Capitulo 29
Valcartier, siete años atrás.
El calor era sofocante, pesado como un manto que se pegaba a la piel y hacía difícil respirar. Stefan tenía doce años y estaba de rodillas sobre el pavimento abrasador del patio central. Su uniforme estaba rasgado, su labio partido, y una mancha oscura comenzaba a extenderse bajo su ojo izquierdo. Pero no era el dolor físico lo que lo mantenía clavado al suelo.
Faltaba algo.
Su mano derecha se cerraba con desesperación sobre el vacío en su bolsillo interior. Allí, siempre llevaba un encendedor de oro y plata esterlina, una pieza de artesanía, con un diseño refinado y grabados minuciosos en su superficie. Su tapa, adornada con un pequeño escudo, encajaba a la perfección, y su mecanismo, a pesar de los años, aún funcionaba con precisión, encendiendo la llama con un suave giro de la rueda de zafiro incrustada.
Era más que un simple encendedor, era una reliquia, un vestigio de un linaje que apenas recordaba, el único objeto que aún lo conectaba con su abuelo. Su peso en el bolsillo siempre le había brindado una sensación de seguridad, un ancla en medio de un mundo que cambiaba demasiado rápido.
Pero ahora no estaba.
Había sido arrancado de su chaqueta por manos más grandes, más crueles, y el peso de su ausencia lo aplastaba más que cualquier golpe recibido esa tarde. El pavimento bajo sus rodillas estaba caliente, quemando a través de la tela fina de su pantalón, pero nada podía compararse con el ardor que sentía en el pecho.
Frente a él, el coronel caminaba en círculos, sus botas negras resonando como un tambor fúnebre contra el suelo de piedra. Cada paso era una sentencia, cada pausa, un silencio afilado que cortaba más que cualquier palabra.
—¿Esto es todo lo que eres, Stefan? —Su voz era baja, pero cada sílaba era un látigo que se clavaba en la piel del niño—. ¿Un saco de huesos temblorosos que se deja golpear y robar como si no tuviera ningún valor?
Stefan apretó los dientes con fuerza, sus ojos clavados en el pavimento. Sus rodillas ardían, su espalda estaba rígida por el calor y la humillación.
—Mírame cuando te hablo.
El niño levantó la cabeza con un movimiento brusco. Sus ojos grises brillaban con una mezcla de rabia contenida y miedo paralizante. Había lágrimas agolpándose en sus pestañas, pero se negó a dejarlas caer.
—¿Crees que te van a respetar si te dejas pisotear? ¿Si te dejas arrancar lo poco que tienes sin siquiera intentar luchar? —El coronel se inclinó hacia él, su rostro tan cerca que Stefan pudo sentir el calor abrasador en su aliento—. En este lugar, soldado, la debilidad es una sentencia de muerte. Si permites que te golpeen una vez, lo harán siempre. Si permites que te roben, nunca recuperarás lo que perdiste. Nadie va a salvarte. Nadie.
Stefan tragó saliva, sintiendo cómo cada palabra se clavaba como astillas en su pecho.
—Sí, señor.
—¡Entonces actúa como un hombre y levántate!
Stefan apoyó las manos en el pavimento. El calor abrasador del suelo le quemó las palmas, como si estuviera tocando metal al rojo vivo. Sus dedos estaban rígidos, casi sin fuerza, pero presionó con determinación, apretando los dientes hasta que su mandíbula dolió. Se puso de pie, tambaleante, con las piernas temblando bajo su peso.
El coronel lo observó con una expresión que Stefan no supo descifrar. ¿Desprecio? ¿Decepción? ¿Algo más que no llegaba a comprender?
—Mírate... Apenas puedes mantenerte en pie.
El hombre negó con la cabeza, con un gesto de cansancio teatral.
—Si no puedes aprender a defenderte, nadie lo hará por ti. Este no es un hogar, Stefan. Aquí no hay padres que te consuelen, no hay manos amables que te levanten cuando caes. Aquí hay soldados, y solo sobreviven los fuertes.
El coronel habló con una frialdad cortante, pero el calor sofocante hacía que cada palabra pareciera más pesada, más opresiva. Cada frase caía sobre el pecho de Stefan como una roca ardiente, aplastando cualquier pensamiento que pudiera formarse en su mente. Se dio la vuelta, con las manos entrelazadas tras la espalda, y comenzó a alejarse lentamente. Sus pasos resonaban sobre el suelo de piedra, un martillazo tras otro que rebotaba en la cabeza del niño como un eco implacable.
—Recuerda algo, Stefan —añadió sin girarse, su voz dura como un filo—. La compasión es un lujo que los soldados no pueden permitirse.
El coronel desapareció entre las sombras, su figura consumida por la penumbra del pasillo. El silencio que dejó tras de sí era sofocante, como si el aire pesado del día se hubiera convertido en una prisión. El calor no solo quemaba la piel de Stefan; lo ahogaba, lo aplastaba, como si intentara consumir cada parte de él.
Stefan seguía de pie, inmóvil, con los hombros caídos y las manos crispadas a los lados. No lloró. No podía. Pero en su pecho, algo profundo —el último vestigio de ternura que aún guardaba— parecía apagarse poco a poco, sofocado por el peso de las palabras del coronel, que ahora parecían grabadas a fuego en su mente.
Desde la sombra de un árbol cercano, Gustaf Koch observaba la escena. Su postura era rígida, su mandíbula apretada. No conocía al chico, pero algo en la forma en que Stefan permanecía de rodillas, con los hombros caídos y la mirada perdida, le provocó un peso extraño en el pecho. Sus ojos seguían clavados en él, como si intentara descifrar algo que no entendía del todo. Sin embargo, su expresión denotaba duda, como si no supiera si debía intervenir o simplemente desvanecerse en la penumbra.
Unos pasos suaves rompieron el silencio.
—Vámonos, Stefan. Ya olvídalo.
Henry apareció de entre las sombras. Su voz era firme, casi severa, pero había algo detrás de sus palabras, algo oculto en su mirada.
—Si te quedas así, ellos ganan. Los que te golpearon. Él. Todos ellos.
Stefan alzó lentamente la mirada. Sus ojos estaban enrojecidos, su rostro marcado por hematomas y el labio partido, pero lo que más dolía era el vacío en su bolsillo.
—¿Te arrebataron algo importante, verdad? —Henry señaló con un movimiento de su mentón hacia la mano de Stefan, que inconscientemente se cerraba sobre su costado, donde solía guardar el encendedor—. No dejes que se salgan con la suya. Aprende. Golpea más fuerte la próxima vez.
Entonces, una segunda voz, más suave, rompió la tensión.
—Ya basta, Henry.
Elijah apareció detrás de Henry. Su paso era tranquilo, sus manos permanecían en los bolsillos de su uniforme, pero su mirada era distinta: más cálida, más cercana.
—Stefan, ya pasó. Él ya se fue. Puedes dejar de temblar.
Elijah se acercó con cuidado, sus movimientos calculados, como si temiera que Stefan pudiera romperse con el más mínimo contacto.
—No tienes que demostrarle nada a nadie ahora mismo. Está bien. Respira.
Stefan tragó saliva. Algo en las palabras de Elijah atravesó el muro de orgullo herido y furia que lo mantenía de pie.
Elijah extendió una mano hacia él, pero no lo tocó. Fue Stefan quien, después de unos segundos de duda, dio un paso adelante, tambaleándose ligeramente.
Henry soltó un suspiro áspero, como si algo en su pecho finalmente hubiera cedido, y sus hombros —siempre rígidos— parecieron relajarse apenas.
—No dejes que nadie te vea así otra vez. Nadie.
Elijah asintió suavemente, como si estuviera confirmando algo que los tres entendían, pero que nadie se atrevía a decir en voz alta.
Stefan comenzó a caminar. Sus pasos eran torpes al principio, pero poco a poco recobraron algo de fuerza. Henry iba a su derecha, firme y vigilante, mientras Elijah permanecía a su izquierda, atento a cada movimiento de Stefan.
Desde las sombras, Gustaf los observaba, inmóvil al principio, se apartó el sudor de la frente con el dorso de la mano y finalmente, dio un paso adelante, sus movimientos lentos y cuidadosos, como si temiera interrumpir algo frágil. No dijo nada, pero la forma en que se acercaba, con los ojos fijos en Stefan, mostraba claramente que quería ayudar.
El amanecer comenzó a teñir el cielo de un gris deslavado, arrastrando con él la oscuridad de la noche. El mundo seguía adelante, pero Stefan nunca dejó atrás ese día. El calor abrazador, el eco de las palabras del coronel reverberaba en su cabeza, y la mirada de Gustaf, la dureza de Henry, la calma estoica de Elijah, todo seguía ahí, como un recordatorio constante, una cicatriz invisible que latía bajo su pecho.
El aire cortante lo trajo de vuelta al presente, sus pasos ya más firmes mientras cruzaba el perímetro menos transitado del campamento. Las botas golpeaban la nieve con un ritmo mecánico, casi hipnótico. Corría, no porque creyera que podía dejar atrás esa madrugada, sino porque era la única forma de mantenerse en movimiento, de resistir el peso de lo que nunca podría olvidar.
Correr era una forma de purgarse. El aire gélido llenaba sus pulmones y quemaba con cada exhalación, como si el frío tratara de arrancar algo enterrado en su pecho. El sonido regular de sus pasos era un escudo frágil, lo único que mantenía a raya los pensamientos que acechaban en el silencio.
Después de varios minutos, Stefan se detuvo bruscamente. Se inclinó con las manos sobre las rodillas, jadeando, sintiendo el latido frenético de su corazón en la garganta. Su aliento formaba nubes en el aire frío de la mañana. Con un movimiento casi automático, sacó el encendedor de su bolsillo, el metal helado contra su palma era un recordatorio persistente de algo que nunca podía soltar.
El encendedor estaba desgastado, pero aún conservaba su elegancia. La plata maciza, con un borde delicadamente trabajado en oro, reflejaba la tenue luz del amanecer, y las iniciales grabadas en su superficie seguían visibles, como un eco del pasado. Stefan lo sostuvo entre sus dedos ásperos y sucios, girándolo lentamente como si fuera algo sagrado, algo más pesado de lo que su tamaño sugería.
Sin pensar, giró la rueda con el pulgar. El chasquido seco rompió el aire helado y lo atrapó, arrastrándolo como un ancla hacia un rincón oscuro de su memoria.
De repente, ya no estaba allí. El aire frío y punzante desapareció, sustituido por un calor sofocante, el ambiente denso y cargado de un verano que parecía estar atrapado en el tiempo.
La pequeña figura de Stefan, aún apenas un niño, se deslizaba entre la oscuridad con el sigilo de un ladrón. Cada paso era un acto de cuidado quirúrgico, una coreografía precisa en la penumbra sofocante de la habitación de Hofner. El olor a sudor rancio, madera vieja empapada en aceite y algo más metálico —¿sangre?— lo golpeó de inmediato. El aire era tan opresivo que parecía un peso sobre su pecho.
Thomas se apartó el sudor de la frente con el dorso de la mano. En su mano izquierda, una lámpara de aceite, ahora casi vacía, temblaba ligeramente entre sus dedos helados. Había trazado un sendero brillante y viscoso desde la puerta hasta la cama, cubriendo las tablas de madera con un rastro irregular y dejando pequeños charcos oscuros en cada esquina.
Cuando terminó con la tarea, dejó caer la lámpara en el suelo con un ruido seco. Luego, tomó una bota apestosa del rincón y la lanzó con fuerza. El golpe resonó en la penumbra. Hofner abrió los ojos de golpe, sobresaltado. Su cuerpo tosco se incorporó en la cama con la rapidez torpe de alguien atrapado entre el sueño y la realidad. Parpadeó varias veces, intentando enfocar la figura inmóvil frente a él.
—¿Tú? ¿Qué haces aquí? —murmuró, su voz grave y rasposa, aún arrastrando los restos del sueño.
Stefan no respondió de inmediato. Su expresión era dura, inquebrantable, demasiado severa para alguien de su edad. Era la máscara de alguien que había decidido no ser un niño esa noche.
—Devuélveme mi encendedor.
Hofner frunció el ceño, confundido. Tardó un segundo en entender.
—¿Tu qué?
—Lo que me robaste.
La mención pareció despertar algo en el hombre. Su boca se torció en una sonrisa ladeada, burlona, mientras se incorporaba un poco más en la cama.
—¿Esa cosa antigua? La vendí.
—No te creo.
Hofner soltó una carcajada breve, amarga, y extendió los brazos con teatralidad. Su voz se llenó de burla cuando dejó caer las piernas al borde de la cama.
—¿Y qué vas a hacer al respecto, enano? —preguntó, mientras comenzaba a levantarse—. ¿Vas a golpearme con esas manitas de ratón?
Stefan no pestañeó. No se movió. Su mirada permanecía fija, imperturbable, y cuando habló, su voz sonó tan baja y fría que parecía surgir de las mismas sombras.
—No. Pero voy a hacer que te arrepientas.
Algo cambió en el aire, algo imperceptible pero cortante, y Hofner lo sintió. Al bajar los pies, notó que el suelo estaba resbaladizo. Bajó la mirada y vio el brillo aceitoso que cubría las tablas, manchas que se extendían como venas oscuras bajo sus pies desnudos. Su sonrisa desapareció, y el color de su rostro se desvaneció.
—¿Qué demonios...?
Sin apartar los ojos de Hofner, Stefan levantó la lámpara y, con un movimiento decidido, la lanzó sobre él. El golpe hizo que el líquido restante se volcara, empapando la camisa de Hofner y extendiéndose lentamente sobre su piel. El aceite viscoso comenzó a mezclarse con el aire, impregnándolo de un olor penetrante y cargado de amenaza.
—¿Qué haces, maldito crío? —gritó Hofner, sus palabras cargadas de furia y una pizca de miedo.
Stefan inclinó ligeramente la cabeza, un gesto que habría parecido curioso, incluso inocente, si no fuera por la sombra helada en su mirada. Cuando habló, su tono era tan tranquilo que resultaba más aterrador que un grito.
—Vas a darme mi encendedor —dijo Stefan, encogiéndose de hombros con una calma perturbadora—. O voy a quemarte vivo.
El silencio cayó como un telón pesado, sofocante. Hofner no se movió, pero la tensión en su mandíbula lo delataba. En sus ojos se reflejaba algo nuevo: un miedo profundo, inexplicable, porque provenía de un niño que apenas le llegaba al pecho, pero cuyo semblante carecía de cualquier rastro de duda o temor.
—¿Dices que me quemarás vivo y me pides un encendedor? ¡Estás demente!
La sonrisa de Stefan fue tan leve que casi pasó desapercibida, pero la intensidad en sus ojos hizo que su amenaza pareciera tangible. Con un movimiento ágil, sacó un fósforo y, con un chasquido seco, la pequeña llama cobró vida. Diminuta pero feroz, proyectó sombras inquietantes que comenzaron a danzar por las paredes y sobre el rostro de Hofner, cuya expresión se quebró apenas por un instante.
—Si salgo ahora mismo, nadie sabrá que estuve aquí —murmuró Stefan, su voz baja, cortante, como un cuchillo arrastrándose sobre cristal—. Nadie te creerá cuando digas que un niño fue el que te hizo esto. Solo quedará el olor a hollín... y un montón de cenizas.
Hofner tragó saliva, el sonido casi audible en la quietud del cuarto. Dio un paso atrás instintivamente, pero su talón resbaló en el charco de aceite. Su equilibrio vaciló por un segundo, lo suficiente para que su confianza se quebrara aún más. Desesperado, con manos temblorosas, comenzó a buscar frenéticamente: sobre la mesa, debajo de la almohada, entre las sábanas arrugadas. Finalmente, su mano emergió sosteniendo el encendedor.
—¡Tómalo! —espetó con la voz entrecortada mientras arrojaba el objeto—. ¡Tómalo y lárgate!
El encendedor voló en el aire, un destello metálico, y cayó con un leve tintineo a los pies de Stefan. Este se agachó con una lentitud calculada, como si el tiempo le perteneciera. Sus dedos, manchados de aceite y temblorosos, se cerraron alrededor del objeto con firmeza. Al incorporarse, su mirada permaneció fija en Hofner, fría y penetrante, como si quisiera asegurarse de que el hombre entendiera que aquello no era un juego.
Dirigiéndose hacia la puerta, Stefan resguardó el encendedor en su bolsillo, su voz resonando en la penumbra con un tono que mezclaba burla y advertencia.
—¿Sabes, Hofner? —dijo, girándose apenas un poco mientras abría la puerta—. La compasión es un lujo que los soldados no pueden permitirse.
Cerró la puerta con un golpe seco. El eco del portazo resonó por el pasillo, mientras Hofner se quedaba inmóvil, con la respiración agitada y el olor a aceite impregnando el aire. A solas con su humillación, solo podía contemplar el charco a sus pies, preguntándose cómo ese niño había logrado derribar todo lo que él creía ser.
Stefan sacudió la cabeza, expulsando ese recuerdo de su mente. No supo cuánto tiempo había pasado allí, encorvado contra la rugosa corteza de un árbol, con los dientes apretados y la respiración densa en el aire frío. El encendedor seguía apretado contra su pecho, como un ancla diminuta en un mar helado. La hora del almuerzo había quedado atrás, el campamento se extendía bajo la luz grisácea, fría y distante, como una fotografía deslavada.
Guardó el encendedor en su bolsillo. El metal ya no estaba frío. El Oro y la plata ya no estaban frías, era un calor pequeño, una llama diminuta, pero constante.
Se levantó despacio, sacudiéndose la nieve y las hojas húmedas del uniforme. El frío mordía sus extremidades, pero el calor del encendedor en su bolsillo lo mantenía anclado, como si fuera lo único que lo conectaba a algo real. Ajustó el cuello de su abrigo y comenzó a caminar hacia el comedor. Había asuntos que atender, y no podía permitirse el lujo de mostrarse débil, no cuando todo lo que lo rodeaba exigía fuerza constante.
Atravesó la explanada, su mirada fija en el edificio gris y austero que servía como comedor. La atmósfera del lugar era siempre tensa, como si la violencia flotara en el aire, esperando cualquier excusa para explotar. Fue entonces cuando lo vio. Jensen, uno de sus subordinados, estaba de pie, hablando en voz baja con otros soldados.
Sin alterar el ritmo de su andar, Stefan se acercó al grupo. Cuando llegó a Jensen, lo tomó con calma por la parte de atrás del cuello, un gesto controlado pero contundente, que dejó en claro quién tenía el control.
—Jensen —dijo, su tono tranquilo pero cargado de autoridad, lo suficientemente firme para que los otros soldados retrocedieran un paso—. ¿Dónde estuviste anoche? Creí haberte dicho que era tu turno de pelear.
Jensen apartó la mirada, nervioso, mientras sus ojos recorrían el entorno. Los centinelas más nuevos, que ahora vigilaban cada entrada y salida del comedor, los observaban con atención, como lobos al acecho.
—Es peligroso —dijo Jensen, con la voz más baja, como si temiera que alguien más escuchara—. Estamos en la mira de todos. Ahora que el coronel está sobre nosotros, si nos atrapan...
Stefan dejó escapar un suspiro contenido y soltó el cuello de Jensen con un ligero empujón.
—De eso me encargo yo —respondió Stefan con una frialdad cortante, como si la conversación ya hubiera terminado.
Jensen no dijo nada más en ese momento, pero sus ojos, calculadores y tensos, traicionaban un remolino de pensamientos. Hizo un ademán seco con la cabeza, indicándole que lo siguiera, y ambos se dirigieron a la fila para la comida. Sus pasos eran pesados, como si el suelo bajo ellos cargara con el peso de una tensión más allá de lo evidente. Jensen tomó aire, su expresión rígida, y finalmente, cuando estuvieron lo suficientemente apartados de los oídos curiosos, murmuró:
—¿Estás seguro de que lo tienes bajo control? —Su voz era baja, pero la elección de sus palabras tenía filo.
Stefan detuvo sus movimientos un instante. Sus ojos, siempre alerta, se fijaron en Jensen, estudiándolo. No era común que Jensen cuestionara su autoridad de esa manera, y si lo hacía, era por una razón.
—Escupe lo que tengas que decir —ordenó Stefan, su tono cortante, casi impaciente.
Jensen miró alrededor antes de inclinarse apenas hacia él. La cautela en sus movimientos era un recordatorio de que, en Valcartier, cada sombra podía tener oídos.
—El teniente Marschall. Dice que las peleas están siendo demasiado "obvias". Cree que los superiores empiezan a sospechar. —Hizo una pausa deliberada, dejando que las palabras penetraran—. Si eso ocurre, se acaba todo. No solo las peleas, sino nuestro control. Y tú pierdes tu lugar.
Por un momento, Stefan no respondió. Se quedó inmóvil, como una estatua, pero la tensión en su mandíbula lo delataba. Su mente trabajaba a toda velocidad. Las peleas clandestinas no eran solo un entretenimiento para los soldados; eran el corazón palpitante de su red de poder. A través de ellas fluían raciones, cigarrillos, favores y lealtades compradas. Era un sistema imperfecto, sí, pero eficiente. Y ahora, tambaleante.
El problema no era solo Marschall, pensó Stefan. El sistema mismo estaba plagado de grietas. Marschall, como otros supervisores, cerraba los ojos a las peleas mientras tomaba su parte en cigarrillos, raciones y otros beneficios. Era una relación tensa, pero funcional. Sin embargo, si las sospechas crecían demasiado, Stefan sabía que Marschall no dudaría en sacrificarlos para salvar su propia posición.
Stefan respiró hondo y se cruzó de brazos, observando cómo Jensen desviaba la mirada hacia la fila de soldados que esperaban su turno para comer.
—Marschall no va a desmantelar lo que construimos. Si quiere control, va a tener que ganarlo... o pagar por él.
Jensen asintió lentamente, pero Stefan no pasó por alto la duda en sus ojos.
El sistema estaba podrido, sí, pero Stefan lo había moldeado a su favor antes. Y no pensaba dejar que se desmoronara ahora.
—¿Qué quieres que haga entonces? —preguntó Jensen finalmente, como si buscara una confirmación de que no estaban caminando hacia un abismo inevitable.
Stefan lo miró fijamente, inclinándose hacia él, apenas lo suficiente para que su voz se convirtiera en un susurro helado.
—Ya te lo dije: esto es asunto mío. Pero tú... —Pausó, dejando que el peso de sus palabras cayera con precisión quirúrgica—. Quiero verte esta noche en el ring. Y no me importa si tienes dudas, excusas o miedo. Vas a pelear. ¿Estamos claros?
Jensen tragó saliva. Su rostro, normalmente impasible, mostraba un atisbo de incomodidad. Sin embargo, no discutió.
—Entendido, Stefan —respondió, su voz tensa pero firme. Apretó su plato con fuerza, como si esa fuera la única manera de contener las palabras que realmente quería decir.
Stefan no perdió más tiempo. La información sobre Marschall era un nuevo obstáculo que exigía su atención inmediata. Sin detenerse, avanzó hacia la fila para la comida, su mente ya calculando los próximos movimientos.
Frente a Lidia, la joven encargada de las raciones, su presencia se hizo sentir como un peso aplastante. Alta, imponente, con una expresión tan fría como el acero, Stefan parecía un juez que no admitía errores. Lidia, paralizada, no pudo más que mirarlo con nerviosismo, sus manos temblando al sostener la cuchara.
—¿Piensas quedarte ahí toda la tarde? —gruñó Stefan con impaciencia, extendiendo el plato en un gesto seco y autoritario.
Lidia reaccionó al instante, sirviendo la comida de forma torpe pero rápida, sin atreverse a levantar la mirada. Su miedo era palpable, pero Stefan no pareció notarlo, o simplemente no le importó.
Sin decir una palabra más, tomó el plato y se alejó, su andar firme e implacable. Solo cuando su figura se perdió entre la multitud, Lidia dejó escapar un suspiro entrecortado, como si recién entonces pudiera volver a respirar.
Tras una comida rápida, Stefan se dirigió al sótano, su refugio habitual, con pasos largos y decididos. El comedor había quedado atrás, pero las tensiones del día seguían rondando su cabeza como un enjambre de problemas. No tenía mucho tiempo; pronto lo llamarían para las prácticas. El entrenamiento militar era ineludible, y aunque no le entusiasmaba, no podía permitirse fallar. Necesitaba ese momento a solas para pensar, para planificar.
El aire frío le cortaba la piel mientras caminaba por el campamento, desolado y gris bajo el cielo encapotado. Stefan se ajustó la chaqueta, endureciendo el rostro contra el viento, cuando algo inesperado llamó su atención. A lo lejos, junto a una pila de cajas olvidadas cerca de los barracones, vio una figura encorvada. Un niño, probablemente no más de trece años.
El chico vestía un uniforme claramente diseñado para alguien mucho más grande, las mangas le colgaban sobre las muñecas, y el pantalón estaba tan desgastado que parecía a punto de romperse. Su gorra, ladeada de manera torpe, apenas cubría su cabello despeinado. Al ver a Stefan, se quedó paralizado, con los ojos muy abiertos, como un cervatillo atrapado en los faros de un automóvil.
Por un instante, Stefan se detuvo, estudiando al muchacho. Su mirada era impenetrable, pero en lo más profundo, algo latía: una chispa que rápidamente sofocó.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Stefan con voz baja, pero firme.
El chico tragó saliva. Sus ojos nerviosos se clavaron en los nudillos lastimados de Stefan y luego volvieron a subir hasta su rostro.
—Yo... solo estaba... buscando algo que se me cayó.
Stefan lo miró por un largo momento. El chico parecía un pequeño pájaro asustado, temblando bajo el frío viento invernal .
—Entonces búscalo y vete.
El muchacho asintió rápidamente, pero sus pies permanecieron inmóviles. Stefan notó algo en sus ojos húmedos, algo más profundo que el miedo: una vulnerabilidad que le resultaba dolorosamente familiar.
—¿Te golpearon? —preguntó, su voz ahora más suave.
El chico negó con la cabeza, pero sus dedos se cerraron con fuerza alrededor de un pequeño objeto en su mano. Fue entonces cuando Stefan notó las marcas enrojecidas alrededor de su cuello, huellas de dedos que habían dejado su rastro.
—No dejes que te quiten nada importante. Nunca. —La voz de Stefan fue un murmullo bajo, casi un mandato.
El chico asintió, pero no respondió. Sus ojos se alzaron por un instante hacia Stefan, llenos de una mezcla de miedo y algo que parecía respeto.
—Me llamo Stefan. Escucha, si alguien vuelve a tocarte, búscame. Yo me encargaré.
El muchacho asintió lentamente. Murmuró un "gracias" casi inaudible antes de girarse y desaparecer entre las sombras de los barracones.
Stefan observó su figura menguar en la distancia, sus pensamientos oscuros girando en torno a las marcas que había visto. Consideró seguirlo, encontrar a quienes lo habían lastimado, pero el eco de una voz lo detuvo.
—Stefan.
Se giró de golpe. Era Henry.
Stefan se giró con expresión endurecida al escuchar la voz de Henry. Su amigo se acercaba con pasos firmes, con una mezcla de irritación y curiosidad en el rostro.
—¿Dónde estabas? —preguntó Henry directamente, cruzándose de brazos—. El coronel dio un comunicado esta mañana. Deberías haber estado ahí, Stefan. Más que nadie deberías estar interesado en lo que dijo.
Stefan lo miró sin mostrar interés, sus ojos fríos y distantes.
—Tengo cosas más importantes que hacer —respondió con desdén, como si cualquier cosa relacionada con el coronel fuera irrelevante en ese momento.
Henry suspiró, frunciendo el ceño. Sabía que no valía la pena insistir, pero aun así continuó:
—¿De verdad? Pues quizá te interese esto: me crucé con tu rival hace un rato. Ya sabes, "el Cuervo". —Hizo una pausa, esperando alguna reacción de Stefan, pero este apenas levantó una ceja—. Parece que estaba bastante ocupado... y no estaba solo.
Eso llamó la atención de Stefan. Su mirada se endureció aún más, pero esta vez había un destello de interés.
—¿Con quién? —preguntó, su voz baja, casi un gruñido.
Henry hizo un gesto despreocupado, como si lo que iba a decir no tuviera importancia.
—Con ese chico. Thomas. También estaba ahí.
Stefan reaccionó de inmediato. Su postura cambió, y por primera vez en la conversación, su indiferencia desapareció. Dio un paso hacia Henry, su mirada intensa.
—¿Qué pasó con Thomas? —preguntó, su tono afilado, cargado de algo que Henry no supo identificar del todo.
Henry lo miró con sorpresa, desconcertado por el repentino interés de Stefan.
—¿Thomas? ¿Desde cuándo te importa tanto?—replicó, entre intrigado y confundido—. No pasó nada grave, solo estaban hablando. Aunque, con Elijah, nunca se sabe...
Stefan apretó los dientes. Las palabras de Henry no lo tranquilizaban. Hablar con Elijah nunca era un buen augurio, y si Thomas estaba involucrado, la situación podía complicarse más de lo que estaba dispuesto a admitir.
Henry levantó una ceja, notando el cambio en la actitud de Stefan. Se cruzó de brazos, esperando una respuesta que no llegó. Stefan permanecía inmóvil, sus pensamientos agitados detrás de una fachada aparentemente imperturbable.
—¿Dónde está ahora? —preguntó finalmente, su tono cortante.
Henry lo miró con incredulidad, sacudiendo ligeramente la cabeza antes de responder.
—Lo dejé en la plaza central, junto a la arboleda. Elijah se fue hacia los barracones, pero Thomas creo que entró al bosque.
Stefan asintió una vez, sus ojos enfocados en un punto distante. Dio media vuelta y comenzó a caminar en dirección opuesta, con el paso firme y decidido de quien ya tiene un objetivo claro.
—¿A dónde vas? —preguntó Henry, todavía desconcertado por el inusual interés de su amigo.
Stefan no se detuvo, ni siquiera miró atrás. Su respuesta llegó como un eco afilado en el aire frío:
—Ya te lo dije: asuntos que resolver.
Henry lo observó alejarse, incapaz de descifrar qué lo impulsaba. Había algo distinto en Stefan, algo que no había visto antes. Pero antes de que pudiera pensar demasiado, Stefan ya había desaparecido entre las sombras del campamento.
El viento helado cortaba como cuchillas mientras Stefan atravesaba la explanada con pasos rápidos y decididos. Cada músculo de su cuerpo estaba tenso, cada pensamiento alimentaba el fuego que ardía en su interior. La idea de que Elijah, su enemigo más odiado, hubiera estado hablando con Thomas era insoportable. No solo era una amenaza, era una afrenta personal.
Elijah no era alguien que se acercara sin un motivo oscuro. Era astuto, manipulador, y disfrutaba destruyendo todo lo que tocaba. ¿Y ahora Thomas? ¿Qué había buscado en él? ¿Qué le habría dicho? Solo de pensarlo, la sangre de Stefan hervía. Su instinto protector lo consumía, y la rabia se mezclaba con algo más profundo que no quería admitir.
Thomas era todo lo opuesto a todos ellos. Frágil, sensible, ajeno al peligro constante que era Valcartier. Stefan lo sabía, porque lo había visto, porque lo había sentido en cada mirada nerviosa, en cada gesto torpe. Thomas no pertenecía a ese mundo, y precisamente por eso, Stefan no permitiría que alguien como "el Cuervo" o cualquiera lo tocara. Jamás.
Stefan aceleró el paso mientras las copas de los árboles de la arboleda aparecían en el horizonte. Su mandíbula estaba tan apretada que dolía, pero no le importaba. Sabía que Thomas estaba ahí, lo sentía, como si algo invisible lo guiara. El frío que mordía sus extremidades era irrelevante comparado con el fuego que ardía en su pecho.
Entró en la arboleda, el aire húmedo y pesado rodeándolo, y sus ojos recorrieron cada rincón entre los árboles. El lugar estaba escondido, apartado, como un pequeño refugio perdido en medio de la naturaleza. Los matorrales bajos sobresalían entre la nieve, cubriendo el suelo con su maraña, y las ramas desnudas de los árboles se alzaban como sombras contra el cielo gris. El silencio solo era interrumpido por el crujir de la nieve bajo sus botas, cada paso resonando como una intrusión en aquel rincón tan quieto.
Su respiración era pesada, pero no de cansancio, sino de tensión. Y entonces lo vio. Allí estaba su chico.
Primero notó las botas, colgando despreocupadas desde un tronco torcido que había caído al suelo, medio enterrado en la nieve. Thomas estaba sentado allí, su silueta delgada recortada contra las ramas cubiertas de blanco. Parecía encajar perfectamente en ese paisaje, como si el lugar hubiera sido creado para ocultarlo del mundo.
Tenía la mirada perdida en algún punto invisible, con las manos descansando sobre sus rodillas, aparentemente ajeno al caos que acababa de desatar en la mente de Stefan.
Por un instante, se quedó quieto, observándolo, tratando de controlar el torrente de emociones que lo atravesaba. La rabia seguía ardiendo en él, pero se mezclaba con algo más profundo, algo que le costaba aceptar. Thomas, tan frágil, tan fuera de lugar en un mundo como Valcartier, le importaba. Demonios, le importaba demasiado. Y eso lo enfurecía tanto como lo aterrorizaba.
—Thomas —llamó, su voz baja, pero cargada de intensidad.
Thomas desde lo alto del tronco bajo la cabeza al escuchar su nombre, y cuando sus ojos se encontraron, algo en Stefan se quebró y encendió al mismo tiempo. No era solo furia lo que sentía, era una necesidad visceral, protectora, que no podía ignorar. Ese enano, tan ridículamente frágil, tan ajeno al peligro, le importaba más de lo que jamás admitiría. Más de lo que se atrevía a admitir incluso a sí mismo.
Y mientras la nieve caía a su alrededor, Stefan lo supo con una certeza que lo golpeó como un puño en el estómago: Thomas era suyo. Y quien se atreviera a tocarlo, aunque fuera Elijah, pagaría por ello.
.
.
.
¿Qué opinan de Stefan de niño? 😁
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