11. El disparo

La horrorosa cara de un monstruo enorme a punto de arrancarme la cabeza de cuajo. Esa imagen hizo que despertase dando un grito, sudaba como una cerda, mi corazón latía a cien por hora y aún tenía miedo a quedarme sin mi preciosa cabeza pelirroja.

Por suerte, ya no me encontraba en esa mazmorra peleando contra aquel caído, sino que me encontraba tumbada en una camilla en una habitación blanca y tranquila, bien cerca de una ventana abierta que daba a la calle.

El viento hacía ondear la cortina, suave como olas en una playa dormida. Por primera vez desde que llegara a Nebula, el sol se atrevía a asomar su gran carota. Aunque también es cierto que lo hacía con timidez, ya que las nubes todavía no se fueran del todo.

Unas garras destrozando mi barriga. Mis manos aguantando las tripas para que estas no se desparramasen por el suelo. Fue una imagen que se incrustó en mi mente como una bala y me arranqué la sábana que cubría mi cuerpo. Iba bastante desnuda porque lo único que vestía eran unas vendas que cubrían mi panza.

Me quité las vendas para descubrir que en mi estómago había tres cicatrices formando renglones, eran bastante profundas y no creía que se fueran a ir en lo que me daba de vida, pero por lo menos parecían que ya estaba curadas.

No perdiera ningún brazo, tampoco un ojo o una oreja, la nariz seguía donde estaba y mi maravillosa cabellera seguía siendo tan rizada y hermosa como siempre. Estaba de una pieza y eso era lo importante.

Después de ver que seguía estando igual de genial que siempre, decidí que era hora de largarme de allí, pero primero tenía que solucionar un pequeño problema: estaba en pelota picada.

Problema que se solucionó en nada, porque sobre una silla había unas bragas, sujetador, unos pantalones cortos, camiseta de tiras y, debajo del asiento, unas sandalias. Me vestí con rapidez, movida por las tremendas ganas que tenía de salir al exterior, respirar aire fresco y que el sol me calentase un poco.

Al vestirme, descubrí que debajo de la ropa se ocultaba una carta y la abrí de inmediato: la letra del que la escribió era bastante bonita, pero el contenido me provocó bastante confusión. Lo volví a leer en voz alta, para ver si tenía más sentido dicho así:

—Si no tienes noticias mías en cuarenta y ocho horas después de recibir esta carta, preparad las defensas: se acerca la Nación de las Pesadillas —leí en voz alta.

¿Qué defensas de qué? ¿Quién me enviara eso? ¿Por qué alguien me habría escrito aquella carta tan extrabogavante? Me di una palmada en la frente. ¡Era la carta que tenía que entregar en el cuartel de los Hijos del Sol de Nebula!

No debía perder más tiempo y debería ir al cuartel a entregarle la carta a Melón y lo más importante era hacerlo lo antes posible, así que decidí saltar por la ventana en vez de irme por la puerta, ya que no quería tener que hablar con nadie.

Cuando yo estaba ya con una pierna sobre la ventana, casi preparada para dar el salto a la calle, escuché un grito que venía justo de detrás de mí.

—¡¿Pero qué estás haciendo?! ¡No te mates, chica!

Al darme la vuelta vi cómo se acercaba a mí la niña que fui a rescatar a la mazmorra y como que me acabó rescatando a mí.

—No me iba matar... —le contesté.

—¿Entonces por qué te ibas a lanzar por la ventana...? —me preguntó, colocándose las gafas que se le escurrieran por la nariz.

—Tengo un poco de prisa y pensé que sería más rápido ir por la ventana.

—Pues tiene sentido —dijo ella asintiendo con la cabeza.

—Oye... y gracias por salvarme del caído, que al final fuiste tú quién lo mató —le dije.

—¡Un caído no es nada para una maga tan talentosa como yo, Melinda Forte!

Me pareció curioso que se apellidase igual que yo.

—¿Y por qué estás aquí? ¿Estás herida?

—¡No, no! Tú eres Sabela, ¿no? Pues se puede decir que tú también me ayudaste con el caído así que te mereces tu parte de la recompensa, ¡toma! —me dijo dándome unos soles en forma de billetes: era bastante dinero, pero no lo conté porque tenía bastante prisa —. Además me encontré con el señor raro que va contigo... Creo que se llama Fermín.

—Valentín.

—Sí, más o menos lo que dije... Pues me dijo que lo lamentaba mucho, pero se tenía que marchar para hacer unas cosas.

—¿Cosas? ¿Qué cosas?

Melinda se ajustó las gafas, que le cayeron nariz abajo:

—Pues no sé... Se fue con una señora que se llamaba Amanda... Creo que trabajaba aquí o algo así. Empezaron a hablar, a lanzar risitas de tontos y después se fueron... Eh, ¿tú qué crees que estarán haciendo? ¿Tú crees que serán...? —Melinda bajó la voz y miró furtivamente a izquierda, derecha —. ¿Tú crees que estarán haciendo cosas de adultos?

—¿Cosas de adultos?

Ella asintió con la cabeza, vehementemente:

—¿Tú sabes lo qué es eso? Mi mamá nunca me contó nada... Y siempre me pregunté qué era eso... En fin, en fin... ya te di el mensaje, así que yo ya cumplí—comentó, sonriendo satisfecha.

—Pues gracias, Melinda —le dije y pensé que con todo aquel dinero que tenía podía comer algo rico en Nebula y nada más pensar en el papeo mi estómago lanzó un rugido de leona. Al escuchar mi panza, Melinda lanzó una carcajada estridente.

—¡Tu barriga es cómo un gato! ¿Tienes hambre, no? Bueno, podemos ir a comer a un sitio a donde yo voy siempre, porque es barato y está rico. ¿Qué te parece? Aunque quizás lo mejor sea salir de la ciudad de inmediato, es que las cosas parecen que se están poniendo feas... —suspiró Melinda.

—Antes de nada tengo que entregar una carta en el cuartel y lo mejor es irnos por la ventana.

Salté por la ventana a la calle y fue bastante satisfactorio. Sin embargo, para la enana de Melinda saltar por la ventana no resultaba cosa agradable, la verdad. Se quedó aferrada al alzheimer con la cara pálida.

—¿¡Pero cómo voy a saltar yo por aquí!? ¡Sí está altísimo!

—No llega ni a los cinco metros, gallina. Vamos, salta que yo te agarro —le dije, levantando los brazos en su dirección.

—¿No quitarás los brazos en el último momento para que me dé un morrazo padre y reírte de mí y luego ir contándolo por ahí y que todo el mundo se ría de mí, no? ¿No le harás eso a la pobre de Melinda? —preguntó, con ojos de cordero degollado.

—¡No, salta de una vez!

—¡Ay, jolines! ¡Sin valor la mujer no es más que un ratón! —gritó la niña y saltó al vacío.

Y saltó de verdad porque no se limitó a dejarse caer, sino saltar con todas sus fuerzas, tantas como si en vez de niña, fuera canguro, tantas que pasó por encima de mi cabeza y cayó detrás de mí. Ya me la veía yo con la cabeza rota, pero al girar descubrí que aterrizó encima de un hombre que, debido al impacto, yacía en el suelo inconsciente.

—Ay, ay, ay... —me dije, hundiendo la mano en mis rizos pelirrojos.

—¡Hala, menos mal tú, que este amable señor me cogió! Sabelita, que mucho decir que me cogías, pero al final... —dijo, lanzándome una mirada de desaprobación.

—¡Jefeeee! —chilló un tipo, arrodillándose al lado del hombre que sirviera como colchoneta para Melinda —. ¿Estás bien, jefe? ¡Vosotras dos! —aulló dirigiéndose a nosotras —. ¿¡Cómo os atrevéis a hacerle esto al jefe!? ¡Exigimos una compensación!

Era un tipo de cabeza rectangular y un bigote que apenas juntaba cuatro pelos. No tenía demasiado de memorable, la clase de persona que ves y olvidas. Además, había también dos secuaces que eran incluso más anónimos que él, intentaban hacer que el desmayado volviese a la vida, pero por el momento todo esfuerzo era fracaso.

—¿Qué compensación ni que niño muerto? Fue un accidente —le dije.

—¡Oh, Sabelita! No hace falta que te expliques ni nada... Lo que acabas de ver no ha sido más que una artimaña —dijo Melinda, con una sonrisa en el rostro que no encajaba nada bien con aquella situación.

—¿Una artimaña? —pregunté, sin comprender de la misa ni la mitad.

—¡Sí, sí! Una que, ha visto muchas series de televisión, sabe sobre estas cosas. ¡Y además yo soy de esas que fueron a la escuela de la calle! En realidad, el señor ese está perfectamente, pero está haciendo que está mal para que tengamos que darle dinero. Esos señores no son más que matones de tres al cuarto, nada más que una pandilla de perros miserables que ladran y ladran y nunca muerden. ¡Ha! ¡Pero no se esperaban que yo desentrañase su plan!

—Perfectamente... —murmuré, pero a mí no me parecía en absoluto que estuviera bien: tenía en la cara una palidez digna de la muerte y en la frente una brecha por la cual sangraba.

El hombre de la cabeza rectangular no se sintió demasiado impresionado por las conclusiones sacadas por Melinda. Más bien se sintió insultado, lo cual era bastante comprensible.

—¡¡PUUUEEEEHHH!! ¿¡Me estáis tomando el pelo!? ¿¡Creéis que soy un idiota o qué!? ¡Soy de la banda del Pequeño Nito, par de imbéciles! Me vais a dar todo vuestro dinero ahora mismo como compensación, si no tendréis un enemigo bastante poderoso —dijo y desenfundó un arma que llevaba colgada al cinturón.

Inmediatamente, me apuntó con ella y al principio no reconocí de qué se trataba porque nunca viera ninguna semejante. Pero no tardé nada en comprender: era una pistola, un arma de fuego, uno de esos chismes que aprietas un gatillo y balazo que te parió. En nada, toda mi calma se desvaneció.

—¿¡Cómo una de esas tener tú!? ¡Las armas de fuego prohibidas en todo el Reino están! ¡Solo el Ejército Real tener las puede!—rugí y di un paso adelante.

Al ver cómo avanzaba, sin mostrar miedo ninguno por la pistola, el matón lanzó un relincho de caballo y apretó el gatillo. La bala salió disparada, pero por fortuna para mí, el tipo ese no tenía demasiada puntería.

¿Sería por el miedo o porque era bizco? ¿O por una mezcla de ambas cosas? ¡Quién sabe! La cosa es que la bala fue zumbando por mi derecha y mi mano se movió como un rayo en dirección a la bala, cogiéndola al vuelo.

Durante un segundo, todos nos quedamos impresionados por aquella hazaña de valentía inusitada e impresionante agilidad, pero al abrir la mano descubrí un agujero de bala. Apreté los dientes, ahogando un grito de dolor a duras penas.

—¡Ah! Sabelita, ¿pero por qué hiciste eso? —preguntó Melinda, cogiéndome por la muñeca y examinando la herida de bala, después levantó la mirada —. Tú eres un poco bruta, ¿no? —dijo y, la verdad, en ese momento no pude negar esa afirmación.

—¡¡PUUUEEEHHH!! ¡Tú estás mal de la cholla! —gritó el matón, tembloroso, pálido, cagado de miedo, levantó la pistola de nuevo, pero no encontró el valor de disparar otra vez, además calle abajo venían unos cuantos guardias con las porras en lo alto.

—¡Huid, huid de la ciudad! ¡La oscuridad se acerca! —gritaba los guardias y me dio por pensar que quizás no venían por lo del disparo.

De todas formas, el hombre con la cara de caballo salió corriendo junto a sus dos secuaces que cargaban con el hombre inconsciente.

—¡Estáis muertas las dos! ¡Más que muertas, muertísimas! ¡Nadie se mete con la banda del Pequeño Nito! 

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