𖥔 . . . 𝒙𝒊𝒊. i am a fucking demon, actually.
CAPÍTULO DOCE
yes, i am a fucking demon, actually.
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loc. KING'S LANDING
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ERA CAPAZ DE RECONOCER A CUÁL HERMANO pertenecía cada traje, incluso cuando la indumentaria fuese exactamente igual en ambos casos. Bastaba rozar las telas con la yema de sus dedos para saberlo, ¿o se trataba del aroma? Aunque estaban aseadas y pulcras, las telas desprendían un singular aroma, correspondiente a cada dueño. Su audaz sentido del olfato se inquietaba cuando se trataba de ese hermano, siendo ella capaz, entonces, de reconocerlo aún con los ojos cerrados. Debía sentirse avergonzada, frente a las sirvientas, quienes desempacaban las pertenencias de cada príncipe e ignoraban a propósito su presencia. Era una bobería, lo sabía; recién habían arribado a los dominios del rey y ya se quería subir a su dragoncita para volar lo más lejos posible. El viaje fue una tortura para su alma. Quiso desaparecer, conforme iban acercándose a la ciudad capital, preguntándose si sería digna de recibir la bendición del rey. La verdad sea dicha y no la merecía; era una mujer infiel y su padre lo sabía. Daemon sabía que su hija se había enamorado del hermano equivocado. ¿Cómo podía, pues, arrodillarse ella frente al trono de hierro y recibir la aprobación de su tío, el rey, para celebrar su unión matrimonial?
Poniente los recibió con júbilo y gran alegría. El rey hizo a un lado el protocolo y echó a correr hacia su hija, dándole un abrazo cargado del más puro y abnegado amor. La princesa heredera lloró de felicidad, recibiendo con afecto a su amado padre. Daemon, a su vez, hinchó el pecho de orgullo, presentando ante la corte a sus dos hijos más jóvenes. Los bebés, adormilados, fueron tomados en brazos por el rey y la reina.
— Eres idéntica a tu madre, Rhaedes —fue lo primero que le dijo la reina, para su malísima suerte. Sabiendo, pues, lo cercanas que eran su madre y la reina Alicent, no pudo evitar sentirse abrumada con solo verla. Debía enfrentar la realidad. No tenía escapatoria, sin importar a dónde mirase, su destino era infalible y doloroso. Injusto—. Me alegra tanto verte. No puedes imaginar lo mucho que echo de menos a tu madre. Ahora, dentro de poco, serás desposada, cuando hace poco, mi quedísima Aedes, me daba la buena nueva de su embarazo.
Aedes, su mamá, era una mujer llena de historia y misterio. Sin embargo, por encima de todo, incluyendo su pasado, era una buena madre. Por eso, enfrentar a la reina, se sintió como volver a encontrarse con el cuerpo ensangrentado de su mamá, suplicando por el final de su dolor. Se preguntó si ella también tuvo que lidiar con los sueños. No le dio tiempo preguntárselo. No, no tuvo tiempo de conocer a la persona más importante en su vida. Sintió, entonces, celos de Alicent, quien sí había podido compartir con Aedes. ¿Tenía derecho a sentirse de esa manera? ¿Merecía ser tan egoísta? Sabía que no.
Rhaedes, todavía oculta entre las criadas de su madrastra que continuaban desempacando, pasaba de sus obligaciones cuando escuchó a su prima llamarla. Helaena dirigió su mirada hasta las manos de su prima, soltando una traviesa risilla. ¿Qué era lo que le hacía gracia? Se llevó una mano a la boca y dejó de reír, acercándose a su nerviosa invitada.
— Rhaedes, ¿por qué estás abrazando una capa de tu hermano? —y era lo que le había causado tanta gracia, ver a su prima, como una niña pequeña, aferrada al elegante trozo de tela.
— No me obligues a salir de aquí, te lo imploro —soltó a regañadientes la capa de Lucerys. Quiso decir algo, como excusarse frente a su prima o algo por el estilo, pero dada su posición, optó por la cómoda resignación y se acercó a la princesa de vientre abultado. Su prima estaba embarazada por tercera vez y no podía verse más encantadora, con sus finísimas vestiduras doradas y verdes y el cabello largo, platinado, trenzado en delicados moños.
— Podemos ir a mis aposentos —se encogió de hombros, tomándola de la mano, echando un pausado vistazo a las notorias cicatrices de la princesa. Se dio la oportunidad de detallar cada una de las ocho marcas, encontrándolas interesantes por sus formas y colores, cada una diferente de la otra. Sonrió, en silencio y sin aguardar por una respuesta, se llevó a la princesa hasta sus aposentos. La arrastró y de no estar en estado, la alzaba en sus hombros y se la llevaba a cuestas.
Un niño y una niña, tumbados en un grueso tapiz de piel de animal, jugaban indiferentes a su alrededor. Ante la presencia desconocida, el robusto chiquillo de seis dedos en la mano, hizo a un lado su caballo de madera y caminó hasta llegar a su madre, quien lo cargó. La niña, en cambio, siguió jugando como si nada. Jaehaerys y Jaehaera eran sus nombres y ambos eran mellizos, hijos del príncipe Aegon II y su hermana esposa, Helaena. Rhaedes ya sabía de ellos por las cartas de su prima, así que al presentarse ante los niños, lo hizo con toda la naturalidad del mundo. Se quitó el calzado y acomodándose sobre las rodillas, jugó con ellos. Prefería, por mucho, quedarse el día entero con los niños de su prima, que fingir ser una mujer de valor intachable. A ver, solo era una adultera, no había atentado contra el rey o algo así, pero se sentía de ese modo. Sentía el peso de sus errores calarle en el pecho. No veía su amor por Lucerys como un error, en absoluto; sabía que quedarse callada había sido su peor metida de mata. Y de allí surgía su error. El silencio la condenó. Ahora, dentro de poco, debía posarse frente al rey y recibir su bendición. Su tío bendeciría su matrimonio con Jacaerys y entonces, sabía, su vientre y su fertilidad quedarían a manos del reino. Eso era todo. Así de patética era su vida.
Ni siquiera era capaz de odiar a su prometido. Él estaba haciendo las cosas bien; cumplía a la perfección con el papel que el destino selló a su nombre y hacía lo posible por verla feliz a ella. Quería esforzarse por amarlo un poco más, lo suficiente como para no sentirse tan desgraciada, pero no conseguía fuerzas en su interior. Como si ya todo hubiese acabado para ella, incluyendo la esperanza. La esperanza es dañina, como ponzoña. Como un virus mortal que acaba con todo a su paso. Jacaerys merecía algo mejor.
— ¿Por qué tu ceño no deja de fruncirse esta mañana? —la voz de su prometido atrajo su atención. De nuevo, se aferraba a un libro y luchaba por no perder el ritmo de su respiración. Contar las exhalaciones la ayudaba a no entrar en pánico y esa mañana en particular, con el sol de la capital frente a ella y ruido de la jornada siguiendo su curso, necesitaba algo a que sujetarse que no fuese la esperanza. Jacaerys, en cambio, se mostraba manso y sereno. Claro, así era él; un príncipe admirable. Ella, obviamente, era un desastre. Una catástrofe en carne y hueso. Una maldición—. Deberías estar contenta.
— Lo estoy —mintió. Era una mentirosa. Decir mentiras ya era algo natural para ella—. De veras, me siento muy feliz de estar aquí. Cuando volvamos a casa, celebraremos nuestro matrimonio y entonces, seré tu esposa hasta que la muerte nos separe.
— Siento que hay algo que te está haciendo infeliz —el príncipe se sentó a su lado, dispuesto a escuchar todo lo que su prometida tenía para decirle—. Rhaedes, eres mi vida entera y por ese motivo, quiero saber si hay algo que te causa malestar. Tienes que ser sincera conmigo. Si me confías eso que va mal, voy a solucionarlo. Sea lo que sea.
— No es que haya algo que me esté haciendo infeliz. Para ti es fácil decirlo, tu plan de vida se basa en engendrar y liderar un reino. Eso está bien, porque es tu destino y tu derecho por nacimiento; nunca me sentí mal por seguirte el ritmo o por entregarme a ti, sabiendo el resultado de ello. Me educaron para servir al reino y a nuestra familia. Amo a nuestra familia. Yo daría mi vida por cada uno de ustedes.
— Pero no eres feliz.
— Jace, como mi hermano y prometido te amo. Los dioses saben que es así. Sin embardo, no quiero que el valor de mi existencia se base en cuántos hijos puedo engendrar. No es lo que deseo para mí. A decir verdad, no recuerdo que te hayas detenido ni una sola vez a preguntarme qué era lo que deseaba yo. Siempre has hablado de lo que quieres tú de esto y eso está bien, pero, ¿qué hay de lo que yo siento? De lo que yo quiero. Ni siquiera recuerdo cuándo fue que dejé de ser un monstruo para ti.
— Prima, yo sí que te haría feliz y el cielo lo sabe —a la conversación se unió una nueva voz, densa y tosca. El príncipe Aemond se acercó a la pareja, tomando la mano de la damita y besándola en los dedos—. Princesa, lamento no haberle presentado mis respetos el día de su llegada. Oh, Jacaerys, ¿también debería tomar su mano y besarla... sobrino?
— Aemond —la princesa rodó los ojos, apartando su mano con notorio desagrado. Miró su ojo y luego, escudriñó el material que cubría el sitio donde debía estar su otro ojo. Odiaba a su primo—. ¿Qué sentido tendría presentar tus respetos a una mundana huérfana? ¿O cómo era que me llamabas en el pasado? ¿Pequeña sabandija sin madre?
— Ten por seguro que yo nunca me referí a ti como un monstruo —el príncipe de cabello largo y platinado sonrió, dirigiendo su atención al muchacho a su lado de cabello castaño—. Tu prometido, en cambio, vaya que sentía miedo de tu existencia. La huérfana con un nombre maldito. ¿Lo recuerdas, Jace?
— Es evidente que durante mi niñez fui un niño torpe e incluso desagradable —negó con la cabeza ante aquella palabrería y prosiguió a cerrar aquella incomoda conversación que si no concluía en ese momento, iba a empeorar—. Aemond, tío, aprecio tu... recibimiento, pero si serías tan amable de no entorpecer nuestra visita, te lo agradecería muchísimo. Mi prometida y yo vinimos a ser bendecidos por el rey. Celebra con nosotros.
— Tal vez sí soy un monstruo —susurró la princesa, en Alto Valyrio. Ignoró a su prometido—. Nunca dejé de ser un monstruo. Ni cuando me temían, en nuestra infancia, ni ahora. En especial ahora.
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Ya estaba dormida. Se retiró temprano al dormitorio que le asignaron en su visita. Se sentía fatigada, lo suficiente como para no tomar la última comida del día. Excusándose, le pidió permiso a sus padres para no presentarse a cenar. Así pues, optó por disfrutar de la privacidad de sus aposentos temporales con un libro de páginas amarillentas y gruesas. No tardó mucho en quedarse dormida. Ni siquiera le permitió a las doncellas despojarla de sus prendas de diario. Para cuando despertó, a mitad de la noche, llevaba puestas las botas de entrenamiento y la capa vinotinto. Tomó asiento y, confundida, miró a su alrededor; todo estaba oscuro, salvo un pequeño tramo alcanzado por el brillo de una vela casi del todo consumida. Miró ahora sus ropas y se sintió, de pronto, fuera de lugar. ¿Cuándo se había puesto sus ropas de entrenamientos? Ni siquiera recordaba haberle ordenado a sus sirvientas empacar las botas. Fue entonces cuando se dió cuenta que no estaba en la capital, visitando al rey y a la reina. Estaba en casa.
Se puso de pie, dando una profunda inhalada. El aroma salino le acarició el pecho, mientras se acercaba a la ventana y se encontraba con el golpeteo nocturno del mar.
Suspiró, aliviada de estar en casa. No recordaba cuándo habían regresado o el momento de abandonar King's Landing, prro no le importaba rn absoluto. Era lo de menos.
Tenía la garganta seca y le dolía un poco la cabeza. Un leve golpeteo que no paraba. Se sacó las botas y arrastró los pies hasta la mesita, sirviéndose un cuenco con agua fresca.
Un alarido lastimero atrajo su atencio. ¿Qué había sido eso? No, era el ruido del mar. De las olas. ¿Verdad? Dejó el cuenco vacío y volvió a la cama, forzándose a no pensar en nada. Otro alarido hizo eco en el silencio de la noche. Este se escuchó más fuerte. Más cerca. Había dolor. Algo dolía en lo más profundo de aquel grito.
Era una mujer. El grito de una mujer que padecía algún dolor. Algo muy doloroso.
Olió sangre; el aire le supo a metal en la punta de la lengua. Pudo paladar un sabor salino y metálico. Un poco a mar y un poco a muerte. Muerte.
Se puso de pie, mirando a su alrededor con cuidado, como si estuviese buscando algo; estudió el suelo, sus ropas y la vela que lanzaba su último vestigio de luz.
Una vez fue rodeada por las tinieblas de la noche, bastó un respiro de su parte para escuchar otro grito. El aroma a sangre se había pegado a su nariz, lo suficiente como para darle la sensación de tocar el cálido líquido vital con sus propias manos.
Por instinto y sabiendo, en su fuero interno, lo que estaba por suceder, levantó las manos y encontró sus dedos empapados en sangre espesa y caliente. Muy caliente. La sangre que goteaba de sus dedos le quemaba.
Ahora fue ella quien gritó.
Dándose la vuelta, alcanzó una sabana y trató de limpiarse las manos, pero bastó tomar el trozo de tela para que esta se incendiara en llamas. El fuego se propagó de inmediato, a una velocidad inexacta; todo parecía ocurrir muy lento, demasiado lento, pero al mismo tiempo, no era capaz de registrar nada de lo que estaba pasando.
Le costaba respirar y quería vomitar. El olor de sangre quemándose era muy intenso. Le irritaba los ojos y le revolvía el estómago.
Quiso salir de la habitación y correr lejos del fuego y la sangre, pero no se movió de donde estaba.
El fuego la rodeaba con fiereza y su estómago ya no pudo contenerlo; el vómito era sangre y nada más que eso. El gran charco alcanzó las llamas, que se elevaban con mucha intensidad.
Escuchó, entonces, entre las flamas, la voz de su madre. ¿O era la voz de Rhaenyra? Llanto, mucho llanto y... dolor.
— Rhaedes —sus ojos se abrieron de golpe. Ya no había fuego. Vió a su prometido, con ropa de dormir y escuchó los pasos apresurados de las doncellas. Estaba de regreso en la capital, en su habitación provincial. Ya no había fuego ni oscuridad. Entonces, ¿por qué tenía la espantosa sensación de sangre sobre sus manos y todo su cuerpo?
Cuando vió a su padre entrar al dormitorio, lo entendió; había tenido otro sueño.
— Hay que sacarla de la cama de inmediato—escuchó decir a su padre, mientras se acercaba con el gesto contraído. Como si él también estuviese pasando dolor.
Una punzada de dolor se le clavó en el vientre. Rhaedes soltó un chillido agudo, en la cama bañada en sangre. Una doncella se acercó a ella, levantando las sábanas que cubrían a la princesa; el camisón de la princesa estaba empapado en líquido carmesí.
Otra punzada de dolor.
Rhaedes volvió a soltar un grito, tocándose el rostro mojado en lágrimas. ¿O era sangre?
¿Estaba teniendo otra pesadilla?
— ¿Qué está pasando conmigo, padre? —preguntó la princesa, antes de volver a retorcerse en la cama y por instinto, llevarse las manos al vientre.
Lo supo al día siguiente, cuanto todo había pasado. Cuando las sabanas ensangrentadas fueron reemplazadas por unas limpias y el dolor había desaparecido de su cuerpo.
Había sufrido un aborto.
Rhaedes sabía que ese embarazo no había sido de quien debía ser.
Ella sabía que ese hijo había sido engendrado por un amor prohibido.
— Estaba... ¿Iba a tener un bebé? —no reconocía aquella palabra en sus labios. ¿Qué significaba todo lo que su madrastra trataba de decirle con tanto cuidado? No, ella lo entendía muy bien; acababa de perder un hijo del hombre que amaba. Porque sabía que aquella creación suya, aquel fruto, era de Lucerys y no de su prometido como todos creían. Como debía ser.
En silencio, observó el rostro demacrado de su madre. Incluso parecía que había perdido algunos kilos. Estaba pálida y tenía una mancha violácea bajo cada ojo.
Pensó en el sueño; la sangre, los gritos y el fuego.
La persona que estaba gritando en su sueño era su madrastra.
¿Cómo se conectaba ese sueño con lo que acababa de sucederle? Porque tenía una conexión. Lo sabía. Lo sentía. Presentía el peligro. Había algo que no estaba viendo, pero que estaba sucediendo. Entonces, lo comprendió.
Rhaenyra estaba embarazada.
Su madrastra llevaba en el vientre a un hijo y los sueños malditos ya le habían advertido que algo malo iba a pasar.
— Madre, tú...
Jace tenía razón; soy un asqueroso monstruo. Un demonio.
Cerró los ojos y deseó no despertar jamás.
Luke, sálvame.
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