Capítulo 38

Los Ángeles, 1968.

A pesar de nuestro accidentado comienzo, Russell volvió a llamar. Habían pasado tres días y su voz sonaba insegura y avergonzada.

Cuando se presentó, temí que me estuviese contactando para terminar, para decir que un error así no debía repetirse. Lo que en realidad sucedió fue que quería invitarme de nuevo a «El descanso de oro», si estaba dispuesto a continuar con el trato.

Durante toda la llamada, tuve deseos de preguntar por Maureen, aunque intuí que no debía hacerlo. También estuve esperando que se disculpara. ¿Por qué? No lo sé exactamente. Por no haber deducido que nunca lo había hecho, por causarme dolor, por dejarme solo. Por todo. Pero Russell no sentía que debiera pedirme perdón y, si lo hacía, era bueno ocultándolo.

La segunda vez salió mejor. La escasa voracidad del primer encuentro se había reducido todavía más, lo que ocasionó que Russell fuera más despacio.

En un momento, me lo imaginé recostando a Maureen suavemente sobre sábanas de seda, besándole el cuello, en un hotel cinco estrellas durante alguno de sus viajes, mientras ella seguía casada conmigo. Y recordé los billetes sobre la mesa de luz del motel barato donde estábamos y me sentí fatal.

Sin embargo, no lloré. Solo lo presioné con más fuerza contra mí, me cerré más a su alrededor y apreté los párpados para decirles a las lágrimas que no era hora. Y me corrí.

Nuestra aventura prosiguió por semanas y luego meses. En ese tiempo, aprendí a apreciar a Russell, a hacerlo funcionar. Siendo él un habilidoso, tenía mucho que enseñarme, y aunque nunca me había considerado especialmente diestro en las artes carnales, nadie podía decir que no habláramos el mismo idioma. Era uno de los pocos expertos en Russell Weatherby del mundo y, si bien estos conocimientos quizás no podrían traducirse a otras personas, era un honor que mi instructor no dudaba en recompensarme.

Seguido me cuestionaba qué había hecho perdiendo tantos años con mujeres, si podía llegar a ser tan bueno satisfaciendo a un hombre. Se trataba, sin lugar a dudas, de una actividad que disfrutaba mucho más. No obstante, a veces caminaba por la calle y una muchacha bonita llamaba mi atención. A veces una modelo en un comercial de comida precocinada me hacía fantasear con volver a tener una esposa que me esperase en casa con la comida recién hecha. A veces deseaba volver a la normalidad.

Eran apenas unos lapsos de nostalgia, por supuesto. Entre los brazos de Russell, no había ningún sitio donde prefiriera estar. No importaba que él se fuera minutos después de haber terminado, que nunca me besara en un contexto no sexual, que nunca me hubiese dicho que me quería. Yo amaba por los dos.

Sí, lo amaba. Lo amaba y ya no me daba miedo decirlo. Incluso cuando el sexo no era espectacular, cuando estaba cansado, cuando eyaculaba muy deprisa o cuando no podía mantener una erección. Cuando tenía que cancelar porque Maureen había pospuesto un compromiso que la alejaría de casa. Cuando yo tenía que cancelar porque la culpa no me dejaba dormir y él suspiraba comprensivamente y me pedía que descansara.

En una ocasión, me preguntó si quería probar invertir nuestros roles. Solo acepté porque a él le gustaba la idea. Fue un desastre. Tanto tiempo en la banca me había hecho olvidar cómo moverme. Me pregunté si alguna vez habría sido capaz de hacerlo bien. Quizás Maureen fingía.

Russell y yo no fingíamos nunca. No podíamos; la naturaleza de nuestros cuerpos se tornaba delatora cuando algo fallaba. Pero el asunto era que tampoco hubiésemos querido fingir. Lo que estábamos haciendo era incorrecto, tanto por su estado civil como por el hecho de ser dos hombres, y de alguna forma el pecado más grande parecía ser no disfrutarlo.

Un día, Russell solo tenía un par de horas para verme. No habíamos estado juntos en semanas, debido a la gira promocional de su última película, y ambos nos necesitábamos el uno al otro.

Como recurrir a nuestro habitual punto de encuentro no era una opción, usamos mi coche. Aparcamos en el estacionamiento olvidado de una imprenta que no había abierto desde la crisis del veintinueve. A la sombra de aquel enorme edificio de piedra y cristales rotos, con la densa capa de lluvia que azotaba el techo del automóvil y una vieja canción de The Five Satins en la radio, nos sentimos lo bastante resguardados para dejarnos ser.

Estando yo todavía en pleno éxtasis pos-orgásmico, Russell revisó su reloj, desenredó nuestras extremidades entrelazadas y se subió los pantalones.

—Tengo que irme.

Mientras se cerraba la gabardina, se giró hacia mí. Yo seguía desnudo y tembloroso, como una virgen en su noche de bodas, tumbado bocarriba.

—¿Estás bien? —me preguntó.

Que mi bienestar le preocupase incluso cuando iba apurado me derritió el corazón. Había algo mágico y surrealista en el hecho de que Russell estuviera en mi coche. En otro tiempo, aquel espacio le había pertenecido a Maureen, cuando nuestros cuerpos adolescentes no podían soportar la espera y tenían que sacar escapadas eternas de dónde solo cabían minutos de falsa privacidad.

—Estoy bien —le dije.

Él asintió y uno de los extremos de su boca se contorsionó hacia arriba.

—Nos vemos luego.

Colocándose el sombrero de fieltro, salió del vehículo hacia la tempestad incesante y cerró la portezuela.

Rápidamente, me incorporé y me puse de rodillas sobre el asiento, recargando los antebrazos en el marco de la ventana. Apoyé el mentón sobre mis manos y lo observé. Su silueta alejándose en medio de la tormenta parecía una escena más de sus películas. No podía sacarme el «¿estás bien?» de la cabeza, y me estremecía tener un pensamiento intrusivo para sustituir el recuerdo de nuestra primera vez.

La misma sensación que había experimentado al darle aquel beso en su casa me obligó a gritar su nombre. Russell se giró.

—¿Sí?

—Te amo —le solté, en una voz tan suave que apenas era audible por encima del ruido de la lluvia.

No lo dije como una confesión. Sospechaba que ya lo sabía y, además, no había nada que admitir. Amar a Russell era algo que el país entero hacía sin vergüenza. Yo no estaba por encima de nadie.

Entonces pasó. Se le dibujó una sonrisa que ni siquiera Scott Fitzgerald pudo haber descrito. Una sonrisa que aparentaba nacer en lo más profundo de su ser y extenderse hacia afuera, como una onda expansiva, hasta llegar a su rostro. Una sonrisa que no significaba «yo también.» Una sonrisa que no era más que el reconocimiento de un hecho que le ponía feliz.

Se alegraba al pensar que pudiera amarlo, que me hubiese dado a mí mismo esa oportunidad. Yo desconocía las penurias que debió haber pasado antes de entregarse a la hermosa tortura de amar incorrectamente, y tampoco iba a preguntárselas. Prefería limitarme a sentir alegría por nosotros, porque, más allá de todo, nos habíamos liberado y sometido, y ninguno de los dos sentía culpa de que yo pronunciase esas palabras.

Russell asintió una vez más y continuó con su camino. No me moví ni un centímetro hasta perderlo de vista, e incluso después de que había desaparecido, me quedé así. Amándolo y pensando que podía vivir con eso, que no necesitaba que él me amase también.

Por el momento alcanzaba.

-o-o-o-

—¿Se puede saber a qué se debe tanta felicidad? —sonrió Debra, mirándome de lado.

Di un salto y me removí en mi asiento. Esperaba esa pregunta —por eso había estado evitando quedarme a solas con ella—, pero aun así me sorprendió con la guardia baja.

Estábamos sentados en la terraza de su mansión, tomado el té. La enorme y lujosa casa de estilo colonial, recordaba a las de las plantaciones que aparecían en los filmes ambientados en el sur. Sabía que su familia había estado al mando de diversos cultivos y negocios que se extendían hasta la minería de diamantes, lo que les había asegurado una perpetua comodidad económica que ella gozaba sin tapujos.

—¿Felicidad? —Simulé una mueca de confusión, arqueando la ceja.

Debra revolvió su té entre risitas y puso los ojos en blanco.

—Oh, vamos, ¿de verdad te apetece jugar a este juego? Nos conocemos desde hace tantos años...

—No sé de qué juego hablas.

—Gordon, comienzas a irritarme. —Frunció el ceño—. Hablo de todos estos cambios repentinos. Hace unos meses te encontré en tu casa a medio morir y ni siquiera podías comerte una manzana, y ahora estás todo el tiempo con esa estúpida sonrisa, te desapareces cada dos por tres y regresas como si hubieras tenido una segunda luna de miel. —Se inclinó hacia mí—. Escucha, no quiero sonar como si estuviera quejándome. Me alegro de verte feliz y no necesito razones para eso, pero si las hay y son importantes, desearía que me las contaras.

Violentamente entristecido, bajé la vista.

—Desearía poder contártelo.

Debra se dio cuenta entonces de que algo no andaba bien. Entrecerrando los párpados como si quisiera escudriñar dentro de mi alma, asintió para dejarme saber que quería oír más.

Me quité las gafas y comencé a limpiarlas con una servilleta.

—Es... es complicado.

—Gordon —empezó, despacio—, ¿tiene algo que ver con aquella persona con la que habías quedado?

Me sorprendió que lo recordase, pero dije que sí.

—¿Las cosas van bien?

—Eso parece —respondí, volviendo a colocarme los anteojos.

—¡Oh, pero qué magnífica noticia! —exclamó extasiada—. ¿Por qué no ibas a querer contármelo?

Pasé saliva.

—Porque... pues... no estaba seguro de que lo aprobarías. No estoy seguro de que lo apruebes.

—¿Por qué no iría a aprobarlo? —se rio—. ¿Qué? ¿Acaso piensa que River of no return es mejor que Niagara?

—No... no lo sé.

—Pues deberías preguntárselo. Uno no puede dar ni un solo paso antes de saber esta clase de cosas.

Continuó riéndose mientras le daba un mordisco a su muffin. Era obvio que no dimensionaba lo grave que aquello podía llegar a ser. Sin embargo, cuando vio que mi expresión incómoda no había cambiado, intuyó que el asuntó era bastante más serio de lo que pensaba.

—Gordon, ¿de verdad está tan mal? —inquirió con preocupación.

Exhalé débilmente, decepcionado de mí mismo. No tenía ninguna duda sobre cuál sería mi respuesta.

—No se siente mal, pero tengo miedo de decírtelo —admití—. Podría cambiar drásticamente tu opinión de mí.

Debra lo pensó un instante.

—¿Es una menor de edad? —adivinó.

—No...

—¿Un animal?

—¡Debra! —bramé, escandalizado.

—Entonces nada de lo que vayas a decirme podrá cambiar mi opinión de ti.

Me tomó la mano por encima de la mesa y sonrió de manera cálida. Su sonrisa me recordaba a la que Russell me había ofrecido días antes, al salir de mi coche. No obstante, la de Debra parecía aun más sincera. Russell tenía claro en dónde se estaba metiendo, Russell comprendía. La sonrisa de Debra, en cambio, era un disparo en la oscuridad. No tenía idea de lo que se estaba volviendo cómplice y decidía confiar en mí de todos modos.

—No es una mujer —declaré por fin.

Hice un intento de esconder la cabeza entre los hombros, cerrando los ojos y apretando la mandíbula. Después de aquella confesión, cualquier cosa era esperable. Esperé el rechazo, los gritos, las amenazas de llamar a la policía o de meterme en un manicomio. Pero nada de eso sucedió.

Descolocado, abrí un ojo y miré a Debra, quien se había quedado estática, sin hacer más que pestañear. Regresando a la normalidad con humillada resignación, liberé el aire y me masajeé las sienes.

—¿Gordon? —murmuró ella.

Sentí cómo me apretaba la mano.

—Gordon, mírame.

Tuve que tomarme unos segundos para acumular valentía antes de hacerlo. Sus finas cejas negras estaban arqueadas hacia abajo, formándole unas profundas arrugas en la frente, síntoma de la edad que a menudo trataba de ocultar.

—Tengo mucho miedo —dijo.

Su voz era tan pequeña y frágil que creí no haberla entendido. Retrocedí un poco por el desconcierto. No era ella quien debía estar asustada.

—¿Miedo? —cuestioné—. ¿Miedo de qué?

Debra alzó una mano para acomodarme las gafas y un par de mechones de pelo, y luego sus dedos volvieron a envolver los míos.

—De que te hagan daño.

Bajé la vista hacia mi regazo y me humedecí los labios.

—No todo el mundo va a entenderlo, ¿sabes? —insistió—. Prométeme que serás prudente y pensarás bien a quién decírselo.

—Solo te lo he contado a ti.

Ella sonrió con ternura.

—Gordon, vas a escuchar un montón de cosas terribles. Cosas que ninguna persona merece escuchar. Tal vez incluso te las digan en la cara cuando el mundo sea otro y quienes son como tú puedan caminar libremente. Así que quiero pedirte, en este preciso instante, que jamás creas en nada de lo que te digan. Jamás.

Necesité un largo momento de concentración para no romper en llanto.

—Prometo no hacerlo.

No sabía si sería capaz de mantener aquel extraño juramento. Lo que sabía era que haría todo en mi poder para respetarlo. Me pregunté si Russell alguna vez se lo habría contado a alguien «normal», si le habrían tomado la mano como Debra lo había hecho conmigo y si le habrían dicho algo parecido a lo que ella me dijo a mí.

—Soy muy afortunado de que seas mi amiga —susurré.

Su sonrisa se intensificó.

—Sí, lo eres.

Aunque estaba bromeando, ambos entendíamos que era cierto.

—Muy bien, suficiente —sentenció, soltándome las manos y reanudando la merienda—. Ahora quiero oír detalles. ¿Quién es el príncipe azul?

—Debra...

—¡No tienes que decírmelo si no quieres! Solo pensé que si hay un hombre sobre la Tierra capaz de soportarte, sería un lindo detalle darle algo de crédito.

Inspiré profundamente y hablé tan rápido que el nombre apenas rozó mi lengua:

—Es Russell Weatherby.

Haberlo dicho con todas sus letras me despertó un sentimiento de liberación que jamás hubiese soñado. Sentimiento que poco pude disfrutar antes de que el dolor agudo de una cachetada me cruzara el rostro.

—¿Qué diablos fue eso? —gimoteé, tocándome la mejilla y notando la marca de un anillo bajo el pómulo.

El bofetón parecía haber desgastado físicamente a Debra. Las subidas y bajadas de su pecho y el ensanchamiento y encogimiento de sus fosas nasales hacían creer que había corrido un maratón.

—¿Qué diablos es lo que estás haciendo? —reclamó a los gritos.

—Dijiste que no me juzgarías.

—Me importa un bledo si tienes una relación con una mujer, un hombre o un Hawker Hurricane. ¡Está casado! Y... y con Maureen, nada menos.

—Oh, y ahora te importa mucho Maureen...

—Claro que me importa, sinvergüenza, era mi mejor amiga —refunfuñó, señalándome. Podía ver las lágrimas asomando en sus pestañas postizas—. Ese ni siquiera es el punto. No puedes estar tonteando por ahí con un hombre casado.

—¡No estoy tonteando!

—Oh, vaya, lo siento, ¿acostumbra a llevarte a cenar primero? —se burló.

Lancé un gruñido exasperado. De nuevo me invadía la urgencia de llorar.

—Piensa lo que quieras. —Crucé los brazos—. Somos felices juntos, nos va bien, somos iguales.

—¿Iguales? ¿Y en qué se parecen dejando fuera su afición a la anatomía masculina?

No lo decía para avergonzarme por mis preferencias sexuales, pero en ese momento, se sintió como si así fuera. Lo peor era que, en el fondo, tenía razón.

—Jamás lo entenderías.

—¿Jamás lo entendería? —rio con incredulidad—. ¿Qué hay que entender? A mí también me gustan los hombres, cariño, estamos en la capital nacional de los pimpollos, y nunca me verás metiéndome con alguien que esté casado. Está mal y solo terminas lastimándote y lastimando a otros.

—¿Y salió muy lastimado Russell cuando hizo exactamente lo mismo?

—¡Pues eso debería ser suficiente para disuadirte de hacer esto! Russell es la clase de persona que seduce a las esposas de los demás y ni siquiera es porque esté interesado en ellas. Es un comportamiento que denota egocentrismo, egoísmo y todo lo malo que comience con «ego.» Y así como no tiene problemas para lastimar a Maureen, no le temblará la mano a la hora de lastimarte a ti.

—Es diferente.

—¿Qué? ¿Qué lo hace diferente? ¡Le das la clase de sexo que quiere!

—Debra... —dije en tono de advertencia. Los ojos me ardían de tanta verdad.

—Gordon, eres el juguete de la semana, del mes, del año, de lo que sea. Comprendo que no es fácil ser como ustedes en este mundo, en especial en la industria del entretenimiento, pero lo único que Russell ve en ti es un niño asustado que acaba de descubrirse a sí mismo y que está tan ansioso por conocerse mejor que va a aceptar cualquier trato que le ofrezca. No eres una primera opción.

—Detente... —murmuré.

—Maureen es la primera opción. Maureen es la que lleva su apellido, la que duerme todas las noches en su cama, la que va tomada de su brazo a las premiaciones. Es ella la que va a aparecer en el testamento y la que va a ir vestida de negro al funeral. Tú vas a enterarte por televisión.

—Por favor, para... —Mi voz ya sonaba más como una súplica.

—Y aun así, en realidad, Russell no ama a ninguno de los dos.

—¿Cómo puedes saber eso?

—Solo... Gordon, ¿haces esto para vengarte de Maureen?

—No —respondí con sinceridad—. Nunca podría. Esto es por mí. Debra, realmente lo amo y, a veces, cuando me abraza o cuando... siento que él también. Siento que algo le sucedió y no consigue hacer las paces con... lo que sea que exista entre nosotros. Sé que es difícil de ver, que desde afuera parece ridículo y enfermizo, pero estoy enamorado de él.

—Eso es justo lo que metemía.

CONTINUARÁ...

N/A: Sí, lo sé, es muy pronto para actualizar, pero lo hago con buenas razones (¡Y buenas noticias!). Conseguimos un lugar donde vivir. Aunque es humilde, alcanzará. Sin embargo, nos mudamos el domingo y toca hacer el traslado de la línea telefónica y el Internet, que suele demorar algunos días. Es probable que no pueda actualizar el miércoles, así que, como no quería dejarlxs esperando, preferí hacerlo ahora. Espero que disfruten este capítulo y gracias por su apoyo <3

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