Prólogo
Junio. 2018.
Santorini, Grecia.
La puerta de la habitación se abrió de golpe, obligándome a incorporarme de un respingo al tiempo que la melena despeinada de Diane aparecía en mi campo de visión. La joven sacó una botella de vino espumoso su bolsa de tela y la alzó en el aire, victoriosa.
—¡Misión cumplida! —exclamó entusiasmada de camino a la pequeño frigorífico que había bajo la televisión. Alzó su rostro hacia el dispositivo—. ¿Qué ves?
—Nada —contesté con un encogimiento de hombros.
El entendimiento iluminó sus facciones tras analizar brevísimamente la pantalla.
—¡¿Las noticias?! —El horror más absoluto teñía sus palabras. Diane siempre había pecado de ser demasiado dramática para todo—. ¿En serio, Soph? ¡Qué estamos de vacaciones, por el amor de Dios! Y tú aquí, sin arreglar aún y viendo las noticias. ¡Y encima en griego!
No pude evitar reír ante sus aspavientos y expresiones exageradas. Me levanté de la cama y le arrebaté la botella de las manos para servirme una copa de vino.
Mi amiga hizo una mueca antes de sentarse en mi cama.
—No seas intensa, por favor —contesté con una sonrisa algo empañada por mis infructuosos esfuerzos de descorchar la botella.
Antes de darme cuenta, Diane me la arrebató de las manos y la abrió de un movimiento limpio. Su sonrisa de suficiencia despertó una mueca de burla en mis labios.
—¿Qué dicen? —preguntó tras unos segundos, señalando la televisión con un gesto de cabeza.
La pantalla del aparato se encontraba dividida, mostrando a los presidentes de Estados Unidos y la República Popular China.
—Están hablando de la guerra comercial entre Estados Unidos y China por los aranceles que se levantaron en marzo —expliqué.
Agradecí interiormente el empeño que mis padres habían puesto en que, tanto mi hermano Adrien como yo, hablásemos la lengua de nuestros antepasados.
La joven miró la televisión con aire distraído. La desidia que había acompañado sus palabras desapareció para dar paso a un interés renovado:
— ¿Has hablado con el resto?
Asentí efusivamente con una sonrisa tras servir el líquido rosado en una copa.
—A las once en el Ólympos.
—¡Genial! —Se puso en pie y dio saltitos hasta el armario, abriéndolo—. ¡Pues a prepararse!
Me permití unos segundos para saborear los tintes afrutados de la bebida antes de dejarme llevar por sus locuras.
—Di, no son ni las diez de la noche —defendí—. Yo creo que aún podemos esperar un poco para empezar a vestirnos.
Unas manos sostuvieron mis antebrazos con fuerza, deteniendo mi avance hacia la enorme cama que parecía llamarme a gritos. Si tan solo pudiese tomarme un rato...
—Ni hablar, señorita. ¡Estamos en Santorini! —Diane zarandeó mi cuerpo—. ¡Y estamos de celebración!
Mi amiga llevaba razón.
Estábamos celebrando que, después de años de duro trabajo, había conseguido el puesto de Directora de Investigación y Desarrollo Epidemiológico tras la entrada de mi antiguo jefe, el señor Sanders, en la Organización Mundial de la Salud.
—Está bien... —alargué las últimas sílabas con pesadez.
Deposité la copa en la mesita de noche y fui hasta el armario, donde había colocado toda mi ropa al llegar. Las distintas prendas que se hallaban colgadas en las perchas me ofrecían un amplio abanico de posibilidades para lucir esa misma noche.
—Ponte el de satén sin pensártelo. —La cabeza de Di asomó a través de la puerta del baño—. ¿Me maquillas, verdad? ¡Gracias! —contestó sin esperar mi respuesta.
La vitalidad de Diane podía resultar agotadora. No paraba quieta nunca; como si tuviese una pila eterna. Salió del habitáculo a toda prisa y agarró mi brazo de nuevo, arrastrándome con ella al baño.
El sudor hacía que el pelo se me pegase a la parte posterior del cuello. Nos encontrábamos en medio de la pista, bailando como si aquella fuese nuestra última noche en el mundo. La discoteca, ambientada en la antigüedad clásica —como indicaba su propio nombre: Ólympos—, era monstruosamente colosal. La imagen del monte Olimpo coronaba la barra principal a varios metros de altura y refulgía a causa de los láseres y focos.
Miré a mi hermano con una sonrisa.
Adrien se me acercó con gracia y me hizo dar una vuelta sobre mí misma, arrancándome una carcajada. La música estaba tan alta que no era capaz de escuchar nada más, ni siquiera las palabras que salían de su boca.
Me acerqué a él para oírle mejor.
—¡¿Qué?! —grité cerca de su oído.
Mi hermano llevó su dedo índice a su oreja con una mueca.
—¡¿Quieres otra?! —gritó de vuelta, señalando mi vaso vacío.
—¡Ahora voy yo, tranquilo! —Alzó su dedo pulgar en respuesta y se alejó hacia la barra.
Lizzy, quien bailaba en grupo con Diane y Mel, me hizo un gesto para que me uniese a ellas al ver que Adrien se había ido a pedir. El volumen de la música acallaba nuestras risas, pero nuestras caras de felicidad hablaban por sí solas. Estaba siendo un viaje alucinante. Perdí la noción del tiempo entre los pasos de baile ridículos de Diane, las carcajadas de Lizzy, los gritos eufóricos de Mel y las miradas avergonzadas de Adrien.
—¡¿Pedimos otra?! —preguntó Lizzy al cabo de un rato, alzando su vaso vacío.
—¡Voy yo! —contesté a voces—. ¡¿Gin tonic?!
Mi amiga asintió con efusividad, provocando más risas.
Lo cierto era que íbamos bastante borrachos.
Les hice un gesto al resto para saber si alguien más quería otra copa. La respuesta de todos fue afirmativa, a excepción de Diane, que nunca bebía. La verdad era que tampoco lo necesitaba, ni para desinhibirse ni para aguantar horas y horas de fiesta. Ella era una fuente inagotable de energía.
Me alejé de ellos para ir hasta la barra.
A medida que avanzaba, visualicé un taburete vacío junto a esta. Creí que lloraría cuando me senté en él y sobé mis gemelos resentidos con una mueca.
El camarero se acercó a mí con una sonrisa y pedí todas nuestras bebidas.
Volví el rostro hacia mi grupo para observarles con detenimiento.
Aún era capaz de recordar el día que, con la ayuda de mi hermano, Lizzy, Diane y Mel, aparecieron en nuestro apartamento para, según ellas, «darme una sorpresa». La verdadera sorpresa llegó cuando, al quitarme la venda que me habían obligado a ponerme en casa, vi que estábamos en el Aeropuerto Internacional de Atlanta. No supe la cara que debí poner en ese momento, pero, sin duda, no tuvo que ser muy diferente a la que puse minutos más tarde, cuando Mel sacó nuestros billetes para Grecia.
Un nudo se formó en mi pecho, pero no debido a la emoción que me generaba el recuerdo.
La sensación era diferente y me impedía respirar con normalidad. Me agarré con fuerza al borde de la barra y obligué a mis pulmones a llenarse de aire. No supe el tiempo que pasé allí sentada, pero la sensación de agobio no disminuyó.
La piel se me erizó al notar que alguien me miraba fijamente. Alcé la vista para encontrarme con un hombre de pie junto a la barra, a unos metros de distancia de donde yo estaba.
No pude evitar analizarle al detalle.
Sus rasgos eran definidos y tenía una complexión atlética. El pelo enmarcaba su rostro con un aire despreocupado, dotándole de un aspecto desenfadado y salvaje. Algo en él emanaba poder, como si fuese consciente de que podría tener a sus pies a todas las personas que estaban en aquella discoteca. Y, desde luego, no creía que nadie fuese capaz de resistirse a sus encantos, dado que era tremendamente atractivo.
Tan pronto como nuestras miradas hicieron contacto, mi malestar desapareció.
El hombre me devolvió el gesto. Al parecer él también se estaba permitiendo el lujo de analizarme, tal y como yo lo había hecho segundos atrás. La intensidad de su escrutinio me hizo sentir incómoda, por lo que concentré mi atención en el camarero, que parecía ligar con un grupo de chicas.
En el momento en el que dejé de mirarle, una necesidad imperiosa de volver a concentrar mis ojos en él sacudió todo mi cuerpo.
Sus ojos seguían posados sobre mí con un descaro absoluto.
Si era de esos engreídos que se pensaba que podía intimidar a una mujer mirándola fijamente, lo llevaba claro conmigo. Alcé una ceja en su dirección en una pregunta muda que podía interpretarse como: «¿qué miras, cretino?»
Una sonrisa ladina se extendió por su rostro. Al parecer le resultaba cómica la situación.
Unos brazos rodearon mis hombros y un beso fue depositado en una de mis mejillas, provocándome un respingo de sorpresa. Me tranquilicé de inmediato cuando la figura de mi hermano se apoyó contra la barra, a mi izquierda.
—¡¿Es que están yendo a por los hielos de las copas al Polo Norte o qué?!
Sonreí a la vez que señalé al camarero con un gesto de cabeza; aún inmerso como estaba en su charla con ligues potenciales.
—¡Es que está más pendiente de otra cosa! —grité de vuelta.
Ambos reímos al ver las nefastas dotes mujeriles del pobre chico.
—¿Lo pasas bien? —preguntó Adrien.
Por encima de su hombro alcancé a ver cómo aquel hombre seguía mirándonos divertido.
Rodé los ojos con hastío y traté de ignorarle con todas mis fuerzas.
—¡¡Genial!! —La emoción se filtraba a través de mis palabras—. ¡Mil gracias otra vez! ¡Estoy feliz! —La sonrisa de mi hermano se ensanchó a medida que yo hablaba—. ¡Sois los mejores!
El camarero llegó con nuestras copas, acabando con nuestra conversación. Tras una pequeña pelea, acordamos que esta ronda correría a mi cuenta y que ellos podrían pagar todas las demás.
La sensación de que alguien estaba mirándome seguía taladrándome el cerebro, así que me centré en el que sabía que era el causante de ella. Efectivamente, allí seguía, observándonos con interés.
Se acabó.
Este tipo de comportamientos resultaban intolerables: era acoso. Si nadie le había plantado cara hasta el momento, había llegado la hora de que alguien lo hiciera.
Me puse en pie con decisión, atrayendo la atención de mi hermano.
—¡¿Soph?!
—¡Espérame aquí! —Adrien me miraba sin entender nada—. ¡Hay un idiota que no para de mirarme y no pienso consentirlo más! —expliqué al tiempo que señalaba en dirección a aquel tipo con un gesto de cabeza.
La mirada de mi hermano se posó en el lugar que le había indicado.
El color se borró de su rostro.
Tomó una de mis manos y tiró de mí, instándome a seguirle hacia la salida.
—Tenemos que irnos, Sophie.
—¡¿Qué ocurre?! —pregunté, sorprendida—. ¡Adrien, me haces daño! —El agarre de mi hermano no titubeó; se mostraba inexorable. Noté cómo el sudor bañaba las palmas de sus manos—. ¡Tenemos que avisar al resto!
Identifiqué a Diane en una de las esquinas de la pista. Esta nos miraba fijamente, así que le hice una seña para que nos siguieran.
La sensación que había experimentado minutos atrás regresó. Llevé una mano a mi pecho y cerré los ojos con fuerza. Era una emoción extraña, como si alguien apretase mis pulmones, impidiendo que el aire llegase a ellos.
Ese sentimiento se fue tan pronto como había llegado.
Casi por instinto, me volví para mirar por última vez al hombre de la barra. El lugar que había ocupado segundos atrás estaba vacío. Intenté localizarle en alguna zona cercana, pero no había ni rastro de él.
¡Hola!
Siento deciros que la guerra ya está aquí.
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¡Aquí os dejo el prefacio de Éride! ¡Leo vuestras opiniones, críticas y sugerencias, ya lo sabéis! 💘
Éride pretende ser una adaptación de la Ilíada a lo tiempos modernos. En esta novela voy a tratar de traer la guerra de Troya a un conflicto actual y real, así que quién sabe... a lo mejor estamos en medio de un batalla ancestral sin saberlo. 🤯
En este prólogo tenéis todo lo que va a contener Éride. La pregunta es, ¿sabéis descifrarlo? 😏 Siento deciros que no me hago responsable de las lágrimas, enfados y quebraderos de cabeza que pueda causar esta novela.
¿Quién creéis que es el hombre al que ve Sophie en la discoteca?
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¿Por qué Adrien se pone tan nervioso al verle? ¿Le conocerá?
Por último, me gustaría recomendaros que no os fiéis de nadie, dado que los dioses cambian de bando a sus anchas, así que mantened los ojos bien abiertos, porque las traiciones abundan...
Oli.
PD: Todos los capítulos estarán ilustrados con una obra. Encontraréis una pequeña ficha técnica al final de cada uno con su información básica por si queréis echarle un vistazo.
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