Capítulo 53
Valentín no estuvo contento con la novedad de los cambios de turno que le di durante el desayuno. No dijo nada, solo asintió recibiendo la información, queriendo mostrarse controlado y superior a la situación. Pero pequeños detalles en su expresión me indicaron el nivel de su enojo. Lo observé y cuando digirió la noticia, más las emociones que le ocasionaban, soltó un pequeño suspiro.
—Son tonterías, no hay que darle importancia.
Luego siguió tomando su café con leche como si el tema no mereciera más que esas palabras. Me estiré un poco y tomé su mano.
—No tiene nada de malo decir que te preocupa.
—No me preocupo por idiotas —respondió con seguridad.
Apreté con fuerza su mano y sonreí con cariño. Sabía que se preocupaba y se molestaba, dijera lo que dijera. Valentín me miró por sobre su taza descontento porque cada vez le costaba más engañarme.
***
Antes del trabajo, fuimos juntos al hospital. En el camino no dejé de pensar en las cosas que me había dicho el día anterior ni en lo complicada que parecía ser la relación con su padre. Sentí que todo lo que vivía debía ser mucho más difícil de lo que dejaba entrever y por eso mismo contaba poco. Pero cada vez contaba más, eso no era un detalle menor. No debía defraudarlo ni hacer nada que pudiera poner en riesgo esa confianza.
Cuando bajamos del autobús y avanzamos por los pocos metros que teníamos hasta el hospital, decidí expresarle un sentimiento, allí, entre la gente que caminaba a la par.
—Siempre voy a estar contigo. En las buenas y en las malas. Toda la vida.
Valentín no esperaba una afirmación como esa en un lugar tan concurrido.
—Ya estás a un paso de gritar confesiones en la calle como en las películas —dijo en voz baja, divertido por mi arrebato.
Eso implicaría a mucha gente mirando. Gente a la que no le gustaban las personas como nosotros.
—No suena seguro hacer algo como eso.
Cuando llegamos a internación, Valentín se fue a la ventanilla donde las enfermeras lo saludaron. Mientras ellas buscaban algo relacionado a su padre, volteó a verme. Yo me mantenía alejado para no generarle ninguna incomodidad. Se me quedó mirando, serio, pensando en algo, hasta que una enfermera le habló. Cuando terminó, se acercó a mí.
—No hace falta que estés apartado.
Tardé un momento en entender.
—No quiero molestar.
—No molestas. —Bajó un poco la voz antes de continuar—. Me estás acompañando.
Asentí sorprendido.
Fuimos hasta la habitación donde estaba su padre y me quedé junto a la puerta. Desde allí escuché un suave murmullo del que no distinguía voces ni palabras. Su padre no se caracterizaba por ser discreto al hablar, así que me extrañó. Espié por el borde. Había nuevos pacientes, uno acompañado por un hombre y otro solo, todos atentos a la más reciente visita. Valentín los ignoraba, a ellos y a las miradas de siempre, ocupándose de lo suyo. Observaba a su padre con insistencia, esperando algo, posiblemente la respuesta a alguna pregunta. Por su parte, su padre se mostraba indiferente, como si nadie estuviera a su lado.
Valentín tomó aire y se apartó un poco de la cama en señal de partida.
—A la tarde vuelvo —avisó.
Su padre estuvo a punto de responder cuando me vio. Creí que haría un escándalo pero en lugar de quejarse o acusarme de algo, se me quedó mirando con recelo. Valentín también lo notó.
—No te enojes con Jero —habló con calma—, viene sin tener la obligación.
El padre no quitó sus ojos de mí. Incómodo y confundido, sin siquiera pensarlo, reaccioné levantando un poco mi mano en un tímido gesto de saludo.
—Debe ser un loco —murmuró en respuesta.
—Loco o no, se preocupa por mí más que cualquier familiar.
Giró la cabeza a un costado, indignado por lo que acababa de oír.
—Váyanse... y no necesito que vuelvas a la tarde.
Valentín se alejó de la cama asegurando que regresaría ese día.
Caminamos por los pasillos esquivando personas y, al salir, Valentín me habló.
—Ya no te odia —anunció.
—¿Qué?
—No te quiere pero no te odia.
Observó mi confusión con simpatía.
—Él es así, insoportable.
Nos dirigimos a la parada de autobús. No podía comprender.
—Significa que no le importa que sea tu novio.
Valentín pensó un momento.
—Eso no lo sé. Es la primera vez que tengo novio.
***
Trabajamos en el videoclub juntos, en nuestro primer turno designado por nuestros compañeros. Miré varias veces el calendario y Valentín me pidió que deje de darle vueltas a ese tema.
A las cuatro de la tarde, con la llegada de nuestro relevo, todo se tornó silencioso y tenso. Nadia y Simón no hablaron, ni siquiera entre ellos, tampoco intercambiaron miradas. Parecían estar esperando el reclamo con una expresión de resignación pero no recibieron ninguno. Me fui con la impresión de que ellos notaban que habían hecho algo exagerado.
—Tal vez les da culpa —reflexioné caminando junto a Valentín.
—Son unos ridículos, esa es la única culpa que tienen.
De nuevo fuimos al hospital y me quedé junto a la puerta tratando de escuchar una conversación entre padre e hijo que no se daba. Hasta que el padre salió de su apatía y preguntó con enojo.
—¿Ese loco vino de nuevo?
—Se llama Jero —corrigió Valentín con paciencia—. Y sí, vino.
Me abstuve de hacer una tontería y no metí la cabeza.
—¿Te sigue a todos lados?
—Me acompaña.
—Es un loco y tú un tonto.
—Es mi novio —le recordó.
Tomé aire.
—¿Hace falta que lo digas en voz alta?
—¿Vas a comer la comida que te sirven? —contraatacó Valentín.
Luego de esa pregunta, volvió el silencio. Me dio la sensación de que Valentín habló un poco más, en voz baja, murmurando, pero no capté palabra alguna.
Salió apesadumbrado de la habitación y lo seguí. Afuera, en la vereda frente al hospital, irritado, hizo un único comentario.
—Es tan terco.
Una queja, de las pocas que se permitía. Pero vi su preocupación detrás de ese enojo.
—Vamos a caminar —sugerí.
Fue una propuesta inesperada y me miró extrañado, sospechando que no me convencía al ocultar sus emociones.
—Está bien.
Seguimos por la misma calle principal en la que se ubicaba el hospital. Valentín caminaba observando los locales, las plantas y las personas que pasábamos pero sin ganas de hablar. Luego empezamos a detenernos frente las vidrieras y de a poco su mal humor se fue apaciguando.
—Lo que dijiste esta mañana —habló en un momento, parado a mi lado, mirándome por el reflejo de una vidriera—, sobre estar en las buenas y en las malas... agradezco que me lo hayas dicho.
—Estás en las malas —me arriesgué a afirmar.
Inclinó la cabeza pensándolo.
—No estoy en las malas porque no estoy solo.
Volteé a verlo y él se alejó para seguir caminando. Me apuré para ponerme a la par.
—Eso fue muy tierno —susurré— y quiero abrazarte.
Valentín trató de contener la risa. Más animados comenzamos a mirar los locales como diversión y admirar la moda. Contemplamos los colores, las texturas, las formas de las telas, además de los accesorios, los calzados y los bolsos. Algo atrevidos, también nos detuvimos en las vidrieras de tiendas de prendas femeninas donde la ropa parecía brillar con más vida.
Los locales comenzaban a mostrar ropa de invierno para la nueva temporada y a liquidar la ropa de verano. Valentín señalaba prendas de su gusto indiferente al género. Le gustaban las chaquetas grandes que eran tendencia para los hombres y los sweaters coloridos que se ofrecían para las mujeres. Así, frente a una tienda de ropa juvenil para chicas, Valentín miró con interés unos accesorios que se mostraban dentro de un baúl que hacía una suerte de alhajero bajo un cartel de oferta. Eran collares y pulseras con piedras transparentes de distintos colores, brillantes y delicados.
—Son lindos —elogió.
—¿Quieres?
Puso cara de problema y se apartó de la vidriera.
—Preferiría evitar entrar a un local así.
—Entonces voy yo.
Sin darle tiempo a reaccionar, entré a la tienda donde dos chicas elegían ropa. Ellas y la vendedora voltearon a verme. Un hombre interrumpía la intimidad del local. Acompañando a mi hermana tendían a perdonar mi presencia, aquí no tenía excusa.
—Quería ver las pulseras. Es para un regalo.
La vendedora reaccionó ante mis palabras y me hizo señas para que la acompañara hasta el mostrador. Allí tenía los accesorios. Rápidamente comenzó a recomendar modelos. Dejé que hablara hasta que me decidí por una pulsera con piedritas de cristal brillantes verde esmeralda, también una pulsera de cuentas nacaradas formando pequeñas flores como margaritas que no estaba visible en la vidriera y otra que era una simple cadenita dorada.
Recordaba a Valentín diciendo que le gustaban las pulseras y los anillos, y como en la tienda no había anillos, solo me limité a las pulseras.
Afuera, me esperaba con cara de sorpresa y miró el pequeño paquete en mis manos.
—No tienes control —acusó.
Me reí y guardé el paquete en la mochila. Él intentó disimular la sonrisa y su curiosidad.
—Admito que me parece bien que entres y compres lo que quieras, y me parece mal que yo no lo haga.
—Nos complementamos.
Caminamos un poco más antes de tomar el autobús.
Después de comer y bañarnos, nos sentamos en la puerta de la casa. Allí desarmé el paquetito para mostrarle las pulseras. Valentín las observó sonriendo y con un leve rubor en sus mejillas. Coloqué la de piedras brillantes y la cadenita en su muñeca izquierda y la de cuentas en la muñeca derecha.
—Contigo las sorpresas no se terminan.
—Estás contento, eso es todo lo que quiero. —Sostuve su mano y la besé—. Todo te queda perfecto.
Abracé su cintura y dejé mi cabeza apoyada en su hombro, sus piernas chocaban con las mías.
Con un dedo acarició la pulsera de cuentas siguiendo la forma de las flores.
—Haces que viva un sueño —susurró.
—Voy a darte todos los sueños que quieras.
Sentí su cabeza sobre la mía.
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