombre se fija en Radcliffe, en Walter y Scott―. Que viene con yanquis.

―La Sargento Radcliffe del ejército de los Estados Unidos señor...

―Muñoz, y el Maestro Lobo.

Señala al hombre alto que nos hemos encontrado al principio, pero yo me llevo las manos a la boca para no reírme por lo raro que ha sonado eso.

―¿Con algún cargo militar?

―No General. Trabajábamos en una embajada y ese será el mayor cargo que vas a ver por acá. Los demás están muertos.

Observa a Radcliffe pero no le extiende la mano, al contrario, no parece muy contento con su presencia.

―¿Y dónde están el resto de los yanquis? Creímos que ya no vendrían, siempre están metidos en cualquier asunto. Ha muerto mucha gente.

―En realidad, le comentaba al Maestro ―El General le echa un vistazo a los muchachos―. Que necesitaba hablar con quien estuviera a cargo acerca de un tema muy serio.

―No le ocultamos a nuestra gente lo que pasa. Este es el último bastión argentino. Al sur no vas a encontrar más que desolación, todos huyeron hacia acá pero no vamos a dejar nuestros hogares. Nos defendimos de los ataques de las naves y de los invasores.

­―¿Entonces no es verdad que se aliaron con los rusos? ―No es el General el que ha hablado. Lázaro se ha pasado los cargos y ha dado un paso al frente.

Me dan ganas de darle un codazo pero es muy tarde. El señor Muñoz se gira hacia él, tiene las manos en los bolsillos y arruga la frente.

―¿Rusos? El único ruso que he visto desde que comenzó la epidemia es un turista que estaba en Buenos Aires. Es Doctor en Historia y si te digo la verdad, no ha ayudado en casi nada, militarmente hablando.

―En Cartagena dijeron que no había alienígenas, que eran los rusos ―sigue diciendo Lázaro.

―Y nosotros decimos que son los yanquis.

―¡Por Dios! ―Guillermo se pone de pie exasperado y todas las miradas se quedan clavadas en él―. No son rusos, ni chinos, ni yanquis, ni argentinos, ni nada de este mundo. ¿Cuándo demonios lo van a entender?

―¿Qué son entonces? ―le pregunta el señor Muñoz sin sacar las manos de sus bolsillos.

―De otro planeta.

Él asiente como si ya hubiera pensado en esa opción antes. Intercambia una mirada con el Maestro y vuelve a mirar a Radcliffe con desconfianza, para luego posar sus ojos en Guillermo y finalmente en el General.

―Tal vez sí podamos confiar en ustedes. Es verdad, son de otro planeta.

***


―Lamentamos no poder ayudar más ―El señor Muñoz lanza una última carga de ropa abrigadora en la camioneta todo terreno.

Hemos pasado una tranquila e intranquila noche en la ciudad. Nos acomodaron en lo que fue un hotel y pudimos bañarnos y cenar delicioso después de varios días, con los relatos del señor Muñoz y el señor Lobo acerca de lo que han vivido.

Han visto las naves y han visto a los alienígenas. Sus ciudades han sufrido muchos raptos humanos y cinco veces ya han enviado militares hacia donde fue la última ocasión que vieron la nave, pero ninguno de los grupos ha vuelto. Decidieron quedarse en esa ciudad, prácticamente a esperar el momento en que llegara a ser el último ataque, a defenderse de la mejor manera que pudieran o esperar por ayuda. Nosotros somos la ayuda y creo que los ha decepcionado bastante.

Un atisbo de esperanza han tenido al oír que Guillermo sabe de qué manera entrar a la nave. Tres de los muchachos que vimos al principio nos acompañarán. En la ciudad quedan pocos hombres, hay más que nada niños varones y ancianos, y algunas que otras mujeres y niñas.

Con cuidado suben un par de maletas llenas de granadas, de las pocas municiones con las que quedaron. Es el plan de Giselle, uno que es bastante inestable pero hasta el momento el único factible debido a la escasez de materiales de los que disponemos.

Nos sentamos a comer con ellos en un banquete que han organizado en el parque con las centenas de personas que quedan.

Guillermo está a mi lado, comiendo en silencio, apartado de las conversaciones y con la vista en su plato o en el árbol que tiene frente a él.

―Hey ―empujo su mano con la mía―. ¿Sabe bien la comida?

―Está rica ―Curva los labios en un microsegundo. Una sonrisa forzada.

―¿Qué piensas?

Deja los cubiertos a un lado y su pasta a medio comer y se asegura que nadie nos escuche.

―Tengo que entrar a la nave ¿sí sabes? Me sé las claves para desactivar el escudo. Ellos se protegen con el escudo, por eso nadie ha podido vencerlos.

―Giselle dijo que haría una cosa en secuencia con las granadas.

―Y si no se colocan por dentro no va a pasar nada, no servirá de nada. He hablado con el General. Harán la distracción y entraré a la nave. Necesitamos desactivar el escudo y colocar las granadas dentro.

―Dentro no, son muy inestables. Es peligroso.

―¿Qué otra manera se te ocurre? En cuanto se den cuente que desactivamos el escudo irán tras de quienes estén dentro y será imposible volver a entrar a colocar las granadas. Se tienen que hacer las dos cosas a la vez.

―¿Qué hay de su Conector? ―De manera automática miro su cabeza y evoco lo que ha pasado en el crucero.

―Lo destruiremos con las granadas. Eso entorpecerá sus comunicaciones.

Me quedo callada, observo al resto que aún bromea sobre un chiste asqueroso que ha hecho Walter, quien resultó llevarse bastante bien con los argentinos.

―Te dije que entraría contigo a la nave ―le recuerdo en voz baja.

―Sí pero no tienes que hacerlo.

―Guillermo, estamos juntos en esto ¿o no?

―¿Y si se complican las cosas? ―me interroga y luego niega con la cabeza―. Estarás más segura en la retaguardia.

―¿Para qué me enseñaste a disparar entonces? ―No subo la voz, no sueno más ruda ni agresiva. Estoy lanzando la pregunta con toda la tranquilidad del mundo―. ¿Para que practicamos? Quiero ir contigo, no me digas que no porque estarás faltándole al respeto a mi libertad y al amor que te tengo.

Hace una mueca, le duelen mis palabras y entonces se levanta de golpe y se aleja. Voy tras él, no importa si alguien nos observa o no.

Él se detiene del otro lado de la calle, debajo de un árbol y cuando lo veo entiendo por qué se ha alejado. Tiene los ojos llorosos y me envuelve con un solo brazo pegando su barbilla a mi frente.

―¿Sabes que podríamos morir ahí? ―Se le quiebra la voz. Sé que me dijo que no lloraba pero lo está haciendo ahora y se ha alejado para que nadie aparte de mí lo vea.

―Soy bastante consciente del riesgo ―le contesto intentando infundirle confianza pero en cuanto él lo ha dicho he tenido miedo. No quiero morir. Escojo las palabras adecuadas porque no quiero que él vaya solo, si le pasa algo me pasa a mí también y me lamentaría el resto de mi vida no haber estado ahí―. Pero hemos estado en riesgo desde que comenzó la epidemia ¿no crees?

―Si pasa algo quiero estar seguro que estarás a salvo.

―Wilhelm ―Me despego un poco y alzo mi mano para apartar una salada gota que cuelga de sus pestañas castañas―. No voy a estar a salvo hasta que destruyamos la nave. ¿Qué harías si fuera al revés eh? ¿Me dejarías ir sola?

―Por supuesto que no.

―Ahí está, vamos a ir juntos o nada. ¿Quién te saco de Cartagena eh? No lo hiciste tú solo Superman.

Suelta un bufido medio de risa y su semblante se relaja un poco.

―Siempre haces eso ―Me da un beso en la frente y pasa una de sus manos por detrás de mi nuca―, hacerlo sonar mejor peligroso.

Es mi manera de no temerle al miedo. Esa y beber por supuesto.

―¿Entonces? ¿Hemos llegado a un acuerdo? ―insisto.

―Iremos juntos o nada.

―Eso.

Me da un beso largo y después de unos minutos volvemos al parque. Se han percatado de que nos hemos levantado de la mesa. Arturo mira con profundidad a Guillermo, Dieter con el ceño arrugado, Giselle a ambos con miedo, Scott con rencor, Lázaro pone los ojos en blanco, Walter nos observa con una gran sonrisa en su rostro y me guiña un ojo en cuanto me vuelvo a sentar a la mesa. Pero entonces veo a Radcliffe, ella no nos observa, tiene la vista clavada en su plato sin tocar.

Al siguiente amanecer nos despedimos del lugar y las personas que hemos conocido. El señor Muñoz le asegura al General que si el Coronel o alguien pasa por ahí intentarán entretenerlos lo más que puedan. No puedo evitar mirar hacia atrás muchas veces, observando a los niños, a algunos hombres, ancianos y mujeres arremolinarse y despedirse agitando las manos con cautela o guardando un respetuoso silencio. Entiendo lo que deben estar pensando, que no volveremos.


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Hola. Antes que nada muchas gracias por llegar hasta acá y leer esta historia. 

Quiero comentar dos cosas. La primera es agradecer a RocioAnahiBarros que me ayudó con la manera de hablar argentina de este capítulo.
La segunda, que no actualizaré hasta el 22 de septiembre, que es el día que cumplo 3 años en Wattpad y que a manera de celebración espero estar subiendo los siguientes 4 capítulos. Esta historia ya está en la recta final y espero que la sigan disfrutando :)


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