Cincuenta y nueve

Absolutamente nadie sabía que Franco había decidido volver. Ni Bruno, ni Julieta, Ismael, y mucho menos Evangelina, con quien no hablaba desde aquella mañana en que lo llamó cuando estaba a punto de embarcarse en su vuelo. Todo estaba tan bien al otro lado del mar que decidió volver para no perderse el lanzamiento al mercado de las nuevas terminales de cobro, ya en etapa de producción y preventa, y lo que más le importaba: la prueba de fuego.

Estaba plenamente convencido de que había borrado a Evangelina de sus pensamientos.

Pero falló miserablemente al poner un pie en la vereda de La Escondida. Recordó absolutamente todo aquello de lo que huyó, y es que la escena era cine puro. Los camareros corriendo para todos lados con bandejas en sus manos, Patricio despachando varios cafés al mismo tiempo, Ángel con movimientos frenéticos en la cocina, y ella en cámara lenta. El cabello suelto flameando sutilmente por el viento del aire acondicionado sobre su cabeza, el vaivén de sus ojos sobre la revista, y la ligera sonrisa cuando veía un producto que le interesaba, señalándolo con el dedo para luego tomar una birome de la caja registradora y marcarlo en la hoja para comprarlo.

Literalmente, se derritió al verla después de tres meses.

Y lo aceptó: estaba enamorado de ella hasta los huesos.

Inspiró y entró. La escuchó cantar un clásico de Charly García, y completó la frase para hacer notar su presencia.

No te olvides de mí, porque sé que te puedo estimular.

Evangelina levantó la vista pensando que era otro cliente baboso, y se paralizó ver a Franco del otro lado del mostrador. Estaba mucho más bronceado, y ya no vestía ropas deportivas. Se le hizo raro verlo de camisa blanca y sweater de cuello redondo gris. Salió del mostrador y lo observó con atención, pensando que esa Bruno jugándole una broma. Pero lo conocía lo suficiente para saber que jamás usaría el cuello desabrochado y la camisa fuera del jean negro sobresaliendo ligeramente del sweater, mucho menos vestía zapatillas blancas en su horario de oficina.

Se acercó con cautela hasta su rostro, y con dedos torpes corrió el flequillo, ahí estaba el piercing, y además traía uno nuevo en el trago de la oreja. Franco no despegaba la vista del rostro incrédulo de Evangelina, y disfrutó la cercanía. Extrañaba su perfume, el suave tacto de sus manos, se rindió al momento. Cuando se convenció de que era el mismísimo Franco quien estaba frente a ella, abrió la boca incrédula mientras intentaba contener la sonrisa, y sin dudarlo se abrazó a su cintura y apoyó la cabeza en su pecho.

—No te das una idea cuánto te extrañé, hijo de puta.

—¿Te pensás que yo no? —dijo, apoyando su mejilla en la cabeza de Evangelina, luego de dejar un beso.

—Al parece no, porque nunca me llamaste, ni siquiera un mensajito —le reprochó soltándose del abrazo—. Me dejaste sola con el proyecto de los Orson, agradecé que tenés un equipo excelente y me re ayudaron a ayudarlos, valga la redundancia.

—¿Entonces ya te diste cuenta del potencial que tenés? ¿Entendiste por qué te necesito conmigo?

—Bueno... Tampoco hice la gran cosa, me la pasé sacando tickets de ventas ficticias, y volviendo locos a los chicos con detallitos boludos.

—Dejá de tirarte abajo, que sé perfectamente todo lo que hiciste. ¿O acaso pensás que no seguí de cerca tu desempeño? No me equivoqué con vos, Evi, sin tu conocimiento nunca hubiéramos podido lanzar las nuevas terminales de cobro antes de fin de año. Lo hicimos en tiempo récord, los Orson tardaron un año y medio en salir y eran una cagada. Este POS es superior, y lo hicimos en cuatro meses.

Evangelina estaba tiesa, no tenía noción del trabajo que había hecho. Quería decir algo, pero se sentía avergonzada de sí misma, de su falta de confianza en cuanto a sus capacidades, y a la vez feliz porque por primera vez en su vida se sentía realizada con un trabajo.

—Tengo uno acá, ¿ya lo viste? —comentó entusiasmada mientras lo tomaba entre sus manos—. Me lo dio Bruni, es el primer modelo final.

—No, todavía no fui a la oficina, llegué hace un rato, dejé las valijas en casa, agarré el auto y vine para acá. Apenas terminó la inauguración corrí al aeropuerto para volver.

—Ah... Por eso la facha —destacó divertida.

Franco le regaló una sonrisa y luego tomó el aparato entre sus manos, lo examinó con cuidado, y metió la mano en el bolsillo de su pantalón para sacar su billetera. Consultó la pizarra de precios frente a él, y se cobró un café con su tarjeta de crédito. La terminal de cobros funcionaba de maravilla, tal como la había ideado desde el minuto cero.

—¿Te gusta? —quiso saber Evangelina.

—Es tan perfecto como su mamá.

Evangelina estalló en risas estridentes, feliz porque realmente se sentía la madre de ese aparato.

—Ya sé lo que te cobraste, así que ya le traigo su pedido, señor.

Digitó la venta en la caja registradora, y fue en busca de su café cargado y sin azúcar. Se lo extendió sobre la barra sin dejar de sonreír.

—Espero que te hayas comprado algo bonito con tu sueldo bien ganado.

—¿Qué sueldo? —preguntó confusa.

—No me digas que nunca fuiste al banco a buscar tu tarjeta de débito.

—¿Qué tarjeta, Fran? ¿De qué hablás?

En ese momento supo que olvidó transmitirle las indicaciones de recursos humanos para poder gozar de su remuneración bien ganada.

—La puta madre, Evangelina... —refunfuñó apoyando la taza en la barra—. No me digas que trabajaste todos estos meses sin goce de sueldo.

—¡Pero si no me decís, ¿cómo querías que lo supiera?!

—¿Acaso trabajas gratis acá, Eva?

—Sí, pero es distinto...

Se enredaron en una pequeña discusión amigable, que levantó las alarmas de Claudio, el sobrino de Isidro. No dudó en acercarse.

—¿Pasa algo, Evangelina? —preguntó con tono firme.

—¿Y este quién es? —repreguntó Franco, ligeramente molesto porque se involucró en su conversación.

—Eso lo debería preguntar yo. ¿Quién es usted para incomodar a mis empleados?

Franco quedó de piedra, abrió ligeramente la boca, y luego arrastró su flequillo hacia atrás, para ver si la similitud con Bruno le refrescaba la memoria. Ante la falta de respuesta, soltó su cabello mientras suspiraba frustrado.

—Soy Franco Antoine, gerente de desarrollo de Chanchi. ¿Y vos sos...?

—Claudio Álvarez, encargado y dueño de La Escondida.

—¿Ya hicieron el traspaso? —le susurró a Evangelina, quien negó disimuladamente con la cabeza.

—¿Y se puede saber cómo sabe usted eso? Es información confidencial —sentenció observando a Evangelina algo molesto.

—Se nota que no te hablaron de mí —dijo con desdén, levantándose de su asiento—. ¿El contrato está acá, Evi?

—Sí, Isidro lo guardó en el cajón de su escritorio.

Sin mediar palabra, se levantó como Pancho por su casa, y se dirigió a la oficina de administración seguido de Evangelina.

—¡¿Qué está haciendo?! Evangelina, este hombre no puede pasar a la oficina así como si nada.

Evangelina giró en su lugar, impidiéndole el paso.

—Claudio, no pasa nada. ¿Podés calmarte? Franco es de mi absoluta confianza.

—¿Y eso qué tiene que ver? ¿Acaso eso te da derecho a meter a cualquiera a una zona restringida de tu lugar de trabajo?

—Y después te preguntás por qué todos los chicos te odian. Desde ya te aclaro que este no es el trato que nos daba tu tío. Seguí así, y vas a tener que salir a buscar empleados.

Claudio enmudeció, y Evangelina comprendió que en la euforia habló de más.

—Eso no lo sabía...

—Ahora lo sabés. Y sinceramente, me importa una mierda si después de esto me querés echar. Pero alguien tiene que pararte el carro y bajarte del pony porque estás haciendo mierda el restaurante de tu abuelo con tus aires de gran jefe.

—Eso a vos no debería importarte.

—Sabés que sí —lo interrumpió—, me importa y mucho porque Isidro es como un padre para mí, y me dolería que perdiera todo lo que construyó por una mala decisión. Al final, era más sano que le dejara esto a Alan, que siempre fue atento con el equipo de trabajo y respetaba el legado de su abuelo. Y créeme que si tu tío viera lo que estás haciendo, sería capaz de dejar que Alan modernice todo, con tal de no perder el corazón del restaurante: los empleados a los que despreciás.

—Bueno... Pero tienen que entender que las cosas cambian, y era obvio que en algún momento mi tío se jubilaría.

—Claro que lo sabíamos, pero no esperábamos semejante cambio. No importa... Ya tendré oportunidad de hablar con él cuando me vaya. Solo espero que recapacite antes de jubilarse.

Luego de expulsar toda su bronca contenida, fue al encuentro con Franco, quien obviamente había escuchado toda la discusión, y se limitó a gesticular un aplauso con una sonrisa de suficiencia.

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