8. El secreto de Afrodita
—Escúchame —dijo la joven Afrodita con autoridad y seguridad—. Tú no eres mi hijo y yo no soy tu madre.
Se acercó hasta el niño que luego se convertiría en su amante, se agachó y le dio un beso en la frente.
—Y de ahora en adelante pasaras a llamarte: Eros... Porque te convertiré en el más completo y perfecto, dios del placer.
Lo sujetó por la mano y lo condujo con ella hasta las rejas de la entrada del orfanato, en el que dos hombres de traje negro con corbatas y lentes oscuros, la abrieron. Pegaron una de sus manos a una de sus orejas donde sobresalía el cable de un audífono y dijeron:
—VIP, saliendo.
Había dos autos custodiando a uno que se encontraba en el centro y otro grupo de hombres de atuendo similar parados a los lados. Le abrieron la puerta trasera a su señora y ella entró con el niño, le colocó el cinturón de seguridad y luego se lo puso Afrodita. Un escolta se subió en la parte del conductor y los otros en los demás carros blindados y se colocaron en marcha.
—¿Qué sientes? ¿Tienes miedo? —interrogó la joven Afrodita quitándose los lentes oscuros que llevaba puesto, mostrando su precioso rostro y sus hipnotizantes ojos verdes.
—No. —Esa fue la única palabra que contestó el niño de cabello castaño—. Usted es muy hermosa y me ha sacado de ese lugar, ¿debería tenerle miedo?
—Aprende esto: entre más bella una mujer, más debes tenerle. Porque ellas son capaces de colocar a cualquier hombre a sus pies —continuó explicando Afrodita—: Desde la antigüedad, por el rapto de la mujer más hermosa del mundo, se originó la contienda más grande de la historia.
—Entonces, ¿usted me hará mucho daño?
Una sonrisa se formó en los labios de le preciosa rubia.
—No, por supuesto que no, mi niño; yo haré que las mujeres más hermosas y ricas se postren ante ti, Eros.
—¿Yo? ¿Colocar de rodillas a mujeres tan linda cómo usted? No creo que pueda hacer eso.
—Quizás no en estos momentos, pero en el futuro sé que lo podrás hacer. Para eso te educaré y entrenaré. Tú serás el mejor y por eso te daré un nombre y un apellido.
—¿Y puedo saberlos?
—Cierto, mi error, no te lo había dicho. Ahora te llamaras: Eros Macmillan —extendió su brazo en forma de saludo al niño y él le correspondió en un apretón de manos—. Y como te dije, no debes verme como tu madre porque eso es lo menos que seré para ti.
—Eros Macmillan —dijo él con fluidez, pronunciándolo de modo correcto. Pero en su cabeza, tenía otra pregunta para la preciosa rubia—: ¿Usted tiene hijos? No sé si le agradara mi presencia.
—No debes preocuparte por eso, no tengo hijos. —Le colocó el dedo índice en la mejilla y le giró el rostro hacia el de ella—. Pero ahora te tengo a ti, mi niño.
Transcurrieron muchos minutos hasta que llegaron y se detuvieron en una reja de gran tamaño, estas se abrieron y los tres carros entraron. Se podía ver una arboleda a los lados, que adornaba el camino, hasta que pasaron dos altas columnas que daban pasaje a un lugar más espacioso.
Ellos se bajaron y Eros admiró la agigantada mansión que más parecía un palacio de una reina, o en este caso, el de una diosa.
—Aquí vivirás de ahora en adelante, esta es tu nueva casa, Eros.
Cuando se adentraron en la mansión, había un puñado de tres criadas, ordenadas en fila y había otras dos que vestían zapatos y licras deportivas, y sujetadores que le dejaban ver su abdomen sudado. Debían estar ejercitándose. Detrás de ella se veían dos largas escaleras que llevaban al segundo piso y un acceso más en el fondo.
—Pueden retirarse, salvo ustedes dos —dijo y todas desparecieron de la vista de Eros y de Afrodita.
—Necesito que alguien le muestre la mansión y se vuelva su tutora temporal, para que cuando contrate a los profesores, no esté tan perdido —habló Afrodita a las dos jóvenes de atuendo deportivo—. Lo haría yo, pero debo ocuparme y pare eso están ustedes.
—Soy mala enseñando —respondió una de cabello corto rojizo; el pelo le llegaba hasta la barbilla como estilo hongo—, y más a críos pequeños, Deméter es mejor para eso.
La de cabello rojo parecía una flor salvaje, pues era de semblante rudo. Muy diferente a la que estaba al lado de ella que era de expresión más apacible, como una flor suave.
—Yo puedo hacerlo —expresó Deméter y acercó su cara a la del niño que apenas le llegaba por la cintura—. ¿Cómo te llamas? Yo te enseñaré, ¿si quieres? Por supuesto
Eros reposó sus delgados y húmedos labios en la mejilla derecha de la castaña.
—Sí, tú eres muy linda. —Él moldeó una inocente y encantadora sonrisa—. Ahora me llamo Eros, Eros Macmillan.
A Deméter se le enrojecieron los cachetes antes las dulces palabras de Eros, que aun de joven tenía casi el mismo aspecto que de adulta, pero ahora tenía el cabello en una coleta sujetada por una goma.
—¿Crees que soy linda? —preguntó Deméter, entrecerrando los ojos.
—Sí, muy bonita.
—¿Más que la señora Afrodita?
—No, ella es más hermosa.
—Tonto, debías decir que sí. No debes romper el corazón de una mujer de esa forma.
—No soy tonto, tú eres linda.
—Bueno —finalizó Afrodita observando la pequeña discusión entre los recién conocidos—. Creo que se llevaran bien y ahora tú serás su tutora temporal, pero antes, acompáñame Deméter.
Estando ya alejadas y mientras Eros miraba los objetos dentro la estancia, Afrodita le habló así a Deméter:
—No debes encariñarte tanto con él y mucho menos despertar sentimientos indebidos. Tengo grandes planes preparados para Eros en el futuro, ustedes tres son como mi familia, encargarte de enseñarle, solo eso.
—Sí, mi señora, yo haré todo lo usted me ordene.
—Confió en ti, Deméter, entonces ve con Eros.
Deméter salió corriendo y llegó hasta donde estaba el niño, mientras que Afrodita empezó a subir por las escaleras y llegó a una puerta, sacó un manojo de llaves, la abrió, y se sentó en una silla; ese era su despacho.
Afrodita estaba en la oficina de su casa, justo como lo estuvo hace catorce años atrás cuando trajo a Eros por primera vez a la mansión, era con exactitud la misma imagen, como si el paso del tiempo no le hubiera hecho cobro en su aspecto y su belleza, por el contrario, ahora lucia más preciosa y más cautivante. Hace ya unas horas lo había llamado para avisarle de la vacante de guardaespaldas para las hermanas Walton. Ella usó de nuevo las llaves y abrió la cerradura de uno de los cajones del escritorio de madera. Despejó el cajón de algunos papeles, libros, lo dejó vacío por completo y comenzó a palpar el fondo, era doble, le quitó la tapa y tomó una foto en sus manos.
Usando sus dedos, principio a toquetear la fotografía con suavidad.
—Después de mucho tiempo de espera, al fin se dará inicio a la partida de póker. —Afrodita alzó su rostro, acomodó sus codos sobre la mesa y entrecruzo sus dedos. Sus ojos verdes parecían brillar como las estrellas del cielo—. Y yo tengo a mi excepcional y perfecto AS: Eros, él que te quitará a todas las mujeres que amas y te las arrebatará de las manos, justo enfrente de tus narices. Que comience el juego, el gran juego en donde tú lo perderás todo, Héctor Walton.
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