Capítulo 59
San Francisco-Nueva York, 2002.
El día antes de que me fuese de California, Maureen me acompañó a almorzar. No habíamos coincidido desde la tarde en que Russell simuló recordarla solo a ella, de modo que el ambiente estaba un poco tenso. Aun así, nos las apañamos para construir un clima de cordialidad rápidamente.
Maureen era otra persona. Se había teñido el cabello de castaño y vuelto a usar pantalones, pero el cambio era bastante más profundo que eso. Estaba más abierta, más risueña y parlanchina. La mujer que el resentimiento y las traiciones sembraron en su interior dio paso a una nueva Maureen. No la versión idealizada e inocente con la que me casé, sino una adulta fascinante e ingeniosa, madura y perspicaz. Quizás no era lo que en los cincuenta se hubiera considerado la chica perfecta, pero, ¿a quién le importaba? Era feliz.
—¿Y qué harás en Nueva York? —inquirió, enrollando una cantidad inhumana de espaguetis en su tenedor.
—No lo sé —admití—. Intentar reparar las cosas... de nuevo. Suplicar perdón. De rodillas, si hace falta. Suplicar, suplicar y suplicar. Esperar un milagro.
—Suena como un buen plan.
—A la primer persona que quiero pedirle disculpas es a ti, Maureen.
Levantó las cejas, confundida.
—¿A mí?
—Sí. Me comporté como un patán por demasiado tiempo. Me odiaba a mí mismo y te culpé por mis fallas... por las fallas de nuestro matrimonio. ¿Cuántas parejas hay que no pueden concebir y están juntas toda la vida?
—Gordon...
—No, escucha, no me arrepiento de que nos hayamos divorciado. No estoy diciendo que todo hubiera sido mejor de haber permanecido juntos. Lo que digo es que hice cosas para que todo terminase tan mal como terminó. Yo... te traté como un mueble, como... como una muñeca. Incluso cuando me dijiste que te molestaba, seguí llamándote así. Buscaba a toda costa encasillarte en mi idea de lo que debíamos ser, porque no podía hacer eso conmigo mismo. Y cuando decidiste irte, no te lo permití. Te hice la vida imposible y te lastimé más de lo que jamás pudiste haberme lastimado.
—Yo tampoco fui ejemplar —acotó ella.
—Pero fue a lo que te orillé.
—Di los primeros golpes. Antes de que me hicieras la putada de negarme el divorcio, ya te había echado en cara que no pudiéramos ser padres. Pensar que eso...
—No lo pienses más.
—Es inevitable pensarlo. Cómo podríamos haber adoptado y mi estúpido egocentrismo me convenció de que no era tan digno como...
—Maureen, ¿qué ganas con torturarte por eso ahora? Míranos. Estamos bien, sobrevivimos.
Sacó un pañuelo del bolso y se lo pasó por debajo de los ojos, a pesar de no estar llorando.
—Si pudiera adoptar a estas alturas, lo haría.
—¿No puedes? —cuestioné.
—Estoy demasiado vieja. Además... ¿para qué lo haría? ¿Para herirlo como herí a todos?
—Maureen, creí que ya habíamos superado esto. Merecía que me hirieras. Si te refieres al divorcio, me lo merecía. No te dejé otra opción...
—¿Y qué hay de Debra? ¿Acaso no tenía otra opción más que herirla?
Retrocedí contra el respaldo de la silla, asombrado de que estuviera hablando de ella directamente.
—No actúes tan sorprendido. Te lo habrá contado una infinidad de veces...
—Te equivocas —negué enseguida, envolviendo sus dedos con los míos por encima de la mesa—. Debra jamás me dijo lo que pasó; yo lo escuché.
—¿Y qué opinas?
Medí mis palabras con cuidado. No quería mentirle.
—Que fuiste muy cruel... pero estabas ciega. Es normal esperar que los amigos se pongan de nuestra parte cuando nos enfrentamos a problemas, no importa si tenemos razón o no. Ella te hizo daño y tú querías hacerle daño también, nada que no tenga arreglo.
Bufó una risa cínica.
—Claro, seguro que no me odia...
—Debra jamás podría odiar a nadie. Mucho menos a ti.
—¿Y vas a decirme que aún me quiere?
—Desde luego que te quiere. Si yo aún te quiero y tú aún me quieres, ¿por qué habría dejado de quererte ella? —Y agregué con humor—: Aún me quieres, ¿cierto?
La risa cínica se transformó en una sonora carcajada. Su mano apretó la mía.
—Gordie, si pudiera dejar de quererte, lo habría hecho hace siglos.
Me uní a sus risotadas, sujetándola también. En cuanto nos calmamos y a sabiendas de que estábamos por pedir la cuenta, la miré con seriedad y expuse el verdadero motivo por el que quise reunirme con ella antes de irme.
—Ven a Nueva York conmigo, Maureen.
—¿Qué? —murmuró.
—No es lo que piensas. Yo estoy enamorado de alguien más. —Un leve dolor surcó mi pecho durante esa última parte—. Solo... ven a Nueva York, empieza una nueva vida, olvídate de todo lo que sufriste aquí.
—Gordon, no tengo nada allá.
—Ese es el punto. Puedes comenzar otra vez, puedes dejar todo atrás y darte una segunda oportunidad. Es lo que yo planeo hacer. No quiero seguir atormentándome por las cosas que se me perdieron en una época u otra, y sé que tú tampoco quieres eso. Así que... ¿por qué no? Además, claro que tienes algo allá. Los dos tenemos algo allá. O mejor dicho, a alguien...
—¿Cómo podría enfrentarme a ella después de lo que le hice?
—Oh, vamos, es Debra. ¿Cuánto te parece que le puede importar? La conoces.
—No estoy segura de conocerla. Han pasado tantos años... ¿qué pasa si cambió?
—¿Cuál es el problema? Nosotros cambiamos también. Nos hicimos cosas mucho peores y aquí estamos, almorzando juntos.
Maureen hizo una mueca de reticencia.
—Créeme —insistí—, si Debra pudiese dejar de quererte, lo habría hecho hace siglos.
-o-o-o-
Como Debra ya les había avisado a sus empleados que me esperaba, nos autorizaron a pasar a su oficina de inmediato. Recorriendo los largos pasillos de la galería, la forma en que la mano de Maureen se aferraba a mi brazo me recordaba a la muchacha sumisa y recatada que fue en nuestra juventud. Estaba aterrada —ya había intentado retractarse y volver a California siete veces—, así que justificación para su actitud había de sobra.
—Aquí es —anuncié al detenernos frente a la entrada de su despacho.
Tomé el picaporte y comencé a girarlo, pero ella me detuvo.
—Gordie, ¿te importaría ir tú primero? Es que...
—Maureen, es tu mejor amiga.
No contestó.
—De acuerdo. Iré primero.
Me dio las gracias y, ahora sí, abrí la puerta. Debra estaba sentada tras su moderno escritorio, revisando unos papeles con unas gafas de lectura que no tenía la última ocasión en que nos vimos. Me aclaré la garganta y ella alzó la vista.
—Ajá... —dijo socarronamente—. Vuelve el perro arrepentido con...
Su burla se extinguió al tiempo que sus ojos se clavaban en algún punto a mi derecha. Miré hacia el costado y comprobé que Maureen me había seguido.
—Maurie...
Ella le sonrió de manera tímida.
—Hola, Deb.
Debra se levantó de su silla, sujetándose al escritorio para no caerse. Las piernas y la razón amenazaban con fallarle en cualquier momento. Parecía borracha. Se quitó las gafas y las colocó sobre los papeles.
—Lindo cabello —comentó sin más. Un cumplido banal nunca había tenido un significado tan inmenso.
—Gracias, lo teñí —respondió Maureen, tocándose las ondas castañas—. Linda nariz.
—Gracias, la operé.
—No era necesario.
—Yo lo necesitaba.
La mirada de Maureen se elevó hacia las fotografías de la pared.
—Conociste a Paul Newman... y a Audrey Hepburn... y a Julie Andrews...
—Conocí a mucha gente, sí.
—También yo.
Debra rodeó el escritorio, aun tambaleándose, y acortó la distancia entre ambas. Sus manos sujetaron el rostro de Maureen y las de Maureen hicieron lo propio. Exploraban cada arruga y recoveco con los pulgares, como suplicándoles que les contaran cuánto se habían perdido de la vida de la otra en esos años de silencio.
—Deb... —musitó la más pequeña—. Deb, perdóname...
No lo soportaron más. Los brazos de Debra envolvieron su cintura, pegándola a su cuerpo, y Maureen se aferró a sus hombros, presionándola con todavía más fuerza. Rompieron en llanto, estropeándose el maquillaje, el peinado, la ropa. Nada podía separarlas ya.
—Por supuesto que te perdono, Maurie. Por supuesto que te perdono...
Se alejaron un poco para verse las caras, frente contra frente.
—No hubo día en el que no me acordase de ti.
—¿En serio? ¿Después de cómo...?
—No, querida, no. —Volvió a aferrarse a ella—. Eso ya no importa.
Sigiloso, intentando no echarles a perder la magia, caminé hacia la puerta.
—Gordie —dijo Maureen, apartándose de su amiga—, ¿no te quedas a charlar con nosotras?
—Creo que hay charlas que solo les corresponden a ustedes. Además, tengo otro lugar donde estar ahora.
—Lo entiendo.
Giré de nuevo para dirigirme a la salida. Esta vez, fue Debra quien me interrumpió, corriendo hacia mí y abrazándose a mi espalda.
—Gracias, Gordon. Lo digo de corazón.
—Soy yo quien debe agradecerte, Deb —sonreí, desprendiéndome de sus manos—. Esto es lo menos que puedo hacer. Ahora, recupera el tiempo perdido.
—El tiempo perdido está sobrevalorado. Prefiero crear nuevos tiempos.
Cerré la puerta al marcharme. El eco de sus voces iniciando una de esas eternas pláticas que solían mantener me acompañó hasta la salida.
Solo quedaba un asunto pendiente por resolver: el que más me asustaba.
-o-o-o-
El lector que haya prestado la atención suficiente, recordará las emociones que suele despertarme retornar a sitios donde vivencié experiencias significativas. Mi antigua casa en los suburbios alcanzó un estatus de mansión embrujada cuando me mudé allí después del divorcio.
No hubiera sido sorpresa para nadie que el edificio de Clark me causase la misma impresión. Pese a ello, debo admitir que no fue así.
Al descender del taxi y enfrentarme a aquella vieja construcción de piedra, a su pórtico que apestaba a orín y a la tabla de timbres donde el apellido de Clark permanecía, me di cuenta de que cada detalle estaba más vivo que nunca.
Fue tan súbito. Hasta hacía pocos días seguía obsesionado con amar a Russell. Con volver a amarlo. Intenté con cada gota de voluntad resucitar mis sentimientos hacia él, porque eso era lo que se suponía que hiciera. Sus películas lo repetían hasta el cansancio: hay un único amor; asegúrate de que te dure hasta el final.
Pero no era cierto. Y sin embargo le di carta blanca para distraerme de lo que cada fibra de mi ser trataba de decirme. Estaba enamorado de Clark. No podía precisar desde cuándo o por qué; simplemente lo sabía. Ya fuese un joven excéntrico e inestable, un hombre que había conocido el infierno y que aún estaba lidiando con las secuelas, un poco de ambos o una persona que no tuviera nada que ver con ninguno de ellos... lo amaba.
Eso no significaba que no hubiese amado a Maureen o a Russell. Si existía algún Dios, le constaba que había amado a ambos con locura, y negarlo sería como negarme a mí mismo. No obstante, por mucho que agradeciera su contribución al ser humano que era ahora, formaban parte de mi pasado.
Que el edificio de Clark no se me apareciera como un fantasma solo podía representar una cosa: presente.
Toqué timbre y esperé.
—¿Diga? —Era la voz de Lucy.
El discurso que había ensayado se me atragantó. Toparme con ella no fue una de las posibilidades que consideré.
Resopló exasperada.
—¿Sabe qué? Estoy ocupada. Entre de una vez.
El zumbido del portero eléctrico me invitó a pasar. Subiendo las escaleras, me embargó una ansiedad parecida a la que sufrí al ir a visitar a Russell en San Francisco, solo que multiplicada por mil.
Al llegar a la entrada del apartamento, Lucy surgió antes de que pudiese tocar a la puerta. Llevaba el cabello más largo, atado en una coleta, y sostenía una caja con ambas manos. El asombro de su faz pasó a la indignación y la indignación pasó a la cólera en un intervalo tan corto que apenas pude leer todas las emociones.
—¿Qué haces tú aquí? —me reclamó—. No me contestes, no quiero saber. ¿Es que...? ¿Cómo...? ¿En serio, Gordon? ¿En esta línea temporal? ¿Realmente estás haciendo esto? ¿Eres un puto holograma?
—Lucy, yo...
—Carajo, por lo que más quieras, cállate —dijo apretando los dientes—. Esto tiene que ser una broma. ¿Qué mierda...? No tienes vergüenza.
—Por favor, déjame explicar...
—¿Explicar qué? ¡¿Explicar qué, Gordon?! ¿Qué queda por explicar? ¿Vas a explicármelo como me explicaste por qué lo abandonaste la primera vez? Porque lo he pensado y te doy la razón: no era tu obligación cuidar de él. Estabas en todo tu derecho de irte.
»A lo que no tienes absolutamente ningún derecho es a volver y trastocar todo. Es que... Ha pasado, ¿qué? ¿Un año? Bueno, casi un año, es igual. ¿Después de un año se te ocurre regresar para ver si queda algún milímetro de él en el que no te hayas cagado? Esto no es justo.
—¡Sé que no es justo, Lucy! —gimoteé—. No necesito que me lo recuerdes. Sé que lo traté como si fuera un felpudo, que lo herí a pesar de que prometí que ya no lo haría. Pero quiero compensárselo. Quiero pedirle disculpas y... y nunca más prometeré no herirlo, ahora entiendo que es algo que no se puede prometer. Solo... solo quiero hacerlo bien. Esta vez quiero hacerlo bien. Mi corazón está en el lugar correcto.
—En el lugar correcto —se burló, entrecerrando los ojos con furia—. ¡Pues no será con Russell Weatherby! Veamos, ¿qué hizo ahora? ¿Te mandó a volar de nuevo? ¿Te confirmó lo que ya todos sabíamos? ¿Qué te hizo para que quisieras cruzar el país por si la segunda opción seguía donde la habías dejado?
—Russell no me hizo nada. No esta vez. Llegué a San Francisco con toda la intención de quedarme a su lado hasta que se fuera, y pude haberlo hecho, pero me di cuenta de que eso no me haría feliz. De que mi idea de la felicidad estaba completamente equivocada.
—Vaya, tu idea de la felicidad no consiste en cuidar de un enfermo terminal en sus últimos meses de vida, ¿por qué no me sorprende? Como si fuera la primera vez que abandonas a alguien cuando no está cien por ciento bien.
—Lucy, por favor...
—Lo lamento, pero si hay alguien que está bien es Clark. Es una persona diferente. Llena bares por todo el país, vende discos... sale en citas. Incluso se está mudando a un apartamento para él solo, porque quiere su independencia y yo me iré a casa de mi novio. Ya no le hacen falta figuras paternas. Tu ciclo está cumplido. Y casi me da pena que vayas a perderte del hombre maravilloso que siempre fue y que por fin está saliendo a la luz, pero es lo que te mereces, Gordon.
»Lo denigraste por su trabajo y por sus adicciones, fingiste ser su amigo cuando no hacías nada para alejarlo de cualquiera de las dos cosas, desapareciste de su vida, volviste a entrar, lo hiciste creer que esta vez sería distinto y desapareciste de nuevo. Ahora confórmate con saber que te superó y búscate tu redención en otra parte.
Me pasó por al lado y empezó a bajar escalones de dos en dos. Me asomé a la barandilla.
—No busco redención. Por favor, ¿puedo hablar con él?
—Clark salió.
—Lo esperaré.
—No, tienes que irte y yo también.
—Pero lo...
—Gordon —me interrumpió seriamente—, si lo amaras, lo habrías dejado en paz cuando dijiste que lo harías. No te quiero aquí cuando regrese.
Oí el portón del edificio cerrarse. El metálico estruendo permaneció vibrando en mis tímpanos después de haberse extinguido. Sin desearlo, revisité el día que puso mi vida en marcha una vez más, cuando los guardias de Russell no me autorizaron a entrar y tuve que intentar hacerlo por la escalera de incendios. Pero Maureen no estaba ahí para detenerme ahora.
Con la fuerza de mi convicción y una enorme pizca de buena suerte, comprobé que a Lucy se le había olvidado echar la llave al apartamento. Y con la ceguedad de mis impulsos románticos, me convencí de que si penetraba en sus dominios nuevamente podría encontrarlo y explicarle todo. Sabía que era mi última oportunidad y también sabía que debía darme prisa, por lo que pausé mi decencia y me adentré en la casa que ya no era suya, jurándole a la nada que así terminarían mis infracciones.
Clark no estaba ahí. En verdad había salido. Entender que Lucy no me hubiese mentido después de todas las rupturas que causé en su universo me llenó de culpa. Los meses en los que cuestionaba sus buenas intenciones y sus métodos se apoderaron de mi conciencia, arrebatándole sus pocos milímetros de espacio al delito en el que estaba incurriendo.
Aun así lo llamé y no dejé piedra sin remover a la hora de buscarlo en cada cuarto. Los dormitorios, el baño, los sitios absurdos en los que no tendría sentido que estuviera y, al final, como quien trata de evitar algo que le lastima, el armario. Abriéndolo de golpe, encendí la luz y observé cada uno de los objetos que se apilaban en su interior. Un estuche de guitarra viejo, un teclado, un árbol de navidad y... las pinturas.
Despacio, mi cabeza rotó hacia la pared que se alzaba detrás de mí. Seguía como la había conocido: blanca, acusatoria, inmaculada, salvo por aquella mancha que mi pincel tembloroso plantó en su centro. Un círculo rojo y una lágrima alargada, prolongándose un par de centímetros hacia abajo. Ese era mi lugar, el sitio que Clark había reservado para mí. Le traería recuerdos, le dolería y por supuesto que desencajaba con los infinitos grafitis en el resto de la sala, pero nadie lo había tocado, aún me esperaba. Y si mi pared me esperaba... ¿no podría haberlo hecho él?
No lloré. Ni siquiera un simulacro nublándome la vista. La oleada de repentina motivación que arrasó conmigo me forzó a actuar antes de sentir. Hasta los pensamientos dedicados a mi amor por Clark fueron expulsados de mi mente, forzados a hacerse a un lado por la aparición de lo que en realidad me había llevado hasta allí. La prueba final.
Sin medir las consecuencias, rebusqué entre las latas y cajas del armario y me hice con las pinturas que acababa de descubrir, añadiendo un par más y unos cuántos pinceles. La pesada carga me hizo tambalear a través de la estancia, directo al punto rojo del que mi locura ya no podía desprenderse.
Mi raciocinio volvía a apagarse, sumergiéndome en una nube de movimientos bruscos y obsesiva necesidad a la que ni siquiera le importaba qué quería exactamente; solo me demandaba conseguirlo. El olor a pintura me mareó. En mi adolescencia, dando las primeras pinceladas, lo aborrecía; con los años, aprendí a acostumbrarme. Esa tarde, caía en la cuenta de hasta qué punto lo había extrañado.
Sumergí el pincel en pintura roja y apuñalé aquel punto maldito. El sonido húmedo del producto estampándose contra el material me estremeció. Remarqué la mancha hasta convertirla en un círculo que, tal y como yo, había dejado de llorar. No me pregunté qué era, porque tampoco hacía falta. Fue cuando comprendí que no hacía falta que me di cuenta.
Entonces no pude parar. Abrí la pintura gris, la negra, la azul... y seguí pintando. Mis líneas eran torpes, vacilantes, frenéticas. Mi técnica se había empobrecido. Los colores se mezclaban de formas incorrectas, insultantes, y la imagen final terminó siendo tan confusa que dudaba que alguien pudiese descifrar solo una de las letras que se cruzaban por su centro.
Di un paso atrás y admiré mi trabajo, olvidándome del mural que Maureen había destrozado al decidir que no éramos lo que quería para su vida. Luego lo recordé. Y luego de eso, rompí a llorar.
Lloré como hacía tanto tiempo no lloraba, sin pedir disculpas, dándome la bendición que requería para sentir. Me desplomé en el suelo, mis rodillas crujiendo, y el dolor agudo me hizo sospechar que una de ellas se quebró. Ese era un dolor que también tenía derecho a sufrir como me viniera en gana.
Lloré de forma grosera, con gemidos descarnados y fluidos brotando de todas partes de mi cara, cayendo sobre la alfombra junto con las manchas de pintura que mi falta de práctica derramó. Contemplé, más allá de la cortina de lágrimas, la torre que vi un par de veces durante mi infancia y que volví a ver junto a Clark la noche del primer cumpleaños que pasamos juntos. Y avisté cómo se deformaba hasta tornarse otra cosa.
La familia. La familia del mural. Y cambió otra vez, tomando las figuras del carbón en ese dibujo que hice para Russell en Venice Beach y que aún conservaba. Y, enseguida, al retrato con el que debí haber conquistado a Maureen. Y todos esos retratos de Maureen. Y los de Russell. Y después...
Después ya no estaba y yo nunca había abierto el armario en lo absoluto. La pared blanca seguía ahí, pero el rastro de mi paso por ella yacía cubierto bajo una reciente capa de pintura. Era oficial: Clark ya me había sacado de su vida, llenando el último vacío que mi rechazo dejó atrás, borrando todo indicio de que aún hubiese un lugar para mí a su lado.
Ignoro cómo alcancé la puerta y de dónde saqué la energía para devolverla a su estado original. Sospecho que levité escaleras abajo en una carrera desenfrenada, impactando contra los muros, ganándome el reverberado «¿está bien?» de un vecino de la planta baja. El tacto frío del tirador en la puerta principal me quemó y un par de gritos de «¡ten cuidado!» me siguieron por la concurrida calle, haciendo eco en mi cabeza. Estaba sudado, mi piel ardía.
También se me escapa cuántas manzanas corrí hasta toparme con una cabina telefónica y empujar a todos los que estaban delante de mí, encerrándome dentro al son de sus quejas. Perdí tres monedas antes de marcar el número correcto.
—¿Hola?
—Debra... —jadeé contra el auricular.
Un breve y confundido silencio.
—¿Gordon?
—Sí... Sí, Debra, soy... soy yo. —Mi respiración entrecortada apenas dejaba salir frases coherentes—. Debra, escúchame. Me equivoqué... Estaba equivocado...
—¿Sobre qué? Gordon, ¿qué diablos sucede? ¿Dónde estás?
—Perdí el control, Debra. Hice... Creí que... Debra, por favor...
—¡¿Dónde estás?! —Su desesperación crecía.
—Necesito ayuda.
Apoyé la frente contra el cristal y cerré los párpados.
—Ya no puedo solo.
CONTINUARÁ...
N/A: Nos vemos la próxima semana con, ahora sí, el último capítulo de esta historia. Espero que les haya gustado, saben que me encanta leer sus comentarios. Y, más allá del llanto y la decepción, ¿alguien se dio cuenta de qué fue lo que Gordon alucinó que pintaba? No es importante, solo me da curiosidad si alguien lo reconoció con las pocas descripciones jaja
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