Capítulo 5
—¿Y tú, Lira? —concluyó su historia con una pregunta.
Al principio no comprendí a qué se refería, pues me detuve más en el hecho de que dijo mi nombre por primera vez en voz alta y que yo aún no había hecho lo mismo con el suyo. Amada era un nombre no muy común, un poco largo, pero bastante bonito y hasta profundo. El mío, según mi mamá, fue el que dijo que combinaba mejor con los apellidos.
La miré con ojos entrecerrados, procesándolo.
—¿Yo?
Amada asintió con ánimos y curiosidad, aunque pronto notó que necesitaba ser más específica.
—¿Por qué estás aquí?
Puede que la respuesta fuera sencilla a simple vista; "porque tengo que cuidar a mi tía". De hecho, era creíble mencionarlo así y no profundizar más. Cuando Amada me preguntó por qué estaba en casa de los Figueroa, divagué unos segundos que se sintieron eternos. Sí, estaba para ayudar, pero no tuvo que pasar mucho tiempo para que yo cayera en cuenta de por qué aquella decisión se tomó tan de repente.
Y claro, era el problema más recurrente en mi familia. A veces se iba rápido, pero esta vez en serio parecía que mis padres estaban cerca del divorcio. Aunque, pensándolo bien, siempre parecían cerca y al final nada ocurría.
Por lo general la culpa era de mi mamá. Ella iniciaba siempre con sus inseguridades y acusaciones sin mucho fundamento, la que aplicaba la ley del hielo cuando estaba enojada y que, aunque estuviera molesta con mi papá, a mí también me lo hacía. Nos dejaba de hablar días enteros, como si no existiéramos. Podía llegar incluso al extremo de ni siquiera hacer la comida, limpiar la casa o atender alguna de nuestras urgencias.
Cuando empecé a ser consciente de lo que era la ley del hielo y lo lejos que mi mamá era capaz de llevarlo, apenas era una niña. Como estaba en una etapa de acusaciones, no había hecho de comer esa tarde y yo me moría de hambre. Por más que me acerqué a ella y le hablé para preguntar qué comeríamos, solo me respondió con un "ahorita" unas cuántas veces y, ante mi insistencia, solo se calló y se fue.
No recuerdo bien qué tomé del refrigerador en mi desesperación, pero me hizo daño y me dolió mucho el estómago. Entre lágrimas le dije a mi mamá que me sentía mal, pero me ignoró por completo. Tuve que aguantarme ese dolor unas cuántas horas, hasta que mi papá llegó del trabajo y fue a la farmacia a buscarme un remedio.
Tras ese primer incidente, mis padres hablaron en privado, resolvieron sus diferencias y las cosas volvieron a la normalidad.
Estos comportamientos ocurrían unas cuántas veces al año, tal vez unas dos o tres. Todas acababan en reconciliación, pero desde una edad temprana aprendí a saber qué hacer cuando la ley del hielo congelaba nuestra casa.
Aprendí a elegir mejor la comida, al menos. Y ya no me tomaba personal que no quisiera hablarme. Podía existir con facilidad por las próximas horas o días, pedirle las cosas a mi papá y simplemente esperar. Llegados los dieciocho, solo buscaba el dinero y salía a comprar la comida, limpiaba el suelo y los pocos trastes, volvía a mi habitación para leer mis libros y revistas, con la grabadora de música encendida.
A veces disfrutaba de la ley del hielo. Mi mamá no me pedía que recogiera mi cuarto, que bajara el volumen o que hiciera mandados. Eran pequeños periodos sin autoridad que más bien tomaba con mucha calma. Pero eso no evitaba que a ratos me doliera el corazón.
No solo por la idea de que mis padres se divorciaran y tuviera que quedarme con ella, sino porque me parecía injusto ser ignorada también. Con el tiempo dejé de preguntármelo y lo acepté, con todo y el dolor emocional incluido.
No sé si mis padres pensaban que no me daba cuenta cuando estaban enojados. Siempre lo sabía, pero me gustaba fingir que no para tener más tranquilidad y días normales. Antes de venir a Arizona, papá y yo salíamos de una ley del hielo de casi una semana.
Mamá lo acusó por décima vez de engañarla con otra mujer porque no respondía las llamadas, muchas de ellas hechas en pleno horario laboral. Por más que mi papá trató de explicarle que no podía contestarle porque estaba trabajando y atendiendo otras llamadas, se rehusó a hablar. Y mi papá, con su carácter serio, pero nunca rencoroso, la dejó estar una vez más.
Fue entonces cuando él llamó a sus familiares de Arizona, se enteró del estado delicado de mi tía Tere, y quiso sacarme del tormento familiar por primera vez en mi vida. Habló a la fuerza con mi madre para convencerla de dejarme ir en lo que resolvían sus diferencias, cosa que aceptó tras darse cuenta de que tendrían tiempo completo de pareja, sin una hija que les interrumpiera en la resolución de sus eternos conflictos.
—Ya sabes, para cuidar a mi tía Teresa.
Después de que charlamos por la mañana y cuidamos a Mica juntas, la ligera vergüenza que había entre nosotras se esfumó. Antes de eso hablábamos solo lo necesario para continuar con las labores. Nuestro comienzo me recordó a esos primeros días de escuela, cuando iniciabas la secundaria o preparatoria y te fijabas en una chica que se sentaba al fondo mientras te juntabas con otras personas. Luego decidías acercarte para conocerla y al final continuaban el resto de grados juntas, como mejores amigas.
Sabías desde un inicio que había una química e interés amistoso y mutuo, pero esperaste días, semanas y hasta meses para aproximarte y comprobarlo. Eso fue lo que sucedió con Amada y yo. Desde lejos y entre nuestro silencio percibía una buena conexión, pero ninguna de las dos tuvo el valor suficiente para iniciar una charla tendida hasta que simplemente se dio.
Y ambas agradecíamos la naturalidad con la que nos estábamos acercando.
Durante la semana comenzamos a hablarnos más, de muchas banalidades que tenían que ver con lo que hacíamos en ese momento. Qué comidas nos gustaban, cuál era nuestro dulce estadounidense favorito, ese que no podías conseguir en México, algo que extrañáramos de nuestro hogar o lo que queríamos hacer al volver.
—¿Qué carrera quieres estudiar? —Le pregunté, mientras lavaba los platos del desayuno.
Amada soltó una corta risa, negó con la cabeza y siguió mezclando la sopa.
—Solo acabé la secundaria.
A pesar de que veníamos del mismo país, olvidaba las enormes diferencias que existían entre nosotras. Teníamos la misma edad y esperaba que tuviéramos experiencias parecidas, pero cada plática que surgía me hacía sentir más alejada de ella. A simple vista, no teníamos nada en común. Sin embargo, eso también la volvía interesante a mis ojos y me hacía querer saber más, que me contara cualquier cosa que pudiera acercarnos.
En su pueblo la escuela solo llegaba hasta la secundaria. Si quería cursar la prepa debía viajar al pueblo vecino a varias horas de distancia, algo imposible para su familia. La universidad ni siquiera se le había pasado por la mente en algún momento de su vida. No tuvo un sueño de niña como querer ser doctora, modelo o astronauta.
Más bien pensaba en su boda, igual que todas las niñas a su alrededor. Que pronto sus padres le buscarían un hombre, se casaría, tendría hijos y se quedaría en ese lugar para siempre. Y que mientras ese día llegaba, aprendería todas las labores domésticas necesarias para estar lista. No pensaba en el amor, casarse más bien era su inevitable destino.
—¿Y tú? —Cuando surgía un tema nuevo, Amada nunca se olvidaba de preguntarme lo mismo. Platicar con ella siempre era recíproco, de mutuo y auténtico interés—. Supongo que sí quieres ir a la universidad.
No es que fuese mi sueño de oro, pero sí me resultaba importante. Yo era de las mayores de mi grado por culpa de mi mes de nacimiento, así que todavía me quedaba el último año de preparatoria para pensar bien a qué me dedicaría. Tenía muchas opciones, pero no me sentía lo suficientemente tentada por alguna.
Me gustaba leer, aunque que no escribía; tampoco me gustaban los números en lo absoluto pese a que era buena en ello. Podía elegir entre varias carreras sociales y desarrollarme bien en cualquiera, solo que el tipo de personas que estudiaban esas áreas demandaban mucha energía.
Aún faltaban meses para que los exámenes de admisión comenzaran, así que mejor dejé esas preocupaciones para la Lira del futuro.
En cambio, le conté a Amada todo lo que aspiraba hacer esos años universitarios. Aprender cosas que me servirían para toda la vida, quizás irme de intercambio a otro país y probar culturas opuestas, hacerme de amistades que quizás me duren la vida entera. Toda esa clase de experiencias me hacían bastante ilusión.
Y después de terminar, tal vez prepararme para una maestría o buscar un buen trabajo. Con mis habilidades hasta podría probar suerte en el extranjero, donde abundaban las oportunidades, donde seguro podría hacer mucho dinero y vivir aún más cómoda de lo que ya estaba en México. Esos eran sueños que por nada del mundo quería dejar a un lado.
Mientras Amada me animaba a ello, mi tía Tere me llamó desde la habitación. Como no sonaba a una emergencia, acudí con calma. Se hallaba sentada en la cama, con una de las manos apoyada sobre el teléfono de su buró. El rostro más vivo y la tenue sonrisa indicaron que no había nada de qué preocuparse, sino al contrario.
—Acabo de colgar con tu tía Leticia y traigo buenas noticias.
La tía Leticia era hermana de mi tío Lalo, prima de mi papá. Era una mujer de carácter, con buen sentido del humor. Tenía dos hijos más grandes que mi prima Ailyn y una hija de veinte años llamada Lluvia.
De todas las primas hermanas de la gran familia Figueroa, Lluvia era la única que había logrado entrar a la universidad gracias a una beca. Era una chica muy inteligente y dedicada, por eso sus cualidades le brindaron una oportunidad que para el resto parecía imposible. Y es que ir la universidad en Estados Unidos no era precisamente barato.
Mi prima estudiaba Mercadotecnia en Los Ángeles, pero tenía ya unos días de que había salido de vacaciones. Volvería a Arizona para visitar a sus padres y hermanos, pero también para vernos a nosotras. Siendo honesta, no interactuaba tanto con ella como lo hacía con Ailyn a causa de la distancia, ya que no vivía en Phoenix, sino a un par de horas de distancia.
La tía Tere nos notificó que Lluvia quería quedarse un par de días si nosotras estábamos bien con ello. Y, obviamente, acepté de inmediato después de saber que Ailyn también deseaba verla.
—Bien, entonces llegará esta noche —informó mi tía, con una sonrisa—. Piensen qué quieren hacer este fin de semana, aprovechando que las tres están libres.
En la mente de mi tía Amada no figuraba en nuestros planes, pero yo me aseguraría de incluirla ahora que nos habíamos acercado. Además, quería que conociera mejor esta parte del mundo y lo que hacían las chicas promedio como mis primas o yo. En su pueblo no había centros comerciales, franquicias de comida rápida o museos. Sería un fin de semana lleno de primeras experiencias.
Lluvia llegó más temprano de lo pronosticado. Ailyn fue la primera en recibirla, con exclamaciones alegres que parecían sacadas de un reality de TV. Yo me acerqué con una energía similar y ella se sorprendió bastante al verme. Me abrazó con fuerza, diciéndome que había crecido y que me había puesto mucho más bonita. Lluvia también se veía diferente; tenía el cabello corto, teñido de un rojo anaranjado y vestía ropa más ceñida que resaltaba la buena genética de mi tía Leticia.
La última vez que la vi era una niña introvertida de preparatoria que siempre usaba ropa tres tallas más grande, una chica de pocas palabras, pero siempre asertiva. Ya no parecía la prima de mis recuerdos, pero por alguna razón eso también me alegró. Lluvia se veía muy bien como adulta joven.
—Denme un segundo, que pasaré a saludar —se desamarró el suéter de la cintura y se lo colocó de inmediato, ocultando así su blusa escotada con pedrería.
Primero se acercó a mis primos y abrazó a cada uno con una gran sonrisa. Después se escabulló por el cuarto de mi tía Tere, con una actitud más relajada y la voz suave. Por un momento volvió a ser la adolescente seria en la que más confiaban los adultos e incluso Ailyn se rio por ese intento de guardar las apariencias.
Uno minutos después, al volver, nos preguntó dónde podía dejar su bolsa. Al estar los dos cuartos de huéspedes ocupados, le dije que se quedara conmigo. De esta forma Amada tampoco se vería obligada a ceder su espacio y dormir en el sofá para priorizar a las visitas.
—Es verdad, me había olvidado de la nueva. ¿Cómo se dice en español? ¿Chacha?
Puede que Amada realmente hiciera las tareas del hogar más que cualquiera en la casa, pero no le decíamos chacha, ni siquiera empleada. Solo era Amada y ya, la chica que los Figueroa resguardaban a cambio de su indispensable ayuda.
Chacha es una palabra que ya no se usa más que de forma despectiva, pero en esa época era muy común. El vocabulario de mis primas en español estaba limitado a lo que aprendieron de sus padres, que venían de un pueblo minúsculo y que también priorizaron el inglés a una edad muy temprana.
Por eso, en lugar de escandalizarme, le dije a Lluvia su nombre para que no la llamara de otra forma. Siempre que alguien lo escuchaba por primera vez, sonreía. Amada era un nombre suave, cargado de valor, tan bonito que todos querían repetirlo. Un nombre muy romántico, dijo mi prima.
Y vaya que lo era.
Mientras nos acercábamos a la habitación donde yo me quedaba, Amada apareció. Se secaba el cabello larguísimo con una toalla porque recién se salía de bañar, un hábito que le era indispensable para antes de dormir.
—¡Qué linda eres! —exclamó Lluvia, señalándola con el índice—. Pareces una muñeca.
Aquel cumplido fue totalmente nuevo para ella. Ni siquiera supo qué responder. Solo se quedó de pie, con los ojos bien abiertos y los hombros alzados. Yo pasé con las cosas de mi prima mientras se presentaban afuera. Dejé todo en el sillón individual y volví casi al mismo tiempo que Ailyn también se acercaba.
Lluvia nos dijo que entráramos a nuestro cuarto para platicar y ponernos al corriente. Me senté en la cama, mis primas más bien se acomodaron en el suelo, sobre la alfombra. Amada se acercó con el rostro agachado hasta el mismo sitio que yo. Se sentó a escasos centímetros, lo que me produjo una repentina intranquilidad. Miré de reojo solo por un momento para contemplar su perfil y parte de su timidez.
Lluvia era muy buena conversadora. Primero nos habló de lo que hacía y cómo habían cambiado las cosas durante el tiempo que no nos vimos. De cómo la universidad le brindó cierta confianza consigo misma cuando una de sus mejores amigas le dijo que cambiara su clóset, que le sacara provecho a su cuerpo curvilíneo y belleza natural, que tuviera más fe en sí misma y que vería cómo la vida comenzaría a sonreírle.
La Lluvia de preparatoria era todo lo contrario; una niña insegura, escondida y pesimista que pensaba que la vida en sí era muy aburrida. Solo que ya no era el patito feo que creía y entonces, cuando cambió a voluntad, comenzó a recibir más atención. Los chicos trataban de ligársela y las chicas querían ser sus amigas. Era popular, algo que jamás pensamos que ocurriría.
—Pero por dentro sigo siendo la misma nerd de antes, eh —añadió, con énfasis—. Que también me guste la moda y el lipgloss no significa que ahora sea una dumb doll.
Todas nos reímos, excepto Amada porque no entendió las últimas palabras. Nos miró con cierta confusión, pidiendo con la vista que alguien le explicara para estar en sintonía. Me giré un poco hacia ella para hacerlo, pero Lluvia nos interrumpió de repente y sin cuidado, como solían hacerlo las personas de aquí.
Esta vez habló de su chisme personal, de que ser popular también significaba que otras personas te odiaran solo por existir o que los hombres quisieran utilizarte. Que inventaran rumores, que se acercaran a ti por conveniencia, que intentaran hacerte tonta. Aunque pudiera resultarle molesto, también afirmaba que esa clase de cosas le daban un toque más interesante a su vida.
Los dramas adolescentes los encontraba en los libros y series que consumía en su juventud, pero en el presente ella misma se convirtió en la protagonista de uno. Y de alguna forma eso le provocaba emoción.
Contrario a ella, yo no me sentía la protagonista de absolutamente nada. Más bien, era el narrador omnisciente en la vida de los demás, la chica que siempre observaba y analizaba al resto en silencio. Quizás para aprender algo, quizás para aburrirme menos de mi propia existencia.
No obstante, y por primera vez en un buen rato, alguien más sintió interés por algún aspecto de mi vida. Puede que fuera en el más banal, trillado y menos interesante de todos, pero me hacía parte de algo, parte de la charla con mis primas que yo consideraba en un plano superior.
—¿Y ustedes tienen novio? —Lluvia nos señaló a Amada y a mí con el índice.
Antes tener novio era parte importante de la juventud de cualquier chica. Muchas conversaciones giraban en torno a hombres que se robaban nuestro corazón y se podía hablar por horas sobre el tema una y otra vez, en encuentros y lugares distintos. Se hablaba más de encontrar el amor que de la carrera que queríamos estudiar o de nuestro futuro trabajo. Incluso en el presente quedan rastros de aquel tipo de conversaciones y ocurre hasta de forma involuntaria.
¿Tener novio? No pensaba mucho en ello, aunque encontrar el amor sí que me provocaba curiosidad. Creía en las conexiones especiales e inesperadas, en el flechazo mágico que llega de repente cuando menos lo esperas. Pero cuando tocaba pensar en el noviazgo y todo lo que conllevaba, se me hacía complicado vislumbrarme junto a un hombre. Y aquello tenía su respectiva explicación, pero prefería ocultarla para ignorarla.
Amada hizo una negación con la cabeza y yo la secundé, todavía más segura. Lluvia no preguntó los motivos, sino que se aventuró a querer cambiar nuestra situación.
—Me encanta, porque quiero invitarlas a una fiesta mañana. —Juntó las manos en un aplauso enérgico, sonrió de oreja a oreja—. Es de mis amigas del high school, así que les puedo presentar a muchos chicos buenos.
La idea de ir a una fiesta gringa me entusiasmaba, ya que me la imaginaba como en las películas que tanto estaban de moda. Una casa a reventar de personas, llena de alcohol, bailes y drama. Solo que la idea de que me presentaran a alguien... no me entusiasmaba de la misma forma. No quería ser ninguna protagonista, sino la que cuenta la historia.
—Hasta se pueden conseguir esposo y ya se quedan aquí. —Lluvia se acercó para palmear la rodilla de Amada, quien sonrió muy convencida.
Por un momento volví a recordar los motivos por los que ella estaba en Arizona compartiendo este espacio con el resto de mi familia. Amada luchaba para quedarse de forma permanente en Estados Unidos, para ganar o conseguir dinero que ayudara a su madre.
A veces prefiero priorizar la inspiración. Tarda un poco en llegar estos últimos meses a causa de los constantes movimientos que debo hacer por mi publicación en físico, pero siempre la espero para que los capítulos estén bien hechos.
Creo que la historia de Lira y Amada no debe ser escrita para contarse rápido. Me gusta la calma con la que la escribo y lo mucho que cuido los detalles. Aunque claro, tampoco debo tomarme demasiado mi tiempo, jajaja. No es bueno dejar que ustedes esperen tanto.
Sinceramente, el resultado de este proyecto me agrada. Hay historias que no tienen que ser siempre turbulentas para que su mensaje sea fuerte. Espero estar consiguiendo eso.
Me disculpo por la demora, de verdad. Han pasado varias cosas en mi vida personal que lo han vuelto un poco complucado. Espero que no me pase tan seguido, jaja. Les agradezco por la paciencia. Sé que no hay muchas personas que lean esta historia, pero a las pocas que están por aquí, les deseo lo mejor :)
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