Capítulo 15:la bomba atómica de Walther Gerlach

La noche caía sobre la ciudad secreta en Alemania, un enclave oculto de la mirada del mundo exterior. En una sala iluminada por una tenue luz, dos figuras imponentes se sentaban frente a una mesa larga y pulida. En un extremo, se encontraba Heinrich Himmler, el líder de las temibles SS, y en el otro, el mismísimo Adolf Hitler, su rostro iluminado por la luz de una lámpara.

"¿Estás seguro de que este proyecto funcionará, Gerlach?" preguntó Hitler, fijando su mirada en el hombre que se encontraba junto a Himmler.

Walther Gerlach, un científico de mirada intensa y cabello canoso, asintió con seriedad. "Meine Führer, hemos realizado avances significativos en el desarrollo de la bomba atómica. Nuestro equipo de científicos ha superado obstáculos insuperables gracias a la dedicación y la colaboración incansable."

Himmler interrumpió con un gesto impaciente. "Los recursos para este proyecto han sido enormes. Hemos desviado fondos y personal de otros frentes para asegurarnos de que nada se interponga en su camino, Gerlach."

Gerlach asintió, consciente de la importancia del proyecto para el régimen nazi. "Entiendo la magnitud de la inversión, Herr Himmler. Nuestros científicos han trabajado sin descanso para comprender los secretos del átomo y desatar su poder destructivo."

Hitler apoyó su barbilla en sus manos entrelazadas. "Nuestra victoria está cerca, pero necesitamos un arma que garantice la rendición incondicional de nuestros enemigos. ¿Cómo llamaríamos a esta nueva arma, Gerlach?"

Gerlach miró a su alrededor, sus ojos reflejando una mezcla de orgullo y temor. "Meine Führer, propongo que la llamemos 'Siegfried', en honor al héroe legendario que derrotó al dragón. Esta arma será nuestra espada de destrucción total, un golpe tan devastador que doblegará incluso a los más resistentes."

Hitler muy satisfecho. "Siegfried... Un nombre apropiado para una herramienta que asegurará nuestro triunfo final. Una vez que tengamos esta bomba, ninguna nación o alianza podrá resistirnos. Nuestra bandera ondeará sobre un mundo rendido."

Himmler se mostró conforme con su aprobación. "Gerlach, asegúrese de que este proyecto avance sin contratiempos. El tiempo es crucial, y no toleraremos demoras."

El científico ascendió solemnemente. "Herr Himmler, mi equipo y yo haremos todo lo posible para asegurar el éxito de este proyecto. Pero debemos recordar que la energía liberada por esta bomba podría cambiar el curso de la historia para siempre. 

El silencio llenó la habitación mientras todos presentes asimilaban la magnitud de lo que estaban a punto de desencadenar. En esa ciudad secreta, en la oscuridad de la noche, se gestaba una fuerza capaz de alterar el destino del mundo. Y el nombre de Walther Gerlach quedaría grabado en la historia como el arquitecto de esa devastación.

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El amanecer se alzaba sobre el pequeño pueblo alemán, tiñendo el cielo de tonos dorados y naranjas que contrastaban con la tensión palpable en el aire. Las calles adoquinadas, que solían estar bañadas en serenidad, ahora bullían con la urgencia de científicos y soldados nazis, todos moviéndose como engranajes perfectamente ajustados en una máquina de guerra implacable. Cada paso, cada gesto, llevaba consigo la carga de un destino incierto.

En el centro de esta tormenta de actividad, el imponente cohete V2 se alzaba como un titán de metal y tecnología, su estructura plateada reluciendo bajo la luz del sol naciente. Pero no era solo un símbolo de progreso científico; era un mensajero de muerte que aguardaba con su ominosa carga. Una cabeza mortal, repleta de un poder que desafiaba la comprensión humana, estaba cuidadosamente conectada en la punta del cohete, esperando para desatar su destructiva furia sobre Moscú.

Walther Gerlach, el hombre a cargo de esta operación trascendental, observaba con una mezcla de determinación y aprensión. Su mirada penetrante, oculta tras las gafas de montura metálica, recorría cada detalle de la preparación. Sabía que este acto marcaría un punto de no retorno, que los hilos de la historia estaban siendo tirados con fuerza en ese preciso momento. Un nudo se apretaba en su garganta mientras las palabras de los científicos y el clamor de los soldados se mezclaban en un torbellino caótico a su alrededor.

—Gerlach, ¿está todo listo? —preguntó uno de los científicos, cuyo rostro estaba marcado por la fatiga y la tensión.

Gerlach ascendió con solemnidad, su voz resonando con una mezcla de autoridad y preocupación.

—Todo está en su lugar. El destino de nuestra nación y del mundo entero está en juego.

El viento susurraba entre los árboles cercanos, como si también estuviera guardando el desenlace de este oscuro drama. Los radares, aunque rudimentarios en comparación con los avances actuales, destellaban en la pantalla de control, rastreando la trayectoria del cohete mientras se elevaba en el horizonte. Cada tic-tac del reloj parecía un eco ensordecedor en medio de la angustiosa espera.

La tensión era palpable, un silencio cargado de emociones encontradas. Las miradas se cruzaban entre los científicos y los soldados, todos compartiendo la carga de lo que estaban a punto de desencadenar. La tecnología había avanzado, pero la frágil naturaleza humana seguía siendo presa de la incertidumbre y el miedo.

En medio del silencio, Gerlach murmuró para sí mismo:

—Este es un paso que nunca debía tomarse. Pero ahora, estamos en camino hacia el abismo, y debemos enfrentar lo que hemos desatado.

La cuenta regresiva comenzó, los números parpadeando en la pantalla con un ritmo inexorable. Los corazones latían al compás de cada segundo, el suspenso colgando en el aire como una niebla espesa. No había vuelta atrás, solo un futuro incierto que guardaba en las profundidades del espacio.

Y así, con un estruendo ensordecedor, el cohete V2 se elevó hacia los cielos, arrastrando consigo los sueños y los temores de toda una era. El pequeño pueblo alemán quedó atrás, sumido en un silencio sepulcral que contrastaba con el rugido de la tecnología y la tragedia. El amanecer, testigo silencioso, observaba cómo la historia se desplegaba con sus luces y sombras, con sus héroes y sus víctimas, con su angustia y su emoción.

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Moscú 1943

En el Kremlin de Moscú, la solemnidad y la grandiosidad del desfile contrastaban con la inminente tormenta que se avecinaba. Stalin, rodeado de generales y líderes soviéticos, observaba con un semblante severo mientras las tropas marchaban en formación, sus botas resonando en el suelo como un eco de la determinación del pueblo. Era el Día de la Revulsión Rusa, un intento de insuflar ánimo a las tropas y de demostrar una fachada de unidad indestructible.

Stalin, con su apariencia imperturbable, observaba el desfile con un ojo crítico, consciente de que la fachada de la unidad debía ser mantenida a toda costa.

El general Ivanov, de perfil rígido y mirada penetrante, se dirigió a Stalin con un atisbo de preocupación en su voz:

—Comisario General, las últimas noticias del frente no son alentadoras. Nuestros hombres están agotados y los recursos son escasos.

Stalin frunció el ceño, su mirada fija en la distancia, más allá de la pompa del desfile.

—Debemos demostrar fuerza, camarada Ivanov. No podemos mostrar debilidad en este momento crítico.

Los generales soviéticos, aunque mantenían sus posturas rígidas y miradas fijas, compartían miradas de preocupación. Sabían que el frente estaba en una situación crítica y que cualquier esperanza de victoria se sostenía en un delicado equilibrio. Pero entonces, como si el destino hubiera decidido interrumpir este espectáculo de fuerza, el cielo se oscureció abruptamente.

Un murmullo de confusión se expandió entre los presentes mientras sus ojos se dirigían al horizonte. Un objeto desconocido, enigmático y ominoso, se perfilaba en el cielo con una velocidad asombrosa. Las miradas se entrecruzaron, expresando una mezcla de incredulidad y temor.

"Camarada Stalin, ¿qué diablos es eso...?" Empezó a decir un general, pero su voz se extinguió en su garganta, cortada por el estupor.

El objeto se aproximaba con una luz brillante que hería la vista. El pánico se apoderó de todos, los soldados y los líderes por igual, mientras el objeto descendía a toda velocidad hacia el Kremlin. Gritos de alarma resonaron en el aire, pero la reacción fue tardía, el tiempo demasiado breve.

En un último instante, la luz se intensificó hasta volverse cegadora, y un estruendo ensordecedor devoró todo a su alrededor. Una onda expansiva arrasó con edificios y personas por igual, y el mismo símbolo del poder soviético, el Kremlin, desapareció en un abrir y cerrar de ojos. La capital se sumió en el caos y la devastación.

Mientras tanto, en la oficina de Hitler, el Führer sonreía con una satisfacción siniestra. La oscuridad que habían desatado superaba incluso sus más retorcidas expectativas. Himmler, con su mirada vacía y sonrisa perturbadora, murmuró:

—El mundo nunca volverá a ser el mismo, mi Führer.

Hitler se acercaba, pero había una sombra de inquietud en sus ojos mientras miraba las llamas consumiendo el Kremlin en la pantalla.

En el pequeño pueblo alemán, el silencio seguía reinando en la sala de control. Finalmente, Gerlach rompió el silencio, su voz cargada de angustia:

—Lo que hemos hecho... no tiene marcha atrás. Las consecuencias de esto serán inimaginables.

Mientras tanto, en la oficina de Hitler, el Führer sonreía con una satisfacción siniestra. La oscuridad que habían desatado superaba incluso sus más retorcidas expectativas. Himmler, con su mirada vacía y sonrisa perturbadora, murmuró:

—El mundo nunca volverá a ser el mismo, mi Führer.

Hitler se acercaba, pero había una sombra de inquietud en sus ojos mientras miraba las llamas consumiendo el Kremlin en la pantalla.

En el pequeño pueblo alemán, el silencio seguía reinando en la sala de control. Finalmente, Gerlach rompió el silencio, su voz cargada de angustia:

—Lo que hemos hecho... no tiene marcha atrás. Las consecuencias de esto serán inimaginables.

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Hitler se levantó de su escritorio y se asomó a la ventana de su oficina en Berlín. El bullicio de la ciudad, con autos moviéndose y familias disfrutando de la tranquilidad, pintaba un cuadro de normalidad que contrastaba con la oscura realidad de la guerra. Se volvió hacia Himmler, quien estaba cerca, y con una expresión sombría en sus ojos, dijo:

—Mira, Himmler, estas familias tendrán un futuro gracias a lo que hemos hecho. Un nuevo imperio alemán de paz y prosperidad está en marcha. Y la Unión Soviética... pronto se rendirá. La batalla está llegando a su fin.

Himmler, con una mirada cargada de responsabilidad y angustia, asomaba con solemnidad. En su voz, resonaba una mezcla de remordimiento y resignación:

—Mi Führer, he cumplido mi deber. Mis Waffen-SS, con la ayuda de los mariscales de campo, llevarán a cabo la conquista total que nunca antes se ha visto. Solo pido un año para organizar todo de manera impecable y para reconstruir la economía de Alemania. Debemos asegurarnos de que estemos preparados para lo que vendrá.

Hitler avanzaba de nuevo, comprendiendo la necesidad de la planificación meticulosa. Observó a Himmler mientras se dirigía hacia la puerta de la oficina, sus guardias de las SS guardando como sombras vigilantes.

Mientras se despedía, las lágrimas brotaron de los ojos de Himmler. Una mezcla de nostalgia, tristeza y quizás también alivio, mojó sus ojos mientras dejaba escapar de un suspiro. El general de las SS, su mano derecha, se acercó a él con respeto y curiosidad en sus ojos.

—¿Por qué lloras, mi líder? Deberías estar celebrando. Ha llevado a Alemania a la cúspide de la victoria.

Himmler se pasó una mano por el rostro, limpiando las lágrimas. Un amargo atisbo de sonrisa apareció en sus labios mientras respondía con una voz cargada de emociones contenidas:

—Sí, estamos en el camino hacia la victoria, pero a qué costo... ¿Éramos nosotros o eran ellos? ¿Era necesario derramar tanta sangre y causar tanto sufrimiento? La guerra deja un rastro de dolor que nunca podremos borrar.

El general de las SS miró a Himmler con una comprensión silenciosa en sus ojos, sabiendo que las decisiones que habían tomado, por más que fueran para alcanzar sus objetivos, habían llevado consigo un alto precio humano.

Mientras Himmler abandonaba la oficina, los ecos de sus palabras quedaban suspendidos en el aire, cargados de la complejidad de la lucha y la responsabilidad que acompañaba el poder. En medio de la victoria inminente, la tristeza y la nostalgia eran compañeras inesperadas, recordándoles que cada triunfo tiene sus sacrificios y sus heridas, que la alegría está a menudo entrelazada con el peso de las decisiones difíciles.

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los extras 

Después de la devastación provocada por la bomba atómica en Moscú, los oficiales sobrevivientes emergieron en medio del caos y la confusión para tomar el mando de la situación. Algunos de ellos fueron ascendidos rápidamente al rango de generales de la madre patria, asumiendo roles de liderazgo que antes solo habían estado en manos de sus predecesores caídos. Las heridas de la guerra eran evidentes en sus rostros y en sus miradas cargadas de responsabilidad.

Unos días después, en la ciudad de Leningrado, se reunieron los generales Erwin Eugen Rommel y Gueorgui Konstantínovich Zhúkov. El ambiente estaba impregnado de un aire de solemnidad y expectación, ya que los oficiales finlandeses, alemanes y soviéticos se preparaban para sellar el destino de la Unión Soviética. Los nombres de las ciudades y la geografía política estaban a punto de cambiar de forma drástica.

La sala de la reunión estaba adornada con banderas de los tres países representados, aunque la atmósfera era tensa y cargada de historia. Rommel y Zhúkov, dos figuras poderosas y contrastantes, se miraron con una mezcla de respeto y cautela. Sabían que estaban en un momento crucial, definiendo el destino de sus naciones y marcando el final de una era.

—General Zhúkov, General Rommel, hemos llegado a un punto en el que la devastación y la pérdida son evidentes para todos —dijo Rommel con una voz profunda, su tono reflejando la gravedad de la situación—. Es hora de considerar el camino que tomaremos para poner fin a este conflicto.

Zhúkov ascendió, su mirada seria pero llena de determinación.

—Estoy de acuerdo, general Rommel. La Unión Soviética ha sufrido un golpe catastrófico, y es nuestro deber asegurarnos de que la paz prevalezca para las generaciones venideras.

Los oficiales finlandeses, alemanes y soviéticos escuchaban presentes en la salaban en silencio, conscientes de que estaban presenciando un momento histórico que cambiaría el curso de sus naciones. Los líderes militares entendían que, aunque la victoria estaba a su alcance, la responsabilidad de construir un futuro estable y duradero recaía en sus hombros.

Después de horas de deliberación y negociación, Rommel y Zhúkov se pusieron de pie, firmando el acuerdo de capitulación con solemnidad. Los aplausos resonaron en la sala, mezclados con suspiros de alivio y esperanza.

En los días y semanas siguientes, las ciudades que habían demostrado valentía y resistencia ante la guerra fueron renombradas en honor a su coraje. Los cambios políticos y geográficos comenzaron a tomar forma, y ​​las fronteras se redefinieron para dar paso a una nueva era en Europa. La unión entre los generales finlandeses, alemanes y soviéticos, aunque nacidos de la guerra, se convertiría en un símbolo de la capacidad humana para buscar la paz y la cooperación, incluso en medio de la adversidad más extrema.

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En 1944, surgió una foto singular: Hitler reveló la existencia de su hija de 5 años en un esfuerzo por mantener un perfil discreto y evitar que sus adversarios aprovecharan la imagen de un líder vulnerable. No obstante, con la posterior victoria alemana, la amenaza enemiga se desvaneció por el momento, 

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