Capítulo 45

Nueva York, 1975-1981.

Me es difícil recordar los primeros años. Pese a que Debra me cuidaba muchísimo, no podía vigilarme todo el tiempo. Había comenzado a beber de nuevo, aunque no tan a menudo como antes. Algunos días no quería ni salir de la cama y varios doctores me visitaron —uno incluso me llevó a un lugar del que apenas tengo memoria y en el cual habré estado un par de meses—.

Mi padre murió en el setenta y ocho. No fui al funeral ni acepté la herencia. Estar ante su lápida después de haber pasado por los brazos de un hombre habría sido un descaro. Mi madre llamó para decirme que me odiaba, que era un mal hijo, y yo solo le agradecí que se hubiera tomado las molestias de llamar. Falleció dos años más tarde, víctima de una depresión tan profunda que le arrebató la movilidad y el apetito. Tampoco asistí a su entierro.

La vida sin Russell se sentía incolora, vacía. Era una vida que demandaba vivirse perezosamente, sin ánimos y con el permanente dolor del rechazo clavado en el corazón. Un día a la vez, un pensamiento intrusivo martillando sobre las sienes cada segundo, la dolorosa certeza de haber poseído algo hermoso y haberlo perdido para siempre, sin haber hecho nada para merecer perderlo más que atreverse a ser uno mismo.

Todos los viernes por la noche iba a un bar distinto en una parte de la ciudad distinta, y cada velada era igual de insustancial que la anterior. Me sentaba en la barra y pedía una cerveza —en ocasiones con tan poca espuma que me ofendía a nivel personal—, contemplando las horas deslizarse por mi aburrimiento.

A veces, alguna mujer me miraba. Alguna mujer bonita, de mi edad o incluso menor que yo. Ella me sonreía y yo le devolvía el gesto, y me retiraba lo más rápido posible cuando tenía la impresión de que iba a establecerse un contacto cercano. Ya no debía pensar en las mujeres de esa forma. Me lo tenía prohibido.

Fue en 1981 cuando todo cambió. Era un viernes helado de principios de diciembre y por motivos que aún no consigo discernir, conduje el Packard hasta Brooklyn. Estaba buscando un club nocturno con el solo propósito de ahogar mis penas en alcohol, nada específico. Pero en cuanto vi a aquella inusual pareja escondida en la boca de un callejón, tuve que detenerme.

Si bien la oscuridad entorpecía mi visión, noté al adentrarme en el reducido espacio que había más gente allí. Hombres, mujeres y todo lo que hay en el medio se besaban apasionadamente, estampándose contra los muros de ladrillo y abrazándose con desesperación. La mayoría se dispersaron como cucarachas ante los faros de mi coche viniéndoseles encima.

Ignoré sus gritos indignados mientras me bajaba del Packard y me esforcé por localizar a aquellos que habían captado mi atención. Eran dos jóvenes, ambos hombres. Sin deseos de armar un alboroto, salí del callejón con las manos en los bolsillos y los vislumbré dando la vuelta a la esquina. Se metieron en un enorme edificio de piedra con un letrero de neón rosa que rezaba unas palabras en alemán que ya he olvidado. La estruendosa línea del bajo de una canción de David Bowie retumbaba en su interior.

Me metí al tercer intento, acobardándome las primeras dos veces. Dentro, la música era aún más fuerte y las luces estroboscópicas hacían del descenso por la angosta escalera de entrada una tarea de riesgo.

Aquel no era un simple pub donde uno pudiera ir a tomarse una copa; era un auténtico club nocturno, lleno de veinteañeros desenfrenados intercambiando saliva y vomitando en las macetas. Algunos me lanzaban miradas de desprecio al verme pasar, siempre pidiendo permiso.

Todo era demasiado. Demasiados colores, demasiados aromas, demasiados sonidos. Demasiados tatuajes, demasiadas perforaciones y demasiada piel. Era lo primero que en verdad llegaba a afectarme luego de mi ruptura con Russell, pero eso no lo hacía mejor. Me hubiera ido de inmediato, de no ser porque de veras me apetecía un trago y se me haría tarde si buscaba otro sitio.

Con la mayor de las timideces, tomé asiento frente a la barra y esperé mi turno. Desde aquel puesto, podía ver la pista de baile a la perfección. Cuerpos sudorosos frotándose, completos extraños presentándose en un segundo solo para estar el uno contra el otro al siguiente, grupos de hasta cuatro personas contoneándose juntas de maneras impensables para mi generación. No podía dejar de mirar.

Había un chico en concreto. Bueno, no un chico, sino un hombrecito, de quizás dieciocho o diecinueve años. Un chico, al fin y al cabo. No lo había notado hasta entonces. Tal vez no sea justo referirme a él como un chico, puesto que parecía medir al menos quince centímetros más que yo. Tenía el cabello rojizo, con rizos que se amontonaban en la parte superior de su cabeza y un poco más corto en los costados, como se estilaba. Sus brazos y piernas eran largos y se movían sin coordinación, provocando que sus amigos se rieran.

Porque no estaba solo. Había mínimo media docena de muchachos y muchachas a su alrededor —el área estaba tan atestada que era complicado deducir quién iba con quién—, y daba la impresión de ser él el alma de la fiesta. Era fácil imaginar a qué se debía eso. Tenía un rostro armonioso, de rasgos finos y tajantes, aunque un tanto infantil, y las arrugas que su sonrisa plantaba en torno a los ojos le daban un aire simpático.

Se divertía al tiempo que hacía a los demás ansiar divertirse con él. No en un sentido sexual, necesariamente. Solo estar en su presencia, bromeando y bailando de aquella forma tan ridícula. Una chica en particular se le restregaba, colgándosele del cuello, y él la hacía girar y pretendía estar bailando tango.

Estaba presionado contra la espalda de ella cuando sus ojos encontraron los míos. Mortificado, aparté la mirada y recé por que el cantinero me atendiera pronto. Me urgía una distracción de la sonrisa lasciva que el desconocido me había obsequiado.

—¿Me puedo sentar? —Una voz casual con un ligero acento de Kentucky me encrespó.

Antes de que pudiera decir que sí, él ya lo había hecho, dando un par de vueltas en el taburete giratorio y finalmente apoyando los antebrazos sobre la barra.

—Claro, ¿por qué no? —respondí, y él se rio.

—Caballero, ¿qué le sirvo? —me dijo el cantinero.

—Una cerveza de raíz, por favor.

—Sí, y una para mí también —agregó el chico. El cantinero asintió y se fue a otra zona del bar. Mi nuevo acompañante se concentró en mí rápidamente—. Me vas a invitar, ¿cierto? No dejarías a un pobre huérfano sin nada que beber. Tú no pareces de esos.

—¿Eres huérfano? —Ladeé la cabeza.

Él soltó otra risa y se encogió de hombros.

—Algo así.

El cantinero regresó con nuestras bebidas y le dimos las gracias. Lo observé beberse casi la mitad de su jarra de un solo sorbo. Se limpió el bigote de espuma con el puño de la camisa y noté que una sutil colonia pasaba desapercibida detrás de la transpiración.

—No vienes seguido por aquí, ¿verdad?

—Esta es mi primera vez —confesé apenado, y enseguida rectifiqué—: quiero decir, es la primera vez que vengo aquí. Jamás había estado en Brooklyn, siquiera.

—Ah, ¿en serio? ¿Y eso es porque eres nuevo en la ciudad o...?

—No soy técnicamente nuevo. Me mudé en... —Sopesé por un momento si era buena idea darle tanta información—. Me mudé en el setenta y cinco. Apenas ahora empiezo a probar la vida nocturna.

—Pues realmente te zambulliste en esa piscina, si te decidiste por este lugar como primera experiencia —sonrió—. ¿Cómo te llamas?

Su pregunta me sobresaltó. Mi nombre era, sin duda alguna, más de lo que me atrevería a revelar.

—Me llamo... Wilbur. Sí, Wilbur. —Qué culposamente satisfactorio fue manchar el de mi padre.

—Wilbur —asintió—. Soy Jeremy. Un gusto conocerte.

Me tendió la mano y se la estreché. Estaba fría, lo cual me confundió, dado que se había pasado un rato largo bailando. La manga de su holgada camisa a cuadros se levantó un poco y mi vista viajó hacia su muñeca pálida. Al notarlo, volvió a cubrírsela y nuestro contacto se rompió.

Continuamos charlando un rato, hasta terminar la cerveza. Preguntó si quería otra y le dije que sería mejor evitarlo. Lo próximo que supe fue que estábamos fuera, dentro del Packard, yo en el asiento de conductor y él en el de copiloto, a pesar de que nadie ofreció llevar a nadie a ninguna parte.

No estábamos cerca. De hecho, podría haber arrancado el coche en ese momento sin incumplir ninguna norma de seguridad. El tal Jeremy se quedaba en su espacio y yo en el mío. Hasta que, por fin, se aventuró a hablar.

—¿Vas a hacer algo?

—¿Algo como qué? —repliqué, sin maldad.

—Bueno, déjame ver, sé que eres nuevo en esto, así que... —Se rascó la barba incipiente, pensándolo—. Mira, la cosa está así: el evento principal cuesta alrededor de ochenta, tanto dar como recibir, aunque prefiero lo primero y una propina sería un gesto amable si te interesa más lo segundo. La mamada está en sesenta y cinco, pero también pido condón para eso.

—¿De qué estás hablando?

—Lo siento, encanto, el condón no es negociable. Una conocida cayó enferma y...

—¿Qué?

—Ese es un riesgo que no voy a correr. Y no, tampoco creo en esa mierda de salir antes.

Me alejé tanto y a tanta velocidad que quedé acorralado contra la puerta y mi codo hizo sonar el claxon.

—¿Eres...? ¿Eres un...?

Jeremy rio.

—Espera, ¿no te habías dado cuenta? ¿Pensabas que estaba enamorado de ti o algo?

—¡Desde luego que no! Me ofende que siquiera...

Me detuve antes de seguir justificándome. No le debía ninguna explicación. Era él quien estaba actuando con indecencia, seduciendo hombres de apariencia tan digna como la mía, haciéndolos sentirse especiales para cobrarles después. Había una palabra para personas como él y me asqueaba el solo pensar en pronunciarla.

—Sal de mi coche —ordené, manos en el volante, evitando mirarlo.

Lo vi asombrarse por el rabillo del ojo.

—¿Disculpa?

—¡Lárgate! —le rugí—. ¡Lárgate, sal de mi coche, no te quiero aquí! No quiero tus perversiones, tus servicios, como sea que lo llames. No quiero cualquiera sea el coctel de infecciones y drogas que tendrás en el cuerpo a estas alturas.

Una huella de dolor se le dibujó en el rostro por un momento. La disimuló con una sonrisa sarcástica.

—Oh, el orgullo de alguien está herido porque pensó que había encontrado un nuevo novio...

Mi furia creció.

—¡No necesito un nuevo novio!

—¿Todavía hay esperanza con el antiguo?

—¡Fuera!

—Bueno, de acuerdo, de acuerdo, me voy —aceptó, levantando las manos y saliendo del vehículo—. Mierda, sí hay gente a la que le hace falta un novio, después de todo...

Suspiré de alivio. Aquella experiencia me había dado una gran lección: no volvería a buscar consuelo en los lugares equivocados. Todavía nervioso por lo sucedido, introduje la llave en la ranura y la hice girar.

Y no encendía.

Probé de nuevo.

Y no encendía.

El caprichoso Packard, siempre tan inoportuno, había tomado la decisión de dejarme varado en medio de Brooklyn, a mitad de la noche, en el callejón de un bar al que uno de sus más bajos exponentes calificaba como «una zambullida.»

Insistí, mas no había caso. El motor no iba a obedecer. Miré hacia todos lados, preocupado, sabiendo que de cualquier rincón podía emerger alguien y robarme hasta lo que no tenía. Una figura apareció, caminando despacio, y sentí que estaba a punto de llorar.

Jeremy se inclinó sobre la ventanilla abierta del copiloto, recargándose en ella.

—¿El digno-móvil también necesita viagra? —bromeó.

—¿No te dije que te fueras?

—Ey, no creo que esa sea la forma de hablarle a un depravado sexual cuando estás varado en un vecindario extraño.

—No me asustas.

—Tal vez yo no te asuste, muñeco, pero hay gente por aquí que de verdad podría hacer que te cagues en los pantalones.

Volví a intentar que el Packard respondiera. Jeremy lanzó una risotada.

—¿Y la gracia dónde está?

—En que necesitas mi ayuda —expresó con autosuficiencia.

—Desde luego que no. Soy perfectamente capaz de cuidarme solo. Además, ¿qué podrías hacer tú para ayudarme?

—Oh, no gran cosa. No es como si supiera el número de una grúa o tuviese cambio para el teléfono público. Desde luego que no te vendría bien tener compañía mientras esperas a que pasen a buscarte. Perdóname, está claro que tienes todo bajo control.

—¿Conoces el número de una grúa?

—¿Cómo adivinaste? Deja todo en mis manos. Soy muy bueno con ellas.

Me guiñó el ojo y se dispuso a volver al interior del club.

—¡Espera! —supliqué—. No vas a dejarme solo aquí, ¿cierto?

Jeremy sonrió, entre la dulzura y la crueldad.

—No te preocupes, cariño. Si alguna sabandija te molesta, solo grítale como lo hiciste conmigo y dale un bastonazo en la cabeza.

Desapareció en la puerta lateral del local, a la que sospechaba no debería haber tenido acceso. Dos minutos más tarde, resurgió de la oscuridad y se metió en el coche —ahora me aliviaba que lo hiciera—, avisándome que en veinte minutos estaría camino a casa.

—Perdóname —dije al cabo de uno y medio.

El pelirrojo apretó las cejas, inseguro de haberme oído bien. Tuve que repetirme.

—Perdóname por... por haberte insultado. No quería insultarte. Todo fue mi culpa, en realidad, y...

—Estoy acostumbrado a que me insulten —desmereció, ameno.

Negué con la cabeza.

—No, no, yo no... Yo no soy así.

Era mentira y para ambos resultaba obvio. Ese era exacto el tipo de persona que era. Disparaba primero y preguntaba después, y según lo que me contestasen volvía a disparar. Hacía años Maureen me había acusado de solo querer ganar a cualquier costo un juego en el que siempre debía salir dignificado, incluso a través del sufrimiento. Quería ser el menos lastimado de todos y para eso lastimaba a los demás.

Asimilar esto me dolió, pero Jeremy no facilitó que la charla se volviera seria.

—Te perdono. —Agradecí que sonriera de nuevo—. Y ojalá tuviera algo por lo que disculparme, para que no te sintieras tan patético.

Esta vez, sí me reí.

—¿Habría sido tu primera vez con un hombre? —inquirió sin rodeos. Lo observé—. Di que sí, a ver si me das pena y te lo hago gratis.

Suspiré con pesada diversión.

—Lo siento. No sería una primera vez.

Jeremy silbó como caída de caricatura y exhaló una explosión silenciosa.

—Conozco ese tono. Está bien, en serio. Las primeras veces siempre apestan.

Era mi obligación moral confesarle que el problema con mi primera experiencia homosexual fue que no había apestado en lo absoluto. El problema fue que la disfruté, que me endurecí con la vergüenza de saberme utilizado, que dejé que me utilizaran en tantas ocasiones que perdí la cuenta. Pero solo asentí, porque ¿qué podía enseñarle a alguien como él sobre ser usado?

—Mira, te preguntaría si lo querías, pero sé que casi nunca se trata de querer. Es más como estar en el lugar correcto en el momento indicado, ¿no? Tomar lo que puedas y dar las gracias como un buen niño.

—Sí lo quería —contesté, sintiendo que las lágrimas empezaban a formarse—. Lo quería muchísimo. Pero él a mí no. Él habría dicho... algo muy parecido a lo que acabas de decir.

Jeremy cubrió su labio inferior con el superior, sopesándolo. Su mano aterrizó entre mis omóplatos a modo de contención y no pude detenerlo. No quería. Había evitado hablar de Russell desde que la ola inicial cedió y volver a sentir su nombre en la punta de mi lengua me retrotraía a todo lo sucedido. Ya no estaba sedado. Ahora sentía. Cuánto odiaba sentir...

—Lo siento, Will —dijo él con simpleza, como quien dice «no hay nada que podamos hacer.»

Lo miré a los ojos, con los míos derrumbados por el llanto.

—Me llamo Gordon.

La revelación de mi nombre real nos tomó por sorpresa a los dos. Desde el principio había sabido que le di una identidad falsa y la verdadera no tenía nada de extraordinario. Ni siquiera conocía mi apellido. Aun así, parecía que aquella aclaración, aquella pequeña porción de mi ser servida ante su corazón hambriento, desplegaba un mundo sin explorar a través del que se podía descubrir mi verdadera esencia. Ni desnudarnos nos habría traído una intimidad semejante.

Jeremy extendió su mano hacia mí.

—Clark.

Se presentó rápido y en voz baja. Si bien mi valentía lo ayudaba a ser valiente, sonaba como si esperara que no lo captase, como si tuviera miedo de que lo reconociera. Éramos más similares de lo que yo estaba listo para admitir, pero seguía siendo un pensamiento reconfortante.

Clark. Un nombre tan clásico, tan señorial, para un joven tan extrovertido y desapegado. Era perfecto. ¿Cómo se le ocurría que pudiese pasarlo por alto?

Acallando mis reservas, tomé su mano y la estreché. Era fría y blanca, con las callosidades propias de un músico experimentado. Las prominentes venas de su brazo me recordaron su existencia, azules e inevitables, hasta que él se dio cuenta y me soltó la mano, bajándose la manga como lo hizo dentro del club. De alguna forma, su piel helada transmitía más calor que...

Las luces de un vehículo aproximándose a nosotros interrumpieron mis pensamientos. Era la grúa.

—Ya está aquí —sonrió Clark, más resignado que contento.

Ambos nos bajamos del coche en lo que el conductor se acercaba a hablar. Era hora de decir adiós y ninguno estaba seguro de cómo hacerlo.

—Supongo que debería pagarte —razoné, un tanto apenado.

Clark me miró con los ojos abiertos a más no poder.

—¿Vas a pagarme?

—Es lo menos que puedo hacer. Nadie te obligó a quedarte conmigo todo este rato. —Saqué mi billetera—. ¿Cuál es el plan de servicio más similar que tienes a lo que hicimos?

El joven fingió pensarlo y rio. Me gustaba hacerlo reír a propósito.

—Bueno, técnicamente usamos nuestras bocas, así que... ¿Sesenta y cinco?

Aquello era mitad un chiste y mitad una prueba de suerte. Se sorprendió cuando le entregué la cantidad requerida más veinte dólares extra.

—También usamos las manos —dije irónicamente.

Clark no estaba en condiciones de rechazar el gesto, así que tomó los billetes a toda prisa y se los metió en el bolsillo de los pantalones, temiendo que me arrepintiese.

El operador de grúa ya estaba casi frente al Packard, abriendo la boca para saludar al respetable caballero que le pagaba a un sexoservidor por hacerlo sentir menos solo. La decencia y la lógica nos llamaban a despedirnos para siempre y nunca más pensar en el otro.

—Pásate por aquí cuando quieras —sugirió Clark, humilde y encantador, retrocediendo hacia la puerta por la que salimos—. Pero asegúrate de no traer esta cafetera, ¿eh? Tengo estándares.

Y cegado por fuerzas ajenas a mi control, no me importó que el trato de cobrar precio de oral por sentarse a charlar con alguien le conviniese más a él que a mí.

Solo supe que regresaría.

CONTINUARÁ...

N/A: Y así es cómo Clark entra a escena, sé que varixs lo estaban esperando (yo incluida, para qué mentir). Ahora que lo tenemos en las dos líneas temporales, vamos a empezar a ver más de él y de su historia con Gordon. Insisto, preparen los pañuelos 7u7

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