🎗️27

Tamaulipas, 1977

El bautizo de Anthony fue precedido por una sencilla boda organizada con urgencia, pues Matías estaba convencido de que, si se demoraban tan solo unos días, o incluso unas horas más, la maldición —como aquellas raíces pútridas que brotaron del averno para tragarse el féretro de Marian— acabaría por devorar a Itan. Sin perder tiempo, Matías, junto con sus padres, quienes desde el nacimiento del niño miraban el asunto con más algarabía y esperanza que el mismo hijo, se presentaron ante Don Mariano para pedir, o suplicar si era preciso, el permiso para desposar a su hija de apenas quince años.

Fue en una tarde fría de 1977, apenas un año después de haber conocido a Itan, cuando Severo, Raquel y Matías caminaron juntos por la periferia, atravesando el sendero estrecho que conducía a la humilde casita del viejo brujo. Iban ataviados con gruesos abrigos y bufandas, caminando en silencio y despacio, pero al mismo tiempo con la urgencia apremiante del destino. Severo, siempre con su porte erguido y semblante serio, mantenía su mente fija en la casucha de latón que ya se divisaba. Raquel, por su parte, apretaba sus manos enguantadas mientras su mente intentaba procesar lo que estaban a punto de hacer: humillarse por la mano de una joven indígena a la que, si bien en ocasiones le agradaba, siempre había menospreciado. Tragándose su orgullo y sus prejuicios, Raquel se recordaba con constancia el motivo de esa decisión, y la respuesta le llegaba al recordar la carita rosada y los ojos azules como el cielo de esa criaturita con la que sentía una conexión inexplicable.

Poco le importaba cómo había sido concebido; para Raquel, la providencia se lo había entregado desde aquella madrugada en la que solo ella escuchó su llanto. Así tenía que ser, ella se encargaría de criarlo y educarlo, y lo bautizaría con el nombre de su padre Anthony, el mismo que el del abuelo y bisabuelo. Podía imaginar al pequeño corriendo por los sembradíos, haciendo travesuras por la casa, celebrando navidades bajo un gran árbol de regalos y corriendo a sus brazos para decirle «abuela», en caso de que algún día hablara. Se prometió llevarlo con los mejores médicos del lenguaje de México, Estados Unidos o del mundo entero, pero si resultaba que era mudo, pues eso tampoco le importaba. Le bastaba mirar esos grandes y expresivos ojos azules para saber lo que el niño necesitaba. Durante el mutismo de mi hermano, mi abuela y él crearon un lenguaje de señas exclusivo de ellos dos que ni siquiera mi padre o mi madre en su clarividencia pudieron comprender.

Por su parte, a Severo no lo doblegaba la ternura ni la peculiaridad, ni mucho menos el misticismo que rodeaba al pequeño, sino que ahora comprendía que Itan era el único talismán capaz de protegerlos de la maldición que había comenzado a desmoronar a su familia. La certeza de que, mientras la chica viviera, ellos estarían a salvo le daba el coraje necesario para enfrentarse a Don Mariano. Matías, más ansioso que sus padres, caminaba al frente, con el corazón palpitante de alegría, pues si todo salía bien, se casaría con el amor de su vida y, si hacía falta, besaría los pies del brujo para obtener su aprobación y pedirle perdón a nombre de sus padres por haberlo expulsado de su casa tras el exorcismo de Marian.

Los nudillos de Severo resonaron con fuerza al golpear la puerta dos veces. La casita entera crujió y sus cimientos rugieron bajo los pies de los visitantes, mientras un viento gélido silbaba a su alrededor, rompiendo el silencio de la tarde. Severo se limpió una gota solitaria de sudor que bajaba por su frente, luego tocó una tercera vez, temiendo que la casa fuera a derrumbarse. Por fortuna, no fue así, y del interior de la casita unos pasos ágiles se escucharon.

Itan apareció ante ellos. Se veía deslumbrante, vestida con un sencillo vestido de manta, con su cabello recogido en sus dos trenzas habituales. Humilde como siempre, pero radiante, como esa única flor que se da en el desierto. Un rebozo ligero cubría sus hombros, y en él, el recién nacido dormitaba.

Raquel, doblegando su orgullo y olvidando los prejuicios que alguna vez tuvo, fue la primera en acercarse. La abrazó con calidez, luego depositó un beso en su mejilla y otro en la frente del pequeño.

—¿Quiere cargarlo, doña Raquel? —preguntó Itan, notando la emoción en los ojos de Raquel, que estaba al borde de las lágrimas–. Está dormidito —aclaró con una sonrisa.

Itan se deshizo del rebozo y le entregó el bebé. Raquel, con las lágrimas corriendo por su rostro, lo sostuvo con ternura.

—Está cada vez más hermoso —murmuró, meciéndolo con cadencia mientras emitía un suave "Shh... Shh..." con los labios.

—¡Y mucho más gordito! —exclamó Itan con alegría.

Severo saludó a la chica con un breve abrazo, un gesto inusual en él, pero que en ese momento pareció lo más natural. Matías, por su parte, estaba demasiado nervioso como para saber cómo actuar. Itan lo miraba con las mejillas encendidas y el corazón latiéndole tan fuerte que temía que él pudiera escucharlo. Quería abrazarla, besarla, pero se contuvo. La respetaría hasta que estuvieran casados bajo todas las leyes terrenales y divinas. Así que, cohibido y para que Itan no viera el rubor en sus mejillas, agachó la cabeza y le extendió la mano como si fueran dos extraños que acaban de conocerse. Itan, divertida, le estrechó la mano y luego hizo una ligera reverencia en respuesta.

Dentro de la casa, el frío era tal que calaba los huesos, pero el padre y la hija parecían estar en su elemento. La única fuente de calor era un pequeño brasero de barro que apenas mejoraba la temperatura. Raquel sintió un escalofrío recorrerle el cuerpo, sin saber si era por el frío o por lo inquietante que lucían las paredes repletas de imágenes de santos que jamás había visto, mezcladas con antiguos amuletos indígenas. Severo reprimió el deseo de santiguarse después de que su mirada se encontrara con la figura de la Santa Muerte, recordando la vez que la había visto en su propia casa y el terror que había sentido cuando vio a Marian elevarse por las alturas. Solo que, en esta ocasión, no había ningún lugar donde pudiera esconderse.

En un rincón, junto al altar del que se desprendía incesantemente humo de copal, sentado en una vieja silla de madera, estaba Don Mariano. Sus hombros huesudos estaban cubiertos por una manta de lana, y su largo cabello gris caía en finas trenzas que rozaban el suelo. Ya había percibido el encuentro desde hacía muchos días, y sabía la intención de sus palabras aún antes de que los Obregón hablaran. Su voz profunda rompió el silencio.

—Han llegado, como el viento trae la lluvia —dijo Don Mariano, su tono rasposo y solemne—. Sabía que vendrían, porque el destino no se puede torcer. La vida misma les ha marcado el camino hasta aquí.

Severo, con su orgullo esmirriado, dio un paso adelante y habló con una humildad que no le era común.

—Don Mariano, venimos a presentarle nuestros respetos y, si somos dignos de usted y su familia, queremos pedirle la mano de su hija Itan.

Itan, con pasos ligeros, acudió a su padre y se sentó a sus pies, como solía hacerlo en señal de respeto. Juntó sus manos y agachó la cabeza, aceptando de antemano cualquier decisión que él tomara. El silencio se hizo más profundo, mientras la tensión crecía dentro de la casita. Matías, apenas conteniendo su emoción, apretó los puños dispuesto a abrir la boca para declarar su amor por Itan, pero Don Mariano interrumpió sus intenciones, pues continuó con sus palabras, que se desbordaban con sabiduría de sus labios resecos y mugrosos.

—El destino siempre encuentra su manera. No es la primera vez que una casa poderosa busca la protección de aquello que alguna vez despreció —murmuró, inclinándose ligeramente hacia adelante, como si escuchara algo que los demás no podían percibir—. No van a engañarme. Sé bien por qué están aquí. No es porque quieran mucho a mi niña, no. Vienen porque ya han comprendido lo que ella es, lo que puede hacer. Itan está destinada a grandes cosas... y su hijito también. Los ojos celestiales lo saben, pero ustedes todavía no pueden comprenderlo.

Raquel, aún sosteniendo al niño, dio un paso adelante con decisión.

—Don Mariano, lo sentimos. No venimos aquí solo por conveniencia, sino porque amamos a Itan y a su hijo... Los necesitamos. Son nuestra... —iba a decir esperanza, pero reprimió su lengua y solo dijo— familia.

El viejo brujo permaneció en silencio unos instantes más, recordando las advertencias de los espíritus en sus sueños. Sabía que la unión entre Itan y los Obregón era inevitable, pero también presentía lo que implicaba. Había visto fragmentos de un futuro oscuro, lleno de sacrificios inimaginables. Sin embargo, no todas sus visiones eran de desolación. A veces, los espíritus respondían con sueños más amables, revelaciones que le sugerían que había una manera de detener la maldición. No obstante, la advertencia era clara: romper el mal conllevaría sacrificios inmensos, y no todos sobrevivirían al intento.

A pesar de sus temores, Don Mariano era consciente de que el destino de su hija y de los Obregón ya había sido sellado mucho antes de que cualquiera de ellos naciera, escrito con letras incandescentes antes de que el mundo mismo fuera creado. Don Mariano permaneció en silencio un instante más, hasta que finalmente preguntó a su hija lo inevitable, lo que todos habían estado esperando.

—Itan... ¿Es esto lo que quieres?

Ella no necesitó pensarlo, pues su corazón había encontrado su respuesta mucho tiempo atrás, desde la primera vez que había visto a Matías en el mercado, en un día de invierno parecido a aquel. Aunque su amor hacia él era más fuerte que cualquier tormenta, la lealtad hacia su padre no era menor, pues las raíces profundas de su amor filial siempre estarían entrelazadas con los misterios que su padre custodiaba y que ella respetaba.

—Sí, padre. Amo a Matías Obregón —confesó, manteniendo la cabeza baja, intentando en vano que el rubor no apareciera en sus mejillas.

Matías sintió cómo las palabras lo envolvieron en un torrente de calor en medio del frío implacable. También sus mejillas se encendieron y el corazón comenzó a palpitarle con más fuerza. Era la primera vez que escuchaba a Itan decir esas palabras con tanta firmeza y claridad y, aunque sabía que su amor era correspondido, oírlo de sus propios labios fue como si todo el mundo alrededor cobrara un nuevo significado. Uno lleno de esperanza.

—Pero haré lo que usted ordene —añadió—. Lo que usted decida, será mi destino.

Don Mariano escuchó sin mover un solo músculo de su rostro, pero no pudo evitar que algo en su interior se removiera, punzante, doloroso, emergiendo como la revelación absoluta de que Itan había dejado de pertenecerle. Porque, para desgracia y fortuna, el lazo que la uniría con Matías Obregón en adelante trascendería la carne, el tiempo y la muerte misma. Itan amaba a ese hombre con tal intensidad que desafiaría incluso a los espíritus más antiguos y lo seguiría hasta el fin de sus días, hasta donde ni la muerte pudiera separarlos.

—Pues entonces que así sea, mijita —respondió el brujo, con la voz llena de tristeza.

Itan, inclinada a sus pies, mantuvo la cabeza baja, pero sus labios esbozaron una sonrisa breve, apenas visible. Con el respeto que le era natural, besó las manos de su padre, dejando un cálido silencio entre ambos. Sabía que sus palabras habían sellado su destino y bendecido para siempre su unión con Matías. Raquel, con el pequeño aún dormitando en sus brazos, miró a su esposo. Sin palabras, compartieron una mirada de complicidad, liberándose del gran peso que los oprimía. Matías, el más feliz, se aventuró por fin a hablar.

—La amaré, la respetaré y cuidaré hasta el último día de mi vida —declaró Matías, que había estado conteniendo el aire desde que escuchó decir a Itan que lo amaba.

Dio un paso al frente y se puso de cuclillas para tomar las manos de Itan y recibir la bendición del viejo. Miró a Itan a los ojos y entonces se dirigió a ella. Por primera vez, Matías, quien era un hombre que escatimaba demasiado las palabras, fue preso de una verborrea que parecía haber estado aguardando en su pecho por demasiado tiempo, como un río que finalmente rompía el dique que lo contenía, como si hubiese esperado por ese momento por años, incluso por vidas.

—Te amé desde el primer momento en que te vi, Itan. No... es más que eso. Te amé mucho antes de conocerte, mucho antes de que este cuerpo y esta vida me trajeran a ti. Sé que no soy un hombre de grandes palabras —continuó, apretando un poco más las manos de Itan—, pero ya no puedo callarlo. Te amo y te prometo que estaré a tu lado siempre y que no habrá sombra ni maldición que nos separe. Lucharé por ti, te protegeré y amaré mucho más allá de esta vida, porque tengo la certeza en lo más profundo de que no hay lugar en este mundo donde no te seguiría.

Itan lo miraba con los ojos abiertos, sorprendida por la intensidad de sus palabras, pero al mismo tiempo conmovida. Le sonrió y, con los ojos llenos de lágrimas, lo abrazó. Ahí, a los pies del viejo brujo, en la pequeña casita de latón impregnada de incienso y sombras ancestrales, con las manos entrelazadas, los dos sellaron su promesa bajo las palabras de mi abuelo:

—Lo que el destino ha unido, ni el tiempo ni la muerte podrán deshacer.

Mamá dice que, en realidad, ese fue el momento de su verdadera boda, un pacto no solo entre ellos, sino con las fuerzas que los rodeaban. Lo que vino después fue puro compromiso y formalidades que requiere el mundo, porque ahí, bajo la mirada silenciosa de Don Mariano y de los espíritus que los acompañaban, sus almas ya habían quedado unidas para siempre, en un pacto que trascendería la carne y el aliento.

***

La boda civil se celebró tres días después en uno de los jardines de la finca, porque el párroco —el mismo que había oficiado la ceremonia luctuosa de Marian— se negó rotundamente a bendecir la unión de Matías e Itan en su sagrada iglesia. Para él, una niña de quince años, mancillada por quién sabe qué hombre, y paseando sin pudor con un niño en el rebozo, era una clara afrenta a las leyes de Dios. Esa fue su excusa, pero la verdad era que el sacerdote se moría de miedo y no quería tener nada que ver con los Obregón. Después de lo que había presenciado durante el sepelio de Marian, lo último que deseaba era verse envuelto en los oscuros asuntos de aquella familia.

—Ni hace falta —dijo Severo, furioso, al saber la negativa del párroco. Para él, como para todos, la verdadera boda había ocurrido unos días atrás, en la casucha del brujo y la ceremonia civil no era más que un mero trámite. Sin perder el tiempo, Severo se dirigió al único juez disponible en Santa Martha para dejarlos bien casados también por las leyes terrenales, y este no pudo negarse cuando Severo le deslizó un grueso fajo de billetes bajo la mesa.

Pocos acudieron a la celebración, que fue apresurada y pequeña, conformada por algunos socios de Severo y Matías, porque parientes cercanos los Obregón ya ni tenían. Por su parte, Itan invitó a su hermano Ramiro y a Agustina, que para esos días ya también había dado a luz a dos chamacos preciosos y gordos que chillaban a todo pulmón en una carriola maltratada. Llegaron vestidos con sus mejores ropas, descoloridas por el tiempo y el uso, cargando en una troca desconchinflada la mítica cuna de madera que Ramiro había tallado como regalo de bodas y de bienvenida al niño.

Entre los sirvientes que aún quedaban en la finca, Cora, con su hijita envuelta en un rebozo, mantenía el aire festivo, contenta de que, al fin, a una chica como ella, con sus orígenes, el destino la estuviera bendiciendo.

Los socios de la destilería observaban con intriga, intercambiando miradas confusas, preguntándose quién era la mujer que se casaba con el joven Obregón, cuando todos sabían que su prometida yacía tres metros bajo tierra. Matías esperaba en la mesa, que estaba frugalmente adornada con flores de papel, nervioso y demacrado, como si no hubiera dormido en días, o tal vez en años. Ignoraba las apariciones fugaces de fantasmas y rostros desencarnados que se presentaban ante él, ya fuera para felicitarlo o para darle sus condolencias por un futuro que, hiciera lo que hiciera, ya estaba escrito. Sacudió la cabeza, tratando de no mirar a aquellas sombras, y se concentró en la figura de Itan, la preciosa joven morena que se acercaba hacia él, asida del brazo de su viejo padre, quien, con el poco dinero que ganaba en su yerbería y con ese orgullo férreo que le impedía aceptar dinero por caridad, se había comprado un traje modesto pero digno, que vestía con la misma elegancia que un hombre sabio, con una rama de pirul colocada en su solapa.

Itan caminaba con pasos inseguros. Lucía un sencillo vestido blanco, el cabello suelto le llegaba hasta la cintura y ondeaba con el viento; llevaba en sus manos un ramo de flores frescas del jardín. Sus pies estaban descalzos, como casi siempre, porque ni siquiera en el día de su boda quería dejar de sentir el pulso de la tierra bajo sus pies. Hábito que con el tiempo y por insistencia de Matías abandonaría tan solo para complacerle, pero sin dejar de hacerlo a sus espaldas.

Severo estaba junto al juez, portando los anillos. Raquel, sentada en primera fila, mecía y llenaba de arrumacos al pequeño de apenas siete días de nacido que permanecía despierto, atento, observando con esos ojos penetrantes, absorbiendo cada pequeño detalle de lo que ocurría.

Los socios de Severo y Matías intercambiaron miradas incrédulas. ¿Cómo era posible que el heredero de una de las familias más poderosas de la región se estuviera casando con una niña indígena? Sus ojos críticos seguían a Itan mientras cruzaba el jardín hacia la mesa donde se encontraba Matías. Pero sus lenguas mordaces quedaron en silencio cuando fueron testigos de lo que sucedió: Un fulgor dorado comenzó a iluminar el sendero por donde Itan caminaba. A cada paso que daba, pequeñas flores de cempasúchil brotaban del suelo, como si la tierra la saludara. Don Mariano murmuró una bendición en náhuatl, rogando que el camino de su hija, cuando llegara su hora de partir al otro mundo, estuviera plagado de esas mismas flores y fulgores dorados, comprensibles solo para los dioses y los muertos.

Matías, de pie frente al juez, apenas podía contener la emoción que lo embargaba. Mientras veía acercarse a Itan, esa niña-mujer que, en tan poco tiempo, se había convertido en el centro de su mundo. Todo su ser quería protegerla, apartarla de la maldición que acechaba sobre ellos. El sudor le resbalaba por la frente, pero no solo era por el sonrojo que sentía, sino por el miedo, el profundo miedo de no ser suficiente para Itan.

Al fin, la voz del juez resonó en el jardín, impregnado por la misteriosa esencia de los cientos de cempasúchil recién florecidos. Matías tomó la mano de Itan con suavidad. Sus dedos temblaban ligeramente, y sus ojos, agotados por tantas noches sin descanso, ahora lucían radiantes al encontrarse con los de ella.

—Nos hemos reunido todos para celebrar esta unión... —dijo el juez, recitando la misma retahíla de cada ceremonia. Aunque le faltaba la grandilocuencia necesaria para un evento tan solemne, mientras pronunciaba las palabras que los declararían marido y mujer, el ambiente se volvió cada vez más místico. Fuerzas invisibles comenzaron a arremolinarse alrededor de la pareja e invitados, pues en el mundo sobrenatural se había corrido el rumor de aquella boda, de una unión que, dicho estaba ya, trascendería los confines mismos de la muerte. Cientos de fenecidos que moraban en la finca miraban con atención la unión, pero Matías, perdido en los ojos azabache de Itan, los ignoraba por completo.

De pronto, sin saber cómo, una brisa ligera hizo que las flores comenzaran a danzar alrededor del jardín, flotando en el aire sin llegar a tocar el suelo. Los corazones de los invitados más escépticos y prejuiciosos fueron sobrecogidos por una fuerza misteriosa y ancestral que hizo latir sus corazones al unísono. Despertando memorias y sentimientos largamente olvidados. Algunos sentían un calor en el pecho, un consuelo inexplicable, mientras que otros se estremecían al creer escuchar los ecos de las voces de quienes ya no estaban. Y cuando el juez, finalmente, los declaró marido y mujer, en lugar de aplausos, los invitados estallaron en lágrimas. Algunos lloraban de felicidad, tocados por la pureza del momento, mientras otros, con los ojos vidriosos, recordaban a sus difuntos o a sus viejos amores y se lamentaban. Y así lloraron el resto de la tarde, la mañana del día siguiente y durante muchos días más.

Mamá lo recuerda así, aunque a veces admite que quizá la emoción la traicione, y tal vez lo de las flores que brotaban del suelo y luego volaron no ocurrió. Sin embargo, yo tengo la firme creencia de que todo lo místico y mágico que caracterizó a mi familia sucedió tal y como lo describe mi madre en sus relatos y poemas de veinte centavos.

El cempasúchil boló a nuestro al rededor

Y la magia a todos nos embolbió.

Caminamos por el jardín.

De la mano híbamos los dos.

Esa misma noche, cuando la celebración terminó, los esposos se retiraron a descansar y las sombras comenzaron a abrazar el jardín. Severo, incapaz de dormir, y después de despedir a los últimos invitados con palmaditas en el hombro y palabras vacuas para consolarlos, caminó solo por los terrenos de la finca. En lugar de sentirse tranquilo y feliz, sentía una desazón tan fuerte que el pecho le dolía, era como si unas manos frías le apretaran el corazón. Sus pasos lo llevaron casi sin querer al cementerio familiar, donde, metros abajo del concreto, yacían los huesos de Marian, y donde sin saberlo, bajo las raíces retorcidas del encino maldito, descansaban los restos de su hija.

Se detuvo en la puerta, tembloroso. Ese lugar estaba prohibido para todos, especialmente para él, quien cargaba con la culpa que lo perseguía desde que Diana había desaparecido y Marian muerto. El aire era denso, cargado de una oscuridad que parecía tener vida propia. Y fue entonces cuando lo escuchó: un susurro, suave pero claro, cortando el aire como una hoja afilada.

—Te estoy esperando, Severo...

La voz, como salida del más allá, resonó en lo más profundo de su ser. No era la primera vez que la escuchaba, pero esta vez la cercanía era casi insoportable. El viento comenzó a agitar los árboles con una violencia inusitada, y las ramas crujieron como si intentaran liberarse de sus raíces. Severo dio un paso hacia atrás, tambaleante, mientras sentía cómo la tierra se abría bajo sus pies. El sudor frío le recorrió la espalda, cada gota confirmando con horror el mismo presagio: la maldición no estaba satisfecha con el alma de Marian. No lo estaría con nada, no se detendría. Y aquella boda, en lugar de apaciguarla, solo la había alentado, como si hubiera echado más brasas a la hoguera, alimentando a las sombras que acechaban a la familia.

El tic-tac de un reloj imaginario resonó de repente en su mente, cada latido de su corazón marcando el compás de su inevitable destino. Sabía que le quedaba poco tiempo, y que, como una bomba de relojería, estallaría en el momento en que regresara el verdadero padre del bebé de Itan. No habría escapatoria, Severo sabía que él también sería reclamado por la oscuridad.

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