La voz del océano
—¿No conocía usted a Dioscórides? —preguntó Hortensia.
—Sí, pero sólo de oídas, la verdad.
—Vamos a ver. Usted se llama Yago Santos.
—Sí, doctora Mayo, Yago Santos para servirla a usted.
—Y usted no ha nacido en la Luna.
—Yo nací en el pueblo de Sanxenxo, señora doctora Mayo: en la Tierra, en España y en Galicia. El mejor sitio del mundo, dicho sea de paso.
—Ja, ja. ¡No lo pongo en duda!
—Y ya que se lo comento. Unos percebes en este mar suyo de la holografía no vendrían mal, y unas vieiras, y unas zamburiñas, y...
—Tengo que confesarle que conseguí adaptar los mejillones gallegos (Mytilus galloprovincialis) a las profundidades de estos mares europanos. Resultó más fácil de lo que esperaba...
—Normal, si eran gallegos. Hay gallegos en todas partes, y no iban a faltar en las lunas de Júpiter.
—Y ahora mueva, por favor. Es su turno y tengo curiosidad en esta partida de ajedrez por ver cómo se emplea usted...
—¿Qué?
—Que le estoy dando Jaque al Rey. Por favor, concéntrese, Yago.
***
El superdelfín Kasandra sentía una enorme curiosidad por el ser humano y estaba de acuerdo en vivir temporalmente en el delfinario de la ciudad de Cartagena. Fue instalada en una de las piscinas de aclimatación junto a dos machos de delfín mular.
Los biólogos la examinaron detenidamente. El resultado reveló alteraciones en su espiráculo, más complejo y articulado que el de los delfines mulares corrientes; también su encéfalo era anormalmente más voluminoso.
Durante un tiempo, Kasandra se volvió muy popular en la ciudad de Cartagena. Todo un espectáculo. «¡Visiten al cetáceo parlanchín!», anunciaba la publicidad. Se hacían largas colas en el delfinario. Todo el mundo quería un segundo de tiempo dialogando con Kasandra, el sorprendente delfín hablador. Y ella disfrutaba con cada uno de los miles de visitantes, con cada uno de los que ella consideraba sus amigos.
Kasandra hablaba y hablaba, y llegó a alcanzar una dicción casi perfecta. Fue depurando su torpe pronunciación para que, en solo unos años, sus palabras fueran indistinguibles de las de un ser humano.
El superdelfín aprendía y aprendía. Sentía una curiosidad insaciable. No dejaba de esforzarse por conocer la civilización de los humanos. Sus costumbres y tradiciones, su cultura. Llegó a solicitar audiolibros, y que alguien leyera libros para ella.
Y así Kasandra descubrió la Literatura. Fascinada, insistía una y otra vez en escuchar esas historias de los humanos que tanto la sorprendían. Se escandalizaba con ese cetáceo asesino de Moby Dick; mil veces se enamoró del capitán Nemo en ese libro anónimo llamado 20.000 leguas de viaje submarino; y percibió con gran terror La caza del Octubre Rojo, con ese siniestro artefacto metálico sumergible capaz de destruir el mundo.
Kasandra fue muy feliz durante este periodo de descubrimiento de la cultura humana y consintió en aparearse con uno de los machos del delfinario, del que pronto tuvo descendencia. Muchos de sus hijos heredaron su lucidez y sus dotes comunicativas.
Hasta que, cierto día, Kasandra cambió, iniciando una transformación que nadie había previsto, y su sentimiento de curiosidad fue cediendo a medida que se sentía más y más decepcionada:
Vosotros humanos, llenáis los océanos de plásticos. Los delfines y los peces mueren cuando tragan vuestra basura. El mar no es vuestro vertedero, humanos.
Poco a poco, Kasandra fue volviéndose cada vez más reservada.
¡Ay de vosotros, insaciables humanos!, que esquilmáis los bancos de peces y devoráis sus crías cuando aún no han podido procrear. Vosotros, humanos, rompéis el equilibrio en el medio ambiente. No respetais sus reglas ni su armonía.
Cada vez más arisca.
Vosotros, humanos, vosotros... Vosotros no sois mis amigos.
***
Hortensia Mayo se entusiasmaba hablando de Kasandra hasta tal punto que aquella tarde se descuidó en la partida de ajedrez que estaba jugando.
Fui muy consciente de que estaba cometiendo pequeñas imprecisiones, pero ¡carallo!, aun así, aquella tarde tampoco conseguí ganarla.
***
Poco a poco Kasandra deja de ser un delfín simpático para transformarse en un personaje inquietante, casi incómodo. Se vuelve hosca con las personas humanas para solo hablar en contadas ocasiones.
¡Qué decepción, humanos! Depredadores de los mares, Os creéis los amos de todo, pero no sois más que el parásito que los demás intentan evitar.
Finalmente, tras pasar unos años en las piscinas y sumamente decepcionada, Kasandra solicitó volver al mar con toda su familia.
Dejadnos salir del encierro en este delfinario. Queremos ser libres en el mar con los peces salvajes, porque ellos son mucho más civilizados que vosotros.
Es entonces cuando el decano de la facultad de biología marina, Julio César Macondo les niega el derecho a la libertad:
El cetáceo parlanchín ha cambiado de opinión y ahora prefiere el mar abierto. Pero nosotros no podemos depender de los caprichos de este animal.
Hoy nos parece una atrocidad, pero entonces no era considerado un delito mantener en cautividad un delfín mular, aunque olvidaban que Kasandra no entraba dentro de esa categoría. Ella era algo más que eso. Además, no desdeñaban la posibilidad de realizar exámenes de los superdelfines que ellos consideraban «exámenes invasivos», es decir, implicando operaciones quirúrgicas limitadas o, incluso, disecciones completas.
Mucha gente se sentía indignada por esta situación a todas luces insostenible.
Lo siguiente que ocurrió es sobradamente conocido. Una mañana se detectó que los delfines inteligentes habían desaparecido. Las sospechas de la policía apuntaban a que habían sido liberados por los propios cuidadores del delfinario, pero nada pudo probarse.
A los pocos días Kasandra fue detectada en el Caribe, viviendo en libertad en un grupo de diez ejemplares.
La influencia de Kasandra, el delfín hablador, fue muy profunda entre los intelectuales del momento, creando nuevas corrientes de pensamiento. Abogaban por una relación distinta con el medio ambiente, explicaban que quizás había llegado el momento de empezar a vivir en armonía con el resto de los seres vivos.
La voz de Kasandra era el lamento de todos los mares de la Tierra, la queja por el infame trato recibido, el gemido de agonía de un océano esclavizado en un mundo sobreexplotado y superpoblado por 13.000 millones de seres humanos.
Poco a poco, una de las preguntas retóricas de Kasandra se fue adentrando en el inconsciente de toda una sociedad:
¡Ay, humanos! Queréis colonizar el sistema solar y ni siquiera sois capaces de colonizar vuestro propio planeta...
Al delfín hablador no le faltaba razón. En cualquier zona habitable de nuestro sistema solar siempre había un mar de agua líquida. Si aprendíamos sus reglas, sus normas, si éramos capaces de entender cómo obtener lo mejor —biológicamente hablando— de esas masas de agua, podríamos colonizar el espacio.
Otros lo habían intentado antes que nosotros sin escuchar al mar. En la Edad Robótica de los siglos XXIV y XXV indios y pakistaníes se habían lanzado a la colonización del espacio empleando robots y otros artilugios automáticos, dejando el sistema solar lleno de bases abandonadas como testigos mudos de su estruendoso fracaso.
La sociedad de la Edad Biotecnológica tenía la oportunidad de volver a intentarlo, pero desde otro planteamiento más inteligente, más biológico y más maduro.
Y escuchar a Kasandra podía ser la clave.
No lo olvidemos. En medio de ese torbellino social, del descubrimiento de aquel extraordinario cetáceo, del escándalo por su huida del delfinario y sus constantes críticas a nuestra sociedad, hubo un joven que sí supo escuchar la voz del océano, un joven que había nacido en el mar y para el mar: Dimitris Kiriazis, llamado Dioscórides, el hacedor del segundo Génesis.
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