Capítulo 1: La llegada de Pedro Suarez
Diciembre de 1977
El calor era abrazador aquella mañana de verano. El sol brillaba con intensidad en aquel despejado cielo en las afueras de la pequeña localidad de Banda del Río Salí, en la provincia de Tucumán. Pedro Suarez caminaba por un precario camino rural. Las grandes polvaredas levantadas por los camiones que pasaban a gran velocidad, y a los cuales, sin éxito, hacia señas pidiendo un aventón, llenaban de tierra el pantalón de trabajo gris gastado y remendado, la camisa marrón y el gran sombrero de paja con los que iba vestido. Había caminado más de diez kilómetros desde su humilde morada, cuando por fin, un poco más adelante, tenía a la vista su destino, el gran Ingenio Azucarero de la ciudad, propiedad de Baltazar Urquiza, el hombre más rico de la ciudad y quizás de la región entera.
–Al fin estoy cerca. Ya falta poco. –Se alentó a sí mismo, mientras continuaba caminando los últimos kilómetros que lo separaban de su destino.
Pedro tenía los 18 años recién cumplidos, y como muchos habitantes de los lugares cercanos, llegaba para trabajar en la cosecha de la caña de azúcar. Aquella planta ofrecía el único sustento económico de la región. El pago era poco y el trabajo muy duro. No había duda de la explotación y el maltrato que sufrían los peones, pero para muchos era la única alternativa para llevar el pan a la mesa de sus hambrientas familias.
Pero el objetivo de Pedro no era el mismo que el de los demás, él llegaba allí por una razón diferente. al igual que él, un año antes, su hermano Claudio había llegado a las puertas del Ingenio pidiendo trabajo. Nada se volvió a saber de él, hasta aquel trágico día.
Pedro recuerda el sonido de una camioneta deteniéndose frente a su pequeña casa de madera. Un hombre elegantemente vestido golpeó insistente a las puertas de su hogar.
–Buenas tardes señora. He venido a informarle que su hijo lamentablemente a fallecido. – Le dijo a su madre con una frialdad absoluta apenas esta abrió la puerta.
–¿Pero que le sucedió? Esto no es posible. ¡Quiero ver a mi hijo! –Exigió la mujer con un delicado estado de salud. –¡Exijo ver a mi hijo! –Volvió a clamar desesperada, mientras Pedro se paraba junto a ella y la abrazaba.
–Me temo que eso no es posible. Su hijo tuvo un grave accidente y ha caído dentro del trapiche. Esa máquina que se usa para triturar la caña de azúcar. Lamento decirle que el cuerpo de su hijo fue triturado y no hubo forma de recuperarlo.
Al escuchar la horrible forma en la que había muerto su hijo, su madre comienza a llorar desgarradoramente. El aire comienza a faltarle. Sentía que el mundo se le venía encima.
–Por favor cálmate mamá. Siéntate un momento. –Intento tranquilizarla Pedro.
–¿Está seguro que era mi hermano el que falleció? –Preguntó al hombre elegante.
–Hallamos esto entre los restos que arrojó la máquina. –Le respondió mientras sacaba del bolsillo una fotografía ensangrentada. –¿Es este su hermano?
Pedro tomó la fotografía. Horrorizado se percató que se trataba de la última foto que se habían tomado juntos, dos días antes que él se marchara. Allí estaban los dos hermanos, abrazados, sonrientes junto a su madre.
–¿Es ese su hermano? –Insistió el hombre.
–Si. Si es él. –Contestó Pedro con un nudo que le atravesaba la garganta como un puñal.
–En ese caso. El señor Baltazar Urquiza lamenta lo que ha sucedido. Me ha enviado a informarle la noticia y a darles esto. –Contestó el hombre mientras le alcanzaba un sobre con dinero. –Espero que esto sea suficiente para que puedan continuar. Habiendo cumplido con lo encargado me retiro. Lamento mucho su pérdida.
Aquel día la vida se detuvo. La tragedia más grande había llegado a sus vidas. Con aquella modesta cantidad de dinero el hombre dio por terminado el asunto y se retiró. No hubo cuerpo para velar y nada más que aquella vaga explicación. Tampoco había nada que reclamar, era una época oscura del país, la gente desaparecía todos los días víctimas de las balas y torturas del ejército, y todos sabían que los Urquiza tenían estrechos vínculos con la Dictadura. Reclamar o denunciar, no eran opciones, simplemente había que aceptar la realidad, Claudio había muerto.
Pero para Pedro, eso no bastaba, a pesar de las advertencias y ruego de su madre, de igual modo preparó un pequeño bolso y se dirigió, tal como lo hizo su hermano, hacia aquel Ingenio en el cual era habitual que las personas desaparecieran sin ninguna explicación. Su objetivo era claro, quería averiguar que sucedió con su hermano, incluso pretendía hallar su cuerpo, tener un lugar donde su madre pudiera llevarle flores, pero, sobre todo, quería hacer pagar a los responsables de su muerte, incluso si tuviera que reducir todo ese maldito lugar a cenizas.
Al acercarse hacia los portones de la entrada principal pudo ver las inmensas dimensiones de los cañaverales, cuyas plantas de más de dos metros de altura, se extendían hasta las lejanas colinas en el horizonte. Se podía escuchar los gritos de los capataces apurando a los peones para que cargasen más rápido los grandes camiones. Pedro caminó hacia una pequeña casilla junto al portón, había dos hombres charlando amenamente, quienes se sorprendieron a ver a ese joven delgado, de piel trigueña, con su rostro ennegrecido por el ardiente sol.
–Que buscas muchacho? –Le preguntó el más viejo de los hombres.
–Vengo a buscar trabajo en la cosecha. Me dijeron que están tomando peones. –Le contestó Pedro con un acento bien marcado.
–Oye. ¿Cuántos años tienes? Aquí se necesitan hombres fuertes. El trabajo es duro. No es lugar para un niño.
–Tengo dieciocho, señor. No me juzgue por mi apariencia. He trabajado toda mi vida para mantener a mi madre. Soy muy capaz de trabajar aquí.
El hombre duda por unos momentos tocándose el mentón cubierto por una gruesa barba negra. –Está bien muchacho. Él te llevará con el capataz. Será mejor que no nos hagas perder el tiempo.
El otro hombre, un poco más joven, lo guía hacia el interior del Ingenio. Al ir caminando pasan junto a una enorme mansión de dos plantas. Sus enormes ventanales decorados con lujosas cortinas rojas y los escalones que iban hacia la puerta principal, hechos en un bello mármol denotaban la enorme fortuna del dueño. No pudo evitar ver estacionado justo frente a la entrada, un reluciente Ford Falcón verde del ejército. La gran puerta se abre y del interior salen dos hombres. Uno de ellos, con una prominente barriga que sobresalía de su cuerpo y que una ajustada camisa a cuadros, metida dentro de unos pantalones grises, intentaba contener. Un gran bigote prolijamente cortado de color gris al igual que sus cabellos, adornaba su rostro colorado por el calor. Pedro se dio cuenta que ese hombre era Urquiza, el dueño del lugar. El otro hombre, por su parte, no quedaban dudas de que se trataba de un militar, vestido con un uniforme color verde oliva prolijamente planchado. Sobre su hombre brillaban unas insignias con forma de soles. Pedro no sabía mucho de jerarquías militares, pero debía tratarse de alguien importante.
– No mires al patrón. ¿Quieres meterte en problemas cuando apenas acabas de llegar? –Le interrumpió su guía.
–Lo siento señor.
Para Pedro todo tomaba sentido, quizá su hermano había sido entregado a los militares por alguna razón. Tenía que averiguar por qué y sobre todo, que fue de él. Quizá no estaba muerto y todavía podía estar preso en alguna cárcel militar. Eso era algo común. Un secreto a voces. La gente era capturada, encerrada, torturada e interrogada acusada de vínculos con grupos guerrilleros. Quizá eso le había sucedido a su hermano. Tenía que hallar a alguien que supiera lo que pasó.
Caminaron largo rato. El Ingenio era enorme, con decenas de casas elegantes donde vivían los capataces, y grandes edificios donde se elaboraba el azúcar, ese dulce producto que había hecho rico a su dueño. Finalmente llegan a un precario galpón, con una gran puerta destartalada que produce un irritante chirrido al abrirse. En el interior había cientos de camas cuchetas, con colchones amarillentos sin sabanas que los cubriera. El techo de chapa, sin cielorraso, hervía bajo el intenso calor, volviendo el ambiente en el interior extremadamente sofocante.
–Deja tu bolso en aquella cama y vamos. Tienes que empezar a trabajar.
Pedro fue hasta la cama señalada ubicada junto a la pared de madera en mal estado. Al colocar su bolso se percató que había algunas prendas de vestir. –Disculpe señor. Esta cama está ocupada por alguien más.
–No te preocupes. Su dueño no las necesitará más. El pobre infeliz no soportó el calor y se murió ayer. Pero es algo que debes agradecer, tienes tu lugar. –Le contestó el hombre esbozando una siniestra sonrisa.
Luego de dejar sus cosas Pedro fue llevado hasta el sector de la plantación donde se encontraban realizando la cosecha.
–Ve y preséntate con el señor Ortega. Vamos apúrate que no es un hombre con mucha paciencia. –Le dijo el hombre y se retiró.
Pedro se acercó hacia aquel hombre de apariencia ruda parado de brazos cruzados sobre la cajuela de una gran camioneta observando detenidamente el trabajo de los peones. Estaba vestido con una camisa a cuadros y jeans, con unas gruesas botas de trabajo. Su rostro de hombre mayor cubierto por arrugadas, grandes y marcadas bolsas debajo de sus ojos, denotaban el cansancio de su trabajo. Llamaba la atención el enorme rosario con una gran cruz plateada que colgaba en su cuello y el enorme puñal en su cintura, que también parecía tener forma de cruz.
–¿Eres nuevo aquí? –Le preguntó aquel hombre al verlo. Pedro solo atinó a asentir con su cabeza.
¡Ponte a trabajar! –Le gritó de repente sin darle tiempo a presentarse.
El joven trabajó durante horas bajo los cada vez más ardientes rayos de sol. Su mano se llenó de dolorosas ampollas al cortar las gruesas cañas con el machete. Mientras él se encargaba de cortar los tallos, otros se encargaban de llevarlos hasta los camiones y cargarlos. Era un trabajo extenuante.
Solo pararon durante media hora para comer el almuerzo, un plato de guisado, con mucho arroz y casi nada de carne, su sabor era horrible, como si el cocinero realmente odiara a sus comensales, y el pan no era mucho mejor, duro como piedra y una, en apariencia poco saludable, tonalidad verdosa en algunos sectores. Para Pedro, acostumbrado a la deliciosa comida que su madre con cariño preparaba, tragar esa cosa era difícil, todo un desafío. Pero para el resto de los cientos de peones que llevaban más tiempo trabajando en aquellas horribles condiciones, era todo un manjar que devoraban en unos instantes.
El trabajo continuó por el resto de la tarde. Esta vez a Pedro le tocaba cargar los pesados cáñamos hasta el camión. Luego de unas interminables horas, sentía que su espalda estaba a punto de romperse. Sus brazos estaban completamente arañados y sangrantes por las ramas. Sentía que estaba a punto de desmayarse cuando finalmente el señor Ortega ordenó detenerse.
–Es hora de ir a descansar. Dejen las herramientas en los camiones. ¡Vamos apúrense! –Gritó de manera totalmente descortés. El sol comenzaba a ocultarse en el horizonte resplandeciendo sobre la plantación y tiñendo el cielo de una tonalidad naranja. El paisaje era hermoso y contrastaba con la horrible realidad de los peones que caminaban con la mirada baja hacia las barracas para su ansiado descanso.
La noche finalmente cayó. Ya acomodados en sus camas, los peones comían los magros sándwiches de mortadela que habían repartido como cena. El silencio era absoluto. Todos estaban demasiado cansados e incluso demasiado tristes para conversar. No tenían grilletes y habían llegado por su propia voluntad, pero la triste realidad era que prácticamente eran esclavos. Trabajaban jornadas extenuantes, pero estaban obligados a hacerlo para sus familias. El ingenio era la única fuente de trabajo en cientos de kilómetros, y mientras sus familias tuvieran un plato de comida sobre la mesa, ellos soportarían todo.
Eran las diez de la noche, cuando el señor Ortega apagó las luces de las barracas. Inmediatamente todos se durmieron, completamente abatidos por el cansancio. Pedro intentó dormir, pero no pudo. Su mente se encontraba agolpada de pensamientos y dudas. Pensaba si su madre se encontraría bien estando sola, después de todo ya era muy mayor. Por un momento se sintió muy culpable de dejarla. Sin darse cuenta del tiempo, las horas pasaron, hasta que el viejo reloj de pared colocado sobre el marco de la puerta del viejo galpón dio las doce de la noche.
La noche estaba calma, de vez en cuando una leve briza golpeaba contra las ventanas sacudiéndola. En ese momento Pedro se dio cuenta de algo. A pesar del calor intenso que hacía aun por las noches, las ventanas permanecían cerradas y trabadas con un gran trozo de madera para que no pudieran abrirse. Pensó que quizás era para que nadie se escapase, pero no tenía ningún sentido, ya que podían quitarse desde adentro. Definitivamente, nadie más que los peones decidían dejar trabadas las ventanas. Una idea lo hizo estremecer, quizás las trabas estaban colocadas para evitar que nadie entrara. Los peones debían saber sobre las desapariciones y querían evitar ser los próximos. Alguien debía saber algo. Con suerte podría resolver lo que le paso a su hermano.
Pensó durante un rato más intentando descifrar los misterios del lugar cuando el cansancio finalmente lo estaba por vencer. Giró sobre su costado y acomodándose en su fina almohada rellena de plumas de gallina, se preparó para dormirse. Pero un sonido lo despabiló en un instante. Un sonido extraño, como si un animal enorme caminara alrededor del galpón. Pedro permaneció atento intentando escuchar. Cerca de la puerta un haz de luz entraba por una fisura en la pared de madera podrida. Observó detenidamente aquella luz y se horrorizó cuando aquella fue interrumpida por uno segundos por la sombra producida por el paso de algo. El joven miró detenidamente detrás de su cama y descubrió otro hueco en la pared. Acercó su vista y observó con detenimiento, escudriñando el exterior intentando ver aquella cosa que deambulaba en esa calurosa noche. Por más que se esforzó no pudo ver nada. Cuando estaba por rendirse y volver a intentar dormirse vio a lo lejos, cerca del inmenso cañaveral que se sacudía de un lado para otro empujado por la briza dando aterradores crujidos, una gran sombra. No pudo ver con precisión de que se trataba. Algo enorme se encontraba allí, oculto por la oscuridad. Pedro se acomodó mejor para intentar ver cuando una mano le sujetó fuertemente por el hombro haciéndolo sobresaltar.
–¿Qué crees que estás haciendo? –Le pregunta el joven dueño de la parte inferior de la cucheta junto a la suya.
–Hay algo allí afuera.
–Vuelve a dormirte. Mañana tendremos mucho trabajo. Deja de hacer ruido y duerme.
Pedro volvió a mirar por el pequeño orificio, pero aquella misteriosa sombra ya no estaba.
–Oye algo enorme estaba allí afuera. ¿Tú sabes algo sobre eso?
–Haz silencio y vuelve a dormirte te he dicho. Aquí no se hacen preguntas. Ya deberías irlo sabiendo.
–Pero esa cosa estaba caminando junto a las barracas.
–Oye niño, por si no te has dado cuenta estamos en el infierno y esa cosa es el diablo. –Le respondió el muchacho y se volteó nuevamente intentando dormir.
Pedro permaneció mirando hacia la puerta y las ventanas. Ahora entendía porque estaban esas enormes maderas trabándolas. Algo maligno y misterioso estaba ocurriendo en aquel lugar.
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