161. Grixx
De la mano del monstruo colgaba el cuerpo sin vida de un conejo, con el pelaje blanco manchado por el rojo de la sangre. Los ojos negros de la criatura lo observaban, una expresión indescifrable giraba en ellos.
Un súbito sonido asustó al monstruo, por extraño que esto parezca, y galopó perdiéndose en las profundidades del bosque. Breogán fue quien había provocado su huida: doblado hacia delante vomitaba y el vómito caía sobre las pequeñas piedras que formaban la plaza, cerca de los pies cercenados de la balura.
El hombre levantó la cabeza y sus ojos se perdieron entre las ramas que cruzaban el mar de nubes. Su mirada era apagada, incapaz de ver nada, semejante a la de los guardianes que yacían muertos a los pies de la torre blanca.
Abrió la boca, de ella no salió ninguna palabra ni siquiera un gemido ni el más pequeño de los sonidos. Dio un traspié hacia atrás y se golpeó contra el pedestal de la bellota dorada, ahí fue cuando su cuerpo ya no aguantó más y se derrumbó en medio de la plaza.
—¿Breogán? ¿Qué te pasa? —preguntó Belisa.
Noté cierto temor en la voz, lo cual me parecía estúpido: él era inmortal. Yo misma había sido testigo de como le cortaban la cabeza y, en cuestión de segundos, esta regresó a su cuello como si nada hubiera pasado. Aunque a pesar de los milagros que su cuerpo era capaz de realizar, Breogán permanecía en el suelo, inmóvil como el cadáver que era imposible que fuera.
Belisa se frotaba las manos, un gesto extraño para una criatura de su poder. Decía que no era humana y, no obstante, tenía pequeños momentos en que daba la sensación de que se trataba de una mujer de carne y hueso. O, como mínimo, que en su divinidad había pinceladas de humanidad.
Las llamas que, a modo de cabello surgían de su cabeza, ardieron con menos intensidad. La diosa se apagaba ante el Breogán desfallecido, como una chimenea al que la dejan de alimentar con leña. Me pregunté si se podía extinguir por completo, terminando su existencia en la forma de cenizas.
Belisa se arrodilló frente al hombre y lo miró, con unos ojos de puro naranja que ya no necesitaban pestañear. Permanecía en silencio, durante largos segundos, en donde el único sonido que se escuchaba era el viento soplando, el regato fluyendo y una rama crujiendo, indicando así la llegada de una nueva persona.
—Son los efectos de la miasma, ¿tú no lo has notado o qué?
La que había hablado era una balura, una que no encajaba en la imagen que tenía sobre la gente de esta raza. Ella conservaba los elementos básicos: la piel verde, ojos de gato y la nariz casi inexistente. Sin embargo, su cuerpo era semejante al de un gusano gigante o, mejor dicho, al de un ciempiés: ella contaba con una gran cantidad de brazos, los cuales usaba para moverse.
Brazos que, en estos instantes, abrazaban la estatua de la bellota dorada. Y, desde las alturas, observaba a la diosa, con unos ojos de mirar apesadumbrado. Sentimiento alargado por una boca que cortaba la longitud de su rostro y se fruncía en un gesto de amargura, cultivada tras extensos años de pesares y tristezas.
—¿Miasma? Es cierto, noté algo extraño en la ambiente del bosque, pero no pensé que pudiera ser peligroso, ¿va a estar bien? —preguntó la diosa.
Me llamaba la atención de que ella no se hubiera dado cuenta de que el bosque era dañino para Breogán. Se suponía que era una diosa y, pese a eso, se había mostrado incapaz de proteger a quien quería.
Puede que se hiciera llamar así por pura vanidad y, en realidad, no lo fuera de verdad. De todas formas, ¿qué es en realidad una diosa? Al preguntármelo, no supe dar con una respuesta que me resultase satisfactoria.
—Quién sabe... —comentó la balura.
Posó sus numerosos brazos alrededor del cuerpo yaciente y se inclinó, acercando su rostro al de Breogán. Lo examinó durante unos instantes, sin demasiada simpatía en la expresión hosca de su rostro. A pesar de que no sabía la razón, estaba claro que a las baluras del bosque no les gustaban los humanos.
—¿Estará bien? —repitió Belisa.
—La miasma convierte a los humanos en monstruos o los mata. Aunque a este ya debería de haberle sucedido una de las dos cosas, así que... —contestó la balura.
Al escuchar estas palabras, la preocupación se esfumó del rostro de Belisa.
—¿Solo matarlo o convertirlo en un monstruo? Entonces no hay nada de lo que preocuparse. Él estará bien, él es especial —dijo, con el orgullo de quien habla de los muchos talentos de un hijo.
—Pues a mí me parece que es igual que todos los demás monos.
Belisa negó con la cabeza, su cabello ardiente ganó intensidad.
—Él no puede morir, recibió una Marca Divina que le impide hacerlo.
—¿Inmortal...? ¿Para qué querría alguien eso?—murmuró la balura, girando su cabeza hacia un lado.
Escuché un murmullo de voces rodeándome, con palabras que no lograba entender y de las cuales emanaba una excitación que rompía la antigua tranquilidad del bosque. Al mirar a mi alrededor, me di cuenta de que no estábamos solas en el bosque: una gran cantidad de baluras permanecían quietas entre los árboles y no apartaban sus miradas felinas de la diosa de fuego.
Todas y cada una de aquellas baluras eran diferentes, tanto de Sabela y Clementina como de ellas mismas. La carne de sus cuerpos se esculpía con formas que se alejaban de la mera humanidad y se acercaban a algo incierto, algo monstruoso y terrible.
Una era tan alta que rozaba los tres metros de altura. No obstante, en ella no había nada de la torpeza de las personas que sufren gigantismo. Era elegante y de aire etéreo, con unos miembros tan largos y finos que una podía imaginarse que la más mínima brisa de viento las rompería. Lejos estaba esto de suceder, ya que cuando el aire se levantaba y chocaba contra ella, no nacía la violencia, sino la tenue danza de sus miembros que oscilaban al ritmo del viento.
En contraste con esta balura, había otra que era puro músculo y, en vez de tener dos brazos, contaba con cuatro. Rodeaba a esta individua un aura de peligro que, incluso teniendo en cuenta que me encontraba en un recuerdo, me hizo estremecer. Su mirada era de todo menos amable, de sus ojos destilaba una sed de violencia que se me antojaba insaciable. Aunque de menor intensidad, semejantes sentimientos empapaban a una y cada una de las demás baluras, engendrado por el resentimiento, la injusticia, la rabia y la impotencia.
Las únicas baluras que conservaban su forma humana eran las niñas, las cuales se mezclaban entre las adultas y, al igual que estas, no apartaban la mirada de la diosa ardiente. En sus rostros no encontré nada infantil, en vez de eso distinguía una madurez que me resultaba impensable hallarla entre los niños y niñas de nuestra raza. Me quedaba bastante claro: las baluras estaban bien lejos de ser humanas, ellas eran otra cosa y, poco a poco, me daba cuenta del peligro que representaban.
—Me llamo Grixx. ¿Cómo te llamas tú? —preguntó la balura del cuerpo de ciempiés.
—Belisa.
—Todas hemos visto como la matabas —dijo Grixx, sin cambiar el tono de voz. Era como si no le importara demasiado que Belisa hubiera asesinado a una de las suyas.
—Claro que lo hice, ella iba a atacarme.
Era capaz de entender por qué lo había hecho: la balura había actuado con agresividad desde el primer momento y estaba claro que quería hacerle daño, tanto a la diosa como a Breogán. Lo que no era capaz de comprender era como a Grixx no le importaba lo sucedido ni tampoco a las demás baluras, me parecía un comportamiento inhumano.
La balura del cuerpo de gusano se quedó unos instantes en silencio, masticando las palabras de la diosa.
—Ella te quiso atacar porque pensaba que eras uno de los experimentos de Papá y que eras una amiga de los humanos. ¿Lo eres?
—No, no lo soy. Ni una cosa ni la otra.
La baluras se lanzaron murmullos entre sí, con palabras que no conseguía comprender. Lo que si entendía era la excitación que las impregnaba, conscientes al escuchar a la diosa de posibilidades que para mí eran ignotas. Dicho esto, algo captaba al leer en sus rostros la misma ansia, el mismo deseo, la misma sed... ¿De qué? No lo sabía, ahí se paraba en seco mi entendimiento.
Una niña balura se acercó a la plaza, caminaba con el mentón alto y el orgullo resplandeciendo en la mirada. Sin decir ni una palabra, se arrodilló a lado de los pies de la balura calcinada.
Los miraba con unos ojos vacíos de lágrimas, con un gesto en el rostro inescrutable. Rodeaba a la cría un aire de solemnidad imposible en niña humana. No era justo compararla con ellas, no eran iguales ni siquiera eran parecidas.
Su mano rozó una cicatriz que tenía en la frente, con la forma de una cruz. Se quedó unos instantes masajeándose la herida curada, hasta que de pronto se levantó y miró con intensidad a Belisa. Rompió el silencio con una voz que, carente de emoción, le dijo:
—La balura que has matado me hizo esta cicatriz, me dio con una piedra porque se frustró conmigo. Es digno de ella haber muerto abrasada por la mano de una como tú, ya que ella siempre estaba llena de rabia. Qué bien que los dioses vengan y nos den los regalos que nos merecemos.
Belisa no dijo nada, ni siquiera la miraba.
—¿Y qué estás haciendo aquí? —preguntó Grixx.
—He venido a buscar a una persona, se llama Maeloc.
Un murmullo se desplegó a lo largo de las baluras.
—¿Y para qué quieres ver a Papá?
Belisa sonrió mientras sus ojos examinaban al grupo de baluras, ellas le devolvían la mirada con lo que creí que era admiración. Me parecía una locura, la diosa había matado a una de las suyas, a una niña, por si fuera poco el pecado cometido por ella. ¿Por qué no estaban cabreadas? ¿Por qué no la castigaban por su crimen? De una cosa podía estar segura: nosotros no habríamos actuado de esa forma, nosotros habríamos buscado justicia.
—Es algo importante. No solo para él, sino también para vosotras —dijo la diosa.
Grixx se quedó callada durante unos largos segundos, examinando con fijeza a Belisa.
—Nada nos gustaría más que Papá estuviera entre nosotras. Pero él está en una mansión que se encuentra en el medio de este bosque. Allí los humanos lo tienen encerrado porque lo quieren utilizar para crear monstruos. Nosotras no tenemos permitido entrar ahí, fue una de las condiciones para que nos dejaran la Jungla Yasei.
Belisa lanzó una carcajada, las llamas comenzaron a surgir de su cabeza con una mayor intensidad. La humanidad de la que antes había gozado se evaporaba segundo a segundo, cada vez veía más una faceta terrible y poderosa en ella.
—¿Y si tanto queréis a vuestro padre porque no vais a por él? Lo lógico es las familias estén juntas, ¿no es así? A mí me parece que ese es un trato injusto. ¿Es esta vuestra jungla o no? Así que tenéis que hacer todo lo posible para defenderla. Id a la mansión y exigid que vuestro padre sea liberado y, si no os hacen caso, atacar. ¡El único diálogo que entienden los humanos es la violencia!
Una excitación creciente ardía entre la multitud de baluras, perdida la paz anterior y sin posibilidad de encontrarla de nuevo.
—Lo queremos hacer, es lo que todas nosotras queremos hacer. Pero somos pocas y ellos muchos... —dijo Grixx, la anterior tristeza de la mirada había sido devorada por una decisión terrible —. Si tú estás de nuestro lado, iremos a esa mansión. No con la intención de dialogar ni de llegar a ningún acuerdo: lo que queremos es lo que queremos y ya no escucharemos lo que dicen los monos, porque sus lenguas siempre mienten y siempre intentan engañar. Pero antes de hacerlo, queremos estar segura de tú eres una diosa verdadera y no una falsa.
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