Capítulo 9- Dudas
-¿Me besó? -Preguntó Acthea sorprendida.
Creí que Aidam había hablado con ella de ese asunto, pero al parecer no había sido así.
-¿No lo recuerdas? -Pregunté.
-No recuerdo absolutamente nada. Ese aguardiente enanil es un verdadero fastidio. Por una vez que alguien me besa, estoy tan aturdida que no lo recuerdo. No me besaría porque estaba borracho, ¿no?
-Borracho lo estaba, pero estoy seguro de que no tenía nublada su mente -dije.
-¿Qué puedo hacer ahora?
-Deberías hablar con Aidam.
«Y deberías hacerlo de inmediato». Pensé para mí. «Nunca se sabe qué puede ocurrir cuando menos te lo esperas y más sabiendo a lo que nos enfrentamos».
-Lo haré -asintió Acthea-. ¿Gracias?... Sargon.
-No hay de qué -contesté.
Acthea se marchó cabizbaja y vi llegar a Haskh por el pasillo de la posada. Parecía inmenso en sus pensamientos.
-¿Ocurre algo? -Le pregunté.
-¿Eh? No. No sucede nada -contestó el semi orco.
-Sabes que puedes contar conmigo para lo que quieras.
-Lo sé, Sargon. De verdad que no es nada.
Me encogí de hombros y me dispuse a vestirme. La mañana estaba ya muy avanzada y debía resolver un par de cuestiones para nuestra pronta visita a esa tumba. Si todo salía como tenía previsto, dentro de dos días nos enfrentaríamos al poder de una diosa y no quería dejar nada al azar. Bastantes eran los interrogantes que desconocía.
-Sargon. Hay algo que he de contarte, pero no quiero importunarte -dijo Haskh.
Terminé de vestirme y le presté atención.
-No es ninguna molestia. ¿Tú dirás?
-¿Recuerdas que te conté que debía verme con un compañero de mi orden?
Asentí. Lo recordaba perfectamente. Había quedado en verse con él un par de noches atrás, justo cuando conocí a Milay.
-Mentí. En realidad con quien debía verme era con un antiguo miembro de mi tribu.
-Creía que estaban todos muertos, que tú los... -no quise terminar la frase, pero él me entendió sin problemas.
-Mi venganza solo alcanzó a aquellos que se lo merecían. En mi tribu también había gente noble. Mi amigo es uno de ellos.
-Me alegro -dije-. ¿Y qué es lo que sucede?
-Mi amigo está en un apuro y me ha pedido ayuda. No puedo negarme, Sargon. Él ayudó a mis padres en su momento y sería muy descortés no ayudarle ahora que lo necesita.
-Comprendo -dije-. ¿Cuándo has de irte?
-Esta misma noche, pero temo que los demás no lo lleguen a entender y puedan pensar erróneamente de mí.
-Conozco lo importante que es para ti el honor, Haskh y así se lo haré ver a nuestros compañeros.
-Gracias, Sargon. En cuanto haya solucionado el problema de mi amigo volveré junto a vosotros. Lo único que lamento es no poder estar con vosotros cuando os enfrentéis a Sherina. Sé que mi ayuda habría sido de capital importancia para vosotros.
-Es cierto, pero hay veces que no se puede elegir. Espero que puedas ayudar a tu amigo a resolver sus problemas.
Salí del cuarto dejando atrás a un Haskh más pensativo que antes y emprendí el camino que iba a llevarme hasta uno de los lugares que debía visitar.
La cofradía de Magos de la ciudad de Daàsh-Hulbark era una de las más antiguas e importantes del Reino de Kharos. Fundada por Regius Colwing, uno de los archimagos más importantes del mundo, vio su momento de esplendor varios siglos atrás. Ahora apenas quedaban magos en nuestro mundo y la cofradía se había transformado en un paraje casi desierto. Un siglo atrás todos aquellos que ostentaban el poder de la magia fueron perseguidos hasta su exterminio, en las que se denominaron las guerras místicas. Poderosos magos perdieron la vida en incontables batallas contra los guerreros de un rey, Polius II, que odiaba y despreciaba todo lo pudiera tener origen mágico. Al final, exhaustos y sin fuerzas para lanzar un solo hechizo, los magos no tuvieron otra opción que rendirse. Todos ellos fueron ajusticiados en un lugar que pasó a ser conocido como «El bosque de los lamentos». Un lugar de obligada peregrinación para cualquiera por cuyas venas corriera la magia. Los magos pudieron ser exterminados, pero la magia nunca fue derrotada. Yo, a día de hoy, soy uno de los pocos magos que nacieron tras aquella purga. Ahora ya nadie nos persigue, aunque en la mente de todos aún persiste el recuerdo de que podemos llegar a ser una amenaza. Nada más lejos de la realidad, pero ya se sabe que son los vencedores quienes escriben los renglones de la historia.
Atravesé los muros que hacían de la cofradía de magos una inexpugnable fortaleza y caminé por los solitarios pasillos acompañado únicamente por el eco de mis pasos. Llegué junto a una sala cuyas puertas estaban cerradas y que nadie más que uno de los nuestros podría abrir y pronuncié el hechizo que las desbloquearía. Las puertas se abrieron silenciosas ante mí orden y así pude entrar en el sanctasanctórum de nuestra orden. La Cámara de la palabra.
-Bienvenido -dijo una voz que reconocí, aunque hacía muchísimo tiempo que no la escuchaba -. ¿Qué te trae por aquí, Sargon el mago?
-He venido a consultaros, mi señor -dije, mientras me inclinaba respetuosamente, hincando una rodilla en el suelo cubierto de polvo.
Magnus, el archimago de nuestra orden se acercó hasta mí y me ayudó a ponerme en pie.
-Levantaros, Sargon. Ya conocéis las normas: nadie está por encima de los demás. Que yo sea el más anciano de todos nosotros no quiere decir que sea el más sabio.
-Vuestra sabiduría es conocida en cada rincón del Reino, mi señor, es por eso que busco vuestro consejo.
-La empresa en la que andáis inmerso es muy ardua, querido amigo -dijo Magnus-. El destino quiera que podáis terminarla de forma favorable.
Me sorprendí de que nuestro señor conociese el lío en el que estaba metido hasta el cuello.
-¿Os extrañáis de que sepa de vuestras andanzas? -Dijo el anciano-. Conozco todo por lo que habéis pasado. Mis informadores no descansan nunca. Viajan a lomos del viento y lo ven y lo escuchan todo.
Imaginé que debía de tener una extensa red de informadores por cada rincón de nuestro mundo, eso era de esperar, pero que hubiera estado pendiente de mis humildes hazañas era algo que no había imaginado.
-Quedamos muy pocos, Sargon. No es tan difícil como pueda pareceros seguir vuestros pasos. Mi cuervo os ha seguido desde hace tiempo. Creo que habéis estado entrenando a vuestra pupila, ¿no es así?
El dichoso cuervo, me dije, debería haber imaginado que se trataba de una de las mascotas a las que eran muy aficionados algunos magos.
-Así es, mi señor. Sheila es hija mía y posee un poder muy superior al mío.
-Al vuestro y al de cualquiera de nosotros, pero, ¿lo sabe ella?
-Es muy joven, maestro Magnus. Demasiado joven para asimilar lo que es -dije.
-Vuestro hermano no piensa lo mismo, ¿no es verdad?
-Mi hermano la tiene secuestrada, mi señor, como sin duda alguna conoceréis.
-Lo sé, lo sé. También sé que vos vais a tratar de cambiar ese pequeño detalle, ¿estoy en lo cierto?
-No os engañáis, maestro. Sheila es la portadora de una de las lágrimas de Albareth. Es suya por derecho propio, pues tuvo que pagar un elevado precio por ella. Ahora Dragnark quiere apoderarse de esa gema, pero no sabe que para conseguirlo tendrá que destruir a mi hija. Eso es lo que intento evitar.
-Lo entiendo, Sargon. Estoy enterado de que esa jovencita absorbió el poder de esa gema, algo totalmente inusual, pero muy cierto. Eso la convierte en una poderosa maga y también en un objetivo muy preciado para alguien sin escrúpulos como vuestro hermano. Debéis recordar que no me es posible intervenir en este asunto. Según nuestras leyes, todo mago puede hacer lo que le plazca, salvo agredir a otro mago.
-Lo sé, mi señor. No he venido a pediros ese tipo de ayuda.
-¿Entonces que otra cosa puedo hacer por vos, hijo mío?
-Mi pregunta es esta: ¿Qué puedo hacer para destruir a una diosa?
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