Capítulo 18: «Perfectamente equilibrado... cómo deberían ser todas las cosas.»

Dagmar estaba realmente nerviosa; incluso emocionada. Aunque podía sentir el miedo recorrer todo su cuerpo, era tal la euforia que la invadía, que esta, eclipsaba cualquier otro sentimiento aterrador.

La princesa estaba sorprendida de la alianza que acababan de formar, de su propia valentía, por querer gritar la verdad y enfrentar, cara a cara, las consecuencias de sus propias acciones. No podía estar más conmovida; finalmente, su padre, parecía que estaba en su bando y la iba a proteger como se supone que tendría que haber hecho tiempo atrás. Aunque ya nada importaba el pasado; lo importante para Dagmar, era que en el presente podía contar con él.

Y no solamente con su padre, también con Lilibeth Night. La princesa no podía estar más agradecida con ella, por su apoyo incondicional y por prestarles su poder.

Con la valentía que creyó faltarle, con el afecto que pensó que no merecía y con la amistad inesperada de una bruja, Dagmar, se sentía lo suficientemente poderosa como para dar un último golpe; aquel, por el que esperaba que castigaran a Rosella, aun si eso significaba tener que aceptar que ella también merecía recibir alguno.

Al menos, este, aseguraría que se hiciese justicia. Aunque su final feliz fuera algo inalcanzable, le serviría para redimirse.

Con el corazón sobrecogido, no pudo evitar pensar en Gabriel y en el daño que le había provocado sus acciones pasadas. Ella, había sido una pieza en el tablero de juego de Rosella; él, había sido un daño colateral de la villana.

«Ojalá puedas perdonarme...», deseó, observando como el sol salía por el este. Aunque, lo cierto, es que perdonarse a sí misma iba a ser la parte más difícil de todo aquello. Y si ella era incapaz de hacerlo, Gabriel, tampoco lo haría. Realmente sentía que no se lo merecía.

—Es la hora —anunció Lilibeth.

Las dos nuevas amigas se miraron a los ojos para infundirse valor. Alfred, que había pedido una audiencia con la reina Flora, para que escuchara a su hija, las acompañó.

La séptima prueba, era la última del concurso real del Sol y fuera casualidad o destino, requería que las participantes afrontaran una verdad; básicamente, consistía en sincerarse, no solo con una misma, sino con todo el reino. Por lo que, se convirtió en la oportunidad perfecta para que Dagmar mostrase al mundo entero, las atrocidades que había cometido su madre; las atrocidades en las que ella misma había colaborado. «Fuera o no una niña arrastrada en la oscuridad de mi madre, debo ser juzgada», pensó inevitablemente. Era consciente que el sentimiento de culpabilidad iba a acompañarla el resto de su vida.

Una vez más, Dagmar caminó por el palacio del sol, despacio y decidida, con los recuerdos de todo lo que había vivido en el último mes, golpeando su mente. La nostalgia la invadió al pensar que aquella, sería la última vez que lo haría como pretendienta; después de su revelación, no sabía que le esperaba ni cuál sería su destino. Pero por primera vez, se sentía dueña del mismo.

También, por última vez, se presentó frente a las puertas de la sala dorada de tácticas reales. Lejos quedaba aquella princesa que había recorrido esos mismos pasillos y empujado aquellas puertas con rabia y decisión; ahora que se encontraba frente a estas, temblaba como un flan.

—Cuando crucemos esta puerta, no habrá vuelta atrás —reflexionó Dagmar en voz alta. Tanto su padre como Lilibeth le dieron la mano para tranquilizarla; incluso notó los bigotes de Nut sobre la piel del brazo, pero no se quejó.

Lo cierto, es que, a la princesa, empezaba a faltarle el aire; no sabía si era culpa del estúpido corsé con el que se había vestido bajo los ropajes o si era porque estaba a punto de actuar en contra de su madre. Probablemente, fueran ambas, pero lo cierto es que se encontraba al borde de un ataque de pánico.

—¿Estás seguro de esto, papá? —le preguntó en un hilo de voz.

Jamás habría creído que su padre daría un paso hacia delante y se pondría de su lado. Aquella, había sido una grata sorpresa y todo el odio que Dagmar había estado acumulando durante años, se había disipado instantáneamente. Pero entendía que de la misma forma en que su madre la había arrastrado a la oscuridad, ella lo estaba arrastrando a él a enfrentarse a Rosella.

—Es mi turno de protegerte, cariño —le susurró acariciando su mejilla.

—¿Y tú, Lilibeth? ¿Estás segura de querer formar parte de esto? —se dirigió a la bruja. Al fin y al cabo, nada de aquello la concernía.

Ella se lo pensó largo y tendido, en silencio.

—Solo si decides enfrentarte a lo que más te aterra —contestó ella con seriedad.

Dagmar, no supo muy bien a lo que se refería, así que la observó confusa y sintiendo que algo se escapaba de su entendimiento.

—¿Lo que más me aterra...?

—Ser amiga de una bruja —le sonrió.

La princesa le devolvió el gesto, con ternura, y recordó cómo le había dicho varias veces que no eran amigas. «Si me lo llegan a decir a principios del concurso...», pensó divertida. Dagmar se arrepentía de haber sido tan injusta con ella y de haberla juzgado sin motivo.

—Mi única amiga, una princesa bruja —se burló de sí misma.

Y lo cierto, es que así era. Bruja o no, Lilibeth Night era la heredera del aquelarre más poderoso del reino del Sol; eso tenía que convertirla en alguna especie de realeza mágica.

Ambas aumentaron la presión del agarre de sus manos, deseando tener muchas ocasiones más para divertirse juntas.

—¿¡Y qué hay de mí!? —preguntó una voz chillona.

Dagmar miró de reojo a la ardilla, que se asomaba, como de costumbre, del cabello de la bruja.

—Sigo sin entender como hacéis esto... —comentó con desagrado la princesa.

Todos, incluido la ardilla, se echaron a reír. Todos coincidían en que parecía que Dagmar estaba un poco mejor de ánimo; aunque no sabían que, en realidad, seguía siendo una fachada. En su interior, seguiría castigándose por lo ocurrido y por haber perdido al amor de su vida, durante mucho tiempo. Pero en aquel preciso momento, necesitaba creer que tenía fuerzas para terminar con todo aquello.

Cuando las puertas de la sala táctica se abrieron, en el interior, la reina Flora y el príncipe Maximiliano esperaban expectantes y se respiraba un ambiente tenso.

Alfred había pedido como favor que también estuviese presente el rey Jacobo; un hombre serio, de alta estatura y figura imponente, de ojos marrones y cabello salpicado por las canas. Aunque antaño, este fuera de un castaño oscuro. No había duda alguna: el príncipe Maximiliano había heredado su imagen y semejanza.

El jefe de la guardia real, así como el director de la torre carcelera, también asistieron a petición de la princesa.

Todos y cada uno de ellos, se preguntaban cuál era la verdad que les iba a revelar la princesa Dagmar, porque estaban convocados y que tenía que ver tanto Lilibeth Night como Alfred Arrowflare en aquel asunto.

—Gracias por querer escucharme —anunció la princesa Dagmar.

Sus manos temblaban, y no era de frío. Su corazón estaba tan agitado como el mar en medio de una tormenta.

—Querida Dagmar, ¿tiene esto que ver algo con la séptima prueba del concurso real? —la reina Flora se acercó a ella y le habló en un susurro.

—Se podría decir que sí, querida tía —le contestó.

Su respuesta dejó más confusa a la reina que antes. No habían vuelto a hablar después de lo ocurrido con el juicio rápido de su amado Gabriel, mas su tía, ya no parecía pensar en ello.

—Antes de empezar... —pronunció Dagmar. Flora la miró con atención—. Quizás debería abrir su corazón y dejar los prejuicios a un lado; no todas las brujas tienen que ser malvadas.

Sus palabras salieron con decisión por su boca, pero estas, provenían del fondo de su corazón. No pudo evitar mirar a Lilibeth de reojo y luego posó su mirada en el príncipe. Maximiliano parecía haber captado lo dicho y trataba de esconder una sonrisa, aunque sus mejillas estaban coloradas.

Lilibeth, ajena a toda la conversación, permanecía a la espera de su turno.

—¿Empezamos? —sugirió el rey.

La reina Flora volvió a su silla, sorprendida por la reflexión que la princesa le había susurrado. Todos los presentes aguardaron a una explicación, que llegó de la mano de Alfred.

—Todos conocen a mi mujer, la princesa Rosella —comenzó. Cada uno de ellos asintió—. Durante años, he dejado que ella dictaminará el camino de mi hija mayor, la princesa Dagmar. Sin objeción alguna, la dejé escribir una historia que no le pertenecía.

—¿Qué tiene que ver eso con la prueba, querido Alfred? —intervino Flora.

Él, sonrió con pesar.

—Nadie mejor que usted sabe lo ambiciosa que puede llegar a ser su hermana, reina Flora —contestó sin titubear—. También sabe que no le importa usar métodos poco éticos para lograr sus objetivos; dañar a las personas que se crucen por su camino o arrasar con todo y todos durante el proceso.

La reina Flora se coloró y por un segundo, su mente viajó años atrás, repasando los amargos recuerdos que compartía con su despiadada hermana.

—Han sido muchas, las maldades que mi esposa ha llevado a cabo. Pero no contenta con los resultados, fue arrastrando a mi propia hija a la oscuridad.

Dagmar sintió vergüenza y las lágrimas amenazaron, nuevamente, con rodar por su rostro. Fue Lilibeth, la que, con un suave toque en su hombro, logró que la princesa volviese a centrarse. No era momento para mostrarse débil.

—Por favor, padre... —intervino—, déjeme que sea yo misma la que se explique.

Alfred, con preocupación, observó el rostro de su hija largo y tendido; no parecía albergar duda alguna, aunque le temblaba el pulso y tenía la mandíbula prieta. Finalmente, al ver la determinación brillar en sus ojos, aceptó.

Dagmar dio un paso hacia delante y respiró hondo. Era la hora, de contar la verdad sobre aquel fatídico día:

—Cuando tenía siete años, nos dirigimos al castillo para celebrar la cena de Navidad. Mi madre... Rosella, había maquinado un plan para ayudarme a llamar la atención del príncipe Maximiliano —confesó; toda la vergüenza cayó sobre sus hombros, pero decidió continuar—. Encontramos unos hombres a mitad del camino y madre hizo parar el carruaje con el pretexto de pedir unas indicaciones... Pero cuando aquellos buenos hombres empezaron a hablar con ella, aprovechó un descuido e introdujo unas joyas en el bolsillo de uno de ellos —la voz, inevitablemente se le quebró.

Dagmar necesitó un momento para tomar aliento, tranquilizar sus nervios y continuar.

—Luego de aquello, los denunció. Aunque no acepté de buenas a primeras, me manipuló para que apoyara su versión y dijera que habíamos sido asaltadas. Rosella se aseguró de dejarme claro que o seguía sus indicaciones o me tiraría en la primera aldea como a un despojo.

Todos se quedaron mudos frente a aquellas acusaciones. Todos, menos la reina Flora, que sorprendida, habló casi sin pensárselo:

—Recuerdo lo que cuentas... —reflexionó.

—Unos hombres fueron injustamente encarcelados. Yo colaboré con mi despiadada madre y jamás abrí la boca hasta este momento —la princesa Dagmar no pudo contenerse más y se echó a llorar.

Lilibeth y Alfred la envolvieron con calidez, mientras la princesa no dejaba de sollozar. Todos se encontraban estupefactos, incluido el rey, que solía ser una persona muy templada, parecía estar desencajado.

—Si me lo permiten, les mostraré ese recuerdo —pronunció Dagmar. Aunque sus palabras, fueron más una súplica que una sugerencia. Quería asegurarse de que la verdad prevalecía a futuras maquinaciones de Rosella.

Maximiliano observó boquiabierto como Lilibeth le entregaba un espejo; acababa de sacarlo de su bolsa. Confuso, lo aceptó y esperó a que esta diese alguna indicación más.

—A través del espejo, podrán ver lo ocurrido —murmuró.

Luego, se acercó nuevamente a Dagmar, que temblaba sin poder reprimir sus emociones.

—Debes abrir tu mente —le susurró la bruja. Se la notaba nerviosa, al igual que la princesa—. O podría dañarte.

Dagmar suspiró al tiempo que cerraba los ojos para coger impulso. Gabriel volvió a aparecer en su mente. «O más bien nunca se ha ido», reflexionó la princesa.

—¿Podrás confiar en mí? —quiso asegurarse Lilibeth.

Dagmar, reuniendo todo el valor que le quedaba, abrió los ojos y los clavó en Lilibeth.

—Estoy desesperada —esbozó una pequeña sonrisa nerviosa.

—No sé si sentirme alagada o insultada.

Lilibeth se tranquilizó al ver que la princesa Dagmar, no había perdido su sentido del humor. Sin más dilación y con ganas de terminar con todo aquel asunto, posó sus manos y tocó las sienes de la princesa; cerró los ojos, concentrándose en su respiración, y poco después la magia ocurrió.

Las fechorías de Rosella, se reprodujeron en la superficie del espejo, como si de una obra de teatro se tratará. Todos, observaron estupefactos como la historia se desenvolvía tal y como había confesado la princesa Dagmar.

Todo lo narrado por la princesa acababa de ser corroborado. Ni siquiera una bruja tan poderosa como Lilibeth Night podía manipular los recuerdos de aquella manera.

Los presentes observaron los últimos momentos registrados en la cabeza de una niña de siete años y se horrorizaron por todo lo ocurrido.

Finalmente, la verdadera villana, quedó al descubierto y al terminar, el espejo se rompió en añicos.


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