Capítulo 7


ADAM


Se coloca la capucha con rudeza y empuja las piernas con fuerza para desaparecer tras la esquina de la calle. Y yo, me quedo parado viendo su silueta desaparecer en las sombras, sonriendo como un pendejo. Y es que el cosquilleo de todo el cuerpo es tan insoportable, que me hace reventar una carcajada ahí, a media noche y a media calle, como un completo lunático.

Logro contener mis carcajadas después de unas cuantas, meto las manos en mis bolsillos y niego para mí mismo. Joder, qué chica tan enigmática.

Miro al cielo, al astro enorme y rojizo que rara vez se encuentra en esa posición y coloración tan exquisita, y la señalo, encañonando con el dedo, en una amenaza que me parece tan graciosa que vuelvo a reír.

—Pudiste haberme dicho que compartían más que la mirada.

Luna, repito en el pensamiento. ¿Qué misterios ocultas? ¿Qué es lo que hace que te escondas así, tan envuelta en pánico y en el manto nocturno?

Desde el día que la conocí, bajo esa capucha, llevo buscándola en cada calle, cada jardín, en cada coche que pasa, bajo cada gorro. Qué ironía que desaparezca al mismo tiempo que la luna lo hace.

Pero mi memoria jamás me falla, y tengo bien presente que entre estas casas, hay un astrónomo que sabe exactamente las posiciones de ese excepcional astro, cuando sale, cuando entra, y en donde vive. 

Así que vine a verle.

Llamo a la puerta, entorpecido por la enorme canasta tejida que llevo en el antebrazo. La abren con rudeza y la señora Jordan me observa estupefacta.

—Adam, cariño. ¿Qué te trae por acá?

—Oh, nada en especial Helen, solo que mi madre me ha enviado un montón de comida como para alimentar un hospicio entero, y he traído algunas que creo que podrían disfrutar en familia.

—¡Oh, pero si eres una monada! Anda, pasa.

Me adentro en el cálido hogar de los Jordan, una familia convencional, conformada por un matrimonio que se ama y se lo demuestra con ligeros roces cada que pasan uno a lado del otro, y que, además, crían en equipo a dos hermosos y muy educados hijos.

Verlos me provocaba una sonrisa y me ponía los pies en la tierra, recordándome porque había llegado a este barrio en primer lugar. Con el objetivo de encontrar esto, lo que viven ellos, lo que vivieron mis padres: un amor real, como el que todo mundo busca, pero muy pocos encuentran.

Dejo la canasta sobre el comedor, mientras Helen me alcanza con dos tazas humeantes.

—Toma asiento, Adam. Justo acababa de poner un poco de café.

—Te agradezco, Helen.

Disfrutamos de la tarde deliciosa, de una plática sensata y madura, que hasta me sorprendo disfrutando. Ella me habla de su familia, del pueblo de donde viene y donde conoció a su marido. Yo también le cuento sobre mí, quizá un poco más de la cuenta, ya que han pasado un par de horas.

—Suena a que tienes una familia preciosa.

—Así es, soy afortunado —digo con una sonrisa tensa, intentando ocultar el pesar que me inunda.

—¿Tiene eso algo de malo? —cuestiona dejando claro que no la engaño ni un pelo.

—No, no. Es solo que... Hace mucho que no aporto más que decepciones.

Ella me observa con una mirada llena de gentileza, como la de una madre que ve a un hijo llorar porque el helado se le ha caído.

—¿Y qué esperas para empezar a mejorar, cariño?

—Estoy trabajando en ello, Helen. De hecho, creo que he conocido a alguien.

Se tensa de inmediato, la veo presionar la taza con tal esfuerzo, que emblanquece sus nudillos. La observo atento, esperando que responda, que pregunte, que demuestre curiosidad por la bomba lanzada, pero no sucede nada. Continúa ahí, con la mirada sobre la taza casi vacía, como buscando las palabras al fondo de ella. Quién sabe, quizá es de esas tías que leen el futuro en las hojas de té o desperdicio de café. Y por su rostro tenso, mi futuro no pintaba bien en esa mierda.

Tamborileo los dedos ansioso sobre la mesa de caoba, carraspeo la garganta sin poder ocultar la incomodidad que de pronto envuelve la habitación.

—Creo que ya se ha hecho tarde —digo rompiendo el silencio espeso.

Helen pasa saliva con dificultad y se limita a asentir, tan tiesa que casi percibo el rechinar de sus vértebras, tal cual una bisagra mal engrasada.

Caminamos juntos hasta la salida, donde ella me detiene la puerta y la mirada perdida.

—Gracias por la atención, Helen.

—A ti cariño, por el presente.

Frunzo los labios en una sonrisa comprometida y me despido alzando la mano, mientras me encamino a la calle.

—Adam —se apresura a decir, en tono alzado y alerta—. ¿Puedo acompañarte?

La observo confundido por su repentina propuesta, pero asiento.

Y pronto se coloca a mi lado. Caminamos en silencio, atravesando las casas, los árboles verdes y vivaces por las lluvias del verano.

La paciencia es un don que no tengo, por lo que analizo a la señora de edad madura, cabello espeso y oscuro, decorado con una que otra seña de la edad blanquecina en la copa de su cabeza. Si mi instinto no me falla, las diminutas arrugas entre sus cejas fruncidas, me indican que la señora Jordan está debatiendo en su interior las palabras para decirme. Y como percibiendo mi ansiedad en el aire, comienza a hablar.

—Querido, eres nuevo en el barrio, pero aquí los chismes vuelan.

Sonrío, convencido de esa verdad tan palpable.

—Estoy seguro de que así es.

—Y tampoco debe ser un misterio, que no le agradas mucho a la mayoría de caballeros de por aquí.

Alzo las cejas sorprendido. Porque eso no lo sabía, aunque pensándolo un poco, era algo a lo que ya estaba más o menos acostumbrado.

—Vamos cariño, eres joven, eres guapo, tienes una bonita casa.

—¿Soy guapo? —pregunto con picardía, interrumpiendo su descripción.

Helen revienta una carcajada.

—Un buen partido, vaya. Aunque un poquito egocéntrico.

—Pero solo un poquito —digo divertido.

—Y puede que ahora sea vieja, niño, pero alguna vez fui joven, y los tipos como tú, han existido desde siempre.

¿Los tipos como yo?, me repito por dentro receloso. Trago incómodo ante el cambio en su voz por uno ligeramente hostil, con tintes de reprimenda.

—No te hagas el santo conmigo, sabes a lo que me refiero. Tipos, coquetos, juguetones, mujeriegos...

—¡Helen! Me ofendes.

Me fulmina con la mirada y yo le sonrío divertido.

—¡Oh, vamos! Está bien, está bien. No te voy a negar que tengo un pasado.

—Y seguro que uno muy largo, cariño.

—Como veinte años menos que el tuyo, pero sí.

Me mira con un par de lanzas fulminantes en los ojos y yo reviento una carcajada.

—Estoy bromeando, ¡si eres un bombón! A lo que me refiero, es que el pasado se queda allá, Helen. En mi espalda y fuera de mi vista. Ahora soy otro.

Entorna los ojos con aire juzgón, haciéndome saber, que no la estoy convenciendo del todo.

—A lo que iba cariño... —dice en un soplido lleno de pesar—. Es que esa niña, lo que menos necesita ahora son más problemas.

Sonrío con una sonrisa llena de  suficiencia.

—Sabía que la conocías.

Y aunque yo intento aligerar el ambiente con sonrisas y un tono agraciado, ella sigue con el ceño tenso, con aparente preocupación y melancolía en la voz.

—No sé si "conocer" sea la palabra que usaría, pero sé de quién hablas, y casi puedo asegurarte, que soy la única en este barrio que lo hace —dice soltando un suspiro derrotado—. Créeme, entiendo por qué te interesa; esa chiquilla es una belleza. Pero Adam, por favor, niño, escucha a esta vieja.

—Yo no veo a ninguna vieja.

Ella sonríe por compromiso, tensa, incapaz de ignorar el tema y la reprimenda.

—Con ella no, chico. Esa criatura ya ha sufrido demasiado.

Entonces, soy yo quien frunce las cejas, y al mismo tiempo, una sensación nueva, ajena, inunda mi pecho. Como si al apretar el ceño, mi corazón también lo hiciera.

Sufrir. Una palabra poderosa. Una palabra que desconozco, pero que sé que no todos tienen ese privilegio. Y que, de repente, tampoco me parece tan amenazante.

Reflexiono durante unos minutos antes de emitir palabra: si nunca he sufrido por algo o por alguien, es decir, un sufrimiento real, y no una tontería, como que mi madre no me dejó ir a la fiesta de John en el instituto.

Si no he experimentado esa amargura en su máxima expresión, estoy dispuesto a enfrentarla. Quiero conocerla, envolverme en ella y absorberla, para que esa chica deje de vivirla. Aunque la conozco poco, o mejor dicho, no la conozco de nada, hay algo en su mirada, algo en ella que me atrae de forma irremediable, como la luna a las olas.Y aunque debería alejarme, no puedo, y siendo honesto, tampoco quiero hacerlo.

—Quiero ayudarla —respondo con determinación.

Eleva una ceja con escepticismo.

—¿Y qué obtendrías tú a cambio? —pregunta en tono acusatorio.

—No lo sé, Helen, pero quiero hacerlo.

Y aunque baila su mirada por mi rostro, intentando detectar el mínimo atisbo de engaño o arrepentimiento. Asiente a regañadientes.

—Esa chica vive en la casa amarilla de la avenida Brentwood. Me parece que es la número 1243, pero no estoy muy segura.

—Brentwood, casa amarilla —repito.

—Pero hazme un favor, niño, no vayas ahora mismo. Ve cualquier día antes de las seis de la tarde.

—¿Por qué? —pregunto confundido.

Ella solo niega con la cabeza y me repite que no lo haga, mientras yo me adentro en mi casa y ella sigue el camino hacia la suya, despidiéndonos en la distancia con las manos alzadas y titubeantes, como si a mí, la curiosidad me inundara cada extremidad, y a ella, la intuición de que ignoraría su advertencia.

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