Capítulo 13
Hollywood, 1959.
El día que siguió al cumpleaños de Russell, decidí faltar al estudio. Me dolía el estómago debido a una extraña comida tailandesa que Maureen me había convencido de probar en el almuerzo anterior, de modo que preferí quedarme en la habitación del hotel, aburriéndome con un viejo libro de arte cuyas páginas amarillentas no detallaban ninguna corriente más allá del romanticismo.
Maureen llamó a eso de las dos de la tarde para notificarme que tenía una hora libre y que podía unirme a ella para comer. Le expliqué que no me sentía del todo bien y fue muy comprensiva con la cuestión, repitiéndome una y otra vez lo mucho que me amaba y cuánto anhelaba que mejorase para poder estar juntos de nuevo.
Para ser sincero, no estaba experimentando tanto dolor. Era apenas una incomodidad que molestaba, sí, pero no me tenía retorciéndome en un charco de mi propio vómito. A pesar de ello, me sentía protegido en ese cuarto. Era un dormitorio lujoso y cálido, que me daba la impresión de estar resguardado de todo lo que detestaba, siempre y cuando no descorriese las cortinas.
Desperté a la mañana siguiente, acostado encima de las sábanas. A mi lado, yacía la tranquilizadora presencia de Maureen, de quien solo distinguía el nacimiento de la melena rubia. Debí haber hecho un movimiento extraño, porque enseguida el bulto bajo las mantas empezó a retorcerse y unos lumínicos ojos verdes emergieron en la penumbra.
—¿Cuánto tiempo llevo dormido? —pregunté.
Maureen bostezó y retiró las sedosas telas que cubrían su cuerpo, quedando tapada solo hasta la cintura. Era hermosa a esta hora del día, cuando podía mantener los párpados separados con dificultad y ni su rostro ni su pelo se había sometido aún a la magia de los cosméticos. Me dedicó una sonrisa somnolienta mientras me apartaba algunos mechones de la frente.
—Al parecer, mucho antes de que yo regresara —explicó—. Fuimos todos a cenar a la casa de Harry. Tendrías que haber visto a Deb...
—Desearía haberlo hecho.
Una ligera tristeza pareció atacarla y de inmediato me arrepentí de haber hablado.
—Oh, no fue la gran cosa —rio—. Todo el tiempo deseé que estuvieras allí, pero la próxima vez será. Por lo visto, aquí son fanáticos de las reuniones sociales. Es formidable.
—Formidable. ¿Y cómo te fue en el trabajo? —Tanto la palabra como la pregunta se me atragantaban cuan bocadillo fugitivo.
—Estupendamente, cariño. Grabamos varias escenas muy divertidas. —En verdad lucía incapaz de contener la risa mientras recordaba—. Por ejemplo, la escena de cuando Danny y Claire comienzan a verse con más frecuencia y...
—Quieres decir que trabajaste con Russell.
—Oh, bueno, pues sí. Fue gracioso porque... Avísame si estoy aburriéndote, cariño. Quizás es demasiado temprano para hablar de estas cosas.
Entonces razonó lo tarde que debía ser y se giró a toda velocidad para buscar el reloj en la mesa de luz.
—¡Dios mío, siete y cuarto!
Yo no estaba en condiciones mentales para preocuparme, aunque era obvio que se trataba de un asunto serio. Solo me quedé allí mientras la veía brincar fuera del lecho, enfundarse en su salto de cama y empezar a revolver cajones y armarios con desesperación, poniendo nuestra apacible recámara patas arriba.
Todo se me hacía confuso por dos motivos. En primer lugar, Maureen nunca se retrasaba para nada. Mediante algún método que nadie terminaba de comprender, se las arreglaba para estar siempre lista e impecable por lo menos dos horas antes del compromiso pactado. Y, en segundo lugar, por más prisas que llevase, ella nunca se atrevería a desordenar a tal punto con el único fin de encontrar el atuendo perfecto. Verse bien era algo que se le daba natural, y podía usar los peores harapos si era necesario. Notarla tan enervada por cuestiones que antes se le antojaban superficiales, fue el primero de los síntomas.
—De acuerdo —dije enderezándome—, tal vez te acompañe hoy.
Hasta ese momento, Maureen había estado arrancando todos los pañuelos del interior de un cajón, haciéndolos flotar en el aire, formando un despliegue de suaves colores pastel. Sin embargo, ni bien las palabras salieron de mi boca, se detuvo y se dio vuelta para mirarme. Sus ojos aparentaban ser tan grandes como los de Debra.
—¿Estás seguro, Gordie?
—¿Por qué no lo estaría?
—Oh, bueno... Por nada, en realidad.
Se acomodó el pañuelo y el vestido seleccionados sobre el brazo izquierdo y atravesó la alcoba para meterse en el cuarto de baño.
—Maureen, ¿qué sucede? —insistí, poniéndome de pie.
Desapareció y cerró con llave. Todo cuanto pude hacer fue apresurarme y quedarme parado junto a la puerta, oyendo cómo la tina iba llenándose de agua.
—¿Maureen?
—No pensé que querrías, eso es todo. Sé que no te enloquece el cine y no deseaba imponerme. Aunque si te agrada la idea...
—Muñeca, olvida lo que yo quiero. ¿Qué es lo que tú quieres? ¿A ti te agrada la idea de que vaya o no?
—¡Por supuesto que me encanta la idea! —soltó, no con ira sino con miedo de que pudiese dudar de su honestidad—. Gordon, ¿qué preguntas son esas? Adoro que vengas a verme actuar.
—Entonces, ¿cuál es el problema?
—Es solo que...
La puerta emitió un chirrido apenas perceptible y la figura de Maureen envuelta en una toalla se manifestó ante mí. Cualquier deseo que pudo haberme provocado semejante panorama se vio anulado por el hecho de que su rostro reflejaba una ansiedad indecible.
—Gordon, hoy toca grabar escenas románticas —confesó, tan rápido y evitando el contacto visual de tal forma que por poco no entendí una palabra.
Se me hizo un nudo en la garganta y al día de hoy desconozco cómo me las ingenié para poder hablar.
—Oh, escenas románticas... —dije. Mi voz salía rasposa y cobarde—. ¿Te refieres a contacto físico?
—Eso me temo.
Algo en mi expresión debió haberle indicado cuánto me urgía un consuelo, porque enseguida prosiguió:
—No es algo que no hayamos hecho antes. Me refiero a que besar a Russ no produce ninguna reacción en mí. —La palabra «besar» me sobresaltó y ella se dio cuenta—. Es como besar a mi hermano, Gordie. De verdad.
Ella no veía las cosas como yo. Si hubiese hecho el menor esfuerzo por ponerse en mis zapatos, habría entendido que lo que me afectaba no era su beso con Russell, sino la insistencia con que me aseguraba que nada más pasaría. Algo que podría haber dejado pasar casi sin problemas estaba tomando una dimensión escandalosa, pero como Maureen no sabía traducir mis reacciones, continuó con su perorata.
—Para, muñeca, para —supliqué tranquilamente—. No hay necesidad de que me des ninguna explicación. —La vi suspirar de alivio—. Lo que me preocupa (si es que puede llamarse preocupación) es la manera en que me estás revelando el asunto como si hubieras asesinado a alguien. Quiero confiar en ti, pero francamente...
—Oh, lo siento. Parece que malinterpretaste todo. Mi amor, adoraría que estuvieras presente en el rodaje, es solo que... pensé que podrías sentirte incómodo. A la esposa de Harry, por ejemplo...
—Pues yo no soy la esposa de Harry —interrumpí, tan firme como cariñoso—. Soy el esposo de Maureen Shipman, y sé que Maureen Shipman nunca haría nada para herirme ni traicionaría mi fe en ella. No soy uno de esos idiotas que tratan a sus mujeres como auténticas estúpidas...
El entrecejo de Maureen se frunció ante esa última frase, absolutamente impropia de mí. Sonó extraño en el momento en que lo dije, aunque todo sonaba tan asombroso en mi mente y, más aun, en la boca de Russell. Viniendo del mojigato de Gordon Shipman, se oía artificial, absurdo y hasta violento. Esa no era la imagen que buscaba dar.
—Es solo algo inteligente que Russell dijo en la fiesta —aclaré, solo para percatarme de que cuanto más revelase del misterio, peor se ponía todo.
Pese a mi torpeza, Maureen pareció encantada de que me hubiese tomado el tiempo de hablar con su compañero de actuación a solas. Luego de emitir una risita, cerró la puerta de nuevo y la oí meterse en la bañera.
—¡Es magnífico, cielo! No podrás creerlo, pero estaba asustada. Me alegro tanto de que los dos se entiendan.
—En todo caso, yo me alegro de que ya no estés asustada. Jamás hubo razones para estarlo.
—Lo sé, Gordie, lo sé. Al menos ahora. Pero deberías comprenderme. Tu amigo Lonnie, por ejemplo, jamás consentiría algo así.
—Sí, jamás lo haría.
—Pero su esposa tiene razón; vales oro. ¿Quieres decir que estás completamente seguro de que no te molesta?
—Es trabajo, nada más.
—¡Exacto! Y es maravilloso que te lo tomes así. Entonces, ¿vendrás conmigo al estudio?
—No me lo perdería por nada.
-o-o-o-
Por desgracia, mi imaginaria madurez y mi ridículo orgullo no estuvieron tan dispuestos a colaborar. En cuanto llegamos al estudio, una sensación desagradable me embargó, potenciándose en el instante en que Russell se hizo presente.
Ya estaba caracterizado como Danny, con su traje de color gris claro y una corbata roja que resaltaba en medio del conjunto. Aunque aceptó el habitual saludo entusiasta de Debra con cortesía, se le notaba tenso e incómodo. Su pie derecho nunca dejaba de moverse, golpeando una y otra vez el suelo, y, mientras esperaba que los preparativos terminasen, chequeaba su reloj de pulsera cada dos minutos.
—Parece un poco nervioso —le comenté a Maureen, por lo bajo. Nunca hubiese creído que sería la clase de actor que experimenta pánico escénico antes de grabar.
Mi esposa abrió la boca para contestar, pero Debra se dio la tarea de hacerlo, metiéndose en nuestra conversación y literalmente en medio de nosotros.
—Está molesto por la escena de hoy.
—¿Por la escena de hoy? —inquirió Maureen, sin comprender—. ¿Por qué lo estaría?
—Bueno, según me contaste, es la escena de reconciliación. Cuando Claire está quedándose en el hotel con su hija para aclarar sus ideas y Danny va a suplicarle que lo perdone.
Maureen asintió. Yo, por mi parte, me sentía más desorientado que antes. Recordaba algo de Esclavos de la vergüenza, y mis memorias no se asemejaban en nada a lo que Debra había explicado.
—Pero eso no termina en reconciliación —objeté—. Danny le pide a Claire otra oportunidad, un último beso, creyendo que así va a convencerla, pero después de hacerlo ella se da cuenta de que no puede olvidar lo que le hizo y lo abandona.
—Claro, ese es el problema —Debra me dio la razón—. A Russell no le agradó que cambiaran el final.
—Los productores le pidieron a Martin que lo hiciera para volver la historia un poco más «amigable» —señaló Maureen.
—El protagonista violó a una chica y después se casó con ella aprovechándose de que lo había olvidado, ¿qué tiene eso de amigable?
Las dos mujeres se quedaron mirándome como si el espíritu de un hombre de verdad hubiese tomado el control de mi cuerpo. Sin embargo, mi valentía no duró demasiado, pues en cuestión de segundos Jack Barbet, el representante de Maureen, se materializó ante nosotros.
—¡Qué maravilla! —exclamó.
—¿Este tipo siempre está emocionado? —le dije a Debra en un susurro malicioso—. Tal vez deberías salir con él.
Barbet estrechó mi mano con tanta fuerza que mis dedos crujieron y mi brazo pareció continuar la violencia del movimiento después de que el saludo hubiese terminado. Al ser alto y regordete, aquel hombre tenía una fuerza increíble. Su calva brillaba bajo los focos y la piel rojiza le daba un aspecto de recién nacido, lo que se tornaba todavía más macabro al combinarse con su forma acelerada de hablar.
Nos hizo preguntas banales del tipo «¿cómo han estado?» y casi llegué a creer que estaba feliz de vernos. Pero no podía ocultarlo. Ese día, Jack Barbet se encontraba tan intranquilo como el artista principal de aquella película, y ni siquiera una actuación al nivel de los Premios Oscar me habría convencido de lo contrario.
—¿Está todo bien, Jack? —preguntó Maureen con delicadeza.
—Sí —suspiró, tomando el pañuelo de su chaqueta y secándose la transpiración de la frente—. Por supuesto, no sabes cuánto. Maurie, vas a estar maravillosa hoy, te lo aseguro. Y mis clientes dan crédito de que Jack Barbet no se equivoca. Ahora, si me disculpan...
Giró sobre sus talones y comenzó a caminar en dirección a Costner, que estaba ocupándose de algunos aspectos técnicos con uno de los encargados de utilería. Mientras se alejaba, Jack seguía limpiándose el rostro y murmurando palabras incoherentes.
—Oh, de acuerdo —respondió Maureen, tímida y servicial—. Pues, si necesitas hablar...
Las dóciles palabras parecieron activar un resorte en el interior de Barbet, ya que, de inmediato y poseído por un pánico sin precedentes, regresó corriendo a nosotros y estuvo a punto de arrodillarse en el suelo.
—¡Estoy desesperado! —bramó, medio llorando—. La escena debe grabarse sí o sí hoy y ese hombre es una bomba de tiempo. —Su dedo índice apuntó hacia Russell—. Va a explotar. En cualquier momento explotará y tu carrera volará en pedazos con él.
Los tres analizamos a la presunta «bomba de tiempo», y aunque nadie que no lo conociera interpretaría que se traía algo entre manos, para los que sabíamos de él y de su temperamento, la metáfora empleada por Jack era más que acertada.
—No lo creo... —se aventuró a decir Maureen, obviamente mintiendo—. No lo haría, ¿o sí?
Claro que lo haría, y nos constaba. Solo necesitábamos pensar que si lo dejábamos en reposo, si le dábamos el espacio suficiente, su sentido del deber pesaría más que sus ansias de hacer lo correcto, y se limitaría a actuar como si el cambio del guion no le molestara.
—Maurie, tú no conoces a Russell —insistió Jack—. Tiene esta... ¡esta ridícula conciencia moral! No cederá ante nada que esté en contra de sus ideales, puedo apostarlo. ¿No sienten eso? ¿Eso en el aire?
Debra olisqueó.
—No, pero seguro que fue Gordon.
Alcancé a mirarla con odio antes de que la paranoia de Jack volviese a apoderarse de él.
—¡No, no, no! Hablo de lo que inevitablemente va a pasar. Y todos van a verlo. Y estaremos acabados, Maurie, así que te aconsejo que vayas preparándote.
Barbet se alejó, acompañado por una sutil hiperventilación en su aliento. Su ataque de pánico había sido breve en medidas temporales, pero fue suficiente para dejarnos a todos en un terrible estado de alerta, que de alguna manera pudimos disimular cuando a Maureen se le ocurrió que nos aproximáramos a Russell para confirmar que estuviera bien.
—Buenos días —le sonrió ella, entrelazando las manos detrás de la espalda.
Russell levantó la vista del guion que con tanto desprecio hojeaba. Su rostro lucía una seriedad de funeral, con las comisuras de los labios curveadas hacia abajo y el entrecejo peleando contra el impulso de fruncirse.
—Hola —dijo, su voz más insípida de lo que se la hubiera oído jamás—. Me alegro de verlos.
—Queríamos saber cómo estabas. Te ves un poco...
—Circunspecto —decidí ayudar con el adjetivo, temiendo que Maureen escogiera uno erróneo.
—¿Circunspecto?
—Podría decirse que sí —afirmó mi mujer.
Russell cerró el libreto de golpe, arrancándole un estruendo.
—Pues no sé por qué les transmití esa impresión —dijo, encogiéndose de hombros—. Estoy igual que siempre, a decir verdad.
—Está echando chispas —susurró Debra en el oído de Maureen, a un volumen que todos pudimos escuchar.
De repente, J. Martin Costner anunció que los empleados debían ir a sus puestos. La amiga de mi esposa y yo fuimos a sentarnos en unas sillas bastante más cerca de la puerta de lo que me hubiese gustado, y Maureen y Russell acudieron a sus respectivos lugares. Tras una breve prueba de luces, sonidos y cada aspecto técnico que tuviese una remota posibilidad de fallar, Martin dio la orden:
—¡Acción!
Y la magia se produjo.
Antes de eso, yo nunca había creído en Hollywood. Había escuchado a Humphrey Bogart decir «siempre nos quedará París» con los ojos secos; tampoco se me cayó una lágrima cuando Vivien Leigh soltó aquel juramento atemporal sobre no volver a pasar hambre; incluso siendo un niño inocente en medio de una sala de cine, mi llanto fue el único que no se hizo oír cuando Blancanieves cayó víctima de la manzana envenenada. No era que no hubiese estado en los momentos clave donde se hacía historia y las masas se enamoraban de la industria hasta sentirla más real que su propia vida; era que jamás me había afectado.
Pero fue ese día cuando mi punto de vista cambió y se tornó irreconocible. Porque ellos también se habían transformado. En ese cuarto de hotel ficticio, al que le faltaba una pared por donde parecía colarse todo el frío del mundo, junto a la cama de sábanas viejas y el tocador abandonado, Russell Weatherby dejó de ser él mismo, para dar paso a Danny Silver.
No quedaba rastro alguno del ser apático y en apariencia profundo que conocía. Ahora era una especie de mancha de color entre los tonos opacos del set, una pieza de arte en movimiento, sobresaliendo en medio de un universo estático, inorgánico. El desprecio en sus ojos se extinguió, haciéndome creer incluso que todo era parte de una fachada que apenas comenzaba a caerse. Ya no se sentía superior, ni siquiera un poco. Era un hombre como cualquier otro, desesperado por mantener consigo a la mujer que amaba.
Aun así, lo que más me impresionó fue Maureen. ¿Dónde estaba la adolescente a la que había ayudado con su proyecto de arte? ¿O la que me abrazó llorando debajo de aquel farol, porque no entendía qué la llevaba a salir siempre con los mismos idiotas? ¿O la muchacha que había dado el «sí, quiero» en aquella pequeña iglesia? No la encontraba por ninguna parte.
Una vez que Costner arrojó el hechizo sobre su cuerpito influenciable, comenzó a crecer en tamaño y en valor, aunque se la notaba asustada. Su rostro —el de Claire Alvis— mostraba un pavor absoluto ante la visión del monstruo que la había violado durante la guerra, y con el que después se había casado sin saberlo. El padre de su hija: el montón de trapos que yacía en una cuna con dosel en una esquina del cuarto. Y todos le creímos. Estaba aterrorizada, lo que de inmediato me condujo a sentir pena por ella. Aunque no tuviera sentido, aunque yo supiera que esa era mi esposa y no una terrible víctima de maltrato, no podía evitar querer ir a socorrerla, alejarla de ese desgraciado arrepentido.
—Lárgate de aquí, Danny —susurró Claire, con lágrimas en los ojos y un tremendo coraje, retrocediendo.
—No —dijo terminantemente él. Por primera vez, sonaba como alguien de su edad—. No pienso irme hasta que me escuches, y si debo quedarme esperándote en el pasillo hasta el fin de los tiempos, ten por seguro que lo haré.
Quería golpearlo. Tuve que repetirme que era Russell para mis adentros. Claire seguía caminando hacia atrás, hasta que su cuerpo casi tocaba la cómoda en la esquina izquierda del escenario. Danny permanecía cerca de la puerta falsa, en el lado opuesto.
—Ya no quiero nada de ti. —La voz de su esposa se había quebrado—. ¿No lo entiendes? No quiero que te acerques a mi hija nunca más.
—¡También es mi hija, Claire! Por favor. Peggy también es mi...
—¡No es cierto! —gritó, tan fuerte como su estado le permitía. Sus mejillas se llenaban de maquillaje echado a perder—. No es cierto, y te diré por qué. Peggy es la niña que traje al mundo junto a un hombre maravilloso. Un hombre que no veo por ninguna parte.
La mayor coherencia no alcanzó para prevenirme de mirar alrededor por unos instantes, tratando de localizar a ese hombre de cuya existencia Claire dudaba. Danny estaba fuera de sí, aproximándose cada vez más a ella, peligrosamente cerca de acorralarla y traer más recuerdos dolorosos a su mente.
—Sigo siendo el mismo hombre —musitó, como buscando calmar a una fiera que podía saltarle encima en cualquier momento—. Mi amor, escúchame, sé que lo que hice no tiene perdón de Dios, pero ya era este hombre cuando nos casamos, cuando te dije que te amaba, cuando te besé por primera vez.
—Deja de mentirme a la cara. Lo único que has hecho en todos estos años ha sido mentirme, ¿y sabes qué? No dejaré que sigas haciéndolo. Jamás volveré a confiar en ti.
Hubo un momento de silencio donde solo se escuchaba el llanto de ella. Un llanto tan sentido, que creí que en él se descargaba toda la frustración de Maureen por nuestra fallida paternidad, por nuestra vida sencilla y monótona, por esta emoción que siempre había estado a la vuelta de la esquina y que apenas hoy lograba descubrir. Sentí ganas de llorar también.
—El Danny que conocí no era más que una fantasía. ¿No lo recuerdas? Me robaste los mejores años de mi vida. Todo este tiempo he tratado de olvidar lo que me pasó... lo que tú me hiciste. Olvidé tu cara y tu voz y la sensación de tus manos. ¿Cómo iba a saberlo? —La angustia la venció de nuevo, atenazándole la garganta, antes de autorizarla para seguir—. Todos los días me sentía privilegiada por haberte conocido. Cada noche, antes de dormir, me decía a mí misma que tenía que superarlo, que tenía que perdonarme por dejar que pasara. Y todo este tiempo... ¡Siempre fuiste tú! ¡No iba a superarlo nunca porque, durante años, me pasé despertándome temprano cada mañana para prepararle el desayuno a quien me había matado!
En una fracción de segundos, Danny perdió el control y corrió hacia ella, tomándola fuertemente por los brazos y haciéndola gritar de horror.
—¡Yo no te maté! —vociferó—. ¡Yo no maté a nadie!
—¡¿Por qué no me golpeas?! ¡Golpéame como lo hiciste esa noche! No tuviste problemas entonces. ¿Por qué tienes problemas ahora?
—¡Ese no era yo, ese no era yo!
Siguió remarcando la frase durante un largo rato, justificándose, suplicando. Nada funcionaba. Al final, liberó sus manos, pero Claire no se movió ni un milímetro. La miraba como un cordero al que iban a llevar a la cueva del lobo. El Danny de Russell era el peor lobo que hubiese visto.
El montón de trapos comenzó a llorar, aunque nadie sabía muy bien de dónde venía el sonido.
—Discúlpame —resopló Danny, pasándose la mano por el rostro—. No sé qué me sucedió, no...
—Descuida —le tranquilizó Claire, con la mirada perdida y sin emoción en su tono—. No esperaba otra cosa.
—Claire, por favor... Solo quiero otra oportunidad. Escúchame. Cuando te miro a los ojos... siempre hubo algo ahí, y ahora mismo puedo decir que sigue vivo. Puedo verlo. Lo veo en tus ojos. Aún hay amor en ti.
—Tal vez haya amor en mis ojos, pero ya no hay nada en mi corazón. Un soldado lo rompió hace mucho tiempo...
—Podemos reconstruirlo. Por favor, sé que podemos. Recorrí el país buscándote solo para pedirte perdón por lo que hice. Necesitaba redimirme, necesitaba asegurarme de que llevarías una vida plena. Y, cuando te encontré, me enamoré de ti, y tuve la posibilidad de darte ese futuro que tanto deseaba que pudieras alcanzar. ¿Cómo iba a desperdiciarla? ¿Cómo arriesgarme a arruinar tu felicidad? No iba a hacerte eso de nuevo.
»Hoy estás asustada, y no te culpo. Maldición, Claire, nunca podría pensar siquiera en culparte. Pero no puedes apagar un sentimiento de repente, solo por miedo. Eso no existe, el amor no funciona así. Y hoy nos toca ser fuertes, por nosotros y por nuestra hija. Porque aunque quieras pensar que no, Peggy es mi hija también. Es fruto de algo que hubo entre nosotros y que puede ser resucitado. ¿O no te acuerdas? ¿Te acuerdas de ese primer beso?
—Ya no me importa más...
—¿Te acuerdas sí o no?
—Eso...
—Claire, solo quiero una respuesta.
Claire bajó la mirada, acumulando valentía.
—Sí, claro que me acuerdo, Danny. Es solo que...
—Un último primer beso —la interrumpió—. Es todo lo que pido. Una segunda oportunidad para demostrarte que me sigues amando, que esto no cambiará nada. Un último primer beso.
Ella no tuvo ocasión de responder. Mientras lo pensaba, los labios de Danny se acercaron a los suyos, y si tuve algún deseo de abalanzarme sobre Russell y golpearlo hasta que se disculpara, el suspenso de la historia me había seducido demasiado como para eso. Un leve asco atravesó mi estómago, un suave hormigueo me hizo cosquillas en brazos y piernas, pero nada era tan grave. Nada era tan grave porque Russell no estaba besando a Maureen, sino que Danny jugaba su última carta para reconquistar a la mujer a la que tanto había lastimado.
Miré de reojo a Debra y noté que se cubría la boca con ambas manos, los gigantescos ojos brillando por lo conmovedor del asunto. Hacía unas cuantas horas, me habría parecido tan melodramática como los sentimientos prefabricados del cine, y a estas alturas, en un vergonzoso giro del destino, me encontraba igual de afectado que ella. Desconocía si eso iba a marcar un antes y un después en mi vida, o siquiera en mi perspectiva sobre el séptimo arte, pero había logrado el milagro de hacerme bajar la guardia; algo que, de por sí, tenía un valor incalculable.
Danny se alejó de su esposa tan despacio como se había acercado, y la contempló con una expectación tal, que cualquiera hubiera creído que lo que se discutía era una cuestión de vida o muerte. Se miraron durante una decena de segundos que, víctimas de alguna paradoja temporal, dieron la impresión de ser eternos.
—Danny... —se le escapó a ella, en un murmullo desesperado—. La verdad es que...
Él suspiró, listo a aceptar su derrota. De repente, su esposa —mi esposa—, sonrió.
—Aún te amo.
Me imaginé que en ese momento, luego de la posproducción, unos violines invisibles irían en crescendo mientras los brazos de Claire rodeaban los hombros de su marido, lo atraían hacia ella y unían sus bocas en lo que, de ser posible, sería un beso mucho más significativo e inmundo que el anterior. Esa era la idea del director, de los productores, de todos cuyo trabajo dependía del éxito de esta película. Pero contemplando a la mujer robándole el aliento al hombre, nos dimos cuenta de que algo había salido mal.
Russell intentó abrazar a su coprotagonista, intentó estrechar el espacio entre ellos, intentó demostrarle todo el amor que Danny sentía por Claire... y no pudo hacerlo. El gran Russell Weatherby, maestro de la ficción, leyenda de la gran pantalla, por primera vez en su vasta carrera, no estaba trasmitiendo absolutamente nada más que una deprimente incomodidad.
—Muy bien, corte —anunció Martin.
Los actores se separaron. En los ojos de Maureen pude ver que ella no se había dado cuenta de lo que ocurría. A su criterio, todo había marchado a la perfección, e incluso detecté una sombra de jactancia. Yo también estaba orgulloso de su desempeño. Me había mostrado que, pese a mis inseguridades y las suyas, merecía su lugar allí.
Él, por otro lado, era consciente de los errores cometidos. Se lo notaba humillado, con una mirada más apática de lo usual, observando cómo la vida del estudio se retomaba y los empleados continuaban sus desfiles, esperando nuevas instrucciones.
—Hazme caso, Gordon —susurró Jack Barbet, parándose al lado de mí—, inicia la cuenta regresiva...
—Necesito que retomemos a partir del «aún te amo» —estableció el director, removiéndose en su silla—. Todo lo demás está muy bien, solo quiero que grabemos lo que le sigue a eso otra vez, ¿de acuerdo? Todos a sus puestos...
Maureen, un poco confundida, volvió a meterse en la piel de su personaje. Un utilero corrió para acomodar una lámpara sobre la cómoda que se había movido un par de centímetros, y desapareció en las sombras del detrás de escena. Sin embargo, Russell estaba estático, incapaz de asimilar lo que había ocurrido, a años luz de su papel y su profesionalismo en general.
—Esperen un momento —les pidió Martin a su equipo, en voz baja. Su cuerpo se inclinaba hacia adelante con interés y ansiedad—. Russ, ¿estás bien?
Russell no dijo nada y una tensión angustiosa se gestó entre camarógrafos, vestuaristas y asistentes. La forma en que Debra masticaba un rollo de canela que había tomado de la mesa de bocadillos fue haciéndose más y más lenta, hasta que el sonido desesperante se apagó. Todo sonido en el estudio fue sofocado, salvo por algunos murmullos nerviosos.
—Dios mío —suspiró Jack. Su rostro estaba más rojo que de costumbre y las gotas de sudor se deslizaban por la frente—. No puede estar pasando.
—Elaine, trae ayuda, por favor —ordenó Costner a una muchacha que estaba parada junto a él, sosteniendo una tabla con papeles.
Elaine salió a paso tan apresurado como sus difíciles zapatos de tacón le permitían. Maureen miraba hacia todos lados como un ternero separado de su madre, siendo partícipe de un ritual que cada persona en aquel galpón parecía entender, excepto ella. Era la única que ignoraba lo que estaba sucediendo y cuál era su función en dicho circo.
La joven pelirroja del papeleo reapareció, acompañada por un hombre con un maletín que, hasta trotando de la forma penosa en que lo hacía, tenía pinta de «ser alguien», como mi padre habría dicho. El presunto experto avanzó hacia el plató mientras Martin seguía cuestionando si Russell estaba bien, si necesitaba algo, si había cualquier cosa que pudiera hacer para que mejorase.
—Es un cólico, es un cólico... —repetía el hombre, tanteando alrededor de su asiento, en busca de sus muletas—. ¡Alguien consígale una silla, por amor de Dios!
—Recuéstese en el piso, señor Weatherby —dijo el recién llegado.
—No.
Si había alguien que no estuviese admirando el espectáculo, la manera seca y hasta cierto punto fantasmal en que aquella sencilla palabra brotó de los labios de Russell, se hizo con la atención de los más indiferentes.
Los pequeños ojos de topo del médico se alzaron, estupefactos, hacia la estrella que seguía de pie, sin señales de cualquier problema ligado a la salud.
—¿No?
—Estoy bien. No es un cólico. —Se volvió a la temblorosa y expectante figura de su director—. Estoy bien, Martin, no te preocupes.
—De acuerdo —resopló Martin, en un tono aliviado y deseoso de volver al trabajo—. Entonces... ¿qué sucede, Russ?
Russell se humedeció los labios antes de soltar el diálogo más convincente de toda su trayectoria.
—Perdóname, no puedo hacer esto.
Y ante las expresiones estupefactas de los presentes y la silenciosa indignación de Jack Barbet, el intérprete se retiró del set.
-o-o-o-
Los siguientes veinte minutos transcurrieron con alrededor de quince personas —entre las cuales me incluyo— paradas en un angosto pasillo, tratando de escuchar una conversación que ocurría detrás de una de sus puertas. Según el cartel con forma de estrella, se trataba del camerino de Russell, donde él y su agente, un cincuentón abusivo llamado señor Berry, mantenían una acalorada discusión.
—Siempre te consiento —se quejaba Berry—. Siempre consiento tus estupideces y tus infantilismos, siempre te dejo salirte con la tuya. Ni siquiera sabemos si esta película podrá salir a la luz, solo para mantener la dichosa violación, tan importante que estás dispuesto a desperdiciar el dinero y trabajo de todos aquí.
»¿Y sabes cuántos papeles importantes he rechazado por ti antes de siquiera consultártelo, pues sabía que ibas a decir que no? ¡Anda, pregúntame! Tratos millonarios, Russell. Millones de dólares. Mis hijos podrían ir a Harvard si no fuera por tus principios de mierda.
—¡Pues consíguete otro cliente, si eso es lo que quieres hacer! —gritó Russell. Por primera vez, lo oía perder los estribos.
—Si quisiera conseguirme otro cliente, ¿no crees que lo habría hecho ya? ¡Estoy aquí por ti! Cuando te conocí actuabas en absurdas películas adolescentes, desperdiciabas tu potencial porque eras demasiado joven y tu agente anterior no sabía nada sobre ti o tus intereses. Solo le importaba que eras un mocoso atractivo y tenías talento y ambición. Yo te descubrí, yo te hice la persona que eres. ¿Crees que puedes construir a un hombre sin tomarle un poco de afecto? No se puede, Russ. Y todo esto gira alrededor de ti y lo que quieres hacer. Armé este mundo imaginario en base a tus fantasías ilusas sobre la industria. Lo hice porque me preocupas. ¿Tan difícil es mostrar un poco de agradecimiento, haciendo una única cosa por mí?
—Sí, sí lo es. Y no actúes como si fueses mi padre. La única persona en este maldito lugar que se preocupa honestamente por mí es Martin. ¿Dónde estabas tú hace un rato, cuando todos pensaron que me estaba dando un ataque?
—¡Desayunando con mi esposa! Yo sí tengo una familia de la que ocuparme, tengo otras prioridades aparte de tus caprichos. ¿Realmente piensas que a ese tipo le importas? ¡No le importas nada! Solo representas una marca comercial para él. Si después del numerito que montaste hoy no te despide, considérate afortunado. En lo que a mí respecta, no sé hasta qué punto quiero seguir recibiendo balas por ti.
Un par de cosas se movieron en la habitación, a lo que todos nos alejamos de la entrada. El señor Berry salió del camerino, cerró de un portazo y se alejó dando grandes zancadas, no sin antes dirigirnos una mirada de «¿qué diablos me ven?»
J. Martin Costner se acercó a la puerta y habló con una tremenda suavidad, temeroso de despertar al león que dormía en su jaula.
—Russ, tú sabes que no es cierto. No eres un producto para mí... para ninguno de nosotros. —Nos abarcó a todos con un brazo, como si Russell pudiera vernos—. Solo quiero que salgas para hablar, no estoy molesto. Quiero resolver esto.
—Entonces cambia la escena —llegó la voz desde dentro.
—¿Que cambie la escena?
—Déjala como era.
—Oh, Russ, tú sabes que no puedo hacer eso. Tienes suerte de que los censores hayan permitido dejar el asunto de la violación después de todo, y eso fue solo porque les dije que tú no querrías...
—Lárgate.
—¿Estás seguro de que...?
—Lárgate y llévate a todos los chismosos contigo.
Con la cabeza gacha, Martin se dio la vuelta e intercambió miradas de resignación con Maureen y algunos otros miembros de la producción.
—Vamos a dejarlo solo —concluyó—. Tiene que tomarse su tiempo para pensarlo.
Igual que un cortejo fúnebre, la multitud se dispuso a regresar al estudio y aguardar a que la tormenta pasara. No obstante, yo estaba convencido de que eso era imposible.
—No va a pensar nada.
El grupo se giró para mirarme.
—¿Qué dijiste? —musitó Maureen, sorprendida de que su marido se hubiera puesto los pantalones.
—Que Russell no va a pensarlo. No va a recapacitar si no le estamos encima. Conozco a los de su tipo.
Elaine estaba preparada para saltarme a la yugular por cuestionar la sabiduría de su superior, pero el mismo levantó una mano antes de que ella pudiese terminar de abrir la boca, señalándole que estaba más interesado que ofendido.
—¿Y qué propones que haga?
—Déjenme hablar con él.
Martin sonrió con cierta ternura y negó.
—Gordon, no creo que...
—Por favor, sé que no me conoces, pero puedo persuadirlo. Sé que puedo...
—¿Nos queda otra opción? —le preguntó a Elaine.
—No, señor.
—Está bien, solo asegúrate de no molestarlo mucho. Vámonos.
El emperador y su séquito se alejaron, y yo tenía el presentimiento de que Russell estaba con la oreja pegada a la puerta, esperando a que se fueran del todo.
—¿Russell? —Probé suerte.
—Dije que se fueran.
—Soy Gordon. Estoy solo.
—Probablemente Martin te envió, ¿no es así?
—N-no —balbuceé—. Vine porque quise... Porque quiero ayudarte.
—Si no te vas en treinta segundos llamaré a seguridad. No tienen derecho a hacerme esto.
—No voy a hacerte nada. Te juro que no tengo intención de convencerte para hacer algo que vaya en contra de tus ideales, sean cuales sean. Lo único que quiero es hablar.
Silencio.
—Supuse que así se comportaban los amigos —agregué por lo bajo.
La puerta se abrió y Russell me jaló hacia adentro con algo más de fuerza de la necesaria. Me encontré dentro de un cuarto bastante oscuro, salvo por la tenue luz anaranjada de una lámpara de pie, donde lo que más resaltaban era un inmenso tocador que parecía el sueño hecho realidad de Debra y un par de sillones de cuero. Él se sentó en uno y solo cuando mis ojos se habituaron a la pobre iluminación, noté que estaba en bata.
—Dios mío, lo siento —me disculpé a toda velocidad, apartando la vista.
—Solo es una bata —replicó él, hastiado—. ¿Acaso nunca habías visto una bata? ¿No usas una? Gordon, es una bata nada más.
—¡Ya sé que es una bata nada más! —exclamé, haciendo un esfuerzo por volver a mirarlo y apartando la vista una vez más cuando, justo en ese instante, él cruzó las piernas—. ¡Vi algo, vi algo!
—No puede... No es lo único que traigo puesto, ¿sabes? Llevo ropa interior debajo. Es que... Cielos, Maureen me contó que solías jugar al béisbol cuando eras niño, y lo que yo me pregunto es cómo diablos entrabas a los vestuarios. ¿También te ponías así?
No contesté.
—Está bien —bufó—, si tanto te incomoda espera afuera a que pueda cambiarme y...
—¡No, no! Olvídalo. Estoy bien. —Al fin había conseguido superar el shock inicial y mirarlo como lo que era: un hombre cualquiera con quien no tenía sentido avergonzarme.
De algún modo que no comprendo, conseguí encontrar el sillón restante con solo tantear el aire hasta rozarlo y me senté.
—¿Te ofende si enciendo un cigarrillo?
—Sí.
—De acuerdo —asentí, sacando la mano de mi bolsillo de tabaco antes de siquiera tocar la caja—. Bien, vamos a hablar. Yo... comprendo que estés furioso.
—¿Ah, sí? —Se inclinó hacia adelante, apoyando los codos en las rodillas.
—Sí. Es decir, es indignante. A mí también me irrita mucho cuando la gente de cine toma un libro excelente y lo convierte en un despliegue de superficialidad y personajes que...
Russell dejó escapar el gruñido más desdeñoso de la historia, poniendo los ojos en blanco al tiempo que se levantaba. Brincó de su silla tan repentinamente que la bata se agitó un poco, obligándome a mirar hacia otro sitio de nuevo.
—Por supuesto que no lo entiendes —exhaló, dirigiéndose a un armario y abriéndolo—. No sé por qué pensé que entenderías.
—¿Entender qué?
Dio media vuelta para poder verme de una forma que me sobresaltó.
—Esto no es sobre el libro, Gordon. El libro no podría importarme menos. Esta «gente de cine», como tú los llamas, pretenden que salga ahí y haga algo espantoso. Quieren que acepte dinero por actuar en una película de mierda. Una película que no hará más que decirles a cientos de miles de mujeres que ser violadas es lo mejor que les puede pasar, que el trauma por una violación es un hechizo que se rompe con el beso de amor verdadero, y que deberían perdonar a su violador y quedarse con él porque «tiene buen corazón.»
»Habrán existido tipos que durante la guerra hicieron cosas así por el calor del momento y se redimieron. No lo sé, no me importa, el punto es que sigue siendo un pésimo mensaje. Un pésimo mensaje con mi cara —Se señaló el rostro con ambas manos— impresa por todas partes.
»Y te voy a revelar un par de secretos sobre mí. Me he sacrificado mucho por lo que creo, más que cualquier «hombre respetable» que conozcas. Porque cuando tu nombre aparece en las primeras planas, nadie se atreve a insultarte, pero no siempre fue así, ¡y vaya que la pasé mal antes de que lo fuera! ¿Y para qué? Para contradecir todo lo que he defendido en un lapso de dos horas. Lo lamento, si vienes a convencerme de hacerlo de todas formas, estás perdiendo tu tiempo.
Yo había quedado completamente sin palabras. Mi boca se movía, gesticulaba, y no emitía ningún sonido más que ridículos titubeos de asombro. Russell me había desarmado. Su discurso estaba lleno de pasión, justicia y lógica, y cada uno de sus argumentos era cierto.
—Russ... —empecé, tranquilo—, tienes toda la razón del mundo.
—Sí, cómo no —se mofó.
—La tienes —remarqué, levantándome—. Todo lo que dices es cierto. Esto es... nefasto. Lo digo en serio, es el peor de los conceptos posibles. Claire no perdona a Danny porque sienta que se lo merece; lo perdona porque es difícil olvidarse de los momentos que vivieron juntos. Y la manera en que olvida lo que le hizo da la sensación de que algo tan horrible debería superarse por arte de magia, como si no hubiera ningún sentimiento encontrado de por medio.
Russell lució impresionado por unos instantes, pero seguía siendo un hueso duro de roer.
—Y aun así esperas que vuelva ahí y actúe como si nada.
Suspiré.
—Exacto.
—Ve a decirles que no pienso hacer tal cosa.
—Pero esto no va a ser una batalla ganada, Russ. En todo caso, vas a quedar como un desertor, y no conozco mucho el ambiente del cine, pero estoy seguro de que los desertores no son muy apreciados.
—¿Y eso por qué habría de incumbirme?
—Porque es tu carrera... y la carrera de mi esposa también está en juego. Esta es su gran oportunidad, y aunque deteste admitirlo, sé que perderla la destrozaría. Su propio agente ha dicho que no volverá a tener otra si algo la echa a perder.
—Hay mucho en su vida aparte de esto...
—¡¿Cómo lo sabes?! —exclamé, preso de mis emociones desbocadas—. Ni siquiera la conoces. ¿Tú has tenido que verla mirando a los niños del barrio jugar con lágrimas en los ojos? ¿La has visto poner un plato demás sobre la mesa todas las noches? ¿La has escuchado llorar en el baño sin que ella sepa que puedes oírla? ¡Su vida no es perfecta!
Russell guardó silencio, siendo testigo de cómo yo me transformaba en un monstruo. Estando al tanto de eso, luché por apaciguarme, y las próximas frases de mi catarsis bajaron al terreno de la resignación.
—Su vida no es perfecta, por mucho que me duela. Yo... yo no tengo lo necesario para hacer feliz a una mujer, en especial a una mujer como ella. Hay cosas que definen a un hombre, que lo separan de lo que no es, y esas cosas no están en mí. Creo que nunca estuvieron. Y Maureen no lo admite, pero lo resiente. Está llena de resentimiento hacia mí y ya no puede ocultarlo. No puedo hacer que ese resentimiento se vaya.
»Ahora tiene esta experiencia maravillosa y tú solo quieres quitársela de las manos. En realidad no interesa lo que yo opine; su sonrisa es la mayor evidencia de que... de que quiere hacer esto. Esto la hace feliz. Haré lo que sea para que no lo pierda, aunque tenga que ir en contra de ti y tu ridícula conciencia social... aunque esté de acuerdo con eso y probablemente haría lo mismo que tú en tu lugar.
»Escúchame, Russ, no te engañes. No pienses que van a cancelar el rodaje porque tú ya no estés en él. Les tomará un poco más de tiempo, pero van a continuar. Conseguirán a un nuevo Danny al que no le importe acatar órdenes sin pararse a cuestionarlas, y cuando la película se estrene y le hagan entrevistas, dirá orgullosamente que es una cinta realista, que se identifica con su personaje y que todas las mujeres, de alguna u otra manera, son Claire Alvis. Las generaciones crecerán oyendo eso y repitiéndolo, pensando que es verdad. Si decides quedarte, podrás dar explicaciones y la gente te escuchará, pero si te bajas ahora, estarán a merced de un imbécil del montón, solo porque es guapo.
Russell consideró lo que había dicho —o solo fingió considerarlo—, rascándose la barbilla pulcramente afeitada en ese gesto tan característico suyo. Estaba sumergido en rápidas dubitaciones, analizando, quizás hurgando en su mente hasta dar con recuerdos que ampararan mi planteo o que fueran en contra de él. Estaba comenzando a impacientarme cuando dio su veredicto final.
—Tú ganas. Lo haré solo para poder aclararlo cuando llegue el momento y... sí, supongo que también por Maurie. Espero que aún no me hayan despedido.
Aguardé afuera a que se pusiera el vestuario. Salió del camerino y, mientras caminábamos rumbo al set, tan cerca que las mangas de nuestras chaquetas se rozaban, conseguí tragarme la satisfacción de mi victoria para no hacerlo sentirse vencido.
—Gordon.
Su tono se había tornado serio y sus pasos se habían detenido, lo que me asustó.
—¿Sí?
—Maurie está... locamente enamorada de ti. Es... es formidable. Toda ella se ilumina cuando está contigo, a riesgo de sonar como un cliché. Así que no vuelvas a decir que no la haces feliz. Para ser honesto, nunca la he visto tan feliz como cuando vienes a visitarla.
Parpadeé. Una vez más, sus confesiones me dejaban pasmado.
—Gracias, Russell.
—No hay de qué.
Reanudamos la marcha y pongo a Dios como testigo al decir que sí, el equipo de Esclavos de la vergüenza me aplaudió como a un héroe de guerra cuando lo vieron aparecer.
CONTINUARÁ...
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