32.- Caza-brikas (1/3)


Érica se puso en marcha montaña abajo apenas salir de la base de los encadenados. Supuso que para volver a la posada donde se alojaba, lo más rápido sería volver por el mismo camino por donde llegó, pero no tenía ganas de helarse tanto ni de encontrarse con otra ventisca, por lo que convirtió su timitio en una tabla de snowboard y se deslizó hacia abajo.

No avanzó mucho hasta que se cayó, pero fue entretenido de todas maneras.

—Quizás debería deslizarme como siempre.

Formó esquís de timitio, con espinas que se insertaban en la nieve y la propulsaban. Así se le hacía más fácil girar y frenar cuando fuera que se encontraba una roca enfrente.

Después de un par de horas llegó a la falda de la montaña, ya sin tanta nieve. Desde ahí podría bordear la montaña hacia su cabaña.

—Debí haber traído mi moto— pensó.

Estaba cansada, por lo que hizo un alto para tomar agua. Había repuesto sus provisiones en la base de los encadenados. Aún se le hacía difícil pensar que la había dejado sin tener que matar a nadie. Aunque, haciendo memoria, no recordaba haber matado a ningún encadenado, a pesar de haber asaltado sus bases ya 3 veces.

Se dedicó a contemplar el paisaje un momento. Le costaba relajarse, tan acostumbrada a los frecuentes ataques de monstruos.

—¡Eeeeek!— chilló Papel, apareciendo a un costado de su cuello.

—¡Papel!— saltó la chica.

Le hizo cariño en la cabeza, a lo que él contestó dando vueltas a su cuello un par de veces para restregar su cara en ella. Entonces Érica sintió un pedazo de papel pegado al mismo animal y lo tomó para examinarlo. Se trataba de una carta.

"Estimada Srta. Érica, Campeona de Madre:

Junto con saludarla cordialmente, la Federación de las Naciones Unidas de Madre quisiera recordarle que las personas de Madre esperan con ansias noticias suyas.

Lamentamos terriblemente interrumpir su importante entrenamiento, pero nos vemos en la necesidad de solicitar humildemente su presencia en el mundo. Más precisamente, en la oficina del Director de la Federación: Bernard Labadie.

Atte.

Federación de las Naciones Unidas de Madre.

PD:

Érica, escribe Labadie. Te recuerdo que tienes un contrato con nosotros. Ven, por favor. Tenemos que conversar temas importantes y necesito al menos a un campeón aquí. Tú eres la única que no ha vuelto desde la liberación.

Saludos".

No le extrañaba ser la única que faltaba ir. No quería, pero menos ganas tenía de que sus amigos se enojaran con ella, o peor, que se desilusionaran de su actitud y la aceptaran como floja. No, no lo aguantaría.

—Tengo que ir— pensó— quizás me puedo pasar antes de ir a Atídima. Labadie no me necesitará mucho rato ¿O sí?

Se llevó una mano a la sien, aburrida ya de tener que ir y trabajar. Odiaba deberle algo a Madre, pero nadie la había mandado. Al menos le pagaban, aunque fuera una miseria en comparación a lo que había ganado en Hosilit.

Miró a Papel, acurrucado en su regazo. Le acarició la cabeza.

—¿Te gustaría ir conmigo?— le preguntó.

—Eek— contestó en voz baja.

Aunque fuera con ella, obviamente no se quedaría durante toda su visita. Érica siempre podía confiar en que Papel viajara a donde fuera.

Entonces reparó en algo que no había pensado antes. Volvió a mirar la carta, luego a Papel.

—¿Cómo supieron que tú ibas a venir conmigo?— le preguntó.

—Eeek— contestó el animal.

—¡Argh, mierda! ¿Podría haberte usado para enviar cartas a mis amigos todo este tiempo? ¡Soy una idiota!

Mas Papel negó con la cabeza.

—¿Eh? ¿No podría haberte usado para enviarles cartas?

Papel volvió a negar.

—¡¿Por qué no?! ¡No me digas que no sabes dónde están o algo así!

Papel se paró de ella y se acurrucó en el suelo a un costado.

—¡Oye! ¿Por qué no puedes enviarles cartas? ¿Es porque no quieres?

Papel asintió.

—¡¿Eso es todo?! ¡¿Te da flojera?!— bramó Érica— ¡Vamos, no seas así! ¿Por qué les haces caso al pelado de Labadie y no a mí?

—Eeek.

A veces a Érica se le olvidaba que estaba discutiendo con un animal.

—Está bien, no será algo frecuente ¿Pero podrías enviarles al menos un mensaje a ambos?

Papel la miró un segundo, luego asintió.

—¡Excelente! ¡Gracias!

Sacó un cuaderno, un lápiz y se puso a escribir una misma carta dos veces; una para Arturo y otra para Liliana. En su carta les dijo que se vieran en Ditílum, la capital de Atídima en 2 semanas a contar de ese día. Tenía ganas de verlos de inmediato, pero no podía pedirles algo así con tan poco tiempo de anticipación. Además, ella también necesitaba prepararse.

Le ató las cartas a Papel en el collar que le habían puesto en el cuello. Este dio un par de vueltas a su alrededor y partió como el rayo, perdiéndose detrás de unas rocas.

Érica se sentó, sonrió. Ya no quedaba mucho para que se volvieran a ver. El monstruo hambriento y frío en su espalda le pesaba más que nunca, pero solo tendría que aguantar un poco más, solo dos semanas más para librarse de ese demonio.

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Más animada, continuó su viaje. Se deslizó por la tierra helada, mojada por la nieve a medio derretir. A su alrededor había mucho blanco y marrón oscuro, el cielo nublado la cubría con un gris aburrido. A pesar del aire frío, era un clima agradable, como si el mundo intentara cobijarla entre la nieve y las nubes.

No transcurrió mucho tiempo hasta que se topó con un camino de tierra. Continuó por ahí, pero al rato comenzó a preguntarse si iba en la dirección correcta. Sacó su prholo para verificar el mapa, cuando de repente un tintineo de cadenas la hizo parar en seco. De inmediato miró en todas direcciones, pero no encontró al Encadenador.

—¡Ayuda!— oyó a una persona.

No veía a nadie, pero la voz venía de la dirección general de una loma, cerca de donde un riachuelo cruzaba el camino. Rodeó la loma, se encontró con una camioneta maltrecha, atascada en el medio del riachuelo. En la orilla, una volir se mantenía acostada. Una manta le cubría la pierna, la cual se doblaba en un ángulo que no debería.

—¡Por favor, ayúdeme!— le rogó la mujer.

Érica se apresuró a acercarse.

—¿Qué te pasó?— le preguntó.

Tomó la manta y la quitó para ver el estado de la pierna, solo para darse cuenta que la pierna de la señora estaba hundida en un hoyo en la tierra. Lo que había creído que era su pierna rota, era en verdad un palo. La volir de inmediato le apuntó con una pistola.

Siquiera antes de que Érica pudiera girarse a mirarla, cuatro sujetos salieron de escondites en la camioneta y la rodearon, apuntándole con armas de fuego.

—¿Por qué no me ayudas, mija? Solo dame todo lo que tienes y márchate— se burló la volir.

Érica la examinó unos segundos; se trataba de una señora de mediana edad. Para una volir, eso debían ser más o menos 70 años.

—Pensé que... que necesitabas ayuda— alegó.

—¡Y la necesito, ya te dije!— insistió la mujer— ¡Dame todo lo que tienes, ahora!

Otro de los sujetos le mandó un golpe con el mango de su pistola en la cabeza; un golpe tan insignificante que Érica no se molestó en cubrir con timitio. Suspiró, desalentada.

—Oh, te daré todo lo que tengo.

Sujetó su pistola y la rompió con su sola mano antes de dejarle disparar. Atrapó el índice de la volir y se lo rompió, sin querer. Los demás sujetos dispararon, por supuesto, pero eso ya no era un problema para Érica.

La muchacha fue y les rompió las armas uno a uno. Luego, cuando intentaron huir, ella los atrapó usando látigos de timitio en sus tobillos, tal y como había hecho con los desgraciados que había asesinado en Hosilit. En esta ocasión los levantó a todos para que la miraran boca arriba; el timitio le bastaba y le sobraba para mantener cinco látigos.

—¡¿Qué es esto?!

—¡Es magia!

—¡Estamos acabados!— escuchó entre otros gritos.

—¡No nos mates, por favor! ¡Solo queríamos hacer algo de dinero!— le pidió la volir.

—Me dispararon, intentaron matarme— alegó Érica.

—¡Pero no moriste!— alegó la señora.

—¡Ustedes no lo sabían!

Todos guardaron silencio, temerosos. Érica se pasó una mano por el pelo, harta de estar decidiendo quién vivía y quién moría. Al final tomó una decisión: los azotó a todos una vez contra el suelo, lo suficientemente fuerte para romperles algo, pero nada letal.

—Tienen suerte de que estoy de buen humor— bramó.

Luego fue a su camioneta para partirla en dos con una patada de hacha. Un pedazo lo arrojó al camino, mientras que el otro lo envió montaña abajo.

Para su sorpresa, este segundo pedazo fue atajado en el aire por una sola mano; un hombre grande y fuerte, un humano de armadura azul.

Otro tintineo de su cadena le indicó que el otro extremo se encontraba cerca. Belfegor dejó la mitad de la camioneta en el suelo y continuó caminando hacia ella, escoltado por sus guardaespaldas: Morgana y Severa.

—¡Bel!— exclamó Érica.

Fue a su encuentro, mucho más animada.

—¡Bel! ¡¿Qué haces aquí?! ¡No puedo creer que nos volvamos a encontrar!

Érica avanzó los últimos metros a zancadas. La cadena desapareció de la vista, aunque seguía ahí, entre los dos. Érica podía sentirla.

—¡Bel, chicas! ¡¿Cómo les va?! ¿Cómo me encontraron aquí?— los saludó— ¿Vieron la cadena? ¿Puedes creer que estamos atados, tú y yo?

Esperó su reacción, pero Bel no decía nada, solo miraba al suelo. Algo lo aquejaba.

—¿Bel? ¿Estás bien?

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