Noche en el mar

Muchos son los relatos que nos quedan de aquellos que conocieron a Dioscórides durante su juventud. Tantos, que es difícil adivinar cuáles son reales y cuáles meras invenciones. Quizá incluso las más verosímiles de esas numerosas narraciones heroicas puedan contener las exageraciones que recubren la historia de las personas admiradas que, muriendo jóvenes, son mitificadas.

El famoso oceanógrafo Rubén Sarmiento, compañero suyo de estudios, nos hizo llegar una de sus muchas aventuras. Contaba Rubén que en cierta ocasión un equipo de estudiantes de los últimos cursos salieron en la Celestino Mutis, el navío que proporcionaba la universidad para realizar las prácticas de las materias que se impartían. El objetivo de la travesía no era otro que registrar vocalizaciones de una de las colonias de superdelfines situada cerca de la Isla Providencia. Zarparon de Cartagena con algo de retraso, porque al romper el alba todavía se divisaban los hiper-rascacielos de Bocagrande. Aunque arribaron a la baliza en poco tiempo —en algo menos de 10 horas— ya atardecía. El mar estaba rizado, el cielo muy nublado y la visibilidad era mala. Se adivinaba una borrasca cercana.

Fue entonces cuando detectaron una señal de radar a solo quince millas, y numerosos sonidos de angustia en los hidrófonos. El mar estaba lleno de ruidos de peligro, y pusieron la proa al Norte a toda máquina.

Lo divisaron enseguida. El problema era un barco pesquero norteño, un viejo cascarón de nuez sucio y contaminante. Era raro verlo tan al sur, normalmente no solían alejarse mucho de sus costas contaminadas por las sustancias radiactivas. Se movía torpemente, utilizando técnicas de pesca prohibidas y sus redes de arrastre habían enredado «a alguien». Los desgarradores gemidos de un superdelfín pidiendo ayuda se oían perfectamente en los hidrófonos.

Cuando avistaron a la Celestino Mutis los norteños pusieron rumbo Norte. Era un diesel sucio y muy lento, que apenas daba cuatro nudos con la red sumergida. Eso no era dificultad para nuestra nave, un hidroala eléctrico que podía superar fácilmente los cincuenta nudos.

A menos de 400 metros pudieron ver con los electroprismáticos los rostros deformados por la radiactividad de aquellos desgraciados norteños, esos tristes supervivientes de las zonas no descontaminadas. Se asomaban por la borda mientras los miraban con curiosidad:

—Nadie podría odiar a esos achacaos —musitó alguien en la Celestino Mutis.

Sin embargo, no era el momento de lamentaciones. Enseguida, las balas de plomo empezaron a silbar sobre sus cabezas. Dieron toda a estribor pero, para sorpresa de los demás, Dioscórides paró las máquinas.

—¡Maco!, ¿qué haces? —gritó Rubén con todas sus fuerzas—. ¡Dale a toda máquina!

—Dále tú —respondió.

Entonces, vestido con su traje de inmersión, Dioscórides se zambulló en el mar dejando abandonado el timón. Todos quedaron atónitos durante unos segundos, sin saber qué hacer, pero el silbido de una nueva bala de plomo los hizo reaccionar. Rubén corrió hacia el puente rápidamente y le dio a toda máquina.

El barco saltó sobre la superficie del mar y en apenas unos segundos ya estaba a una distancia de seguridad, fuera del alcance de los disparos. Estuvieron más de tres horas manteniendo el contacto con el obsoleto pesquero, soportando una tensa espera.

Fue entonces cuando rompió la tormenta. En unos minutos, se desató toda la furia  del mar y olas de cinco metros empezaron a barrer la cubierta de la Celestino Mutis. El norteño soltó las redes y siguió tambaleándose como pudo rumbo Norte para buscar un puerto seguro.

Aunque la Celestino Mutis puso proa a las olas, uno de sus hidrófonos se deformó por la fuerza de un violento golpe de mar y dejó de funcionar. El barco respondía bien y estaban seguros, pero había que tener cuidado porque el mar estaba muy peligroso.

Casi no me atrevo a imaginar lo que tuvo que ser pasar aquella terrible noche solo y perdido en mitad del mar, luchando por sobrevivir a aquella violenta tormenta, amenazante incluso para los barcos medianos.

Pasaron toda la noche despiertos, soportando la bravura de las olas, buscando algún destello en el radar que revelase la posición de su amigo o, al menos, la señal de radio de la «baliza de recogida» que llevaban todos los trajes de inmersión. Estaban cada vez más inquietos. Con el paso de las horas, poco a poco, la fatalidad y el pesimismo se apoderaron de todos, y fueron preparándose en su interior para aceptar lo que parecía inevitable. No sería la primera vez que las aguas se tragaban a alguien para no encontrarlo nunca más.

Por la mañana, al romper el alba, la tormenta no amainaba. Avisaron a Seguridad en el Mar, para que se unieran a ellos en la búsqueda infructuosa. Tres días seguidos de sus tres noches estuvieron buscando en mitad de la tempestad, ayudados por otras naves y algunos voladores y helicópteros. No tuvieron éxito.

Al final, hay que reconocer que, a pesar de todos los medios desplegados, no consiguieron encontrarlo. Fue Dioscórides quien los encontró a ellos. Empezó como un leve murmullo en los hidrófonos que apenas se distinguía sobre el ruido de fondo del mar: «DissKrD, DissKrD», pero sonaba cada vez más intenso, cada vez más audible.

Y fue en la mañana del cuarto día, con el mar ya en calma y cuando muchos ya habían asumido lo peor, que apareció Dioscórides al costado del barco. Se asomaron por la borda para verlo agarrado a la aleta dorsal de una hembra de superdelfín, sonriente, tan dueño de sí mismo, que bien parecía que acababa de salir a tomarse un baño de unos minutos.

Claro, cuando subió a bordo se dieron cuenta de que estaba helado, aterido de frío, ya que para ahorrar batería casi no había activado la calefacción del traje. Toda la energía la había empleado en alimentar las agallas artificiales.

Aun así, se lanzaron sobre él para abrazarlo y lo vitorearon un millar de veces en un estallido de alegría.

Más tarde, en el comedor del barco, bebiendo una buena taza de café caliente y cubierto por una manta térmica, Dioscórides les contó que no había enviado señales con la «baliza de recogida» porque una ola gigante se la había arrebatado al principio de la tormenta.

Estaba agotado pero muy contento. Les relató cómo con el minitorpedo había podido darle alcance al lento pesquero sin dificultad; luego, conseguir rasgar sus redes con el cuchillo y liberar a una hembra de superdelfín y su cría fue pan comido.

Cuando les explicó a los superdelfines que eran libres la respuesta fue un sonido entrecortado: «Grakash, Grakash». No necesitó el traductor para comprender que la hembra le daba las gracias.

Tras un breve diálogo con ella, Dioscórides comprendió lo suficiente para reconocer en el superdelfín Amaltea a una de las hijas de Kasandra.

Al estallar la tormenta los superdelfines cuidaron de él. Había pasado la mayor parte de la tormenta sumergido, protegido del mar dentro de las profundidades del propio mar, en la zona en la que el efecto de las olas es reducido, por grandes que sean; de ahí, que no hubieran podido verlo en el radar. Las agallas artificiales le permitieron respirar bajo el agua.

Durante los tres días y las tres noches que duró la terrible tempestad, Dioscórides permaneció bajo el mar, viviendo como un pez más, escuchando la voz del océano... Y, durante ese periodo, fue alimentado por el superdelfín Amaltea, que lo hidrató amamantándolo con su propia leche.

Guarda tu leche, Amaltea,
guárdala para el divino.

Cánticos europanos. Salmo 16. [TRADUCTO 2.3]

Tras pasar la tormenta, el retorno a la superficie tuvo que hacerlo con mucho cuidado, empleando varias horas para evitar problemas con la descompresión.

Ellos, los superdelfines, lo salvaron.

En su retorno a Cartagena, los hijos de Kasandra acompañaron a la Celestino Mutis saltando juguetones sobre las olas que hacía en el agua el tajamar; y en los hidrófonos se pudieron escuchar fuerte y claro las demostraciones de alegría que intercambiaban entre ellos.

También, comprendieron que algunas de aquellas composiciones vocales estaban dirigidas a Dioscórides como muestra de agradecimiento, acompañadas de su nombre: «DissKrD, DissKrD».

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