Capítulo 43

Los Ángeles-Nueva York, 1969.

El anuncio de la boda de Debra me dejó en un peculiar estado de excitación que se prolongó por meses. No era desagradable, aunque quizás estaba entretejido con cierta envidia. Hacía más de una década, yo mismo me alistaba para mi día soñado. El día que mi amiga había esperado por tanto tiempo, con tanta fuerza.

Recuerdo haber pensado que Maureen y yo estaríamos juntos para siempre. Recuerdo, también, haber pensado que Debra jamás tendría algo como lo que nosotros teníamos. La ironía de que ahora ella estuviera a punto de casarse con un hombre que la amaba con locura mientras quien alguna vez la había considerado incasable se encontraba irremediablemente solo, me arrancaba una risa ácida en ocasiones.

Debía dejar de pensar en aquello. No estaba solo. Tenía a Russell. Si bien el matrimonio estaba fuera de nuestras posibilidades, lo quería, y estaba convencido de que él empezaba a quererme también. ¿Por qué no iba a hacerlo? Atendía todas sus necesidades, lo escuchaba, siempre lo recibía y despedía con una sonrisa. Sin estar en realidad casados, yo era el mejor marido que alguien pudiera tener. Alguien como Russell, para ser exactos, que no le confiaba su secreto a nadie más, que no soportaba los sentimentalismos, que requería tanta atención y tantos cuidados.

Así que sacudí las ideas negativas de mi mente. Un papel y un anillo y una vida compartida no hacían a la pareja. Eso no iba a cambiar porque Debra y su novio decidieran dar aquel paso. Me lo repetí hasta metérmelo en la cabeza y me lo volví a repetir un par de veces por si acaso. Y entonces me di cuenta: había estado tan ocupado luchando contra ciertas emociones, que olvidé por completo pensar en algo que regalarle por sus nupcias.

La duda me quitaba el sueño. ¿Qué podía dársele a alguien que ya contaba con todo? ¿Qué podían comprar mis buenas intenciones que no pudiese comprar su dinero? ¿Qué obsequio maravilloso había sobre la Tierra que alguno de sus amigos ricos no pudiese conseguir en mejores condiciones? Al final, ella misma me daría la respuesta sin darse cuenta.

—Bueno, ya me ocupé de las invitaciones, escogí las flores, al vestido le están haciendo unos arreglos y el primer baile será I wanna be loved by you —repasó una noche en que estábamos sentados en el pórtico fumando y ella no podía parar de moverse—. Todo está bajo control. Pronto podremos empezar con los ensayos y...

—¿Y ya pensaste quién va a entregarte? —pregunté.

Debra se quedó repentinamente quieta. El cigarrillo estuvo a punto de escurrírsele de los dedos.

—Debra... —insistí—. ¿Lo pensaste?

No imaginé el dolor que le causaría mi planteamiento hasta que le vi la cara. Mi amiga no hablaba mucho de su familia —solo daba datos al pasar que coloreaban anécdotas no relacionadas—, pero sabía que la única figura estable que tuvo fue su abuela, quien ya era difunta. Fuera de ella, no se me ocurría nadie que estuviese dispuesto a aceptar el honor.

—¿Alguna vez te hablé de Wanda Khodjaniyazova? —dijo después de un silencio largo.

Meneé la cabeza. Debra dio una calada más profunda de lo normal y liberó el humo a una velocidad agonizante. En sus ojos se vislumbraba un cariño particular, una admiración desmesurada.

—Vivió con nosotras un tiempo. Con mi abuela y conmigo, quiero decir. No entendía bien qué hacía en nuestra casa; era aún muy pequeña. Los primeros años de mi vida fueron con la señorita Khodjaniyazova durmiendo en la habitación contigua. Era la mujer más impresionante del mundo.

Volvió a callarse unos instantes y no la interrumpí. Luego siguió como si nada.

—Era alta. Quizás más alta que yo, o quizás la percibía así porque era una niña mirando a una adulta. Le llegaba a la mitad de las pantorrillas y tenía que agacharse para vernos los rostros. Recuerdo la primera vez que ocurrió. —Rio, nostálgica—. Un día, cuando se fue a trabajar, la puerta de su dormitorio quedó entreabierta. Mi abuela dejó de controlarme unos segundos y fue suficiente para meterme dentro. Solo me encontraba con la señorita Khodjaniyazova durante el desayuno y la cena, así que me daba curiosidad.

»Gordon, en el momento que entré a ese cuarto, supe que eso era lo que quería para mi vida. Todo rosa, todo. La cama con dosel, las sábanas de seda, los almohadones afelpados. Los armarios llenos de ropa y zapatos modernos. El tocador... Ese tocador era tan enorme que tuve que pararme sobre el asiento para mirarme al espejo. Un espejo grandísimo, descomunal. Y acentuaba todo. Mis ojos saltones, mis labios gruesos, mi nariz... —Se tocó la nariz nueva como para comprobar que aún estuviese ahí—. Yo no era estúpida. Sabía que no me parecía a las chicas de las revistas. Pero no permití que eso me distrajera. Porque sobre ese tocador también descansaba la colección de cosméticos más increíble que haya visto.

»Tomé un pintalabios, solo por probar. El rojo más rojo que puedas imaginarte. Traté de usarlo y, de repente, la puerta se abrió. Era ella. Había olvidado su abrigo. Estaba tan avergonzada que rompí en llanto. ¿Sabes lo que hizo la señorita Khodjaniyazova? Se inclinó y me dio un abrazo. Pude oler su perfume. Llevaba el cabello corto y apenas se alcanzaban a ver unos cuántos risos negros debajo del sombrero cloche. Sus ojos eran inmensos. Tan inmensos y grises como los míos. Sus labios eran igual de carnosos. Lo único en lo que nos diferenciábamos era la nariz, aunque estaba segura de que incluso mi nariz luciría bien en ella. Los rasgos que en mí parecían defectos, en su rostro armonioso se transformaban en virtudes.

»Le pedí disculpas y me dijo que no hacía falta. Ese día llamó al trabajo y fingió estar enferma; pasamos la tarde entera en su habitación. Me maquilló, me rizó el pelo, me arregló las uñas. Luego tomó uno de los collares de perlas y le dio varias vueltas alrededor de mi cuello. Cuando terminamos, hizo que me viese en el espejo. Me sujetó las manos, apoyó el mentón en mi hombro y, notando quizás lo similares que éramos, susurró «mírate, Debbie, pareces una estrella de cine.»

—¿Y a tu abuela le gustó que hiciera eso?

Debra largó una carcajada ante mi pregunta.

—¡Qué va! Estaba furiosa. Cuando vino a regañarme, nos encontró a las dos saltando sobre la cama, partiéndonos de la risa. Esa noche tuvieron una discusión. Mi abuela le dijo que era un pésimo ejemplo, que yo necesitaba otras cosas, que esa no era manera de tratar a una niña y menos a mí.

—¿Menos a ti?

—Sí... por ser su hija.

—Esa... ¿era tu madre?

—No lo sabía entonces. Me enteré varios años después. Debí imaginarlo, aunque me resultaba tan bonita que no habría podido creer que éramos parientes. Ella nunca me hizo sentir mal, sin embargo. Siempre me decía que era la niña más hermosa y que estaba destinada a grandes cosas. Cuando me revelaron que era mi madre, fui la persona más feliz en el universo. Antes de eso, simplemente la pasábamos bien juntas. Cada momento que no estaba fuera, estaba conmigo.

—Pero no quería ser tu madre —repuse. Lastimarla me sabía terrible, pero sospechaba que a eso se refería la abuela de Debra cuando habló de lo que ella necesitaba. Ahora necesitaba darse cuenta de que, por asombrosa que le resultara su madre, había evadido la responsabilidad de hacerse llamar como tal, quedándose solo con lo divertido y llevadero, derivando obligaciones hasta no responder por nada.

Noté cómo Debra se ponía a la defensiva.

—El título es lo de menos, Gordon. La señorita Khodjaniyazova me hizo quien soy. Me enseñó a lo que podía aspirar. A mi abuela solo le interesaba que fuera inteligente, un promedio y unas habilidades para el piano que presumir, si al caso algo graciosillo que mostrar en las fiestas hasta que un ricachón desgraciado se conformara conmigo. La adoraba, pero sé que si no hubiera sido por mi madre, me habría desmoronado ni bien el soporte de mi abuela desapareció.

»Ahora escucha: mencioné que la señorita Khodjaniyazova salía mucho. Eso era en parte porque trabajaba en una empresa de telecomunicaciones. Sin embargo, no era lo único. También tenía citas. Frecuentaba clubes exclusivos y conocía a toda clase de caballeros que hubiesen dado el mundo por ella. Nuestra casa parecía un desfile. Cada fin de semana llegaba uno nuevo en uno de esos coches flamantes. Me gustaba ayudarla a prepararse y siempre me daba alguna tarea minúscula que pudiera hacer, como alcanzarle un broche o elegir los pendientes. Eso también enfurecía a mi abuela, que solía gritar «¡si sigues así va a terminar deseando ser una cortesana!»

»Una noche, cuando la señorita Khodjaniyazova bajó a recibir a su acompañante, no pude resistir la tentación de ver quién era. Solo podía imaginar la clase de hombres que se disputaban el amor de mi madre. Debían ser guapísimos, auténticos galanes de cine. Así que bajé la escalera muy sigilosamente y... Vaya, no era un galán en lo absoluto. Era un hombre esquelético, con enormes gafas redondas y el pelo ralo.

—¿Y descubrieron que los observabas?

—Sí. No sé qué ruido hice, pero me notaron. La señorita Khodjaniyazova se puso tensa y me preguntó qué hacía allí. Su cita... su cita me miraba de forma extraña, como si fuera algo tan precioso que le dolía físicamente.

»—¿Quién es tu amiga? —le dijo a mi madre.

»—Esta es Debbie. La nieta de la dueña de casa.

»Se me acercó despacio y se inclinó frente a mí. Recuerdo haber pensado que tenía cara de marmota, con aquellos ojos pequeños tras las gafas y su gigantesca nariz. Se presentó como Chester Ashmore y nos estrechamos las manos con una formalidad que me divirtió porque me hizo sentir madura. Yo no podía entender qué hacía alguien como la señorita Khodjaniyazova con un tipo así, tan lejano a la norma de lo que yo consideraba atractivo. Supuse que ella estaba un poco avergonzada, por la forma en que apresuró nuestro encuentro e insistió en que se marchasen enseguida para no perder la reservación. El señor Ashmore me miró con asombro hasta que la puerta principal se interpuso entre nosotros.

»Esa fue la primera y última vez que vi a mi padre.

Sopló un riso fuera de su rostro y me sonrió.

—¿Te parece que puedo llamarlo y pedirle que me entregue en mi boda?

Terminé mi cigarro en silencio. Quizás ella no podía llamarlo, pero yo sí.

-o-o-o-

Llegué a la casa de Chester Ashmore sin tener una mínima pista de cómo sacar el tema. Le hubiera pedido consejos a Russell, por ser quien me consiguió la dirección a regañadientes, mas se oponía de tal manera a mi plan que no me hubiese escuchado.

Lo que me recibió fue un inmenso palacio colonial, de muros color crema y un sinfín de flores adornando la entrada. Cuando llamé a la gran puerta, un ama de llaves habló antes de que pudiese inventar una excusa:

—Oh, buenos días. Debe ser usted John Carter, de El Heraldo.

Reprimí una sonrisa. Por supuesto. Mi chico era listo.

—Sí, soy yo.

—Pase, por favor.

Con un monólogo que no le daba tiempo de respirar como banda sonora, me guio a través de los amplios pasillos de la residencia Ashmore. La decoración era de buen gusto, demasiado elevado para un hombre. Desconocía si tenía alguien que se encargaba de eso o una esposa fascinada por las pinturas impresionistas.

—El señor Ashmore no suele recibir visitas, menos aún de la prensa, así que espero que lo comprenda si lo nota algo nervioso. Ha pasado toda la mañana ordenando el despacho. Prefiere hacerlo él mismo. Limpiar lo ayuda a... Oh, no sé si debería contarle esto. ¿Ya está grabando?

—Aún no.

La mujer no ocultó su alivio al abrir de par en par las puertas de la oficina de su jefe.

—El señor Carter está aquí.

Ashmore estaba de espaldas a nosotros, en su soberbia silla de cuero, quizás más cara que mi coche. Cuando se giró, le obsequié una media sonrisa y moví la mano con timidez. Ashmore asintió.

—Gracias, Edda. —Se dirigió a mí—: Adelante, aunque aún faltan dos minutos para el inicio de nuestra cita.

Quise articular una disculpa, pero las palabras no salieron. Oí la puerta cerrarse detrás de mí y tragué saliva. De pie en la mansión Ashmore, me daba cuenta de que lo difícil no había sido entrar; mi mayor desafío me esperaba entre esas cuatro paredes, con la mano sudorosa de su propietario apretando la mía.

Tomé asiento en una silla bastante anticlimática comparada con la suya y lo examiné de cerca. Un hombre digno, de cabello escaso y nariz prominente. El traje de diseñador no le impedía sacar brillo a una tetera de plata que tendría como adorno con un trapo viejo. La parte más ansiosa de mí anhelaba gritarle que la dejara en paz, que ya estaba limpia.

Me desconcertó verlo así. Esperaba a un viejo demacrado al que ni siquiera el dinero pudiese mantener saludable. Que las circunstancias no me permitieran guardarle lástima, percibirlo como una víctima más de la situación...

—¿No va a tomar notas? —dijo, arqueando una ceja. Su parecido con Debra cuando hacía aquello me puso la carne de gallina.

—Tengo buena memoria —repliqué, afable.

—Bueno... —Sacó un habano de su escritorio y me quedé esperando que me ofreciese uno. No lo hizo—. ¿Quiere empezar?

—Eh... Sí, sí, está bien.

Mierda, no había preparado nada. Me reservé unos segundos para inhalar el humo que desprendía el puro, esperando que me diera fuerzas.

—De acuerdo, veamos... Tiene usted una empresa muy exitosa, ¿a qué atribuye su...?

—Siguiente pregunta.

Retrocedí.

—¿Cómo?

—Siguiente pregunta. —Rio al advertir mi expresión estupefacta—. ¿Qué? ¿En serio quiere que le hable de eso? Señor Carter, mi bisabuelo fundó esta compañía cuando llegó a Estados Unidos y no vino precisamente por necesidad. Tenía tratos de negocios, amigos en todos los lugares importantes, inversionistas desesperados por colaborar con él. Mi abuelo tomó las decisiones correctas y supo de inmediato que no debía caer en manos de mi tío. Y mi padre no era ningún imbécil. ¿A qué cree que puedo atribuir mi éxito? Nunca he visto más que días soleados. Así que ahórreme las anécdotas familiares y haga las preguntas que realmente quiere hacer.

Su sinceridad me desarmó. Hasta el momento, no daba la impresión de ponerse tan nervioso como su ama de llaves me había adelantado. Aclarándome la garganta, analicé los alrededores en busca de algo que me diera una pista. No tardé mucho en encontrarlo.

—¿Son su esposa y su hija? —inquirí, señalando al portarretratos sobre su escritorio.

Ashmore se ablandó, tomando la fotografía y entregándomela para que pudiese revisarla en profundidad. La fecha en la parte inferior del marco rezaba 1956. Ignoré a su mujer, no me interesaba, pero la joven...

—Karen y mi Betty —explicó él—. A que son preciosas.

Y lo eran. La mayor era una dama hermosa, distinguida, y su hija contaba con cierta belleza en su fealdad que me recordó a alguien, aunque nunca antes estuve dispuesto a admitirlo. Lo único que sacó de su padre fue la nariz, porque por lo demás era la viva imagen de la señora Ashmore. Debra tampoco había heredado muchas cosas de él. Y ahora que se había operado, podrían cruzarse en la calle sin jamás reconocer el parentesco.

—¿Lo entristece? —cuestionó Ashmore.

Sí me entristecía. Me entristecía como nada en el mundo y no sabía por qué. Todo en lo que podía pensar era deshacerme de esa tristeza, expulsarla, mandarla bien lejos, y haría cualquier cosa para conseguirlo. Incluso lo que hice.

—¿Hace cuánto están casados? —Había agresividad implícita en mi pregunta. Una acusación.

Ashmore reaccionó como si la hubiera captado.

—Desde 1922.

—Eso es mucho tiempo.

—Somos un matrimonio sólido —sonrió con humildad.

—Pero debe ser difícil. ¿Nunca deseó a otras mujeres?

—Supongo que Karen las eclipsaba a todas.

—¿Nunca creyó estar enamorado de alguien más?

La amabilidad desapareció. Empezaba a cobrar consciencia de lo que me traía entre manos y no le gustaba.

—Sea directo, señor Carter.

Su petición era calma con apenas un deje autoritario, pero retumbó en mis oídos como si estuviese sentado ante el mismísimo Don Corleone. Tragándome mi terror, redoblé la apuesta.

—¿Qué hay de Wanda?

Si aquello hubiera sido una película, el nombre lo habría desarmado. Sin embargo, su respuesta fue tranquila, pausada. Apagó el puro y asintió. Parecía haber intuido por dónde iban los tiros y estar contento de que ya no me escondiese más.

—Ah, Wanda... Hacía años que no oía ese... —Se detuvo y entrecerró los párpados—. ¿Quién es usted en realidad?

Bajé la mirada. Ya podía imaginarme durmiendo con los peces. No me importó.

—Soy el mejor amigo de su hija.

—Ah... —repitió en casual reconocimiento—. Wanda tenía una hija, es cierto.

—Sí, y se va a casar.

Esperé a que hiciera las conexiones faltantes sobre el motivo de mi visita, pero el comentario no pasó de ahí, levitando entre nosotros hasta evaporarse. Me removí en el asiento, inseguro de cómo continuar. Creí que tendría que presionarlo más antes de sacar el tema de su antigua conquista y que tan pronto como la recordase el trabajo estaría hecho.

Conocedor de mi estado, más perceptivo de lo que deseaba demostrar, Chester Ashmore tomó la fotografía y la giró de cara a él, no estoy seguro de si para ocultármela o para que su familia pública permaneciese en su mente durante el resto de la reunión.

—Wanda estará muy contenta.

—Me temo que no hay forma de saberlo —resoplé—. Se fue cuando cumplió los doce años.

Ashmore cerró la boca, sus labios finos presionándose hasta desaparecer.

—Claro —asintió—. Siempre la noté... insegura. Siempre sospeché que las cosas terminarían así.

—¿Salieron durante mucho tiempo?

El anciano me sonrió de lado.

—¿Puedo al menos saber con quién estoy hablando antes de revelar detalles de mi vida privada?

Alargué mi mano hacia él y me la estrechó.

—Gordon Shipman.

—Es un gusto. —Y tras unos segundos de silencio, enfrentó mi pregunta—: cinco años. En secreto, desde luego. Era una chica encantadora y aunque en un principio solo quería pasar una noche a su lado, pronto entendí que no podía separarme de ella. Wanda era...

—Me hago una idea —interrumpí.

Él me miró largamente, revolviendo las cenizas de su habano en el cenicero de ébano.

—Le suplico que no me tome por idiota. Sé que lo sabe y quisiera que me dijera de una vez cómo puedo mantener su boca cerrada.

La franqueza de sus palabras me impactó. Ahora sí que sentía estar hablando con un mafioso. Pero yo también tenía mis trucos.

—Ya se lo dije —contesté sin inmutarme—. Debra va a casarse y no tiene a nadie que la lleve al altar. Pensé que...

Me detuve al ver su expresión. Era más que un no rotundo. Era, me imagino, la misma mirada que le había dado a Debra cuando la conoció en la entrada de la casa de su abuela, siendo ella solo una niña. La última vez que la vio.

—No pido más que eso —terminé, más contenido, más miedoso.

Chester Ashmore se rascó la piel muerta de la sien y bajó los ojos hacia el portarretratos. Sus pupilas brillaban.

—Y yo no puedo hacerlo —chasqueó la lengua.

—¿Por qué no?

—Sería peor que dejar que esto saliera a la luz. La lastimaría demasiado. A mi... a mi hija, quiero decir. A Betty.

—Debra es su hija también. No cabe duda alguna de...

—Sé que lo es, pero no me necesita. —Me observó con una profundidad tan intensa que casi aparté la vista—. ¿Cree que yo no la quise? Amaba a Wanda. Sé que no siempre me conduje de la mejor manera, pero la adoraba. Si hubiera sido inteligente, habría dejado a Karen por ella. —Repasó el rostro de su esposa con el dedo—. Aunque supongo que no habría tenido a Betty. —Meneó la cabeza—. No confíe en todo lo que le dicen. Wanda jamás me contó que estaba embarazada. Ella era así: se iba a Nueva York durante meses y se olvidaba del mundo. Sospecho que no terminó ese embarazo por razones de fuerza mayor, no porque no quisiera.

»Dejó a la niña en manos de su abuela y continuó con su vida. Lloraba en mis brazos lamentándose de no haber confesado antes, diciendo que debió habérmela dado para que Karen la hiciera pasar por suya. —Rio un poco—. En retrospectiva, eso habría sido ridículo. La hija de Wanda y Karen no se parecían en nada, y ella jamás hubiera aceptado. Pero la posibilidad estaba ahí, y no por mis deseos, sino por los de Wanda.

»Tampoco me dejaba verla. En nuestras citas jamás la mencionaba, salvo para auto-compadecerse sobre los retos de la maternidad, quejándose de que sus piernas se habían hinchado y el llanto la mantenía despierta toda la noche. Nunca nada positivo. Basándome en lo que oía sobre ella por aquel entonces, bien podría haber pensado que Wanda dio a luz al anticristo.

»No pudo mantener el mundo de su hija y el de sus conquistas separado por mucho tiempo, solo unos años. Una noche, cuando la pasé a buscar, la niña estaba ahí, mirándome con esos enormes ojos, idénticos a los de su madre. Entré en pánico, señor Shipman, y no digo esto para ganarme su compasión. Era preciosa, tan bella como la mujer que la trajo al mundo. Esa misma tarde, me sentí capaz de llevármela, sin importar lo que Karen dijese. Pero Wanda se puso histérica ni bien comenté que era adorable y me ordenó nunca volver a hablar del tema.

»Terminamos a las pocas semanas. Más por mí que por ella, si soy sincero. Después de lo de la niña... ya no me sentía cómodo. Ya no la amaba tanto. Creo que si esperé tanto tiempo para acabar con todo fue porque guardaba la esperanza de ser su padre. Su padre de verdad. Qué iluso, ¿no? No me mire así, se me pasó enseguida. Como dije, tengo una familia maravillosa y no la cambiaría por nada.

A menudo me sucede que, cuando una situación que prometía ser un reto termina siendo más fácil de lo que sospechaba, mi cerebro tarda en reacomodar las piezas. Al bajarme del coche frente a la residencia Ashmore, asumí que su propietario sería un hombre inaccesible y carente de amor al que tendría que persuadir, pero mis intuiciones fueron en gran parte erróneas. Él sabía de su hija y había sentido cariño por ella —tanto como puede sentirse por alguien a quien no se conoce—. En su tiempo había deseado arriesgar toda la seguridad de su vida con tal de tenerla en brazos, y si jugaba bien mis cartas podía lograr que lo desease de nuevo.

—Pues esta es una buena oportunidad para ser su padre —dije—. Se va a casar y no tiene a nadie que la entregue.

Ashmore se rascó la barba, calculador y adolorido.

—Ella sabe que existe. Fue ella misma quien me reveló su identidad.

Se puso rígido.

—¿Sabe dónde estoy? ¿Lo envió a por mí?

—No, no quiere molestarlo. Vine por mi cuenta. Ella... no cree que usted quiera... Y recordará que Wanda tampoco quería.

—Yo no soy como Wanda. —Frunció el ceño. Que la comparación lo ofendiera era una buena señal—. Pero es imposible.

—No lo es —insistí. Comenzaba a impacientarme—. Debra lo aceptará. A ella le duele que usted no esté ahí.

—No sabe más que mi nombre.

—Porque usted no ha hecho nada por acercarse. Pero ahora...

—Pero Betty sí. Betty me ha tenido durante toda su vida. Le enseñé a caminar y a leer y a tocar el saxofón. Me considera un ejemplo a seguir y... Y no fui a su boda. Estaba ocupado ese día con un trato que no podía dejar pasar. Y jamás me lo perdonó. Seguimos hablando, sigue viniendo a almorzar aquí todos los domingos, pero...

—Y va a cometer el mismo error. Va a desamparar a otra hija en el día más importante de su vida.

—No soportaría herir así a Betty. Además...

—Olvídelo. —Me puse de pie—. Gracias por su tiempo.

No iba a convencerlo y tampoco él a mí. Su negativa podía deberse en cierta medida a lo que pasó con Betty, pero si su imagen pública no le importase aunque fuera un poco, no habría intentado comprar mi silencio minutos atrás.

—Señor Shipman —quiso agregar—, dígale a Debbie que...

No lo escuché. Salí del despacho y cerré la puerta antes de que terminase. De nada servía arrojarle palabras vacías como regalo de bodas. Cualquier cosa que su padre me pidiera trasmitirle no sería más que migajas que intensificarían su hambre en vez de saciarla. Prefería que pasara el resto de su vida sin probar bocado.

Mientras el ama de llaves me escoltaba por donde habíamos venido, reparé en una pintura en la pared; un retrato. Betty Ashmore con un sobrio vestido verde y un peinado alto, similar al estilo de Debra en los años cincuenta. La nariz grande, las cejas finas, la barbilla ligeramente puntiaguda. Eran más parecidas de lo que detecté la primera vez que la vi, y aunque sus ojos no se asemejaban a los de ella en color y en tamaño, tenían cierta chispa que de inmediato trajo su rostro a mi mente.

Me acordé de lo que solía decirle a Maureen: «eres la hermana que nunca tuve», y de cómo llevaban años sin contacto. Pero Debra sí tenía una hermana. Una hermana cuya existencia le era desconocida, cuyo vínculo le fue arrebatado por el mismo destino que le robó a toda su familia.

¿Debía contárselo? ¿La reconfortaría enterarse de que no estaba tan sola? Y la pregunta que más me retumbaba en la conciencia: ¿debería regresar a aquel despacho, mirar a Ashmore a los ojos y amenazarlo con contar a todo el mundo su secreto si no se presentaba a la boda?

No. No podía. Eso heriría a otras víctimas de las circunstancias, pero no ayudaría a Debra. Mi regalo estaba arruinado.

Esa noche, me reuní con Russell en nuestro hotel de siempre y no fui capaz de comprometerme con el acto. Solo le di un masaje y dormí sobre su pecho mientras él veía las noticias. Ambos estábamos agotados de nuestras respectivas obligaciones y, de alguna forma, esa velada fue otro de los favores que Debra me hizo. Favores que nunca podría retribuir.

-o-o-o-

La semana siguiente, viajé a Nueva York para la boda del siglo y me encontré con que mi amiga estaba más nerviosa de lo que jamás se la había visto. Toda la confianza que su planificación intensiva le dio, desapareció apenas llegó la fecha escogida. Por si fuera poco, sus amistades en la gran manzana eran superficiales y con ninguna —ni siquiera sus damas de honor— sentía tanta cercanía como conmigo, así que fui yo quien tuvo que internarse con ella en la habitación donde se preparaba para calmar sus inseguridades.

—No puedo creer que voy a casarme —exclamó por enésima vez, mirándose al espejo. Se giró bruscamente—. ¿Puedes creerlo, Gordon?

—No te va a gustar la respuesta —sonreí con malicia.

Levantándose la exagerada falda del vestido, me propinó una patadita suave y ambos nos reímos. Su risa, sin embargo, no tardó en mutar en un gimoteo de desesperación.

—Dios mío, siento que me voy a desmayar. O a explotar como pollo al que dejan demasiado tiempo en... Ya sabes, la cosa que gira. Querido, tócame la muñeca para ver si tengo pulso. Si tengo un infarto en la ceremonia, voy a...

—Deb. —La tomé por los hombros—. Estarás bien. Has planeado todo al detalle, vas a casarte con un hombre que te adora y te ves bellísima. ¿Qué podría salir mal?

Otro quejido. A punto estuvo de recargar su cabeza en mi pecho y se contuvo al darse cuenta de que se estropearía el peinado.

Aunque su padre fue el protagonista de mis esfuerzos durante días, sabía que su ausencia no era la que le dolía más. Mucho se habló a lo largo de los años sobre aquel momento, y algo en lo que todas las fantasías coincidían era que Maureen estaría con ella. Ya lo tenía todo pensado: podríamos renovar nuestros votos para hacerlo un casamiento doble y ambas entrarían tomadas del brazo, con vestidos idénticos, como Jane Russell y Marilyn Monroe en esa película que la obsesionaba tanto. Entristecía ver cómo esos sueños se marchitaban por mi culpa.

—¿Qué pasa? —cuestionó, notando mi repentino cambio de ánimo.

—Es que... no te compré ningún obsequio.

—¡Pfft! —desestimó ella—. ¿Para qué necesito un obsequio? Con todo lo que me has ayudado. Eso sí, si quieres darnos una dotación de por vida de viagra...

—¡Debra! —Me enrojecí.

—Eh, que es broma, ¿eh? En eso nos va estupendo.

—No necesitaba saber.

—Pues ya lo sabes.

Separándome las manos del rostro, entrelazó los dedos con los míos y me regaló una sonrisa. ¿En serio hacía falta ponerle un tocado de seis mil dólares para que me diera cuenta de lo bonita que era al sonreír? ¿En serio tenía que mentirle?

—Soy un idiota, Deb —confesé—. Había planeado darte algo. Algo especial. Fui a la casa de tu padre y...

—¿Qué? —rio, desorientada.

—Sí, Russell lo localizó. Así que le hice una visita y le hablé de ti. De que estabas comprometida.

—¿Por qué harías algo así?

Los colores se me subieron a la cara, el sabor de la derrota era una amargura con la que ya estaba familiarizado.

—Tenía la esperanza de que te entregara.

Debra no pudo retener otra risita, más aguda que la anterior, aunque enseguida se cubrió la boca para no herir mi ya lastimado orgullo. Ahora mi cabeza colgaba entre mis hombros.

—No podía comprarte nada que no tuvieras, así que, como sé que te duele no tener a alguien que te lleve al altar...

Oí sus pasos acercarse a mí.

—Gordon, ¿de dónde sacaste que me dolía? ¡Yo ya lo tengo superado! —exclamó dulcemente—. ¿No te dije que solo lo vi una vez hace como mil reencarnaciones?

—Pero...

—A ver, no voy a mentirte, a veces quisiera tener lo que todas tienen. A veces echo de menos a mi abuela o desearía que ninguno de los dos se hubiese desentendido de mí, pero no pasa de eso. Estoy demasiado feliz con la vida que tengo para obligar a quedarse a gente que no quiere ser parte de ella. Además... —Me tomó del mentón para levantarme el rostro y hacer que la mirara—, lo he pensado mucho y... creo que sí tengo a alguien que podría llevarme al altar.

Azorado, di un paso atrás.

—¿Estás... estás hablando de mí?

—¿Y por qué no? —Meneó la cabeza—. Mira, sé que no está ensayado y debí decírtelo antes, pero... Oh, supongo que estaba esperando a otras personas y una parte de mí me forzó a esperarlas hasta el último momento. —Maureen...—. Pero lo he pensado y llegué a la conclusión de que no hay otra persona en el mundo con la que quisiera recorrer ese pasillo... Espera, eso sonó terrible...

No aguanté más y la abracé. Conteniendo la urgencia de gritar «¡cuidado con el peinado!» ella me correspondió y, al separarnos, nuestras manos seguían entrelazadas.

—Somos familia, Gordon —murmuró—, nunca lo olvides.

Embelesado como estaba, hice un gesto entre el asentimiento y la negación y le ofrecí el brazo.

Y así atravesamos la iglesia, hasta el final del trayecto donde Neville la esperaba, la caspa nerviosa sobre su chaqueta resplandeciendo bajo los focos y los ojos brillantes. Los míos se humedecieron al procesar la vista: tenía a mi lado a una mujer a la que daría la vida por proteger e iba a darle mi bendición a un hombre para que la cuidase. Los vitrales de las ventanas refulgían así como las sonrisas de los invitados, y me lamenté de que el lado de ella estuviera lleno de amistades triviales y una silla vacía, esperando, también, hasta el último momento.

Nunca imaginé que ese día llegaría, ni para Debra ni para mí, y nunca imaginé que así se darían las cosas, mas no me interesaba. Ella cumplía su sueño y yo cumplía el mío.

We're just two little girls from Little Rock... —La oí cantar bajito.

Apoyé una mano sobre la que se enroscaba alrededor de mi brazo, casi cortándome la circulación.

And we lived on the wrong side of the tracks... —Me le uní en un tono igual de imperceptible.

Solo por esta vez...

Al final del día, ellos iban camino a su luna de miel y yo de regreso a mi soledad, por acompañado que estuviese. Pero mientras la marcha nupcial estuvo sonando, mientras ella pasaba al brazo de Neville y mientras compartíamos el vals destinado a los familiares, no pensé en nada de eso. Ni siquiera en la invitada faltante. Ni siquiera en él.

CONTINUARÁ...

https://youtu.be/nXU3qFAAiM0

N/A: Espero que les haya gustado. El siguiente capítulo va a ser un enorme punto de inflexión. Estén preparadxs para llorar >:)

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top