Cap 8
Al caer la noche siguiente, Lori aparcó su auto frente al edificio en que residía la familia de su prometido.
Antes de bajar, se dirigió a su hermano al que había ofrecido llevar hasta allí.
–Hay, Linc, sé que la estás pasando muy mal porque todos allá en el pueblo están enojados contigo por lo que le hiciste a Clyde. ¡INCLUSO YO!
¡Plaf!
Sólo para dejar esto ultimo en claro lo cacheteó, igual a como había hecho su madre la noche que confesó todo. No conforme con ello, también le retorció un pezón hasta que le quedó doliendo la mano de tanto apretar.
–¡YAAAAHY...! –chilló Lincoln.
–¡No olvides ese dolor! –rugió Lori mordiéndose los labios–. ¡Literalmente, así de feo habrá sentido tu amigo el que lo traicionaras! ¡Por si alguna vez se te pasa por la cabeza que lo que hiciste no fue para tanto, no olvides ese dolor!
Con esto dicho, su hermana lo soltó y se tomó un momento para serenarse, durante el cual consideró rematar lanzándole un escupitajo a la cara. No obstante resolvió que ya había dejado bien en claro su punto, además que con eso otro ya se estaría pasando de la raya.
–Pero seguimos queriéndote a pesar de todo –prosiguió Lori tras haberse desahogado–, y debemos velar por tu seguridad. Por eso le pedimos a los Casagrande que te dejaran quedarte aquí unos días mientras la policía encuentra a Clyde, así que más vale que te comportes.
–Si, Lori –asintió Lincoln mientras se sobaba su tetilla amoratada.
De modo que ambos bajaron del auto y tocaron el timbre en el portón.
–Hola, amor –saludó Bobby que fue quien bajó a recibirlos–. ¿Cómo estás, pequeño Loud?
–Hey, Bobby –contestó Lincoln a su saludo con desgano.
–Hola, osito bubu –lo saludó su novia besándolo en los labios–. Gracias por hacer esto.
–Por ti, bebé, recibiría hasta al mismísimo Donald Trump.
–Hay, que lindo... Bueno, los dejo, que la maestría si que me tiene esclavizada. Salúdame a tu familia, Bubu osito. Nos vemos, Linc. Suerte.
En cuanto se quedaron solos, Bobby guió a Lincoln escaleras arriba.
–Antes de que te instales... Ehm... El abuelo quiere hablar contigo –le mencionó.
Al ingresar ambos al apartamento de los abuelos, toparon con casi todos los Casagrande, quienes a la fecha seguían viviendo todos juntos como hacen muchas familias de latinos que residen en los Estados Unidos.
–Hola a todos –los saludó Lincoln. Por sus caras intuyó que ya sabían todo y que vergüenza. ¡Que vergüenza! ¡QUE VERGÜENZA! la que no dejaba de sentir.
Ninguno de ellos le sonreía dándole la bienvenida como solía pasar cada vez que les caía de visita. Frida, Carlos, Carlota, CJ y el pequeño Carlitos se mantenían neutrales, mientras que el señor Hector, Carl y –el golpe definitivo a su moral– Ronnie Anne lo fulminaban con la mirada. Incluso el perro Lalo le gruñía mostrando los dientes viéndose más temible acorde a su colosal tamaño. Sólo faltaba María Santiago, pero a esa hora estaba cubriendo un turno doble en el hospital. Si acaso, la señora Rosa lo miraba con lastima.
–... ¿Cómo estás, m'jo?... –lo saludó esta ultima, a falta de alguien más que se animara a hacerlo–. Ehm... ¿Quieres comer algo? Debes tener hambre después de un viaje tan lar...
–Un momento, Rosa –intervino el señor Hector con voz firme–. Vamos a dejar unas cosas en claro.
Manteniendo su cara de enojo, pero sin perder la calma, el anciano hombre se aproximó, más que a hablarle, a confrontarlo cara a cara.
–Muchacho, ya todos aquí sabemos lo que hiciste, y déjame decirte que estamos muy, pero muy decepcionados de ti. Sobre todo yo que te tenía alta estima. Así que seré directo: ya no confío en ti y no creo que lo vuelva a hacer más. Si te dejo quedar aquí es por hacerle un favor a la novia de mi nieto, pero mientras estés viviendo aquí, bajo mi techo, te apegarás a mis reglas.
–Si señor –asintió Lincoln sin protestar–. Haré todo lo que usted diga.
–Así me gusta. Ahora, número uno: hace poco hablé con tus padres y me dijeron que estás castigado, por lo que tendrás que terminar tu castigo aquí. Nada de internet, ni televisión, ni videojuegos, ni salidas para ti. ¿Entendido?
–Si señor –asintió otra vez.
–Bien. Número dos: Tampoco te quedarás aquí de a gratis. Te levantarás temprano todas las mañanas y nos ayudarás a Bobby y a mi en el mercado hasta la hora de cerrar. ¿Ha quedado claro?
–Clarísimo.
–Perfecto. Número tres, y lo más importante: no te quiero a menos de dos metros de distancia de mis nietas. ¿Oíste?
–¿Cómo dijo?
–Lo siento, m'jo, pero esta es una casa decente. Si te metiste con la novia de tu amigo, vaya uno a saber de que otra cosa eres capaz. No digo que dejes de hablarte con Ronnie Anne, sé que ella y tú son buenos amigos. Pero desde ahora vamos a poner limites. Si quieres platicar con ella, bien, pero ya no lo harán más en su habitación. Solamente aquí, en la sala, donde podamos vigilarlos.
Ella se le acercó elevando una mano, para lo cual el peliblanco se preparó para recibir otra cachetada. No obstante la hispana cerró el puño y bajó la mano, chasqueó la lengua, le dio la espalda y se retiró refunfuñando por lo bajo.
–Hay, rayos –se lamentó Lincoln, mientras la veía alejarse rumbo a su recamara al final del pasillo.
–Lo mismo aplica para Carlota –agregó Hector después de este momento tan incomodo–. En resumen, tienes prohibido entrar a las habitaciones de las chicas y estar a solas con cualquiera de ellas dos. Caso que yo me entere de lo contrario te arrojaré a la calle como si fueras basura.
–¡Hector, por Dios! –le reclamó su esposa–. ¡No seas tan duro con el niño!
–¡Si ya no es un niño, Rosa! Míralo, tiene barba. Muy poca, pero la tiene. ¿Y que no fue ya lo bastante hombrecito para t!r@rs* a esa jovencita?
–¡Papá, no uses ese lenguaje delante de los niños! –le reclamó Frida, quien inmediatamente se apresuró a cubrirle las orejas a Carlitos y a Carl.
–Tampoco es para tanto, abuelo –opinó Carlota como la mujer moderna que era–. Ya estamos en otra época. Es normal que los adolescentes de ahora tengan más intimidad entre ellos. Lo importante es que estén informados y sepan cuidarse. Por cierto, ¿si usaste protección, Linc?
–Que si –bufó este con más desgano. Lo recordaba con claridad porque había sido Chloe quien se la puso en cada encuentro.
–El problema no es que haya tenido relaciones –aclaró el anciano–. El problema es que haya tenido relaciones con una chica que tenía novio.
–El abuelo tiene razón –secundó Carl tras zafarse de su madre–. No podemos confiar en él. Es un deshonesto, un inmoral, una rata asquerosa.
–¡Suficiente! –lo amonestó Frida–. ¡Los tres, a su habitación, ahora! Esta es charla de adultos.
–Si, mami –asintió Carlitos, contrario a Carl y CJ que se negaron a obedecer.
–Se más comprensivo con él, papá –opinó Carlos esta vez–. Entiende que a su edad su cuerpo sufre grandes cambios y secreta toda clase de sustancias que alteran su comportamiento.
–¿A qué te refieres?
–Que es normal que los adolescentes hagan estupideces como esta –explicó Carlota–. Por eso son adolescentes.
–Pues esa no es excusa –replicó el abuelo Hector–. Lo que pasa es que vivimos en una época muy falta de valores. En mis tiempos...
Dado que parecía la discusión iba a seguir para largo, Lincoln decidió instalarse de una vez. Lori le había dicho que se quedaría con Bobby en su apartamento, pero decidió que no merecía eso. No después de causarle tantos problemas a esas buenas personas que eran los Casagrande.
En lugar de eso se echó la mochila al hombro y entró con ella a la cocina, pasando desapercibidos a Lalo, que como fiel perro guardián se plantó amenazante en el pasillo que conducía a la habitación de Ronnie Anne, y a Sergio que le graznó burlón desde su percha.
–Mujeriego rompe noviazgos.
Ingresó a la cocina, haciendo caso omiso a aquel perico parlanchín, y empezó por cerrar la ventana que daba a la sala comedor, donde seguían discutiendo acaloradamente por su causa. Después abrió la nevera y se puso a vaciarla de a poco y teniendo especial cuidado de no hacer ningún desorden allí.
Las charolas con tamales y taquitos las pasó al horno. Las cajas de jugo de los niños, las verduras, los condimentos y lo demás lo puso en el mesón. En cuanto estuvo vacío el refri procedió a desarmar los estantes y colocar las repisas a un lado, con lo que en su interior quedó un hueco, tan amplió que se pudo acurrucar allí dentro con su mochila.
Una vez lo consiguió, Lincoln estiró la mano y cerró la puerta.
–¡¿Pero qué estás haciendo, niño atolondrado?! –graznó Sergio que lo vio a hacer eso desde el pasillo, por lo que empezó a batir sus alas queriendo alertar a los demás–. ¡Oye, sal de ahí, que te vas a asfixiar! ¡Sal de ahí, sal de ahí, sal de ahí!... ¡Oigan, todos, emergencia, emergencia...!
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