Sentimiento Prohibido
En el instante en que Maia se levantó de la mesa, la postura de Aidan cambio de forma automática.
Al principio parecía un guardián vigilante, siguiendo sus pasos, cuidando de que algún morboso desconocido no se atreviera a propasarse con ella. Luego, se llenó de temor al darse cuenta de que Maia bailaba haciendo señas hacia su mesa: Si Dominick se levantaba, él se iría de allí, pero para su suerte fue Gonzalo quien fue a por la chica, y finalmente, mientras le contemplaba bailar se desconectó de todo el mundo exterior, hasta que una fina mano se posó en su hombro.
—¡Vaya que te tiene mal! —le dijo Itzel al oído.
—¿Tanto se nota? —preguntó sin dejar de ver a Maia, dejando escapar un suspiro.
—Aquí más que en todos lados. Sabes que tienes mi apoyo.
—Ella no me quiere —contestó atreviéndose a apartar los ojos de su amada—, y pienso que es lo mejor. Es mejor que esté lejos de todos nosotros.
—Dominick no se apartará de ella.
—Su corazón le pertenece a Dominick —concluyó.
Itzel no dijo nada, solo volvió su mirada a la pista. Esta comenzaba a llenarse de parejas. Sin pretenderlo, Gonzalo y Maia habían animado a los demás invitados.
Habían pasado tres piezas desde que comenzaron a bailar, y si alguien tenía alguna duda sobre las virtudes de Maia en la danza, aquella demostración fue suficiente para darle el visto bueno.
Aidan se levantó, dejando su saco en la silla; necesitaba salir de aquel lugar. Su corazón no podía regocijarse, no con todo el dolor que estaba sintiendo. Se alejó de las mesas, del olor a comida, caminado hasta las escaleras que daban a la playa.
No se atrevió a bajar más que los escalones que le llevaban a las barandas, reclinando sus antebrazos en el frío acero. Debajo de las barandas se extendían macetas de margaritas, lo que le hizo pensar en todo el trabajo que debían tener los jardineros y en las técnicas que debían emplear para protegerlas del sol costero.
En el horizonte, la luna llena resaltaba en el firmamento. El cielo estaba tan despejado que a simple vista pudo encontrar a Orión y sus perros, ubicó a la Osa Mayor y a Taurus.
A sus oídos llegaba el sutil murmullo de las olas del mar que contrastaban con la música del salón. Había mucho ruido a su alrededor y aun así se sentía solo. Estaba solo.
Bajó su rostro, sumergiendo sus manos en sus cabellos. ¿Qué era lo que había hecho mal? ¿Estaba bien separarse de ella? ¿Debía luchar por Maia o apoyar a Dominick? Sin duda alguna lo apoyaría, él no era un mal tipo, y ella lo quería mucho. Pero, ni intentar consolarse con ese pensamiento podía calmar el dolor de su pecho.
Sintió frío. Eran las doce de la noche, pronto el sereno se haría sentir. Subió su rostro y un nuevo pinchazo lo estremeció. Se apretó el pecho, intentando detener el dolor.
—Aodh —lo llamaron.
Él supo enseguida que era Maia, pero no lo quería creer, ¡no podía ser ella! ¿Cómo iba a llegar hasta allí? Quizá Gonzalo la trajo.
Se volvió justo cuando Maia se saltaba uno de los escalones perdiendo el equilibrio, por lo que en un rápido movimiento terminó por sujetarla. Olía a manzanas, su cuerpo estaba tibio, sus ojos resaltaban brillantes en su rostro. La sintió temblar en sus brazos, lo que le hizo reaccionar: Aquel no era momento para ilusiones.
—¿Cómo...? ¿Cómo has llegado aquí?
—No importa —murmuró, sintiendo el calor que irradiaba de su varonil cuerpo, su fuerte pecho subir y bajar con una calma fingida—. No importa, Aodh... Solo quería tomar un poco de oxígeno puro. —Aidan apartó su mirada sin soltarla—. Y hablar contigo. —Él la miró—. Siento que te debo una explicación.
—No, Maia —le suplicó, lo menos que necesitaba en aquel instante era que le dijese que no lo podía aceptar porque estaba enamorada de Dominick, hecho que de antemano conocía—. Fui un imbécil por obligarte a besarme.
—Aodh... Aidan —lo llamó, subiendo su mano con temor hasta colocarla en el mentón de este—, yo no soy como las demás chicas.
—Eso nunca me ha importado.
—Pero a mí, sí —dijo con firmeza—. A mí, sí. —Y sus ojos se llenaron de lágrimas—. No te rechazo porque no sienta nada por ti, lo hago porque jamás podrás verte en mis ojos como tú quieres verte. —Ahora eran los ojos de Aidan los que se habían llenado de lágrimas.
—A mí no...
—¡Ssssh! —murmuró, colocando rápidamente sus dedos en los labios de él. Él colocó sus manos en su cintura—. Por favor, no quiero... no quiero que me interrumpas —gimió, mientras él apoyaba su frente en la de ella. En cuanto sus rostros entraron en contacto, las lágrimas brotaron de sus ojos, y él la vio llorar y ella sintió las lágrimas de él caer en su mano después de recorrer toda su mejilla—. En mi mente aún está tu voz diciéndome que nunca podrías mirar a Irina a los ojos y verte reflejado en ellos, no como eres físicamente, sino como en realidad eres... y yo jamás podré darte esa mirada de amor que tanto anhelas. —Era difícil respirar, era complicado hablar, aún más tragar.
Aidan recordó sus palabras, eran una soberana estupidez, fueron dicha por alguien que había jurado estar enamorado pero no tenía ni la más mínima idea de lo que era el amor, una persona que no había experimentado los sentimientos de Ackley por Evengeline y que ahora se atrevía a compararlos con los de él, y jurar que los suyos eran mucho más fuertes que los del antepasado de Ignis Fatuus. Sin embargo, prefirió callar, no era justo suplicarle, convencerla de lo contrario, porque ella corría peligro a su lado.
—Podría jurarte que no es cierto —confesó—, pero respetaré tu decisión. —El rostro de Maia se compungió dando libertad a sus lágrimas—. Eres mi luz, la única persona que tiene el poder de iluminar mis días, lo que más anhelo ver día tras día. El Aidan que habló aquella tarde y este, que está frente a ti, ¡ha cambiado tanto! —Tomó su rostro entre sus manos—. Tanto. —Besó su frente—. No es seguro que estés a mi lado. No quiero tenerte a mi lado, porque me moriría si tuvieras que descender al abismo por el que voy cayendo. Sé que esto no tiene sentido.
Se separó de ella, pero Maia no preguntó, sabía muy bien a que se estaba refiriendo y lo amó más por intentar protegerla, sin embargo, ¿esa sería su reacción si se enteraba que era la heredera de Ackley?
—Mi sol —continuó, acariciando suavemente con sus dedos los mechones que se extendían por su rostro. Aquella caricia tan delicada invadió todos los nervios de Maia en un sutil cosquilleo que la hizo aferrarse a la camisa de él—, la primera nota de mi escala. —Sonrió al recordar cuando la vio por primera vez—. El primer rayo de luz que ilumina mis días. —La pensó bajando del auto en su blusa verde—. Mi ola perfecta. —Evocó el momento en que huía del mar mientras este golpeaba sus pies, aquel primer día juntos en la playa.
»Mi cielo. —Besó su mejilla—. Mi estrella. —Besó su otra mejilla—. El latido más fuerte de mi corazón. —Rememoró cuando ella se aferró a su pecho mientras huía de Irina—. La calidez que le devuelve la vida a mi alma. —Con ternura tiró de los mechones de Maia, esta se inclinó dejándole tocar sus labios.
Y el dolor poco a poco fue mermando, la calma fue devuelta, la prestada calma que le regalaba aquella declaración.
Ninguno sintió lo que sus cuerpos sentían, aquel beso no era un autodescubrimiento de sus emociones, ni el sentir que estaban vivos, era la revelación de un hogar, de un lugar apacible en medio de la tormenta, de la aceptación, del respeto, de la despedida de mutuo acuerdo, de la entrega radical, sin limitaciones, sin complicaciones.
Con toda la ternura y la pasión que habían guardado, que se había ido acumulando desde que se separaron, Aidan le hizo sentir cuánto la amaba y ella le respondió con la misma sutileza, con la misma fuerza. Sus labios se separaron, sus rostros estaban bañados en lágrimas, las cuales se habían mezclado entre sí.
—Te quiero —le dijo Aidan, recostando su nariz al lado de la de ella—. Te quiero tanto que temo dejarte... temo que dejes de quererme.
—Yo también te quiero —respondió recobrando el ánimo, mientras se refugiaba en sus brazos y tomaba con su mano la mano derecha de Aidan—. Y no dejaré de quererte. —Besó su Sello, y Aidan la apretó con fuerza contra él—. Lo prometo.
Él besó sus cabellos. En aquel abrazo perdieron la noción del tiempo.
Si hubieran estado en el salón de fiesta se hubiesen dado cuenta de los flamígeros Sellos. Si hubieran estado atentos a su alrededor hubiesen notado que Irina los observaba a la distancia.
Aidan se quitó la corbata lanzándola al piso de su habitación. Se sacó la camisa y el cinturón. Se tiró en la cama, se quitó los zapatos con los pies y se acostó mirando el techo. No tenía motivos para estar feliz pero el dolor que lo había torturado la noche anterior había mermado.
Respiró profundo y cerró sus ojos. En la quietud de su mente, todo su cuerpo, su alma, su ser gritaba el nombre de Maia. El sueño lo invadió. Un nuevo día llegaría y quizá, traería esperanzas consigo.
La playa estaba desolada, aun así el clima era cálido. Sabía que eran las doce, el sol brillaba en su esplendor, el agua le gritaba que estaba tibia. Se extrañó, pues bajo aquel clima debería sentir los abrasadores rayos solares tostar su piel, y sin embargo eran una caricia, un dulce toque.
Todo estaba satinado de dorado, como si el rey Minas hubiera puesto su mano en toda la naturaleza. Estaba descalzo, lo sabía porque podía sentir la arena tibia bajo sus pies, lo que no era normal, dado a que en aquel momento del día debía ser brasa encendida, obligándole a meter los pies en el agua para obtener un consuelo, pero no sentía la necesidad de hacer tal cosa.
«Estoy soñando».
Se atrevió a ser consciente de su estado, eso solo podía ser un sueño. La certeza lo llevó a observar por primera vez su ropa: Franelilla menta y bermudas azul rey. Sonrió. Por lo menos esta vez era él, era solamente Aidan, y sin "pijamas".
Un viento fuerte golpeó su costado tan repentinamente que dejó de sonreír obligándose a mirar el horizonte.
El sol comenzó a oscurecerse. El viento había traído consigo un nubarrón que amenazaba con tapar al astro rey, y aun cuando no lo conseguía, por algún extraño sortilegio, sus rayos se hicieron menos fuertes, más fríos, como si aquello pudiera ser posible.
Su cuerpo le advirtió de una sombra que venía del Este, mientras el sol se teñía de sangre. No pudo evitar volver su mirada a la izquierda y la vio. Frente a él, una enorme serpiente alada siseaba por el cielo en un vuelo frenético.
Lo que por un momento fue solo la silueta negra de la serpiente que se dibujaba como tatuaje de ónice, tomó forma, convirtiéndose en un torvo dragón dorado.
Aidan dio un paso atrás: Él conocía aquel ente, sabía muy bien quién era la bestia que volaba frente a sus ojos, era el dragón que había atacado a Evengeline.
Intentó correr, obligarse a despertar, porque eso era lo menos que podía hacer por sí mismo, pero no podía, su cuerpo no obedecía al tormentoso deseo de su mente.
El dragón abrió sus fauces y comenzó a devorar al Sol. Cuando terminó de engullirlo se volvió a él.
Toda la playa se oscureció, era una noche sin Luna, ni estrellas, y aun así podía ver un reflejo de luz proyectarse en el mar, esa luz venía del dragón, del fuego que emanó incendiando todo el lugar; aquellas llamas sembraban terror.
Sintió miedo. No quería morir, no ahora que había aceptado la Hermandad, que estaba conociendo el amor.
Intentó invocar su arco, gritó por una espada pero sus poderes parecían aniquilados, habían desaparecido. Automáticamente, supo que la Neutrinidad no le haría desaparecer, no podía salvarse.
La bestia fue a por él. Cerró sus ojos, si no podía luchar ni huir entonces moriría con el dulce pensamiento de Maia.
Pudo sentir su cuerpo en sus brazos, acurrucada en su pecho, el perfume de manzanas y jazmines invadir su olfato, sus suaves cabellos hacerle cosquillas en su mentón... Y todo se iluminó alrededor, el calor era sofocante, todo su ser ardía, su piel olía quemada, el dragón había vomitado su fuego sobre él.
Cayó en la arena.
«—Amina —murmuró».
No sabía de dónde había venido aquel nombre, ni lo que significaba, ni quién era, mas ya no importaba... Había dejado de respirar.
Su cuerpo se batió hacia adelante, sentándose de la impresión en la cama. Intentó respirar pausadamente pero no podía dejar de tragar aire; se estaba ahogando.
A pesar de que el aire acondicionado indicaba una temperatura de dieciséis grados, estaba bañado en sudor, tenía la franelilla empapada, el cabello pegado a su piel, cualquiera hubiera pensado que había corrido por horas bajo un inclemente sol.
Se tocó su pecho, sus brazos. Olió su piel. Todo estaba normal, hasta los suaves rayos que cruzaban el ventanal y el delicado movimiento del visillo. Estaba vivo, pero la visión que predijo la muerte de Evengeline ahora era de él, era su visión y tuvo miedo.
Su boca estaba seca, su lengua pegada al paladar, mientras que intentaba humedecerla con la espesa saliva.
—Solo fue un sueño —pensó—. Solo fue un sueño. —Recogió sus piernas, apoyando sus codos en ellos, mientras sus manos se enterraban en su cabello.
El cielo comenzaba a iluminarse con los primeros rayos del sol. Eran las seis y cinco. Apoyó su frente en sus rodillas.
—Amina —pronunció—. Amina... ¡Debe ser ella! —Se puso de pie—. Ella debe ser la líder de los Harusdra.
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