Cita con el destino, parte III -XXXXIV-



«El calor era intenso, abrumador, imperioso... eterno. Jamás había sentido semejante radiación devorarle la piel. Tampoco había visto, tan altas llamas alzarse al firmamento, ni oído tan estridente sonido abombarle los oídos.
Se vio a si misma presa de aquellas voraces llamas, rodeada del rojizo mortal del fuego danzando muy cerca de ella. Podía sentir el hervir de la sangre bajo sus venas, mientras era engullida hacia la oscuridad de unas terribles fauces. El brío de su alma era arrojado hacia un vacío mortal, con el que sintió entonces apagarse su voluntad entre los desgarradores gritos de miles y miles de cuerpos, quemándose en las aguas de un hemático mar.

Cuando aquellas aguas carmesí fueron colmadas y desbordadas, un afluente sangriento comenzó inundar desde las estériles y baldías tierras cubiertas de llamas; hasta los fecundos campos del ocaso. Fue entonces que volvió a ver aquellos ojos en la oscuridad. La incandescente mirada de Dragh la devolvió a la realidad...».

Se había desvelado durante la última noche y así se pasó el día entero recordando aquellas pesadillas, que tan frecuentes se le daban en sus últimos descansos; los que habían sido por cierto todo menos conciliadores. Poco más de un mes había pasado desde aquella fatídica visita que Agneth le había hecho en su tienda, cuando como una desmañada ilusa había caído en su trampa.

Exhaló. Dejó sus cavilaciones para volver en sí y volver a concentrarse en la escarpada faena que venía llevando a cabo durante toda la jornada. Escrutó con la mirada en busca de otro peñasco al que asirse y cuando lo encontró, cobró impulso una vez más hasta agarrarse a él con su mano derecha y con rapidez balanceó el cuerpo aferrándose su izquierda a otro helado recoveco; el que le sirvió para continuar escalando. Entonces miró hacia abajo sopesando el avance que había logrado el día entero risco arriba, calculando unos tres mil pies: ya faltaba nada para alcanzar la cima.

Tenía los dedos entumecidos, la roca estaba fría y en gran medida congelada. El fuerte vendaval tampoco le facilitaba las cosas, pero eso sí, le trajo olores y residuos de algo que estremeció su cuerpo más que el frío de aquellas alturas. El hedor sulfúrico y el decante todavía ardiente de gris ceniza y sedimentos opacos, cobró todos sus sentidos para comprender lo que en las lejanías de aquella cordillera estaba ya ocurriendo.

Con renovado brío continuó escalando, lanza a la espalda y por única herramienta sus fuertes brazos y hábiles dedos. No tardó más de media hora en culminar su cometido, mientras el sudor de su rostro se enfriaba con la helada de la cima. Había llegado a uno de los picos más altos de la frontera de Theramar y desde allí tenía un visión completa de cuanto sus ojos le permitían del paisaje. A su frente tenía el Poniente, con sus imponentes murallas, desafiantes torres y orgullosas almenaras; mientras a su costado contrastaba la oscuridad, intensificando los relámpagos y llamas distantes salidas del Crisol. Meneó la cabeza con cierta incredulidad, o quizá un atisbo de temor; el que Deroveth jamás mostraba y parecía no conocer.

La última hija con vida del derrocado Khul, se mantuvo de pié sin hacer más movimiento que el de su pecho agitado al respirar, mientras conservaba la vista fija en la gris fortaleza de los hombres. Desde su posición podía ver alzarse los largos muros que descendían montaña abajo, hasta abrazarse con los de la fortaleza, unos mil pies más abajo desde donde se hallaba. Por la altura no podía oír el violento encuentro, mas solo le bastó admirar el descomunal tamaño del ejército comandado por Dragh, y el hecho de que portón principal del fuerte estuviese abajo, para hacerse una idea clara de hasta dónde había llegado la empresa del semi-dragón. Sonrió con poco entusiasmo, sin embargo, aquella escena lejos de desagradarla en cierto modo la esperanzaba. Volvió a mirar hacia el lejano Crisol, abrió la palma de su mano y un poco de ceniza cernió entre sus dedos.

«Voy a matarte Dragh Catacumbas, así sea con el último aliento que exhale en este mundo. Voy a arrancarte el corazón del pecho, ya lo verás». Deroveth apretó los puños, con tal intensidad que pequeños temblores le agitaron los brazos, mientras sus huesos bajo la piel crujían como si fuesen a partirse. El brioso vendaval le agitaba la melena azabache, aquella que yuxtaponía vergüenza y oído al mismo tiempo: sin su larga trenza ahora era una don nadie, poco más que un animal o un esclavo.

Una vez fue Igratëh-Rugëh Deroveth, hoy solo una sombra solitaria y errante. El despojo de la grandeza y orgullo, del que un día fue portadora. Aquello le llenaba de rencor el alma, — si es que existía una para los de su raza, los esbirros del fuego y servidores de las antiguas sierpes—. Recordó una vez más el último sueño de aquella madrugada, pero por sobre todo caviló en el río de sangre y la última visión de esos ojos febriles de su ahora más odiado enemigo: Dragh.

Rememoró el tiempo de su juventud en la Ruganae, de cómo culminó su instrucción de Cazadora, y el día en que comandó los ataques en las tierras del Norte Blanco para recuperar las Catacumbas. Fue en aquella época cuando le conoció, pudo matarlo aquel día y sin embargo, sabía que para ese entonces a Dragh le habría costado un pestañeo abrirla en un tajo y desparramar sus viseras como alimento para los cuervos. No estaba a la altura del misterioso guerrero.

Si una cosa debía aceptar, era que todo en cuanto al combate se refería; se lo debía al semi-dragón. No llegó a convertirse en la Cazadora que un día fue, de no ser por el entrenamiento que obtuvo de él. Para ese entonces, Dragh ya se convertía en toda una leyenda dentro de las tribus; mientras que ella, se volvía la joven promesa que ganaba en experiencia y habilidad, hinchiendo de orgullo al Khul. No fue casual que en ese ambiente de gratitud y satisfacción para con Dragh, Khul le ofreciera a su joven heredera como esposa.

Abrió los ojos de una negrura profunda, inyectados de una rabia visceral, Dragh lo estaba consiguiendo, era evidente desde su posición la situación del fuerte de Theramar: caería bajo el asalto de aquella horda comandada por él. De ningún modo se esperaba que los humanos de Farthias sucumbirían tan rápido, incluso no se esperaba que lo hicieran; jamás antes lo habían hecho y grandes batallas se habían librado en ese mismo lugar. ¿Por qué Dragh? ¿Un maldito con mucha suerte o la real personificación de una profecía?

Las sospechas cruzaron la mente de Deroveth en flash. «Maldito traidor», acusó para sus adentros, al repasar los últimos sucesos transcurridos, y la maraña de mentiras y engaños que Dragh y sus seguidores fueron tejiendo para alcanzar aquel preciso momento. Entonces comprendió que aquello por lo que tiempo atrás lo había odiado, era apenas la punta del iceberg del desgraciado plan en el que siempre jugó parte y del que jamás hasta ahora caía en razón. Maldijo para sus adentros aquel recuerdo del día en que su padre la prometió para Dragh. Lo hizo porque recordó que entonces no cabía más felicidad en su alma, había conocido un Bárbaro al cual admiraba tanto o más a que a su padre, y que era un guerrero mucho más hábil que ella. Ella que jamás había sido vencida en combate por alma alguna «Ilusa...». Meneó la cabeza en negación y suspiró con ira.

Alzando la vista al gris cielo, contempló los tímidos copos de nieve caer cual plumas blancas, mezclados con el oscuro tono de la ceniza que cada vez se hacía más densa, dificultando incluso su cada vez más pausada respiración. Se estaba recuperando de la agitación y el cansancio que le había supuesto escalar aquella cumbre, uno de los únicos accesos al otro lado del límite de sus dominios y que no estaba custodiado por soldados y atalayas humanas. Quizá porque no valía la pena; un solo individuo capaz de escalarla podría pasar indetectable, no así un ejército. Enfocó la mirada, en la lejana visión de un grifo alejándose hacia el Oeste, sobrevolando lo que parecía una multitud. «El pueblo huye», conjeturó y volvió a escudriñar hacia el fuerte. «Lo estás logrando Dragh Catacumbas, estás sometiendo el fuerte de Theramar ¿Pero?...». Notó como el numeroso ejército de Bárbaros, se replegaba hacia el campo nevado, abandonando el fuerte en cuadrillas: parecían huir. ¿O es que les estaban perdonando la vida? Deroveth no comprendía qué estaba sucediendo, mas su corazón Bárbaro se sintió agitado como antelando aquello que estaba por venir.

Miró hacia el muro que tenía en frente, no estaba tan alto, podría escalarlo sin dificultad. Avanzó un par de pasos, sin prisa y recuperando el aliento. Después de todo, su viaje no hacía más que recién comenzar....

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Los gritos de auxilio, y el sórdido sonido del acero atravesando la carne, no hacían otra cosa que desgarrar el corazón de Lidias, que intentando zafarse a los gritos y manoteos de los brazos protectores de Eneon, fue llevada hacia dentro de la última defensa; mientras la gruesa puerta de hierro se cerraba tras ellos.

—¡No! —gritaba Lidias—¿Qué hacen? Todavía hay soldados afuera, abran la puerta. Abran la puerta, díselos Eneon.

—Ya es tarde, mi señora —anunció con voz firme, aunque pesarosa el paladín—. Abrir la puerta nos condenaría, la condenaría a usted mi señora.

—Ninguna vida importa más que otra, Eneon. —Lidias lloró cuando los gritos agónicos dejaron de escucharse al otro lado—. Por favor... ya, puedes soltarme.

Eneon dejó de amarrar a Lidias con sus brazos, y con un pomposo gesto de su cabeza dio a entender que ofrecía disculpas. La lóbrega y vasta sala, albergaba dentro a un centenar de sobrevivientes; menos de la mitad de hombres de los que había en el fuerte antes del asalto. La luz de las antorchas que apenas alumbraba se apagó de pronto, para ser sustituida al instante por el brillo ambarino que emergía de las manos de Garamon, con las palmas ofrecidas, la cabeza agacha y los ojos cerrados.

—No tardarán en tirar la puerta —sentenció Verón, todavía con la voz agitada—.Llévate a la reina, Garamon. Sácala de aquí, no hay tiempo que perder.

—¡No! —negó tajante una vez más Lidias—. Si vais a morir, moriré con vosotros. Ya basta de esto, no descansa en mí un título salvoconducto de mi supervivencia. Vine aquí precisamente para evitar un desastre que podría acabar con vidas inocentes; no para ser salvada a costa de un juramento de protección. Mirad a su alrededor. —Señaló a los soldados que les rodeaban—. ¿Alguno de ustedes sabe quién soy?

—Mi señora... —suspiró Verón, agachando el rostro en negativa.

El mutismo inundó la sala, ninguno de los soldados o se atrevió a hablar, o en realidad ignoraban a la joven que tenían en frente. Algunos ni siquiera prestaban real atención, mantenían las armas desenfundadas y la conciencia en los sonidos de afuera, que solo traían el peligro y la muerte. "Es el fin, todos estamos condenados. Hay que huir", se oía de entre algunos el lamento.

—Lo veis señores míos —señaló Lidias, refiriéndose al Maestre, el Paladín y al Interventor—. Ninguno de estos hombres aunque sabe de mí, podría reconocerme. No soy distinta a alguna de sus esposas, o una de sus hijas, una hermana o bien su madre. ¿Por qué debería yo salvarme y ellas no?

—No lo está comprendiendo, mi señora —intentó argumentar Garamon.

—Lo comprendo, Garamon. Lo comprendo muy bien —aseguró, se volteó hacia la multitud de hombres y alzó la voz lo más que pudo—. Escuchadme buenos soldados. Ignoráis que soy Lidias, hija del rey Theodem; que por heredad de Vian, mi madre, asumo el legado de la corona. He sido desposada por Roman Tres Abetos, hoy su rey, y por consecuencia yo su reina.

Alguna atención logró en los uniformados hombres, que presa de lo tensa de la situación, poco entusiastas atinaron a reverenciar a la joven hembra, que aparte de desconcertarlos con sus palabras, no comprendían ni que hacía ella allí, ni que vendría detrás de aquella inusitada confesión.

—Oídme hijos de Farthias, porque sois amados por esta tierra a la que defendéis —continuó Lidias con el improvisado y espontaneo discurso—. Sois el amparo y el refugio de vuestras familias, y sois por sobre todo almas de luz, iguales y tan importantes como cualquier varón u hembra que conforma nuestra nación.

»Ya sabéis que el enemigo nos supera en condición y numero, sabéis que tras esa puerta se halla ya el aliento de Celadora. Roza nuestras almas, nos acaricia de cerca, podéis sentirla igual que yo la siento; estoy segura. Pero no nos acobardamos, no nos rendimos ante el temor a sus caricias, porque el dolor será un instante y su morada eterna. Levantad esas armas soldados de Farthias, aferradlas con fuerza y no os dobleguéis ante la amenaza del enemigo, porque si sobrevivís será el beso de vuestras mujeres el que os repondrá, las manos tiernas de vuestros hijos el que os reconfortará, y la satisfacción de no haberles fallado y haberlos librado del yugo de una vida miserable a manos del enemigo, o una muerte atroz bajo su hierro.

»Acompañadme hijos de Farthias, porque lucharé a su lado codo a codo en el campo de batalla. Si hemos de morir, caeremos dando la lucha y el tiempo a vuestra gente para huir al Oeste, donde he enviado pedir refuerzos. Estad tranquilos soldados de Theramar, porque esta tarde o cenaremos con Celadora o habremos hecho historia en los anales del reino. Cada uno de vuestros nombres y el de los que ya han caído será recordado desde hoy hasta el fin de los tiempos.

»¿Quiénes estáis listos para defender conmigo el fuerte? ¿Con quienes compartiré el viaje a la morada eterna de Celadora o celebraré en vida la victoria más grande del reino?

Una algarabía de vítores y gritos de aprobación, hicieron temblar el sólido interior del fuerte. Lidias como centro de todas aquellas miradas y gargantas que gritaban a rabiar. Había logrado enfebrecer los ánimos y devolver la nula moral de aquella poco más que centena de hombres. Su padre tenía razón en la filosofía que siempre llevó, aquella que hasta ahora Lidias mitad compartía, mitad se oponía. Theodem siempre peleó sus batallas, siempre fue al frente con sus soldados. «Rey que pelea sus batallas, tiene media victoria ganada. Rey que pelea sus batallas y jamás vacila: ha ganado antes de comenzar.», cuánta razón tenía entonces; pero solo ahora lo comprendía. Ese era el tipo de fuerza que desprendía un líder, aquella que es capaz de hacer que otros le sigan incluso hacia la propia muerte. Solo tenía que seguir siendo digna, tenía que ser verás, honesta, pero por sobre todo mantenerse firme en sus convicciones. Quizá no habría otro despertar, no habría un mañana para ella; pero estaba segura de que podría dárselo a Farthias y a su gente. Ahora solo aquello le bastaba para continuar.

Verón atónito ante la labia arrolladora de Lidas, se acercó titubeante paladeando aun aquellas palabras, que no solo habían calado en los asustados hombres que defendían el fuerte, sino también, en lo más hondo de su ser. Estaba ante la figura de una de las reinas, que de sobrevivir a esta fatídica hora, de seguro tendría su página en los libros de historia como una de las más grandes. Se tragó cualquier resquicio de duda que si no había desaparecido antes, ahora ya habían dejado de existir por completo: Lidias era merecedora de todo su respeto.

Eneon por su parte reverenció solemne, digno de su credo y orden. Apuñó su espada en el pecho, hincó una rodilla y besó la mano de Lidias, para decirle:

—Morir o vivir a su lado, mi reina, será el honor más grande al que pueda aspirar. —Miró a su reina y añadió—: Mi espada a vuestra voluntad. Hasta el último hálito de vida que se anide en mi pecho.

—Levántate, Eneon Paladín del reino. —Retiró de forma sutil el dorso de su mano, de los labios del caballero—. No lucharás por tu reina, lucharás por el reino, el pueblo.

—Mi vida por vuestra convicción —acató Eneon.

Fausto recién había alcanzado el salón en donde se hallaban, miraba estupefacto la escena. Sus ojos se posaban en Lidias, como los de todos; meneaba la cabeza incrédulo. Sintió por un momento un atisbo de sensaciones que le impulsaban a regresar tras sus pasos, ya no había vuelta atrás. Después de lo que acababa de oír, no podía evitar que las lágrimas escurrieran de sus ojos; Lidias ya no se iría con él. Había regresado al fuerte con la única intención de encontrarla, sabía que sería peligroso, pero valdría la pena si lograba volver con ella y ponerla a salvo como el resto del poblado, como Lenanshra. Y su mente voló entonces miles de varas de distancia hasta la elfo, recordó la "despedida" que habían tenido una hora antes; si a ello podría llamarle despedida. La única pregunta que rodaba su mente entonces, no fue respondida por Lenansrha con un sí o un no, prefería la loca idea de que ella sentía aquello que él venía sintiendo desde el primer momento. Aunque sacudió la cabeza, abandonado la imagen de la elfo que le llenaba el estómago de gratas sensaciones, se quedó de igual modo con aquel adiós, el que estaba decidido a ser para siempre.

Avanzó hacia la iluminada estancia, que vibraba con los entusiastas gritos de los soldados. Aquellos que ávidos de una batalla que hasta el más optimista tacharía de un suicidio, no paraban de vitorear a rabiar el nombre de Lidias. El mismo que para sus adentros Fausto repetía, al son de las voces, al son del ritmo de su propio corazón; que se aceleraba a cada paso que daba hacia adelante. Jamás se había atrevido a poner en riesgo su vida más de lo necesario, nunca antes imaginó mucho menos ponerla en riesgo por alguien más que no fuera él mismo. Vieran los dioses ahora, avanzando hacia los brazos de Celadora con la frente en alto, recodando cada palabra con la que había estocado su amiga. Amiga. Qué bien sonaba aquella palabra y que bien ganada su amistad le tenía, dando un salto de fe, guiado solo por sus palabras o más allá de ellas por el simple valor o la locura que suponía querer de verdad a otro ser igual que él. «Que me aspen, ni yo me creo lo que estoy haciendo». Fausto comenzó a correr sin darse cuenta, avanzó lo que le dieron sus piernas al encuentro de Lidias, al encuentro con la muerte cara a cara. Mientras el retumbar del hierro contra el macizo del ariete afuera, sacudía hasta las paredes de piedra: si la suerte le acompañaba, todo sería rápido y sin dolor.

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