4. DISCOS DORADO

Según nos íbamos acercando, Juana aceleraba el paso y la gente se veía cada vez más dispersa. Finalmente, llegamos a una pequeña puerta de madera a pie de calle.

—Aquí es donde hacen El Rastro todos los domingos y festivos. Esto se llena de puestos de todo tipo. Tienes que venir, chica, porque te va a gustar seguro. Siempre hay gangas a las que una no se puede resistir.

No visualizaba cuán genial podría ser El Rastro, pero poco después lo pude comprobar. En los setenta y ochenta fue el punto de encuentro de la contracultura, donde la música bullía y el arte se agitaba con ferocidad.

—Vamos, entra. —Me tendió la mano—. No tengas miedo. No es nada ilegal... Te lo juro por el niño Jesús —dijo burlándose y riendo mientras cerraba en su boca una llave invisible. Estaba segura de que a Juana le hacía gracia la situación. Verme ahí pasmada, decidiendo si traspasar o no aquella puerta, como si se tratara de una cuestión de vida o muerte, le divertía extraordinariamente. Me trataba como a su experimento personal, y yo lo sabía, pero ya no me importaba demasiado.

Era una tienda pequeñina, un poquín cochambrosa. Techos altos y abarrotada de cajas, muchas cajas manchadas y polvorientas. Al fondo, un hombre cuyas descomunales orejas sobresalían de sus frondosas patillas sacaba de las cajas lo que parecían ser discos. Justo delante, entre nosotras y el hombre, en un montón de esas mismas cajas, pero abiertas, se disponían también decenas de vinilos para ser expuestos. En ambas paredes colgaban algunos, sin nombre ni funda, a modo de decoración y junto a ellos pendían pósteres de gran tamaño. Ahí estaban The Beatles, fundiéndose entre colores extravagantes, y una lengua gigante que sobresalía de la boca de lo que parecía ser una marioneta. En este último podía leerse en amarillo y rojo «Doors». Había dos guitarras colgadas como trofeos a los que venerar: una Fender Stratocaster de color blanco, amarillo y rojo, y una Höfner que relucía en madera tratada. Por supuesto, el primer día que entré en la tienda de discos de Pepe, no tenía ni idea de qué guitarras eran esas, ni de que lo que tenía ante mis ojos iba a ser historia de la música.

—¡Meca! —La sorpresa se me escapó entre la garganta y la boca involuntariamente abierta. Me puse las manos instintivamente en la boca para taparla.

—¿A que es una locura?

Juana estaba feliz al verme alucinar. Durante aquel increíble paseo y tras la primera gran impresión que la ciudad había ejercido en mí, había conseguido olvidar que el entorno era aún harto resbaladizo. Pronto, como por una bofetada de realidad, desperté de mi ceguera momentánea recordando que estaba en Madrid, y no en el viejo desván ceniciento de la casa de mi amiga Berna. Eso significaba que había que andarse con ojo y que había que tener cierto cuidado con lo que una decía. No olvidemos que a la bella y alocada Juana acababa de conocerla en realidad. Como el yin y el yang, los pensamientos positivos y negativos luchaban en mi cabeza por prevalecer.

—Sí, está bien —dije con algo de desdén, tratando de quitarle importancia.

—¡¿Está bieeen?! —exclamó con ironía—. Esto es un sueño, chica. Mira, mira.

Dando algunos pasos adelante, mi nueva amiga se adentró en la tienda para desempolvar los vinilos de las cajas frenéticamente. Uno por uno me los colocaba prácticamente en la cara, tan cerca de mi nariz que consiguió que el aroma del envoltorio penetrase en mí. Una mezcla de olor a libro antiguo, plástico y limpiacristales.

Quizá fuese la inocencia de la juventud, pero finalmente me dejé llevar por la emoción real que descifré en los ojos de Juana. Con el corazón a mil doscientos por hora, me introduje de lleno en mi segundo atrevimiento del día.

—La verdad es que sí... —Y sin perder más tiempo me uní a ella en busca de aquellos discos que esperaban ser escuchados. Encontré uno de The Beatles y se lo mostré—. ¡Es la repanocha!

—Sabía que tenías buen gusto —dijo Juana guiñándome un ojo de complicidad—. ¡Hola, Pepe! —saludó con energía al hombre escondido tras las pilas de cajas.

Mientras Juana hablaba con Pepe encontré más vinilos que capturaron mis sentidos, tanto que durante un buen rato dejé de escuchar y ver lo que ocurría en la tienda Discos Dorado.

—Niña. ¡Eh, niña! —Pepe me miraba como si hubiese estado un buen rato intentando llamar mi atención—. ¿Quieres probarlos?

—¿Los discos?

—¡Claro!

—¿En serio? —repetí incrédula.

—¿Te gustan entonces?

—Me encantan... Tienes a los mejores, y muchos nuevos.

—Venga, Carlota. Ponemos este —determinó Juana sujetando el single «Primavera en la ciudad», de Los Pasos.

Durante algún tiempo, los tres estuvimos buscando discos y escuchándolos apasionadamente. Pepe nos explicó cómo funcionaba el negocio. Le traían discos de Londres y París y los vendía con su amigo Fran. Ambos eran unos melómanos de mucho cuidado y habían decidido abrir ese pequeño rincón secreto como guarida. Era una persona bastante agradable. No era muy viejo, pero tampoco de nuestra quinta. Rozaría los treinta años, aunque nunca le pregunté. Mientras nosotras bailábamos, él se reía y repetía: «¡Estáis como cabras!», y Juana le respondía: «Ay, Pepe, esto es muy divertido», en bucle. Yo no cabía en mi delirio. A veces no podía reaccionar ni intervenir, solo podía escuchar mientras grababa en mi cerebro cada nota, cada palabra, cada aroma y cada vistazo.

—¡Como una cabra! —sostuvo Pepe, y advirtió—: Ya podéis andar con cuidado, la locura está bien, pero de puertas para adentro, niñas.

—Anda, no seas plomo. Esto es divertidísimo. —Juana se acercó a él para arrastrarlo a la pista —. ¿A que sí, Carlota?

—No puedo decir lo contrario —dije dejándome llevar.

—Además... —continuó Juana— los prohibidos nunca nos los dejas escuchar.

Y la respuesta era sí. Sí fue un día divertidísimo, sí fue un día que necesitaba. Lo recuerdo con muchísima nitidez: la sensación de tener algo parecido a una amiga, la ilusión de creerme mayor. Alguien capaz de conseguir cualquier cosa que se propusiese en aquel momento: cruzar una ciudad, coger el tranvía, bailar delante de desconocidos, hablar con hombres de treinta años, estudiar una carrera, ir a la universidad, incluso resistir a una redada. Revisé en mi cabeza las oportunidades que me podía brindar aquella ciudad repleta de coches y humo. Me sentí acogida. Acunada y curada con el bálsamo de Juana en un territorio nuevo y desapegado.

—Mira, Juana, ¿has visto esto? Es... hala... —Encontré un disco de Not Fooled, una banda de Estados Unidos formada únicamente por mujeres, ¡algo insólito! Una banda de sonido rock sucio y estridente, y bastante gamberro además. Ellas mismas acrecentaban y alentaban su fama de juerguistas y modernas. Por eso, gran parte de sus canciones y portadas estaban censuradas en España, pero yo las seguía en secreto. Eran una especie de placer culpable.

La carátula que le mostré era la de su segundo álbum. Un diseño irreverente y llamativo, único en su especie. Mostraba una mujer sin sostén, cubierta solamente por una chaqueta de cuero masculina. No se veía su cara completamente, solo sus labios rojos cereza y sus pies descalzos apoyados en el suelo. Con una mano sujetaba sus piernas encogidas y con la otra señalaba a quienquiera que estuviese al otro lado de la cámara. Esa imagen me agitó. Ver a una joven sin ropa interior era pecado, el doble pecado era que sus ropas fuesen de señor. Bien me lo enseñó mi madre. Ella hubiese corrido a buscar un cura para confesarse o fuego para quemarla.

—Son geniales. Esa es la portada original. Estaba a punto de guardarla. —Pepe nos mostró otra funda de cartón totalmente negra con las letras de la misma banda en mayúsculas y el nombre del disco justo debajo. Todo escrito en color blanco. Sencillo, nada llamativo y, por supuesto, totalmente ortodoxo—. Esta es la que debe llevar para que podamos venderlo aquí.

—¡Que no te oigan ahí fuera, Pepe! Ja, ja, ja. Guarda, guarda. —Rio irónicamente Juana—. Las he escuchado, sí. Y son morrocotudas, chica.

—¿Y viste qué ropa llevan... y cómo cantan? Son increíbles, guaja.

Cuatro chicas pero con poco aspecto de chicas. Siempre en vaqueros y camisetas rotas, chaquetas de cuero y guitarras eléctricas, ¡un verdadero escándalo, vaya! Pero para nosotras era inspirador. Una puerta que se abría a la desobediencia, todavía en mí, incipiente. Eran famosas en el mundo entero y giraban solas atravesando océanos y fronteras sin padres que las escoltasen para asegurarse de que su comportamiento fuese ejemplar.

—Pero bueno... —pensé en voz alta— será difícil que les dejen venir aquí a tocar en directo. Seguro que van a Londres, donde su portada real de disco no tiene que estar cogiendo polvo en un trastero. Nos conformaremos con esto, qué remedio.

—Ya... Una pena. Oye, pero seguro que hay algún concierto para ver, ¿has estado en alguno, Carlota?

—¡Nunca! ¿Aquí hay muchos conciertos?

—Shhh, ¡Callad, niñas! Se ve que no escucháis mucho las noticias, porque llevan ya un mes anunciando que habrá un concierto. Además, creo que pronto. Déjame que busque el cartel. Lo tengo por aquí...

Pepe entró en el trastero donde guardaba sus discos secretos, y salió con un papel arrugado y doblado por muchos lugares.

—El 10 de julio. Sí, eso es. Mirad.

—Quedan... ¡Dos semanas, ho! —dije emocionada.

—¿En serio? ¿Y cómo no he podido enterarme? —Juana, que solía estar al tanto de todo, se encontraba entre ofendida, por no saberlo, confusa y contenta.

—Porque no escuchas las radios adecuadas, bonita.

—A dos semanas dudo que queden entradas...

—No te pienses. Están muy caras y es en la Plaza de Toros. Puedo mirar si queda algo mañana. Me acerco en un pispás.

—¿Cuánto podrían costar, Pepe?

—Pues... no sé, unas quinientas cincuenta pesetas, por ahí...

—Ufff —resoplé.

—A ver, yo tengo dinero ahorrado, pero no creo que mis padres me dejen gastarlo en algo así. Vamos, que los tipos ni saben que escucho esta música. Los muy pobres se piensan que me paso el día leyendo la Blanca... Lo que no saben es lo que hay dentro... Vamos, que si se enteran, ¡me desheredan!

—Sí, pues yo sí que ni de broma. No tengo un duro y mis padres el dinero se lo van a gastar en la universidad. No creo ni que me den permiso para ir a un concierto, ahora que lo pienso. Ya viste esta mañana cómo es mi madre, Juana.

—Vale... A ver, os propongo algo: yo quiero ir, pero no tengo con quién porque Fran está siempre pretendiendo a una muchacha. Él dice que se ha ennoviado, pero lo que hace es ir detrás como un tonto. Bueno, el caso es que como no iba a ir, ya ni me acordaba de la fecha del concierto.

—Venga, Pepe, ¡que te lías más que las persianas! —urgió Juana.

—Vale, vale... ¿Qué os parece si venís a trabajar aquí estas próximas dos semanas? Si conseguís que se vendan más discos os pagaré las entradas a las dos y en paz.

—¿Vas en serio, Pepe? —preguntó Juana.

—Que no digo que tengáis que hacerlo... Podéis decir que no, claro.

—¡Si es una buenísima idea!

—Ay, qué vergüenza... Yo tendré que hablar con mis padres, aunque no les voy a contar que es una tienda de discos ¡A madre le da algo!

—¡Qué vergüenza ni vergüenza, Carlota! Si va a ser una maravilla. —Juana se abalanzó sobre mí para abrazarme pillándome totalmente por sorpresa.

—Entonces, ¿qué decís, niñas?

—Claro que sí, Pepe —dije aceptando sin creerme que estuviera haciéndolo.

—¿Veis la tienda? No la veo tan llena desde... nunca. Creo que vuestro baile de las cabras locas tiene algo que ver con eso.

Y era cierto que a medida que íbamos escuchando música, bailando y probando discos, iban entrando más y más personas curiosas. Aunque sinceramente, yo más que atribuirlo a nuestro baile, como Pepe aseguraba, me inclinaba más bien por pensar que la música estaba demasiado alta. Más alta de lo normal, y eso había hecho que los curiosos asomasen la cabeza y terminasen por entrar. Una vez dentro, entre tantos discos y objetos nuevos que parecían importados desde Inglaterra, era difícil no quedarse a husmear.

—Pero ¿podremos estudiar mientras? Tenemos el examen de la pre justo el día antes del concierto. No nos queda mucho tiempo para estudiar.

—Jobar, chica. ¡Que sí, que sí! Esta oportunidad que nos da Pepe es como el tren que pasa una sola vez. ¡Anímate! Yo a mi madre le diré directamente que estoy estudiando. No creo que le haga ni pizca de gracia que trabaje y menos en un sitio así, pero...

—Nos organizamos. Pensamos qué decimos en casa y venimos. Pero Pepe, ¿podremos estudiar entonces?

—Mmm... Vale. No creo que sea un problema, siempre y cuando no desatendáis la tienda cuando haya clientes. Pero recordad: para conseguir esas entradas, si las hay mañana en la plaza, tenéis que vender unos cuantos discos. Si no, no nos llegarán los duros.

Volviendo a casa apenas hablamos. En mi interior experimentaba una felicidad inmensa muy difícil de explicar con unas cuantas palabras. También me rondaba una sensación extraña o un presentimiento que me hacía intuir vientos de cambio. De cambios aún más trascendentales que una mudanza, y eso eran palabras mayores. Asimilando todo aquello, subí y subí la gran cuesta desde el sur de Madrid hasta el norte, en un anochecer que dejaba brillar con ímpetu los carteles rojos, verdes y azules de los hoteles, las tiendas y la publicidad.

En ese paseo fui asimilando todo lo ocurrido. Notaba bajo mis pies el asfalto caliente de un terreno por descubrir. No solo comprendía a cada minuto que pasaba que mi vida estaba a punto de cambiar, sino que además tenía la corazonada de que después de todo lo que estaba ocurriendo en Europa, este cambio significaba algo grande. Algo gigantesco.

Juana el camino de vuelta lo hizo feliz, pues su silencio escondía alguna que otra mirada cómplice. Supongo que ella también se percató de que había provocado en mí algo, un movimiento de tierras interno que precedía a un terremoto de tripas y entrañas. Juana por dentro era trepidante, una muchacha con ideas abiertas y novedosas. Por fuera, controlaba la situación a la perfección, escondiendo de forma airosa su verdadero yo. El peligro estaba en que quizá yo no iba a ser capaz de empujarlo hasta los dedos de mis pies, para dejarlo ahí atollado por mucho tiempo. Yo nunca supe esconderme.

Al llegar a la altura de la panadería, advertí lo tarde que era. Pasaban las diez de la noche y mi madre no había tenido noticias mías en todo el día. Manuela estaba todavía echando la verja de su negocio.

—Hola, criaturas. ¡Qué bien os veo juntas!

—Sí, Manuela. Nos vamos corriendo, que mi madre me corre a palos como no llegue en menos de cinco minutos.

—Espera, espera, Carlota. Toma. —Manuela abrió la verja de nuevo, entró detrás del mostrador y, arremangándose, me dio una hogaza de pan y unos pasteles. Lo mismo le dio a Juana—. Dile a tu madre que me has ayudado a repartir el pan a algunos vecinos y que hemos cerrado ahora. Seguro que así el rapapolvo será más chiquitillo.

—Gracias, Manuela —y sin pensarlo le di un beso tierno en la mejilla.

—No te preocupes, criatura, que si tu madre pregunta, yo le digo que me has estado ayudando. Por un día que te hayas ido a explorar por ahí tampoco pasa nada, ¿no? Para eso eres joven. Después ya... a una le duelen las piernas y no tiene tiempo para estas cosas. Hala, venga, aprisa. Marchaos ya.

—Carlota, te acompaño hasta la puerta.

—Vale. Vamos. Ah, y Manuela, si algún día necesitas ayuda de verdad, solo tienes que decírmelo. Te debo una —dije ya poniendo rumbo a mi destino.

—Venga, guapa, hasta luego.

Juana me explicó dónde estaba su edificio y no vivíamos muy lejos la una de la otra. De hecho, dos minutos después de pasar de largo su portal, el sereno estaba abriéndome el portón del mío.

—Oye, Juana... Muchas gracias. Me lo pasé estupendamente.

—No te preocupes, chica, si yo también me he divertido mucho y, además, nos gusta casi casi la misma música, y eso hoy en día es casi... ¡como casarse!

Saqué las llaves y abrí el portal para subir a casa:

—Oye, ¿te veo mañana? Así, te presento a una amiga y estudiamos juntas antes de ir al Discos Dorado.

—Claro. Si quieres ven a la misma hora.

Subí las escaleras casi temblando, esperando el rapapolvo de madre, pero no me arrepentía. No me arrepentía ni un poquín de mi aventura secreta.

Tuve suerte porque la mujer, al ver los pasteles de Manuela, quiso creerse que había estado ayudando en la panadería. Digo que quiso creerse porque madre tonta no era, pero tener pasteles regalados en casa, dulces y deliciosos, era sinónimo de paz y armonía. El hambre siempre era un poderoso enemigo al que era imposible derrotar. En lugar de la reprimenda, padre abrió los pasteles y los comimos para cenar.

Aquella noche tuve sueños muy raros. Un cuadro de Dalí al lado de ese sueño pasaría por común. Probablemente, soñé gracias al revoltijo de pasteles, adulterados con las emociones de aquel día. Primero, madre se metía cuatro dulces de golpe en la boca y escupiendo mientras intentaba hablar, de su garganta salía una música que sonaba a la voz de John Lennon. Después aparecía Pepe, que en lugar de ser el dueño de una tienda de discos, era el inspector del examen de madurez y me hacía preguntas muy raras. Y Juana vivía en Coela y tenía acento asturiano. Desde el aula del examen aparecía de buenas a primeras en mi casa mirándome en el espejo de mi antigua habitación. Ahí estaba yo, con mi cicatriz, mi piel morena y mi pelo trenzado, vistiendo solo aquella chaqueta de cuero que había visto en la portada prohibida de Not Fooled.


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