Capítulo 15

Los Ángeles, 1959-1960.

A primera hora de la mañana, antes de que Maureen tuviese oportunidad de levantarse para preparar el desayuno, me encargué de despertarla con la promesa de lo más maravilloso del universo a pocos pasos de nuestra habitación. Ella protestó —seguía muy cansada—, pero al cabo de unos minutos la tenía enfundada en su cómoda bata, intentando no golpearse contra ningún mueble mientras yo la guiaba fuera del cuarto, haciéndola jurar que no abriría los ojos bajo ningún concepto.

—No vas a decirme qué es lo que me quieres mostrar, ¿cierto, cariño? —se quejó con humor.

—En lo absoluto —respondí, ayudándola a subir el pequeño escalón que separaba al dormitorio desocupado del pasillo—. De acuerdo, ya estamos aquí.

Encendí la luz en el momento en que ella separó sus párpados, y fui testigo del espectáculo más fascinante de la historia. Las auroras boreales, los fuegos artificiales del cuatro de julio, el descenso de la bola de Times Square; todos los fenómenos naturales y las grandilocuencias creadas por el hombre se sonrojaron ante la mirada estupefacta de Maureen, que había pasado de la risa mundana al asombro total en tiempo récord.

Sus adorados ojos verdes dieron la impresión de triplicar su tamaño, a lo que aquellas manos delicadas se deslizaron lentamente hacia su boca, cubriéndola. Si mi vida hubiera sido la película a la que nunca y a la vez siempre aspiró a ser, habría tenido una taza de té o una bandeja que se habría hecho pedazos contra el suelo, dejando una mancha imborrable. Por suerte, no fue así. La habitación estaba intacta, mi vida estaba intacta y lo único afectado por el suceso era que la fe de mi esposa en mí se había magnificado.

—Gordie, yo... —intentó decir, pero su mandíbula temblaba demasiado y cualquier esfuerzo por hablar pudo haber provocado que se mordiera la lengua.

Miró los alrededores, tratando de asimilar todo, y cuando se percató de que un millón de años no bastarían para que eso se cumpliera, fijó sus pupilas dilatadas en mí. No sabía si reírse, llorar o gritar por la ventana.

—No puedo creerlo. Gordon, esto es... esto era... —Volvió a lanzarle una mirada a su nuevo reino y suspiró—. Mi amor, esto era tu estudio de arte.

—Por favor —sonreí—. Eso del arte es mejor dejárselo a los artistas.

—Pero... pero era tu espacio...

—Escucha —dije con mayor seriedad, sosteniendo su rostro entre mis manos—, sigue siendo mi espacio, ¿está bien? Solo que ahora será nuestro, y le pertenecerá a una parte muy especial y mucho más importante de mí. Ni el mejor de los estudios podría superar el tener una familia contigo.

Le besé la frente. Quería decir tantas cosas con ese beso. Era la garantía que le estaba dando sobre cómo iba a ser un cambio positivo al que no había motivos para temer. Tendríamos que reorganizar nuestras vidas; resignificarlas. Y todo valdría la pena. Después de todo, aquel gesto no era más que una desesperada maniobra para demostrarle que padre no es el que engendra y que, capacidad para concebir fuera del juego, podía ser el padre que ella siempre había deseado para sus hijos.

La solté y ella suspiró de nuevo, girándose hacia mi más reciente creación.

—¿Tu pintaste ese mural?

—Por supuesto que sí. No es mi mejor trabajo, pero...

—Es perfecto —me interrumpió—. Gordon, no tengo palabras para describir esto. Lo que hiciste... Dios mío, no imagino cuántos hombres harían algo así.

Envolvió mi cuello con sus brazos para acercarme a ella y besarme. No era como la noche anterior, donde la necesidad había marcado sus actos, obligándole a portarse de forma indecorosa. Esta vez era una expresión de amor tan profunda que me convirtió en un hombre de vidrio, capaz de quebrarse en el instante más inoportuno. Esta vez, era Maureen quien me estaba besando.

Maureen había vuelto.

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Sin embargo, el paso de los días decretó que los problemas detectados en nuestras reuniones esporádicas, no se disolverían cuando volviéramos a estar bajo el mismo techo. Ignoro cuándo fue que lo supe, pero siempre que lo pienso llego a la conclusión de que no hay peor ciego que el que no quiere ver. Y yo estaba desesperado por que la venda no se cayera de mis ojos.

La primera señal —la más evidente— fue su ropa. Aunque nunca hubiese imaginado que terminaría casado con una sweater girl, la indumentaria que en algún momento Maureen había decidido adoptar contradecía todas mis expectativas. De la noche a la mañana, los suéteres de cachemira o de angora fueron desplazando a los adorables vestidos que solía portar, y ya no era nada extraño encontrarla luciendo pantalones de cintura alta, como los de Lynda Carroll.

Cierta tarde, cuando me suplicó que la acompañara a hacer unas compras y se obsesionó con una prenda bastante indecente, consideré que había llegado demasiado lejos y decidí confrontarla. Le dije que no iba a consentir que comprase uno de esos ridículos sostenes bala, científicamente diseñados para que los pechos parecieran conos de tránsito debajo de la ropa, y ella lo aceptó sin más, pero durante todo el trayecto a casa se limitó a mirar por la ventanilla y aplicarme la ley del hielo.

Me concentré en recordarle que no cedería a caprichos ridículos, que no podía manipularme, que era su marido y me debía respeto. Maureen me dio la razón carente de entusiasmo. Horas de silencio más tarde, cansado del castigo que con tanta severidad me aplicaba, le supliqué disculpas e hicimos el amor.

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Si bien esa fue la única oportunidad en que nuestras diferencias «explotaron», hubo muchas ocasiones en que estuve al borde de perder los estribos. En lo que a mí concernía, mi esposa podía atravesar dos estados de ánimo: el de mar en calma y el de tornado arrollador.

El primero me devastaba porque implicaba extraña comida china, zapatos deportivos y polvo escondido bajo la alfombra. Maureen tenía etapas en las que estaba demasiado estresada para cumplir con sus tareas, y esperaba que yo fuese un apoyo moral en estos terribles lapsos. Tenía descuidos absurdos, olvidaba la cena dentro del horno y se quedaba horas viendo por la ventana de la sala de estar o leyendo un libro.

Había llegado a obsesionarse con los libros. Por lo general, sus excursiones para comprar víveres incluían una parada en la librería más próxima, donde se hacía con una enorme variedad de títulos. Valoraba, en especial, el trabajo de Jane Austen. La hacía soñar, decía, y yo me preguntaba qué soñaría con exactitud. Podía estar sentada todo un día devorando una novela de aquella autora, y luego pretendía comentarla conmigo, analizando a los personajes y elaborando interpretaciones que, hasta el momento, habían sido mi marca personal.

También era una aficionada al cine. Siempre fui consciente de que le agradaban ciertas películas, pero la verdadera fanática nunca fue otra que Debra. Maureen solía ser público ocasional. Aun así, últimamente se tomaba al menos ciento veinte minutos a la semana para visitar una sala de proyección junto a su amiga, y pasaban los próximos siete días hablando con todas las referencias posibles al filme que habían presenciado. De vez en cuando, la escuchaba tararear la pieza más famosa del musical de turno, o recordando sus citas predilectas.

Cada cierto tiempo, compraba algún disco de vinilo que reproducía hasta arruinarlo por completo. Le gustaba la ópera y el jazz de Billie Holyday y los bailes alocados de James Brown —dos años más tarde, en el auge del mashed potato, se consagraría como el alma de las fiestas ejecutándolo a la perfección—. Durante sus días de brillantez, de energía desbordante, me alentaba a mover los muebles del salón y acompañarla, con penosos resultados.

Lo que me lleva a esos mismos períodos: el huracán Maureen. Comenzaba cuando se despertaba especialmente animada. Me sacaba de la cama como yo lo había hecho aquella primera mañana, y me alentaba a vestirme lo más rápido posible. Acto seguido, se calzaba sus pantalones vaqueros o su vestido de lunares, anudaba un pañuelo alrededor de su cabeza y me arrastraba escaleras abajo hacia la próxima aventura.

Íbamos a restaurantes extranjeros de nombres impronunciables, y probábamos los platos más excéntricos del menú. Salíamos a caminar —trotar, correr— por el parque, nos echábamos debajo de un árbol frondoso y ella no toleraba quedarse quieta, así que al cabo de pocos minutos nos levantábamos y reanudábamos el paseo. Visitábamos galerías de arte, fingiendo interés en comprar alguna obra de arte moderno, conceptual y nefasto. Acudíamos a un distrito comercial y yo me sentaba a esperar que ella terminase de curiosear, buscando entre las montañas de ropa algo que pudiera interesarle.

Obras de teatro de bajo presupuesto, conciertos de bajo presupuesto, fiestas si nos invitaban. Al final, me encontraba tan cansado que lo único que quería hacer era sentarme con ella a charlar. Solo charlar, ¿era demasiado pedir? Antes acostumbrábamos a conversar por horas, y entonces no teníamos el hermoso pronóstico de que una adopción podría concretarse.

En realidad, parecía que Maureen buscaba eludir el tema. Primero me pidió que esperásemos hasta año nuevo, porque no tenía sentido iniciar la burocracia en medio de las fiestas; luego, debíamos esperar a que pasaran nuestros cumpleaños, para no ensombrecer los festejos con trámites interminables; y, finalmente, concluyó que lo mejor era aguardar a noviembre, siendo este el mes en que nacían todos los descuidos de San Valentín. Lo había leído en una revista y le resultó muy inteligente tomarlo en cuenta.

Como consecuencia, nos decidimos a dar por empezado el proceso en noviembre del sesenta, varios meses después de que la locura del cine terminase.

-o-o-o-

La señorita Murphy era una mujer intimidante y meticulosa. Con su aire de maestra malévola de libro infantil, nos pidió que nos sentáramos en las sillas de cuero de su despacho. Obedecimos mientras ella daba un par de vueltas alrededor, acomodando los adornos sobre los muebles, enderezando cuadros, viendo el patio fantasmagórico por el enorme ventanal. Cuando estábamos a punto de preguntarle si podíamos empezar con la entrevista, ella se echó en su asiento, se puso las gafas que hasta entonces colgaban de su cuello arrugado y abrió la carpeta que nos había pedido llevar.

—De acuerdo, señor y señora Shipman —comenzó—, echemos un vistazo.

Echó el vistazo y, al hacerlo, las preguntas brotaron de sus finísimos labios sin control, apenas dándonos tiempo de responderlas a todas. ¿Cuánto tiempo llevábamos casados? ¿Cuánto ganaba yo? ¿Por qué estábamos interesados en adoptar a un niño y no concebirlo como la mayoría de los matrimonios? ¿Quién puede tener tanta mala suerte para quedarse estéril en un partido de béisbol y por qué debería creer que alguien así está capacitado para educar a una criatura?

Confieso que me sentí insultado casi en todo momento. No tanto por los ataques directos que le propinaba a mi hombría, sino por la forma en que se dirigía a Maureen. Parecía estar buscando que ella se quebrara, deseosa de hallar una excusa para no darnos su aprobación. El informe detallaba que mi mujer había protagonizado una película que se estrenaría en dos años, y ya fuera porque tenía los mismos prejuicios que yo sobre el cine o porque contaba con algún sueño frustrado en relación a eso, se empeñaba en poner en duda qué tan bueno sería para un niño tener una madre famosa.

Maureen estaba a la defensiva, aunque no de forma violenta. Por el contrario, había estado callada en el viaje y solo soltó un protocolar «mucho gusto» cuando nos presentaron a la señorita Murphy. Se dedicaba, principalmente, a contemplar el edificio, a los niños jugando que nos habíamos topado en nuestro camino hacia la oficina, a los gélidos ojos grises de la encargada. Ahora, el que contestaba las dudas que planteaba esa espantosa mujer era yo, y Maureen solo atinaba a observar el exterior con melancolía, a lo mejor esperando que un chiquillo rezagado saliera a corretear por el jardín.

—Señora Shipman —Murphy le llamó la atención.

Mi esposa dio un respingo y enseguida mostró esa sonrisa bien dispuesta que derretiría a cualquiera... excepto a la única persona que importaba en esa habitación.

—Dígame.

—No ha hablado mucho el día de hoy. —Se volvió hacia mí—. ¿Siempre es así?

—No realmente —traté de defenderla—. Está nerviosa, pero ella suele ser muy...

—Acostumbro a sentirme bastante tranquila cuando las mujeres interesadas en esta opción son recatadas y formales —me interrumpió, revolviendo algunos papeles de nuestro informe sin demasiado interés—. No obstante, creo que esto es exagerado y de algún modo preocupante.

—¿Preocupante? —inquirió Maureen, llevándose una mano al pecho.

La señorita Murphy se quitó los anteojos y la miró fijamente.

—He estudiado mucho para estar aquí y he tratado con cientos de parejas que buscan adoptar a uno de mis niños —dijo en tono implacable—. He visto miles de reacciones en miles de mujeres distintas. Mujeres que lloran, que no pueden parar de reír, que levantan la voz sin darse cuenta, que sonríen demasiado, que fingen ser algo que no son para... conmoverme. Pero en pocas ocasiones, también me he encontrado con muchachas como usted, que no dicen nada, que prefieren guardar silencio, que miran hacia el exterior, meditabundas, y dejan que sus esposos se encarguen de todo. ¿Sabe usted cómo suelen terminar esas mujeres?

Se había puesto de pie y ahora era un dragón listo para devorar a la princesa y al caballero de brillante armadura, que se asemejaba cada vez más a una gelatina temblorosa. Maureen negó tímidamente con la cabeza y la señorita Murphy comenzó a recorrer el despacho de nuevo, las manos unidas detrás de la espalda.

—Terminan como desertoras.

La palabra flotó en el aire, ante nuestras expresiones de conmoción. La perversa directora dejó que esto ocurriera, permitió que aquella frase mortal planeara en un descenso igual de tortuoso, aterrizando junto a nuestras ilusiones. Quise hablar, pero la garganta se me cerraba y, de todos modos, no había nada que pudiera decir. Le tocaba a Maureen ser la abogada de la familia.

—¿Desertoras? —cuestionó, la voz pendiendo de un hilo.

—Se sorprendería —dijo la señorita Murphy, regresando a su puesto—. Llegan a concertar más entrevistas, a firmar los papeles. Incluso algunas llegan a ver a los ojos a quien debía convertirse en su hijo; llegan a tenerlo en brazos. Y entonces... lo dejan caer. No literalmente, desde luego —agregó, al notar el pánico que generó en nosotros—, pero sí psicológicamente. No pueden soportarlo. En realidad nunca lo quisieron.

Yo ya estaba pálido hasta lo más profundo de mi alma. Maureen solo le sostenía la mirada, estática, temerosa de dar un paso en falso. Su mano tomó la mía lejos del rango de visión de la bestia. Estaba sudando frío.

—No estoy insinuando que usted sea una de ellas —aclaró la señora—. Sencillamente encuentro un patrón y se lo señalo. Lo que estoy tratando de preguntar es: ¿es esto lo que quiere en verdad... o solo lo hace para satisfacer a su marido?

Vomité. Vomité todo lo que había comido y todas las discusiones horrorosas que me había tragado. De repente, el despacho quedó lleno de una pasta verdosa de comida extranjera, palabras nunca dichas y pinturas echándose a perder en la oscuridad grotesca del sótano. Hasta la propia señorita Murphy se cubrió de bilis.

Aunque eso no fue lo que pasó en realidad. Lo que pasó fue que tuve un leve impulso de arcada que conseguí reprimir —y del que nadie se percató— y los ojos de Maureen estaban tan abiertos y tan secos que no eran humanos. Incluso la mano que me sostenía dio la impresión de ser la de un cadáver. Estaba casado con una persona muerta. ¿Cómo iba a explicárselo a mis padres?

—P-por su... —tartamudeó el espectro—. Por supuesto que no. Me... me ofende que piense que... Amo a mi marido.

Nada de eso tenía sentido. Nada tenía sentido a estas alturas. Me zumbaban los oídos y la habitación daba vueltas. Un hormigueo recorría todas mis extremidades. La señorita Murphy decidió seguir metiendo el dedo en la llaga.

—¿Y no será precisamente porque lo ama, que no se atreve a confesarle lo que en el fondo sabe que quiere?

Observé a Maureen, que lucía igual que un venadito acorralado por un grupo de cazadores.

—Le aseguro que... —Pasó saliva y me soltó la mano—. No es así. No es cierto. He querido ser madre desde que puedo recordarlo. Toda mi vida me he preparado para...

—Nadie pone eso en duda, señora Shipman. Tengo claro que es un deseo que se prolonga desde la infancia. Sin embargo... las personas cambian, ¿no le parece?

Sacudió la cabeza, lenta y enfermizamente, refutando lo que decía una y otra vez, incapaz de emitir un argumento creíble.

—¿Cuántas posibilidades hay de que usted haya cambiado?

—Ninguna —dijo en piloto automático.

—¿Ninguna?

—No.

—¿Ni siquiera después de Hollywood? Convertirse en actriz de la noche a la mañana es una experiencia que puede cambiar a cualquiera. ¿No habrá cambiado usted gracias a eso?

—Está poniendo palabras en su boca —me entrometí.

—Señor Shipman, por favor. Es evidente que usted está muy interesado en lo que nos compete. Lo que necesito saber ahora es qué tan dispuesta está su esposa. —Miró a Maureen de nuevo—. ¿Ha cambiado de opinión sí o no?

Mi compañera estaba destruida. Sus delgados brazos envolvían su cuerpo en actitud protectora, las pupilas fulminando un punto indefinido entre sus pies, y ligeros estremecimientos interrumpían la calma pesada del ambiente.

—¿O será que siente que hay algo indigno en la adopción? —remató el monstruo.

Maureen era una joven brillante y entendía que ya no podía defenderse. Habíamos perdido ese combate. Visiblemente decepcionada, la señorita Murphy cerró la carpeta con nuestro papeleo y la dejó caer sobre el escritorio.

—Vuelvan cuando se pongan de acuerdo.

-o-o-o-

Ni bien la condenada nos despidió fuera de su oficina, Maureen enfiló hacia el estacionamiento a pasos agigantados, tan rápido que tuve que trotar para alcanzarla.

—¡Maureen, espera! —supliqué.

Pero ella no bajaba la velocidad. Estaba tratando de dejar atrás algo que le hacía mucho daño, algo con lo que no podía lidiar. Estaba haciendo su mejor esfuerzo para dejarme atrás a mí y todo lo que representaba.

La alcancé cuando llegamos al sitio donde estaba aparcado el coche. Me paré un par de metros más lejos que ella porque no quería asustarla, y sabía que correría hasta la China si yo iba persiguiéndola.

Así que la observé, de espaldas a mí, abrazándose a sí misma mientras el viento hacía que la falda de su vestido rojo levitase, dándole una apariencia fantasmal a la escena. Furiosa por algo o por alguien, sus llantos histéricos se apoderaron del silencio y sus manos, como garras de pésima motricidad, tantearon el moño perfecto que se había hecho en el pelo, liberando mechones rebeldes de sus ataduras y dejándolos mecerse en la brisa.

—Muñeca —dije, acercándome—, olvídate de eso. Esa mujer es un animal, no la escuches. Yo sé quién eres. Es a mí a quien tienes que escuchar.

Me ignoró, a pesar de que ahora estaba contra su nuca.

—No hay problema. ¿Esto? ¿Lo de hoy? No significa nada, preciosa. Hay cientos de orfanatos en toda América, iremos a uno que no esté liderado por gente sin corazón.

Le rodeé la cintura con los brazos y planté un beso en su hombro.

—Todo saldrá bien, te lo prometo. No fue más que un desliz. Iremos a otro sitio... Tiene que haber otro sitio. Cariño, óyeme bien. —Hice que se diera la vuelta y puse una mano en su mejilla para que me mirase—. Vas a ser madre aunque sea lo último que haga.

La atraje hacia mí y la abracé hasta que dejó de llorar. Abandonamos el recinto en otro silencioso viaje.

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Después de ese día, le ofrecí a Maureen miles de alternativas al orfanato de la señorita Murphy, pero ella las rechazó todas, alegando que no se sentía lista para volver a intentarlo. Quería regalarse unos meses para pensarlo bien. ¿Pensar qué? Nada, solo un descanso y volvería a la contienda. Me lo prometía. Lo juraba sobre la tumba de su madre, que no visitaba desde la infancia.

De algún modo, había vuelto a la infancia. Se mostraba inquieta, mucho más que antes del episodio de la adopción fallida. Intentaba sentarse en su sillón favorito con alguno de los libros que antes disfrutaba sobre su regazo, pero Jane Austen ya no podía mantenerla concentrada durante un rato extenso. Al cabo de pocos minutos, comenzaba a removerse, a cambiar de posición, y después se rendía y volvía a dejar el libro en el estante al que pertenecía.

A pesar de que había vuelto a cocinar todos los días sin falta, sus platos distaban mucho del sabor delicioso que los caracterizaba. Ahora cada almuerzo resultaba más insípido que el anterior, en el mejor de los casos, porque si se encontraba de malas podía llegar a quemársele en el horno o podía pasar que un buen pedazo de carne asada estuviese congelado por dentro.

Además, su manía de poner un plato de más en la mesa había llegado para quedarse. Sin embargo, cuando yo se lo hacía notar —pues me llamaba la atención que, tras tanto tiempo, volvieran a repetirse estos actos fallidos—, no reaccionaba de la manera divertida en que solía hacerlo. Su «¡cielos, qué tonta soy!» se oía cada vez menos como una gracia y más como una recriminación a sí misma.

—Perdóname —decía, tan decepcionada de su error que ni siquiera podía mirarme a los ojos—. Lo lamento, no sirvo para esto.

Por mucho que se riera al agregar eso último, la conocía lo bastante bien para saber que, si había algo que no quería hacer, era reírse. Y no tenía importancia, porque tampoco se levantaba para corregir su equivocación, sino que permanecía sentada y la cena entera transcurría con su mirada viajando ocasionalmente hacia el plato vacío.

—No sirvo para esto —repetía ella en voz baja.

La nueva actitud de Maureen no cesaba de asombrarme y llegué a la conclusión de que extrañaba a la versión de ella que antes criticaba. Sí, me agradaba que estuviese renunciando a la ropa provocativa y a la hiperactividad descontrolada, pero al menos por aquellos tiempos tenía la certeza de que era feliz.

Su vida lejos de la mía le había enseñado a reírse a carcajadas, a ser superficial, a ser profunda, a nunca pedir perdón y jamás tomarse nada personalmente. La señorita Murphy le arrebató todos esos poderes, y pienso lo que más le dolía era el hecho de que no fue tanto culpa de aquella bruja, como lo fue de sí misma.

En esa época no lo habríamos admitido y aun así, sabíamos que la presión que Murphy ejerció sobre ella para que confesara cosas que no sentía, no hubiera funcionado tan bien de no ser porque todas las acusaciones eran ciertas. Nuestro único argumento contra la señorita Murphy era que estaba buscando excusas para negarle el sueño a una chica que quiso cumplir otro primero, y hasta ahí. Maureen fue la que se echó la soga al cuello a final de cuentas.

Estaba furiosa consigo misma, era evidente. Se quedaba absorta en sus pensamientos demasiado seguido y cuando le preguntaba qué estaba pasando por su mente, sonreía y soltaba alguna frivolidad. No obstante, su mágica sonrisa estaba falta de brillo a pesar de su excelente salud bucal, y sus ojos somnolientos habían llegado un punto en que no reflejaban más que completa e invasiva tristeza.

Por las mañanas, mientras se cepillaba el cabello, se sentaba frente a su tocador y se miraba fijamente. El peine seguía deslizándose por las hebras doradas, y a cada segundo su paseo iba tornándose más y más lento hasta detenerse a medio camino.

Todo lo que Maureen intentaba hacer se quedaba a medias. La carne cruda por dentro, los adornos limpios de un solo lado, la mitad de la ropa recién lavada colgando de la cuerda en el jardín y la otra mitad estropeándose y llenándose de olor a perro mojado en el cesto. Era un círculo vicioso en el que fallaba en todas sus tareas, y la decepción que sentía contra sí misma era tan intensa que no le permitiría hacerlo mejor la próxima vez.

Algunos días, la escuchaba hablar por teléfono. Conversaciones entrecortadas de las que solo podía oír su lado. La mayoría de las ocasiones, con Debra. Otras, con Lynda o Martin o cualquiera de los participantes de Esclavos de la vergüenza. De todos modos, la dinámica se repetía.

—Ya no sé qué hacer. Me siento terriblemente atascada. ¿Cómo voy a seguir ahora? Me he preparado durante toda mi vida y... Pero, ¿y si no sirvo para nada más? Estoy consciente de que existen miles de orfanatos, pero... Esa mujer. Esa mujer dijo cosas que... No es indigno, ¿o sí? Es tan bueno como... Después de todo, un embarazo es una experiencia tan poco... ¿Y si ella tenía razón? O, peor aún. A veces Dios impide que algo suceda porque no estás hecho para eso, y quizás... No lo sé. No sé cómo continuar. Solía pasármela tan bien. El año pasado fue... Ojalá hubiese una forma de regresar. No pensé que me gustaría. Solo lo hice porque... Lo echo de menos. Actuar se me da bien. Me refiero a que sé que se me da bien... A lo mejor soy más útil como actriz que como madre.

Me partía el corazón escucharla hablar así. Quería confortarla y decirle que saldríamos de esto, que entendía cómo se sentía y que daríamos con una solución. Pero haberlo hecho hubiese implicado confesar que en verdad estaba al tanto de sus sentimientos, de sus dudas. Nos habría obligado a sentarnos a charlar. A charlar en serio. Esas preguntas que la atormentaban, esa incerteza atronadora, era lo único que me separaba y al mismo tiempo acercaba a mis propias ilusiones. Si revelaba mi conocimiento de ellas, lo único que hacía que Maureen aún hablase de niños —su respeto por mi ignorancia sobre el problema— desaparecería.

La guerra de voluntades sería declarada y ya no habría marcha atrás.

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No todo era malo. Había un momento del día en que me sentía contento, en el que podía reírme de las cosas más ridículas y obtener una probada de lo que tendría cuando Maureen saliera de su bache y estuviésemos de nuevo en carrera. Decir que era vergonzoso sería quedarse corto. Era algo que podía acabar con mi reputación para siempre. Un placer culpable en toda regla.

Gordon Shipman, el hombre cultivado, el intelectual insoportable, el artista incomprendido, se había convertido en seguidor acérrimo de una comedia de situación de mediados del siglo XX.

Cada noche, encendía la televisión, me acomodaba en mi agradable sillón y me sumergía en el mundo de Definitivamente eres el mejor papá del mundo, aceptando mi condición de americano promedio —solo que sin los 2.5 hijos—, gozando de la ligereza del mundo libre. La cursilería de los personajes me divertía; las bromas recurrentes, también. En definitiva, se trataba de un grupo de productores maliciosos y vacíos vendiéndole al pueblo estadounidense fantasías en majestuoso blanco y negro con estática, al razonable precio de renunciar a nuestras aspiraciones y ser miembros productivos de la sociedad.

Era un espiral que no tenía fin. El señor Smith, el estereotipado protagonista, tenía que lidiar con su esposa celosa de que la casa de la vecina estaba más limpia, con su hija queriendo convencerlo de aprobar al novio de la semana, con el pequeño Billy/Michael/Frankie teniendo problemas en la escuela o en los partidos de béisbol o en su club exclusivo para varones de la casa del árbol, con su jefe exigiendo una gran idea para sus nuevos clientes. Y nunca cesaría de impresionar a la audiencia con la astucia que manejaba para superar estas dificultades.

Todos los episodios culminaban con algún personaje felicitándolo, haciendo uso de la mítica frase que daba nombre al programa. Esa frase que yo me moría por escuchar y que parecía alejarse más a medida que las semanas nos acercaban a la temporada navideña. El señor Smith era mi modelo a seguir en la vida, tomando el papel de aquel anuncio que tanto solía torturarme. Solo que ahora era una motivación. Un otorgador de razones para ayudar a Maureen a recuperarse.

No lucharía contra el ideal que el señor Smith representaba; me transformaría en eso. De cualquier modo, ambos estábamos hechos del mismo material. Seguiría actuando como si mi mujer hiciera todo correctamente, no la humillaría ni le reclamaría nada, le daría consejos si me los pedía y, más temprano que tarde, las cosas tomarían su lugar. Nada podría convencerme de lo contrario.

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Esa tarde de principios de diciembre, intuí que algo estaba ocurriendo desde mucho antes de que hubiese pruebas. En el trabajo me habían notado inquieto, con problemas para cumplir con mis obligaciones básicas. Me sobaba las manos constantemente y miraba alrededor como un cabrito nervioso, según la opinión de Lonnie. Balbuceaba al interactuar con los clientes y me era difícil escuchar lo que querían por el ruido de mis propios pensamientos.

Incluso se consideró no dejarme conducir. Mi compañero de mostrador se ofreció a llevarme a casa, pero me negué. Una voz confidencial me susurraba al oído que debía hacer esto solo, fuera lo que fuera. Así que me envolví con mi abrigo, me despedí de todos y fui a buscar mi coche.

Es extraño cómo, cuando un momento intenso tiene lugar, aunque haya sucedido hace décadas, uno recuerda vívidamente muchos detalles de ese día. Me acuerdo, por ejemplo, de que al llegar a mi destino y apearme del auto, estaba cayendo una de esas lluvias que no mojan del todo, cuyo único objetivo es molestar. Una poderosa y oscura energía emanaba de mi casa. En una película, la paleta de colores habría sido apagada y la música de orquesta más aterradora habría acompañado mis pasos hacia la puerta.

Fue un alivio estar bajo el techo del pórtico. Estaba sensible, percibiendo los estímulos con demasiada violencia, y el tacto de las gotas heladas sobre mi piel era igual que un despertador incesante para mis nervios. No permitía que bajara la guardia.

Metí la llave en la cerradura y me percaté de que nunca había sido cerrada: otro de los clásicos descuidos de Maureen. Empujé hasta encontrarme adentro, me despojé de mi chaqueta y, mientras la colgaba en el perchero junto a la entrada, fui consciente del panorama con el que me había topado.

La puerta que conducía al sótano estaba groseramente abierta, no como si alguien hubiera bajado a lavar la ropa y, ensimismado en su labor, se hubiese olvidado de devolver todo a su estado original; sino como si alguien hubiera bajado y un monstruo hubiese emergido de algún rincón, obligándolo a salir corriendo sin mirar atrás.

Más cerca de mí, en el suelo, estaba mi caja de herramientas, abierta y bocabajo, vomitando tornillos, clavos y demás piezas pequeñas. Esta daba la impresión de haber sido levantada de su sitio y desplazada a las prisas, con tan poco cuidado que su ladrón la había dejado caer. De inmediato supuse lo peor, y cuando alcancé a oír un sonido, mi pánico creció hasta límites insospechados.

Maureen estaba llorando en el piso de arriba. Y no eran los sollozos tímidos que soltaba cuando algo la conmovía, sino un auténtico llanto desconsolado. Los desgarradores alaridos de una persona retorciéndose de dolor.

Estuve a punto de tropezarme en la escalera. De hecho, una de mis rodillas sufrió un golpe muy fuerte, pero nada de eso me importaba. A medida que subía, los gimoteos aumentaban su volumen y yo ya no podía soportarlo. Corrí hacia la habitación; no estaba allí. Por si acaso, busqué en todas partes, hasta debajo de la cama. Luego me metí en nuestro baño. Tampoco conseguí dar con ella. Comprendí entonces que los sonidos venían de la otra ala de la casa.

Me precipité por el pasillo como alma que lleva el diablo y los hechos me dieron la razón. La puerta del cuarto de nuestro hijo también estaba abierta, y a pesar de que no podía ver nada desde mi ángulo, era obvio que el llanto provenía de ahí. Mis piernas prácticamente me llevaron volando hasta el interior, con tanta urgencia que mi pie derecho por poco no aplastó la cabeza de Maureen.

Era terrorífico. Mi esposa estaba tumbada en el suelo, columpiándose de lado a lado como tortuga indefensa. Toda su sangre se había concentrado en el rostro, que parecía hinchado y estaba cubierto por fluidos desagradables. Sus ojos verdes, con los bazos sanguíneos al borde de reventar, entrecerrándose ante el ardor que le causaban las lágrimas. A pocos centímetros de ella, yacía un martillo manchado de rojo. Sus manos estaban cubiertas por un líquido del mismo color.

—¡Maureen! —exclamé, hincándome a su lado y envolviéndole el torso con los brazos para forzarla a sentarse—. Maureen, muñeca, ¿qué pasó?

Fue difícil moverla. Sus músculos no respondían o su voluntad no quería responder. Era evidente que no estaba en sus cinco sentidos y yo no era lo que podría llamarse un hombre fuerte. Aun así, lo logré, mientras ella echaba a la cabeza hacia atrás pese a mis múltiples intentos de levantarla. Si la soltaba, caería otra vez sobre el parqué.

—¿Qué pasó, Maureen? Tienes que decírmelo. Por favor, muñeca, dímelo. ¿Qué te ocurre?

Comenzó a llorar de nuevo. Lo único que me interesaba ahora era lo que había sucedido entre sus manos y el martillo. Pensé en las posibles fracturas y en lo que podía significar respecto a su estado mental. Necesitaba calmarla y que me diera explicaciones antes de poder hacer algo. Si iba a llamar a la ambulancia y la dejaba sola, me arriesgaba a un segundo ataque por su parte.

—Gordon... —gimió.

—¿Qué? ¿Qué pasa?

—¡Lo siento! —Soltó el grito—. Lo siento. Perdóname, por favor. Lo siento, lo siento, lo siento tanto... No sé... Perdón...

La manera en que arrastraba las palabras hubiera sido aclaración suficiente para cualquiera.

—¿Qué? ¿Por qué?

—Di que me perdonas...

—Por supuesto que te perdono.

—¡No mientas! —me acusó, entre hipidos—. ¿Cómo vas a perdonarme? ¿Cómo po-... podrías perdonarme?

—Es que no sé lo que hiciste. Muñeca, por favor...

En un esfuerzo sobrehumano, alcanzó a incorporarse vagamente durante unos segundos, estiró el brazo y señaló algo que había frente a ella, a la distancia. Enseguida se desplomó de nuevo, llevándose las manos al rostro y reiniciando su vaivén. Me las arreglé para distraerme de eso y observar el objetivo al que había apuntado.

¿Cómo no la dejé caer debido a la impresión? Supongo que es cierto eso de que el amor todo lo puede. Estaba tan obsesionado con disipar su culpa que la perdoné de inmediato, pero el golpe fue tan grande que por un instante dudé de todo mi matrimonio y, al siguiente, me sentí mal por haber pensado en eso. Todo en un santiamén. No podía procesarlo. Mi mural, mi obra maestra, mi Taj Mahal... destrozado.

Sentí cierto alivio al entender que lo que había en las manos de Maureen no era sangre, lo que no quita que aquello fuese devastador. El hombre y la carriola del dibujo estaban casi intactos, pero la responsable de semejante ultraje parecía haberse ensañado con la chica. El rostro había sido estampado de golpes y deformaciones, algunos permitiendo ver parte del interior del muro. Luego, por lo visto, se dio cuenta de que su fuerza no habría sido suficiente para generar un daño irreparable, incluso con un arma como la que tenía, así que salpicó todo de pintura roja.

Manchas inmensas, marcas de manos, líneas torcidas que se extendían por la superficie, un auténtico desastre. No muy lejos de allí, derramándose sobre el suelo, estaban las latas de pintura roja como evidencia del crimen. Trozos de revoque que saltaron de la pared ante la tiranía del martillo, cal desparramado por los alrededores, los restos de un jarrón que solía estar en la sala y que, claramente, Maureen arrojó contra el mural. Se había esmerado mucho para evitar que fuese posible restaurarlo.

Durante un minuto, alterné entre observar al pecado y a la pecadora. Tenía el pelo alborotado y sucio, pues no sintió ningún interés en protegerlo antes de ponerse manos a la obra.

—¿Por qué hiciste eso? —murmuré.

Aunque no tenía intención de reprochárselo, debí sonar muy herido, ya que su respuesta fue llorar con todavía más intensidad, llevándose las manos al rostro. Me preocupé de que pudiese entrarle pintura en los ojos.

—Muñeca, está bien —dije, retirando sus manos con suavidad—. Está bien. No ha pasado nada.

—¡Sí que pasó! —chilló—. ¡Soy un monstruo horrible, Gordon!

—No, cariño, eso no es cierto.

—Sí, sí lo soy.

—No. Ven, vamos a asearte.

Con severas dificultades, la ayudé a ponerse en pie. Estaba terriblemente débil y mareada. Sus piernas no le respondían y el agotamiento físico por la angustia le jugaba en contra.

—¿Estás herida? —pregunté, haciendo que pasara un brazo por encima de mis hombros.

—No, es solo que... —susurró, más calmada, solo para perder el control de nuevo—. Perdóname, mi amor. Soy una per-... una perso-... una persona tan, tan, tan horrible.

—Eso no es verdad y lo sabes. Ayúdame a llevarte al baño.

Aferré los dedos que colgaban de mi hombro y con la mano libre abracé su cintura. Apenas podía coordinar los pasos y sus rodillas amenazaban con ceder a cada pequeño avance que hacíamos. Lo primordial era sacarla de ese cuarto.

La arrastré a medias por el pasillo hacia nuestra habitación y, desde allí, hasta el baño. En el trayecto, ella misma empezó a revelar detalles de lo ocurrido.

—Estaba tratando de llegar a la... a la... a la recamara y... No lo sé, me perdí y terminé ahí y me puse furiosa. Y me enojé muchísimo contigo, no sé por qué, y pensé que te odiaba por haber pintado eso y solo quería destru-... destruirlo. Pero después me di cuenta de que... de lo que había hecho, así que me acosté a esperar a que... a que regresaras.

—Está bien —la tranquilicé, sentándola sobre la tapa del retrete mientras instalaba el tapón de la bañera y hacía que esta empezara a llenarse—. Todavía no tienes que explicarme nada, ¿de acuerdo? Te darás un baño y te sentirás mejor. Lo prometo.

La despojé de su ropa y la acomodé dentro de la tina. Ya había colocado el jabón y probado la temperatura, por lo que el espacio se convirtió en un agradable y tibio montón de espuma. Con la esponja en una mano y el champú en la otra, me incliné junto a la bañera y comencé a higienizar a Maureen. Era difícil cuando no dejaba de moverse, de llorar y de darme ganas de llorar a mí también. Estaba haciendo mi mejor intento de conservar la dignidad para no alterarla más, pero para cualquiera sería doloroso ver a su esposa en una situación como aquella.

Tallé y enjaboné hasta que el agua se tiñó de rojo. A esas alturas, Maureen ya estaba relativamente tranquila y lo único que interrumpía esa imagen era algún hipido ocasional. Luego de sacarla de su baño, secarla y vestirla, me dispuse a cargarla de nuevo hacia la habitación y recostarla bajo las mantas de nuestra cama. Resultaba un alivio verla enfundada en su cómodo atuendo para dormir, descansando en el lecho. Me daba escalofríos pensar que, minutos atrás, la había creído lastimada.

Tomé asiento junto a sus pies y la miré con cautelosa seriedad.

—Te juro que no fue mi intención —musitó, avergonzada. Su lengua seguía compitiendo contra las palabras en lugar de trabajar con ellas. Arrastraba las vocales.

—Nadie está acusándote de nada —la serené, obsequiándole una caricia en los dedos cubiertos—. Solo quiero saber qué ocurrió.

—Es que... es que esta tarde... —Su respiración se irregularizaba otra vez. Suponía un gran desafío hablar sin cortarse—. Deb vino y yo estaba muy estresada, así que... dijo que debíamos tomar una copa. Tomamos una copa y me relajé. Quise servirme... servirme más, pero Deb no quería que lo hiciera. Entonces me dijo «¿puedo dejarte sola?» y le contesté que sí. Y cuando se fue, quise servirme otra copa, porque supuse que podía estar incluso más calmada y... una cosa llevó a la otra.

—Está bien —repliqué, un tanto escéptico—. ¿Dices que Debra no te manipuló para que lo hicieras ni nada similar?

—Oh, desde luego. Ella jamás haría algo así. Todo ha sido... todo ha sido culpa mía. —Bostezó, colocándose en posición para dormir—. Un tremendo error.

—Me alegro de que pienses eso —dije, levantándome y caminando hacia la puerta para apagar la luz—, porque no pienso dejar que vuelvas a beber una gota de alcohol.

—Creí que no ibas a regañarme.

—No estoy regañándote. No estoy molesto, solo preocupado. He leído sobre cómo esas cosas pueden convertirse fácilmente en una adicción y echar a perder la vida de alguien. Muñeca, no volverás a beber y punto final.

—Pues Russ dice que... ¿qué decía? Que porque un hombre esté casado con una mujer, no tiene derecho a decirle qué hacer.

La mención de su nombre me irritó.

—¿Eso dice Russ? Vaya, sí que es una lástima, porque yo digo que no vas a volver a hacerlo y, en caso de que no lo recuerdes, te casaste conmigo, no con Russell.

—Ojalá me hubiese casado con Russell —murmuró, somnolienta, cerrando los ojos y abrazando su almohada.

—¿Qué diablos acabas de decir?

Pero era demasiado tarde. Sus ronquidos la delataron y no iba a despertarla para discutir. Había aprendido, en esas últimas semanas, que ese era el único momento donde podía estar en paz consigo misma. Entonces rodeé la cama, la arropé y besé su frente.

Acto seguido, salí del cuarto apagando la luz y me encaminé hacia ese sitio que hacía unas horas era maravilloso, y ahora parecía un escenario pos apocalíptico. Mi lugar de calma, la prueba de mi talento, de mi capacidad como hombre, el futuro de mi familia, arruinado para siempre por los sentimientos oscuros que el alcohol —o quizás el peso de la propia vida— habían provocado en la persona que más amaba. Una persona que, hasta donde sabía, hubiera preferido casarse con otro.

No podía dejar de darle vueltas a esa frase. Maureen nunca se hubiera fijado en alguien como Russell. Amaba la tradición incluso más de lo que me amaba a mí. En la lista que contuviera a todas las potenciales parejas del mundo, él sería uno de los primeros descartados.

No tenía ningún sentido que pudiera interesarle y sin embargo... decidí que ya no quería pensar en el asunto. Maureen había bebido demás y a pesar de las ideas modernas que estuvieran metiéndosele en la cabeza, fue un episodio que jamás se repetiría. De modo que me senté en el parqué sucio, miré el mazacote de pintura roja y líneas desfiguradas y me puse a llorar.

CONTINUARÁ...

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