La primera esposa: la mujer de su hermano mayor.

En el verano de 1501 la infanta Catalina de Aragón, hija menor de los Reyes Católicos, se embarcó en La Coruña con destino a Inglaterra para no volver jamás. Atrás dejaba la infancia y su querida Granada, en la que se había instalado cuando la ciudad había sido apenas conquistada. Sus padres habían decidido que era la persona justa para tejer una alianza matrimonial con la recién fundada dinastía Tudor y hacer frente común contra Francia, gran rival de ambos reinos.

     Se casó con Arturo, el primogénito del rey inglés Enrique VII y por lo tanto heredero al trono. Catalina descendía por línea materna de la antigua casa real inglesa de los Lancaster y aportaba una mayor legitimidad al joven reinado de los Tudor.

     Según varios nobles las primeras palabras de Arturo al otro día de la boda fueron:

«Señores, el casarse es un pasatiempo que produce mucha sed».

     Y cuando le entregaron por detrás de la cortina del lecho una copa de oro, sonrió y le dijo a quien se la dio:

«Anoche estuve en España».

     Pero no había pasado ni un año desde la llegada de Catalina cuando el marido sucumbió a una misteriosa enfermedad que en su época se llamó sudor inglés, por la intensa sudoración que provocaba. Otros historiadores opinan que el deceso se debió a la tuberculosis.

     Los primeros años de la muchacha en Inglaterra no fueron felices. Viuda tras apenas cinco meses de matrimonio y luego prometida a su cuñado Enrique —el nuevo príncipe de Gales— para que Inglaterra no tuviese que devolver la enorme dote que había aportado. Para complicarle más la vida, después de fallecer su esposa —Elizabeth de York— Enrique VII consideró la posibilidad de casarse con ella en lugar de su heredero, pero Isabel la Católica vetó la propuesta. La reina española pretendía que su hija tuviera influencia diplomática y política sobre el marido, algo que resultaba imposible en un monarca experimentado. Además, casarla con un hombre que le doblaba la edad la hubiera condenado a pasar la mitad de la existencia como reina madre, un puesto siempre ingrato.

     El monarca no insistió, pero tampoco hizo el menor esfuerzo para que su hijo Enrique la desposase. Hubo todo tipo de problemas. El derecho canónico, al unirse a Arturo en matrimonio, la había colocado como pariente de primer grado del pretendido nuevo marido y por eso se precisaba una dispensa papal. Además, Enrique VII insistía en que solo había recibido la mitad de la dote, lo que era mentira. Y habían acordado que el matrimonio no tendría lugar antes de que el joven novio cumpliese los quince años —sería en junio de 1506—, siempre que antes hubieran pagado la segunda parte de lo adeudado. Era una excusa para sacar más dinero. El rey, detestado por su avaricia, se había apropiado de la carísima vajilla de oro que traía la chica desde España y no reconocía que fuese parte del pago porque antes la había usado una vez.

     Mientras, Catalina se alojó en el desierto palacio de los obispos de Durham, en el Strand de Londres. Si leíste mi novela La dama de hielo y el pirata apasionado  ya sabes que en la época isabelina era la casa de sir Walter Raleigh. Allí se instaló rodeada de asistentes en su mayoría españoles.

     En los hechos la ignoraron y la olvidaron. No se la invitaba a la corte ni se le permitía ver a su futuro esposo. Este cumplió los quince años sin que nada sucediera. Fernando de Aragón, su padre, ni le escribía ni le enviaba dinero y lo poco que le daba el avaro rey Enrique era irregular e insuficiente. Tanto ella como sus damas necesitaban vestidos nuevos y Durham House precisaba reparaciones, el estado era cada vez más lamentable. En ocasiones no disponía de lo suficiente para cubrir la paga de los sirvientes e incluso escaseaba la comida.

     En 1509 Enrique VII murió de tuberculosis en Richmond y todo cambió. Su austeridad, su recelo y su avaricia habían creado una atmósfera horrible y desgraciada, en la que incluso las menores transgresiones se castigaban con multas salvajes. Es más, los agentes reales habían llevado al país al borde de lo que hoy consideraríamos un estado policial. Se dijo que en su lecho de muerte le hizo prometer al hijo que se casaría con Catalina.

     Bajo el reinado de Enrique VIII regresó la libertad y con ella nuevos aires de alegría y de optimismo. Y todo mejoró para Catalina: ahora iba a casarse y el resto de la dote carecía de importancia. A principios de junio ella y su prometido navegaron hacia Greenwich y el día 11 se casaron en la iglesia de los Frailes Observantes. Menos de dos semanas después, el domingo 24 de junio —día de San Juan— ambos fueron ungidos y coronados en Westminster. Catalina llegó a la abadía en una litera de paño de oro dispuesta entre palafrenes blancos, vestida de raso blanco como era costumbre en una novia virgen, con el reluciente cabello «cayéndole por la espalda, admirable por su gran longitud y por ser bello y sedoso».

     Hasta entonces ninguna corte de Europa había superado en lujo a las de Portugal y a la de Borgoña, pero ahora Enrique era proclamado el rey mejor vestido del continente. Cuando daba un banquete la carne de vaca no se servía, salvo para saciar a los regidores plebeyos. Ponían cerdo estofado con ricas sustancias, venado cocido en nata, las aves más raras y más suculentas, rociadas por vinos, jaleas y dulces de toda clase. Había continuas fiestas. Asistían los Howard, los Bryan, los Carew, los Guilford, los Bolena, los Brandon, los Compton, los Sandy. Se hacían luchas, danzas, juegos de azar, bromas y charadas. Cada invitado recibía un tazón lleno de ducados para jugar a los dados. También se les regalaba a las damas y a los caballeros trajes para las mascaradas, verdaderas creaciones de ingenio y de buen gusto. Bailaban al son de la flauta, del arpa, de la viola y del pífano.

     Quizá fue en esta época cuando Enrique comenzó a darse cuenta del tipo de mujer con la que se había casado, pues Fernando e Isabel les habían dado a sus hijas una educación excelente. Las tres estaban destinadas a ser reinas y sus padres no habían escatimado nada para que fueran dignas de sus títulos. El latín de Catalina —como pronto comprobó su marido— era mucho mejor que el suyo. No le costaba improvisar réplicas en los floridos discursos de los embajadores extranjeros. Esto resultó muy conveniente, puesto que ella misma era una embajadora.

     Mucho antes del matrimonio, ya era la embajadora plenipotenciaria oficial de España en la corte de Saint James. Según el criterio de Erasmo de Róterdam, su erudición estaba a un nivel superior de la del rey. Pronto aprendió a hablar un inglés excelente y nunca perdió el ligero acento español. En 1518 realizó un viaje por todas las facultades de Oxford —Enrique VIII jamás las visitó ni tampoco la Universidad de Cambridge— y cenó en la de Merton, donde la recibieron con «tantas demostraciones de gozo y de alegría como si hubiera sido Juno o Minerva». En esa época, además, contaba con el amor del rey.

     En una carta a Fernando, en la que le agradece las felicitaciones por el enlace, Enrique VIII no deja lugar a dudas:

     «Si todavía siguiera libre, la escogería a ella como esposa antes que a ninguna otra».

     Pero pronto, en 1513, el suegro lo enredó en una guerra en sociedad con el emperador Maximiliano contra Luis XII de Francia. La excusa era defender al papa. No solo le sacaron dinero, sino que también fue en persona al mando de su ejército.

     El rey inglés se dedicó a jugar a la guerra y no obtuvo ningún triunfo importante. Lo único reseñable fue la batalla de las Espuelas, en las que por casualidad hicieron prisioneros a muchos nobles franceses de los que podrían obtener dinero por los rescates. En cambio Catalina como regente se enfrentó a los indomables escoceses, que se envalentonaron por la ausencia del ejército. En la batalla de Flodden los venció y tanto el rey Jaime IV como gran parte de los nobles murieron.

     Le escribió una carta a Enrique en la que se jactaba de su hazaña:

     «A mi entender, esta batalla ha valido a Vuestra Gracia y todo vuestro reino el más alto de los honores, superior al que pudiera desprenderse de vuestro total triunfo sobre la corona de Francia».

     El tono empleado por la reina, como diciendo «yo sola lo hice» molestó a Enrique. Esto unido a la traición del suegro hizo que luego volcase la ira sobre ella. El rey sabía que su mujer era partidaria de Fernando de Aragón y que se hallaba poco dispuesta a admitir que el padre solo miraba por sus intereses.

     Y tenía razón porque Catalina, convencida de la indolencia de Enrique, le había enviado a Fernando de Aragón años atrás una carta en la que escribía:

     «Estos reinos de Vuestra Alteza gozan de gran tranquilidad y hacen gala de su afecto hacia mi señor y hacia mí. Pasa el tiempo en fiestas continuas».

     Con estas simples líneas le indicaba a Fernando de Aragón que Inglaterra también era suya porque Enrique se comportaba como un cándido heredero de unos dominios que no se molestaba en administrar.

     Pero no contaban con que la ingenuidad del marido llegaba a su fin. Traicionado por el suegro, Enrique no le mostró piedad a Catalina y dejó de ser solícito y tierno, aunque ella estaba embarazada. Encima, le echó en cara los malogrados partos y ella le recriminó por sus amoríos. El soberano llegó a decirle que en realidad no estaban casados y que podía desecharla cuando quisiera.

     Un veneciano que se hallaba en Roma escribió en agosto acerca del soberano inglés:

     «Se dice que el rey piensa repudiar a su esposa actual, hija del rey de España y viuda de su hermano, porque no puede tener hijos con ella, y que piensa contraer nupcias con una hija del duque de Borbón, francés».

     En medio de estos sinsabores Catalina y Enrique tuvieron un hijo prematuro. Los españoles consideraban que fue debido a la brutalidad del rey y a los temores que experimentaba la muchacha por las amenazas.

     Corría el año 1514 y en esos momentos lo que Wolsey deseaba era la ruptura con España y un acercamiento a Francia, así que aprovechó el descontento del monarca para organizar un plan de paz con los enemigos tradicionales de los españoles. A tales efectos requirió la ayuda del marqués de Longueville —prisionero de guerra— buen jugador de tenis y ganador de respetables posturas en la mesa de juego. ¿Qué maquinaba el cardenal? Que como la esposa de Luis XII acababa de fallecer, pretendía proponerle la unión con María Tudor, la hermana de Enrique. Con esto se aseguraba la paz, obtenía un triunfo, llevaba a cabo una importante alianza. Y se vengaba por la traición de su suegro y del emperador Maximiliano porque les demostraba que con Inglaterra no se jugaba. Merece la pena que me extienda un poco aquí, la historia de la revancha es muy jugosa y el tiro le salió por la culata.

     Porque la hermana del rey estaba prometida al nieto de Maximiliano, el futuro emperador Carlos V, que era sobrino de la reina. Aceptó contraer matrimonio con el anciano rey francés siempre que a la muerte de este pudiera casarse con quien ella deseara. Estaba enamorada de Charles Brandon —duque de Suffolk— el amigo de su hermano. Enrique aceptó el trato, pero no tenía la menor intención de cumplir la promesa.

     En agosto María y el soberano galo se casaron por poderes. Tenía suerte de no haber conocido antes en persona al marido, un hombre que padecía gota, tenía escrófulas, estaba picado por la viruela y era viejo, feo y enfermo. La ceremonia se efectuó con gran solemnidad.

     Cuentan respecto al acto que:

     «La novia se desnudó y se acostó en el lecho en presencia de innumerables testigos. Luego el marqués de Rothelin Longueville, vestido, pero con una pierna desnuda y la otra cubierta por roja calceta, se acercó a la princesa y la tocó con la pierna que llevaba sin cubrir, declarándose entonces que el matrimonio estaba consumado».

     Cuando María llegó a París, el anciano Luis XII al intentar cumplir en el lecho comenzó a envejecer a pasos agigantados. Resultaba evidente que no permanecería casada durante mucho tiempo. La rodeó de fiestas, de banquetes y de atenciones paternales y galantes, ya que la esposa rondaba la edad de su hija Claudia. Despidió a las damas inglesas que la acompañaban y solo dejó con ella a María Bolena, hermana de la que sería la segunda mujer de Enrique.

     Las fuerzas del rey francés no le daban para tantos festejos y menos para satisfacer a una joven. Tuvo que contemplar desde un diván las justas de la rue Antoine, en las que se lució su yerno Francisco y heredero a la corona por derecho propio.

     Dijo de él:

Este muchacho lo echará todo a perder.

     El rey Luis poco aguantó, murió en enero de 1515. El gran edificio que el monarca inglés había edificado con la ayuda de Wolsey se había cimentado sobre una vida casi acabada. Su muerte confirmó en el sentir íntimo de Enrique VIII la convicción de que uno nunca podía fiarse de un francés.

     Lo que no sabía era que Francisco I le propuso a su hermana María anular su matrimonio con Claudia y quedarse con ella. No le dijo que también con su dote de 200.000 libras, pero iba en el paquete. Ahora la muchacha era La reine blanche, estaría confinada durante cuarenta días hasta que se demostrara que no albergaba ningún hijo del rey Luis en el vientre. Situación imposible, pues el matrimonio no se había consumado.

     Mientras estaba prisionera se dedicaba a escribirle al hermano:

     «Vuestra Gracia es el único consuelo que me queda en el mundo. Estoy muy enferma con mal de muelas, al punto de que hay ocasiones en las que no sé qué hacer».

     Encima, la visitaban frailes que le enviaban consejeros enemigos de Wolsey, quienes se dedicaban a hablar mal de él. Le aseguraban que hacía tratos con el demonio y que Brandon también. Todos pretendían hacerla contraer una nueva boda dinástica, quizá con el emperador Maximiliano o con Saboya. Esta era también la intención de Enrique y por eso no le contestaba las cartas. Pero cometió un error, porque envió a su amigo Brandon, duque de Suffolk —de quien estaba enamorada— para negociar con Francisco por el tema de la dote y acerca de las joyas que Luis le había regalado a María.

     Como era de esperar la princesa se echó en sus brazos, juraba que tenía que casarse con ella. El hombre se asustó por miedo a lo que pudiese pensar el rey y le pidió que esperaran un poco. Pero no en vano María era una Tudor y tenía el carácter de todos ellos: lo forzó a contraer una boda secreta y después se lo confesaron a Wolsey para que ejerciese de árbitro.

     Suffolk le escribió al cardenal Wolsey:

     «La reina no me dejaba descansar en tanto no me aviniese a casar con ella, de modo que, para ser completamente franco, debo deciros que hemos contraído nupcias, me he acostado con ella y temo que se halle encinta. Creo será mi ruina si el rey, mi señor, llegase a conocimiento de lo que he hecho».

     Como era de esperar, Wolsey se quedó de piedra y luego le respondió:

     «Enrique recibió la noticia y se mostró seriamente disgustado. Habéis faltado a la confianza de quien os elevó de muy baja condición. Os habéis colocado en el mayor de los peligros».

     Y era cierto porque el ducado se lo había conferido Enrique VIII debido a que eran amigos desde la infancia y a que se habían criado juntos. Esto último como recompensa a que el padre de Brandon había sido uno de los que había dado muerte a Ricardo III en la batalla de Bosworth, hecho que había permitido el ascenso de Enrique VII.

     Pero Wolsey le echaba una mano de cal y otra de arena porque para aplacar la ira del rey debía devolverle la dote de María que se hallaba en poder de los franceses y sufragar los gastos de la anterior boda. Es decir, si pagaban serían perdonados.

     Suffolk le escribió a Wolsey que lo único que deseaba era salir de París, una prisión maloliente, y que:

     «A vos, después de Dios y de mi Señor, debo la salvación».

     Y con humildad le escribió a Enrique. Le ofrecía todo su ser, pues con sus actos «habíase expuesto a ser ejecutado, destrozado».

     Era cierto que el rey le había prometido a María que si se casaba con el soberano francés luego sería libre de unirse a quien quisiera, pero no pensaba cumplir su palabra. Fue necesario que a las súplicas de Suffolk se unieran las de su hermana y las de Francisco I, quien se hallaba encantado de que no hubiera boda dinástica con un enemigo de Francia. En conclusión, la venganza que Enrique llevó a cabo contra su esposa Catalina, contra el padre de ella y contra el emperador Maximiliano le salió al revés.

     En 1517, Enrique se sintió atraído por Elizabeth Bessie  Blount. La muchacha había sido enviada a la corte por su familia —su padre era lancero del soberano y fue ascendido a escudero de la guardia— y desde los doce años formaba parte del servicio de la reina. Pertenecía al círculo íntimo y siempre tenía acceso a Enrique. Lo saludaba, le sonreía, bailaba y hablaba con él.

     En rey inglés no se comportaba como Francisco I de Francia, pues quería que estas relaciones fueran discretas, prudentes y que una vez terminasen Wolsey se encargara de encontrarle marido. Quizá algún joven lord de escasa inteligencia y de carácter dócil, pupilo del cardenal. Así el rey creía que no afectaría la fuerza de los sagrados votos matrimoniales, que tanto le gustaba ensalzar. Es decir, era un hipócrita.

     Lo que le daba dicha era haber descubierto que otra mujer lo amaba. Las fiestas cada vez eran más suntuosas y los caballos lucían arreos de plata y gualdrapas de terciopelo color violeta esmaltado de estrellas de oro, para que le dieran mayor esplendor a las justas y a los torneos. Porque el cortejo de Enrique por las mañanas tenía carácter hípico y por la noche se tornaba musical. En el medio del hall habían erigido un escenario, donde unos niños cantaban o arrancaban a diversos instrumentos melodías deliciosas.

     Luego del banquete los invitados pasaban a otro salón, donde estaba la reina y sus damas —entre ellas Bessie— y durante horas el rey danzaba y demostraba sus dotes para el baile. No se limitaba a cortejar, sino que también seducía por medio del vestuario. Se ponía brocados al estilo húngaro, blanco damasco de uso otomano o vestiduras regias hasta el suelo, en tanto el resto de los cortesanos utilizaban deslumbrantes sedas y las mejores joyas.

     Sin embargo, cuando quedó embarazada Enrique se deshizo de ella. La enviaron a un priorato, donde nació un hijo varón al que separaron de la madre para que se criara en aislamiento semirregio porque pese a ser bastardo podría ser un posible heredero. Poco después Catalina se enteró de que su marido tenía un hijo, justo cuando se hallaba embarazada una vez más.

     Hubo un acercamiento a Francia y la reina tuvo motivos para estar disgustada. Cuando primero se habló de una entrevista entre ambos reyes, Enrique dijo a sir Thomas Bolena —embajador inglés en Francia— que no se cortaría la barba hasta que viera al rey francés.

     Y Francisco I le replicó:

     «Y yo declaro que no he de quitarme la mía en tanto no vea al rey de Inglaterra».

     Por eso Catalina se quejaba a diario de que no le agradaba ver a Enrique con barba y tanto insistió que se la quitó. Cuando la madre de Francisco —Luisa de Saboya— se enteró de esa violación de un acuerdo internacional interpeló a Bolena. Esta situación se refleja en mi novela.

     Este escribió:

     «Me preguntó cómo era que el rey mi señor se había quitado la barba».

     Thomas Bolena le explicó el motivo a Luisa y agregó:

     «Pero el afecto que se tienen estos príncipes no reside en sus barbas, sino en sus corazones».

     Por eso Enrique a última hora se la volvió a dejar crecer y de ella escribió uno de los enviados venecianos:

     «Al saber que Francisco gastaba barba dejose crecer la suya y como esta es rubia parece que lleva una barba de oro».

     El encuentro del Campo del Paño de Oro  de junio de 1520 era una fiesta organizada con la finalidad de celebrar torneos caballerescos y de dar ocasión a que se manifestara la regia condescendencia. Se anunció que el público no podría contemplar el espectáculo y los franceses amenazaron con que ahorcarían a cuantos se encontrasen a seis millas de distancia del campo. Pero como en aquella época las cortes necesitaban juglares, titiriteros, trovadores, bufones y hasta un jardín zoológico, no era posible regular la inmensa atracción que un espectáculo semejante ejercería sobre los campesinos, los vagabundos, los truhanes, los adivinos, los echadores de cartas, los cantantes, los mendigos, los mercachifles y los buhoneros.

     Los espectadores jamás hubieran adivinado que lo que contemplaban era, en realidad, el preludio de una guerra europea que duraría treinta y ocho años y que costaría miles y miles de vidas humanas. Solo veían el palacio de cristal, el campo de las justas y de los torneos, las miles de tiendas de campaña de los ingleses, la dorada efigie de San Miguel, los cientos de tiendas francesas y mucho más.

     Para Enrique el encuentro era un torneo de grandezas, una oportunidad para que admiraran su magnificencia. La mejor ocasión, en definitiva, para mostrar la riqueza, la virilidad, la destreza y dejar claro que la Inglaterra de los Tudor era mucho más de lo que todos creían. Y que sus nobles y caballeros constituían una fuerza que nadie podía igualar. Los ingresos del tesoro ascendían solo a 800.000 ducados, mientras que Francia contaba con 6.000.000, pero eso daba igual.

     Y consiguió lo que se proponía, los franceses se quedaron estupefactos. Francisco estaba convencido de que la guerra entre Carlos y él era inevitable y de que le convenía ser el primero en dar el golpe. Por eso necesitaba ganar a Enrique para su causa, sobre todo por los esponsales entre la princesa María y el delfín y porque consideraba que el monarca inglés no tenía intenciones de dominar Francia. No sabía que Catalina trabajaba en sentido contrario, pues trataba por todos los medios de evitar cualquier acuerdo y acercaba al marido a su sobrino Carlos.

     Catalina, después de doce años de sumisión, se rebelaba. Decía que su único tesoro era su hija y que la desesperaba la idea de que se casase con el delfín.

     En cierto momento a Enrique se le subieron a la cabeza los halagos y cuando se dirigían a tomar unos refrescos con las dos reinas, cogió del cuello a Francisco y le gritó:

—¡Hermano, voy a luchar contigo!

     Aunque el soberano francés no se hallaba prevenido, logró dar una vuelta rápida y tiró a su rival al suelo, quien se levantó rojo de ira, si bien fingió que no tenía importancia. De momento no tuvo consecuencias porque antes de que pudiera atacar de nuevo las damas los llamaron a la mesa. Dado el carácter rencoroso de Enrique VIII se trataba de una afrenta que no olvidaría.

     Un enviado veneciano anotó:

«Estos soberanos no están en paz. Se adaptan a las circunstancias, pero se odian profundamente».

     En 1522 Enrique padeció varios ataques de «remordimientos de conciencia» porque consultó a su confesor Longland acerca de sus relaciones con Catalina, quien ya no podía concebir más hijos. Hasta la celebración de la fiesta del Campo del Paño de Oro el rey y la reina habían formado un grupo aparte con la antigua nobleza de Inglaterra. Pero desde la ejecución de Buckingham —a todas luces injusta e infame—, el humor de la corte había cambiado. Enrique se alejaba de Catalina y de los nobles más poderosos para mantener relaciones de estrecha amistad con unos jóvenes —como los Bolena— que no acataban la tradición feudal de los mayores.

     Catalina no debía quedarse embarazada y por eso no podía tener relaciones sexuales con su marido. El rey no tenía aptitudes para el celibato, así que la alternativa más suave era que se acostara con alguna dama, de lo contrario podría divorciarse de ella o anular la boda. Pronto Enrique se hizo amante de la hija mayor de Thomas Bolena. Muchos escuchaban los reproches con relación a Enrique, de que era débil y se dejaba arrastrar por el deseo, pero aceptaba los hechos como si no pudiera remediarlo. En cierta forma agradecía la ocultación y el disimulo de su cónyuge frente a la descarada tranquilidad con la que Francisco I paseaba a su amante ante los ojos de la reina Claudia.

     Lo cierto era que Catalina de Aragón fue más querida por sus súbditos que por su esposo. Como infanta había recibido una formación religiosa a la vez que humanista y era tenida por una reina piadosa y sensible. Puso en marcha un programa de ayuda para los pobres y hacía donaciones a las instituciones de caridad. Se ganó la simpatía por parte de los ingleses cuando pidió públicamente clemencia para algunos de los involucrados en los sucesos del Evil May Day, unos disturbios xenófobos contra los inmigrantes flamencos en mayo de 1517, «por caridad cristiana hacia sus mujeres e hijos».

     También en la corte de Enrique VIII la respetaban y no fueron pocos los que, con más o menos disimulo, la apoyaron. María Tudor, la propia hermana del rey, intentó que este reconsiderase su decisión. Y Thomas More, que entonces era Lord Canciller de Inglaterra y al final pagó con su vida el desafío. Incluso sus enemigos la admiraban.

     Catalina era considerada una de las reinas más ilustradas de su época, no solo por su cultura, sino por el interés en la educación. Pese a la formación religiosa era abierta a las ideas nuevas y a las corrientes humanistas. Y se escribía con personajes de la talla de Erasmo de Róterdam. Fue mecenas de autores como Juan Luis Vives —humanista y filósofo valenciano— a quien encargó la redacción de un libro sobre la educación de la mujer cristiana que en su momento fue muy controvertido por defender el derecho de las féminas a recibir una formación.

     Puede que en 1525 la ira por la traición del sobrino de Catalina —el emperador Carlos V— fuera lo que indujese a Enrique a ir contra su esposa. Ambos llevaban dieciséis años casados, la primera pasión se había extinguido y Catalina no le daba un hijo varón. Lo cierto es que expuso al público al hijo que había tenido con Elizabeth Blount —Henry Fitzroy— de seis años.

     El 18 de junio de 1525 condujeron al niño río abajo hasta el palacio de Bridewell, recientemente construido por Enrique en Blackfriars. Allí, en presencia de toda la corte y de gran parte de la nobleza de Inglaterra, se arrodilló ante el rey y este lo nombró caballero. También le otorgó títulos nobiliarios: duque de Richmond y de Somerset, lord almirante de Inglaterra, Gales e Irlanda y de Normandía, Gascuña y Aquitania, caballero de la Orden de la Jarretera, guardián de la ciudad y del castillo de Carlisle y primer par del reino. Era la primera vez desde el siglo XII que un monarca ennoblecía a un hijo ilegítimo. Pero lo peor fue que obligó a Catalina a que asistiera a todas las ceremonias para humillarla.

     La reina se quejó al marido, al cardenal y a todos cuantos la trataron, pero ignoraron sus protestas. Poco después, sin previa consulta, Wolsey despidió de forma fulminante a varias de sus damas de compañía, bajo la acusación de que les daban alas a sus arrebatos. Además, trasladaron a la pequeña María de nueve años al castillo de Ludlow —se hallaba a doscientos cuarenta kilómetros de Londres— para que allí asumiera sus obligaciones como princesa de Gales. Y le prohibieron a la madre que la acompañase.

     A Enrique durante dos años le dio vueltas en la cabeza la decisión de dejar a su esposa, aunque lo horrorizaba la idea de ser él quien se lo dijera. En verano de 1527 juntó las fuerzas y fue a verla a sus aposentos privados. Le explicó que le habían advertido que su matrimonio no era válido y que durante dieciocho años habían vivido en pecado.

     El libro del Levítico (20:21) lo establecía muy claro:

     «Y el que tomare la mujer de su hermano, comete inmundicia; la desnudez de su hermano descubrió; sin hijos serán».

     No citaba otro artículo del Deuteronomio (25-5) porque no le convenía, ya que establecía justo lo contrario:

     «Cuando hermanos habitaren juntos y muriese alguno de ellos, si no tuviere hijos, la mujer del muerto no se casará fuera con hombre extraño; su cuñado se llegará a ella y la tomará por mujer y hará con ella parentesco».

     Debían separarse de inmediato y él conseguiría que el papa anulara el matrimonio. Mientras tanto su más sincero deseo era que Catalina viviese con comodidad y por eso le preguntó a dónde desearía marcharse.

     La reina se quedó en silencio. Primero lo miró fijo y luego se echó a llorar. No eran lágrimas de pesar, sino de furia. Por sugerir que fuera condenada como adúltera, porque su hija fuese declarada bastarda y por la ridícula cláusula que Enrique ofrecía como justificación de la anulación. Y eso que todavía no sabía nada del enamoramiento de su esposo por Ana Bolena.

     Ella no tenía la menor duda de que el matrimonio era legítimo. La primera ceremonia con el príncipe Arturo era la nula porque la unión no se había consumado. Había llegado a Enrique siendo virgen, como él había comprobado. Se habían casado y los habían coronado en presencia de los más grandes y eruditos clérigos de Inglaterra y de España y nunca nadie había planteado la menor duda. Ni siquiera había sido honesto como para decirle que temía por su sucesión y que debía volver a casarse para engendrar un hijo. La respuesta suya hubiese sido la misma, pero al menos lo habría comprendido. Era la legítima esposa de su marido, la reina de Inglaterra y lo seguiría siendo hasta la muerte. No tenía intención de mudarse a ningún lado, seguiría donde estaba. Si la obligaba iría a la Torre de Londres, así el pueblo sabría lo que le habían hecho y rezaría por ella.

     Y le escribió a su sobrino, el emperador:

     «Que el actual papa deshaga lo que sus predecesores hicieron pesaría sobre su honor y su conciencia y traería gran descrédito a la Sede Apostólica, que debería sostenerse firme sobre la piedra que es Cristo. Si el papa flaquea ahora, en ese caso, muchos podrían ser llevados por mal camino y creerse abandonados por el derecho y por la justicia».

     Catalina de Aragón era una mujer de acero. Puede que se doblegara para su marido, pero solo hasta donde lo exigiese su sentido del deber. Jamás se quebraría.

     Mientras saqueaban Roma en 1526 Wolsey vio la oportunidad de forzar al pontífice a que anulara la unión. Sus pensamientos estaban dominados, al igual que los de Enrique, por lo que llamaban «El Gran Asunto del Rey». Si solo hubiera querido divorciarse no hubiese tenido ningún problema en conseguirlo, pero él quería la anulación porque consideraba que el matrimonio nunca había existido. El cardenal sabía que era muy poco probable que el papa confirmara la anulación mientras fuera prisionero del sobrino de la reina. Por eso tenía que obtener el permiso mientras estuviera todavía en el castillo de Sant'Angelo.

     El 22 de julio Wolsey se embarcó hacia Francia. En Aviñón se reuniría con un grupo de cardenales afines a su causa y aprovecharía el cautiverio del papa para hacerse con el control de la administración de la Iglesia. Y luego apresuraría la aprobación oficial de la nulidad y el nuevo matrimonio del rey con Ana Bolena. Llegó a redactar los poderes para que Clemente VII los firmara, en los que concedía absoluta libertad para «incluso relajar, limitar o moderar la ley divina». Pero el pontífice, aunque permanecía todavía cautivo, era capaz de conservar cierto grado de control, pues intuyó el peligro y prohibió a todos los cardenales abandonar el Vaticano.

     Wolsey recibió la noticia cuando llegaba a Compiègne. Además se enteró de que uno de los secretarios del rey, William Knight, iba camino de Roma con una carta de Enrique para el papa. En ella el rey le pedía una dispensa para volverse a casar, incluso si su matrimonio con Catalina no se anulaba. Es decir, pedía licencia para convertirse en bígamo. Era una petición insensata, pero para el cardenal tenía connotaciones mucho más siniestras porque Enrique la había enviado sin su consentimiento y sin su aprobación. Parecía que ahora sí estaba decidido a intervenir en persona en los asuntos políticos.

     Wolsey consiguió detener la carta, pero uno o dos días después llegó otra con una nueva propuesta: si su primer matrimonio se anulaba, el rey solicitaba que se le concediera permiso para casarse con cualquier mujer, incluso si estaba emparentada con él en primer grado de afinidad y si esa afinidad procedía de relaciones ilícitas. Te recuerdo que era público y notorio que había sido amante durante años de la hermana mayor de Ana Bolena —María—, pero los rumores decían que también lo había sido de la madre.

     El texto era un documento extraordinario porque daba a entender con claridad que la intención del soberano era casarse con Ana Bolena y donde confesaba la o las aventuras. No tuvo ningún efecto aparte de infundir pavor en el corazón de Wolsey. Incluso en asuntos de la mayor trascendencia, Enrique ya no solicitaba ni aceptaba consejos. Sus temores se acrecentaron cuando llegó presuroso a Londres y descubrió que el rey vivía con Ana. Encima, se negó a recibirlo hasta que su amante le diera permiso.

     El papa se escapó del castillo de Sant'Angelo a principios de diciembre de 1527. Roma seguía siendo inhabitable, así que disfrazado de indigente viajó junto a algunos cardenales hasta Orvieto, donde se asentó en el ruinoso castillo del obispo, un caserón frío y azotado por las corrientes de aire. Allí recibió a los embajadores enviados por Enrique.

     Uno de ellos escribió:

     «El papa descansaba en un viejo palacio de los obispos de la ciudad, ruinoso y decadente; al llegar a sus aposentos privados atravesamos tres cámaras, todas ellas desnudas, sin tapices ni adornos, donde se había desplomado el techo y donde, a ojo de buen cubero, unas treinta personas —chusma y demás— permanecían en pie en medio de ellas como único adorno. Y en cuanto al dormitorio del papa, todo cuanto había en él no valía ni veinte nobles (...) Quizá fuera mejor permanecer preso en Roma que libre aquí».

     Le hicieron ver que Clemente solo tenía que acceder a la anulación que pedía Enrique y este estaría encantado de compensarlo generosamente por las molestias. Pero el papa todavía eludía la cuestión. Siempre le había resultado difícil tomar decisiones y ahora todavía más porque le tenía miedo al emperador y a su ejército de lansquenetes, que habían provocado el terror en la Ciudad Santa y que estarían encantados de volverlo a hacer. Al final el embajador inglés presentó un borrador que no iba a ninguna parte, aunque era lo máximo que Clemente VIII aceptaría. Los cardenales se lanzaron contra el texto «como si hubiera un escorpión debajo de cada palabra». El documento resultante —todavía más insustancial— fue sellado el 13 de abril de 1528. Los embajadores advirtieron al papa de que no había ninguna posibilidad de que su señor lo aceptase, pero el pontífice les replicó que incluso ese redactado era una declaración contra el emperador por la que no tenía duda de que sería castigado.

     Aunque en 1533 el tribunal presidido por Thomas Cranmer dictaminó la nulidad del matrimonio, Catalina de Aragón continuó afirmando que era la legítima esposa y la única verdadera reina de Inglaterra. Murió el 7 de enero de 1536. La enterraron por orden del rey en el pasillo del coro de la abadía de Peterborough —hoy catedral— y lo peor no fue esto, sino la falta de respeto. Porque cuando Enrique se enteró de la muerte se vistió de los pies a la cabeza de color amarillo, se puso una pluma blanca en el gorro y organizó un baile y un banquete para celebrar el deceso. Lo más curioso es que el día del funeral de Catalina la nueva reina Ana tuvo un aborto.

     Incluso Thomas Cromwell —enemigo de la ex soberana— le confesó su admiración hacia ella a Eustace Chapuy, el embajador del emperador:

     «La naturaleza no hizo justicia a la reina al no hacerla un hombre. De no ser por su sexo, habría sobrepasado a todos los héroes de la historia».

     Hoy en día su tumba aún recibe ofrendas de flores y tarjetas. Y cada 29 de enero se celebra una misa católica en su honor, detalle insólito por tratarse de una iglesia anglicana. De entre todas las esposas de Enrique VIII fue con seguridad la más querida en vida y después de la muerte.

Catalina de Aragón (1485-1536) retratada por un pintor desconocido en 1520.


Arturo Tudor (1486-1502), hermano mayor de Enrique VIII y primer marido de Catalina.


Eustace Chapuys (1489-1556). Fue el embajador imperial en Inglaterra desde 1529 hasta 1545 y se encargó de proteger tanto a Catalina como a su hija Mary.


Si deseas saber más sobre Catalina puedes leer:

📚Catalina de Aragón: repudiada por el rey, amada por el pueblo, artículo escrito por Abel G.M. para la revista National Geographic Historia, actualizado a 22 de marzo de 2023.

📚Cuatro príncipes. Enrique VIII, Francisco I, Carlos V, Solimán el Magnífico y la forja de la Europa moderna, de John Julius Norwich. Ático de los Libros, España, 2020.

📚Enrique VIII y sus seis mujeres, de Francis Hackett. Editorial Juventud, Barcelona, 1937.

     Y acerca de su sobrino Carlos, además del libro Cuatro Príncipes:

📚La coronación de Carlos V como emperador, artículo escrito por Joan Lluís Palos para National Geographic Historia, actualizado a 23 de febrero de 2022.

📚Carlos de Habsburgo, el apogeo del emperador, artículo de Abel G.M. para National Geographic Historia, actualizado a 10 de enero de 2021.

📚Carlos V, la gran coronación del emperador, artículo de Joan-Lluís Palos para National Geographic Historia, actualizado a 17 de marzo de 2023.

📚Los «salidos» de los reyes, artículo de Alberto de Frutos para la Revista Historia de España, número 151, página 12 a 22.

📚Europa, campo de batalla global, artículo de Juan Carlos Losada para la Revista Muy Historia número 90 de agosto de 2017, páginas 26 a 31.

📚Intrigas en la corte de los Tudor, artículo de Rodrigo Brunori para la Revista Muy Historia número 90 de agosto de 2017, páginas 34 a 41.

📚Cristóbal Colón. Sueño y ambición en América. Revista Muy Historia Biografías.


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