🚫 C A P Í T U L O 25 🚫

Por mucho que sus ansias por esa piel acariciar lo animaban... Por mucho que sus ganas por esos esos labios saborear lo impulsaban... Por mucho que el incontenible hormigueo y temblor en todo su ser lo empujaban, tuvo que detenerse en seco. Porque si iba más allá, cuando aún no había dado los pasos necesarios, por no decir obligatorios, que su ética como doctor le mandaba, todo podía irse al traste. Y esto no quería Lucas para ella, en lo absoluto.

Ella era una flor que debía cuidar, tal cual el girasol que tenía frente a sí, en el jardín de la placita, metros más allá. A diferencia de aquella tarde en Cártama, el que los contemplaba, ahora aquel miraba hacia el oeste. Porque Catalina era como aquel, delicada, sí, pero que ahora parecía haber madurado, o eso creía hasta hacía minutos atrás.

Cuando aquella mañana ella lo saludó sonriente, y le propuso acompañarlo para conocer sus labores en la escuela, él no pudo menos que llenarse de emoción. Ya caminaba sola, abriéndose paso ante un mundo nuevo que la esperaba impaciente. Se valía por sí misma, sonreía de manera sincera y participaba de manera activa en cualquier actividad que la requería. Definitivamente, ella ya no era su paciente, por lo que podía animarse a dar el siguiente paso, sí.

No obstante, cuando vislumbró que temblaba como un cachorrito abandonado, se dio cuenta de que aún era pronto para dejarla volar. Aunque era como un girasol que parecía haber madurado, también se asemejaba más a un gorrión que recién extendía sus alas bajo el sol. Debía todavía estar bajo su cuidado, para acompañarla a dar cada paso. No debía adelantarse la senda que la sociedad le dictaba, no. Porque si se comportaba de forma trepidante e impaciente como sus sentimientos le ordenaban, podría provocar graves consecuencias en su paciente.

Ya había transcurrido algunas semanas, desde que sus sentimientos por ella había detectado. Solo debía continuar acompañándola en su aprendizaje por volar. Solo el tiempo le indicaría cuándo era el momento adecuado para el siguiente paso dar.

Catalina era alguien valiosa a quien debía con esmero cuidar. Debía esforzarse por su bienestar resguardar, y de ser posible, la naciente relación que entre ellos comenzaba a germinar.

**********

—Aquí tiene. Beba, por favor.

Con sumo cuidado, Lucas le ofreció un vaso con agua.

Pasada la breve tormenta, debía asegurarse de que se hallara bien hidratada.

—¿Se encuentra mejor? —le preguntó luego de que ella diera un par de sorbos a la bebida.

—Sí.

—Me alegro. —Una amplia sonrisa se dibujó en su rostro. Por fin, podía respirar tranquilo—. ¿Desea algo más? ¿Un vaso de agua? ¿Pido ya la tapa de la ensalada? Lo que usted necesite.

Ella agachó la cabeza, más por complacida que por pena.

—La ensalada rusa me vendría bien. ¡Me muero de hambre! —dijo al tiempo que su vista se depositaba en la barra.

—Vale. —Se levantó de la silla—. Discúlpeme si la dejo sola, pero será solo por un momento. —Por breves instantes, escudriñó en todos los rincones del bar, sin resultados—. ¿A dónde se habrá ido doña María? Pero si hace un segundo estaba aquí. Parece que la tierra se la hubiera tragado.

Catalina se encogió de hombros ante su pregunta.

—Ya vuelvo, ¿sí?

Ella asintió con la cabeza.

Ya en la barra, Lucas le preguntó a quien parecía ser el que regentaba el negocio, por si había visto a doña María.

—¿Una señora rechoncha, de pelo cano y con delantal?

El aludido se apoyó sobre su brazo derecho para estar más cerca del doctor. Quería escuchar con detalles lo que le requería, y la bulla del bar se lo impedía.

—Bueno, no diría que fuese rechoncha. —Tosió brevemente—. No debe referirse así a una dama —añadió casi en un susurro.

—¿Me está usted retando? —le preguntó con el ceño fruncido.

—¡Nooooo! ¡!Qué va!

Lucas mostró una sonrisa. Aunque quería quitarle hierro al asunto para parecer que estuviera bromeando, su interlocutor no parecía convencido. Su rostro se volvió más adusto a medida que seguía excusándose.

«Ya metí la pata».

—No suelen venir muchas mujeres mayores a este bar. Principalmente, están en las calles, sentadas en sus sillas y cotilleando sin parar.

Se alejó unos metros para servir una copa que otro cliente le había pedido. Luego de entregarle su bebida, volvió donde el doctor:

—La única mujer mayor que he visto hoy es la que le digo. Y creo que le dejó dicho algo al Juani, mi camarero.

—¿Podría ser tan amable de preguntarle, por favor? —habló Lucas aún con una sonrisa de nerviosismo.

—Claro, hombre.

El regente volteó su rostro hacia un joven que se hallaba tomando un pedido en una mesa de la esquina sur.

—¡Ehhhh! ¡Juani! ¡Ven pa'cá!

El aludido reparó en el llamado de su jefe. En menos de un minuto, ya estaba donde lo requerían.

—¿Y dónde te dejó dicho que se iba la mujer esa que me contaste?

—¿La rechoncha y desabrida de hace un rato?

El mesero habló con un gesto de disgusto. Todavía le sabía a mal sabor de boca la manera con la que la mujer lo había tratado, y todo por desahogarse con él al sentirse abandonada por el doctor y Catalina.

«Si el dueño es irrespetuoso, su camarero lo es más», pensó Lucas al tiempo que rodaba los ojos.

—Esa misma.

—Me dijo que se iba anca' Antonia, la Rana.

—¿La de los Jiménez?

—Esa mismamente.

—Ah, creo que es la amiga a la que fue a saludar —recordó Lucas.

—Sí, y dijo que no la buscasen hasta que se fueran a su casa, que quería pasar to' la tarde con la vieja Rana pa' ponerse al día.

—Ya sabe, hombre —añadió el dueño del bar—, como las viejas cotillas de siempre.

A Lucas le dio ganas de increparle que no se refiriera de esa manera de doña María, pero prefirió callar. Agradeció al mesero su ayuda, y le hizo saber el pedido para su mesa.

Cuando volvió donde Catalina, ella se hallaba absorta contemplando a las personas de la estancia.

Nunca había tenido oportunidad de estar un bar de pueblo. Acostumbrada a como estaba, de solo frecuentar restaurantes y clubes de lujo, aquello era nuevo para sus ojos. En especial, le parecía curioso cómo las personas, sin distinción de cómo se apellidasen o a qué se dedicasen, se juntaban en una misma barra para beber y comer.

—¿Siempre es así? —le preguntó a Lucas.

—¿Cómo?

—La gente, siempre es así de sociable, campechana y amable con los demás.

En ese instante, dos hombres, que parecían ser amigos, se abrazaban enroscando sus brazos en el hombro del otro al tiempo que se movían de izquierda a derecha.

—Bueno, la gente en el pueblo es así. Todos se conocen. Han crecido juntos, trabajado desde niños en el ganado o arando el campo, y cuando ya se hacen adultos, esto no cambia. Incluso —movió su cabeza con dirección a varios que se hallaban en la derecha—, el que menos está emparentado. Esos que ve allá, todos son primos segundos, los Uva.

—¿«Uva»? ¿Eso es un apellido? —habló, bastante sorprendida.

—No, nada que ver. Creo que se apellidan Bernal por parte de la madre o algo así, pero aquí todos se conocen por apodo, más que por apellido.

—¿En serio?

Él asintió con la cabeza.

—Se me hace curiosísimo, aunque a mí todos me decían García cuando vine a Málaga capital.

—¿Usted no es de aquí, verdad?

—¿Eh?

—Lo digo por su acento. Lo noté desde el principio.

Lucas ladeó la cabeza, pensativo.

—¿Recuerda cómo es el acento de la provincia y que se diferencia del resto de España?

Catalina tragó saliva. Sin darse cuenta, se había delatado.

¿Cómo podría salir de dicho embrollo? No tenía ni idea. Para su buena suerte, Lucas pareció no tomarle importancia al asunto, porque resolvió responder a su pregunta:

—Nací en Zapateira, una pedanía de Galicia. Crecí allá hasta mi adolescencia. —Dio un sorbo a su vaso de cerveza—. Cuando murió mi madre, mi padre decidió regresar a Málaga y yo me vine con él.

Abrió los ojos, bastante sorprendida. Se sentía culpable de haber abierto un capítulo tan íntimo de su vida, del cual quizá no tendría muchas ganas de hablar.

—Lo... Lo siento —dijo sinceramente apenada—. Yo... no sabía nada. Discúlpeme, por favor.

Lucas la contempló, pensativo.

—¿Por qué habría de disculparla?

La rubia la miró preocupada, expectante por lo que a continuación diría:

—¿Acaso usted tiene la culpa de que mi madre muriera? —Sonrió ampliamente—. No sea tonta, mujer. Eso ya pasó hace tiempo y usted no tiene nada ver con ello.

Ella dio un gran suspiro de alivio.

—Mi padre viene de una familia de comerciantes de pasas —continuó el médico—. Para su buena suerte, nunca tuvo que pasar hambre y miseria. Y cuando resolvió dedicarse a la docencia, a mi abuelo le dio igual. Lo mandó a estudiar a Madrid y, cuando mi padre decidió ir a la universidad, le pagó para que se fuera a Londres a estudiar.

Lucas añadió que ahí conoció a su madre, Leah Camden, una respetada dama inglesa. Él se enamoró profundamente de ella, y por la que, a su regreso a España, decidió irse a vivir a Galicia, al norte del país, para que estuvieran más cerca de Inglaterra.

—Soy hijo único. Mi madre quiso tener otros niños después de mí, pero no pudo. Fue por eso que, acompañaba a mi padre cuando dictaba clases a sus alumnos.

Catalina no pudo evitar abrir sus ojos muy grandes, al escuchar esto último.

—Y esa es la historia de mi vida. Le conté antes que me había casado, pero que enviudé al poco tiempo, ¿no?

—Sí —habló con una pena tal, que Lucas no pudo evitar volver a sonreír.

—Pero no me mire de ese modo, mujer, que va a parecer que se siente culpable de la muerte de todas las personas en el mundo.

—¡Perdón! ¡Perdón! —dijo con mucha pena—. No fu mi intención.

Ella se tapó los ojos con ambas manos. Quería que la tierra le tragase.

A Lucas aquellos gestos, entre timidez y pena, simplemente lo derretían. Catalina destilaba un aura tal de inocencia, virtud y candor, que se colaba por su mente, su alma y su corazón, haciéndole perder la razón.

De pronto, había sentido de nuevo unas ganas inmensas de levantarse de su silla, acunarla en sus brazos, acariciar su cabello y su piel. Aquella piel que se hallaba bronceada por el sol, pero que a él lo envolvía de calor. Aquellos ojos, grandes y vivarachos, que se diferenciaban de aquellos apagados y tullidos cuando recién la conoció. Aquellos gruesos labios rojos, que no necesitaban de un lápiz labial como las mujeres ricas con las que se encontró minutos atrás, para desearlos tocar, besar, y volver a besar. Porque él la quería abrazar, la quería tocar, la quería acariciar, la quería besar... y mucho más.

Cuando fue consciente de toda la gama de emociones y sentimientos que se le hacía difícil de controlar, y que se manifestaron de manera intempestiva en su entrepierna, optó por alzar la mano y llamar al camarero.

—¿Eh? ¿Cuándo nos van a traer las tapas que pedí? —dijo con toda la rectitud que se podía permitir.

Debía cambiar de tema, de inmediato, para tranquilizar la temperatura que envolvía su ser. 

Catalina buscó con la mirada al mesero. Pero, cuando alzó la vista, hubiera deseado no hacerlo.

Don Pascual Galindo, antiguo socio de su marido, hacía acto de presencia en la estancia.

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