31

Arqueo una ceja con lentitud, al tiempo que reprimo la sonrisa idiota que amenaza con filtrarse en mi gesto.

Me lamo los labios. Jamás me había puesto así de duro tan rápido.

—No sabía que eras una chica de juguetes, Andrea —digo, en un tono sugerente y lascivo.

El rubor que adquiere su rostro es tan intenso, que no puedo dejar de preguntarme por qué, en el jodido infierno, está así de avergonzada.

Saber que tiene juguetes me pone. Como a un jodido enfermo.

—¡N-No lo soy! —exclama, azorada y, de repente, balbucea algo ininteligible, al tiempo que comienza a moverse por todo el espacio.

El sonido de su respiración agitada, aunado al terror que se ha apoderado de su gesto, hace que las alarmas se enciendan en mi sistema de inmediato.

Se lleva las manos a la cara, en un ademán mortificado y, en dos zancadas, acorto la distancia que nos separa para interponerme en su camino.

Hey... —digo, al tiempo que le pongo las manos en los brazos para detenerla y me inclino hacia adelante, de modo que soy capaz de verla a los ojos.

Los tiene cerrados con fuerza, así que le acuno la cara con suavidad. Ella pone sus dedos helados y temblorosos sobre los míos.

—Preciosa, no pasa nada —susurro, al tiempo que me acerco un poco más.

Sus ojos se abren.

Lágrimas aterrorizadas le invaden la mirada.

—No es lo que tú piensas —dice, en un susurro arrebatado y, acto seguido, empieza a farfullar algo sobre un tal Arturo —quien, creo, es su ex prometido o algo por el estilo. No estoy seguro de haber escuchado bien—, una psicóloga, una condición y terapia física; pero habla tan rápido que no soy capaz de seguir el hilo arrebatado de lo que pronuncia.

Sus dedos están tan apretujados en los míos, que sus uñas me hacen daño, pero, ahora mismo, es lo que menos me importa. En lo único en lo que puedo concentrarme, es en tratar de entender qué demonios está pasando.

Esta tarde, cuando Dante me llamó para pedirme que le buscara las escrituras del pent-house y encontré la caja con los juguetes, casi me vi tentado a tomarle una fotografía para enviársela a Andrea.

Sabía que era de ella. La encontré entre sus cosas —y no porque quisiera husmear entre sus cosas, sino porque una de las cajas fuertes del pent-house se encuentra en ese lado del vestidor—, justo detrás de donde guarda las cajas con sus libros. Y no habría sabido de su contenido de no ser porque, al maniobrar con la que se encontraba debajo, cayó al suelo —y, con ella, todo su contenido.

Aún puedo recordar la estupefacción que sentí al darme cuenta de lo que eran y lo rápido que corrió mi mente a lugares calurosos solo de imaginármela utilizando vasta la variedad de juguetes que tiene.

Por supuesto que mi intención no era burlarme de ella o que reaccionara de la manera en la que lo hizo. Solo quería que admitiera que eran suyos para después intentar convencerla de utilizarlos frente a mí...

... Y mientras la follo.

Nunca, ni por asomo, me imaginé que esta era la reacción que obtendría y quiero golpearme por ello.

—Andy —pronuncio su nombre en voz baja y suave, para que deje de alzar la voz como lo hace, y baje un poco las revoluciones a las que está maquinando su cabeza—, escúchame. —La obligo a mirarme a los ojos. Entonces, cuando estoy seguro de que toda su atención está en mí, digo—: No tiene nada de malo que tengas juguetes de ese tipo. —Me acerco para hacer énfasis en lo siguiente que voy a decir—: Es caliente como el infierno.

Traga duro, pero no dice nada.

—No tienes idea de cuántas imágenes mentales pusiste en mi cabeza cuando los encontré —admito, solo porque necesito dejarle en claro que no tiene absolutamente nada de qué avergonzarse, y el aturdimiento parece embargarla.

Cuando parpadea, un par de lágrimas gruesas se le escapan, pero se apresura a limpiarlas.

—¿E-En serio? —inquiere, en un susurro ronco y bajo, y tengo que reprimir las ganas que tengo de estrujarla contra mi pecho.

En su lugar, le sonrío y asiento.

—Jamás en mi vida había fantaseado tanto algo, Andrea Roldán, y tú has logrado mantenerme con la imaginación ocupada toda la tarde.

El alivio parece embargarla en ese momento, pero la reacción solo provoca curiosidad en mí. Una distinta a la anterior. Esta, respecto a la manera en la que reaccionó y a todo eso que balbuceaba de manera arrebatada y aterrada.

Cierra los ojos.

—Debo admitir que me intriga bastante todo eso que estabas diciendo antes de que puntualizara mi postura —digo, en voz baja, y el terror vuelve a su rostro.

—No tiene importancia.

—Claro que la tiene. —Soy firme, pero, al mismo tiempo, trato de mostrarme amable y tranquilo mientras la encaro—. De hecho, creo que es algo que me gustaría escuchar de nuevo; ahora con calma, para que podamos entendernos, por favor.

La preocupación parece regresar a atormentarla y se despereza de mi agarre para alejarse un par de pasos.

—Es que...

—Andrea... —la corto de tajo, con suavidad—. Por favor...

Se cubre la cara con las manos, al tiempo que sacude la cabeza en una negativa.

Una palabrota —muy impropia de ella— se le escapa y, cuando me mira, luce tan angustiada que casi quiero decirle que se olvide del asunto.

—Tienes que prometerme que no vas a decir una sola palabra hasta que termine de hablar —dice, con un hilo de voz y yo asiento.

—De acuerdo.

—Y tienes que prometerme que no vas a mirarme diferente después de lo que voy a contarte. —Esta vez, cuando habla, suena tan afectada que una punzada de genuina preocupación me embarga.

—Lo prometo —digo, porque sé que es lo que necesita; y porque, a estas alturas del partido, de la única manera en la que puedo ver a Andrea, es como increíble. Fascinante de pies a cabeza.

Toma una inspiración profunda y luego deja escapar el aire en una exhalación arrebatada.

Entonces, comienza:

—Cuando estuve comprometida, mi entonces novio y yo intentamos... —Hace una pausa, al tiempo que desvía la mirada—. Tú sabes... —Asiento, porque no quiero escucharla hablarme sobre todo el sexo que tuvo con su casi marido. Ella asiente también, cuando se da cuenta de que sé a qué se refiere y continúa—: Pero... —Deja escapar el aire en un suspiro tembloroso—. N-Nunca pudimos.

Mi ceño se frunce, ligeramente. La confusión incrementa de manera considerable; así que, sin más pregunto:

—¿Por qué no?

Ella se muerde el interior de la mejilla, mientras piensa sus palabras con detenimiento.

—Porque... —Otro suspiro roto y entrecortado—, y-yo no podía.

Entorno los ojos.

—Andrea, no estoy entendiendo...

—Literalmente, Bruno, no podía —explica—. Mi cuerpo entero s-se bloqueaba y no había poder humano que pudiese hacerme dilatar. Me petrificaba. No podía.

La miro fijo.

—Eso, por obviedad, trajo muchos problemas a mi relación. Más de los que ya teníamos. —Sacude la cabeza en una negativa—. No sabía qué me ocurría y... y... luego de que mi compromiso con Arturo terminó, me independicé y empecé a ir a terapia, lo hablé con mi psicóloga. —Hace una pausa, mientras busca algo en mi rostro. Una reacción. Lo único que puedo regalarle, es un asentimiento amable, para instarla a continuar, y ella así lo hace—: Me mandó a hacerme estudios médicos. Visité a unos cuantos especialistas y... —Otra pausa—. Todos me dijeron que no había nada malo con mi cuerpo. Con la manera en la que mi organismo funciona. —Se encoge de hombros—. Era algo que me hacía yo misma. Psicológico...

Un centenar de sensaciones me embarga mientras la escucho, pero no puedo decir nada. No todavía.

Desvía la mirada, al tiempo que cierra los ojos, presa de una emoción que me hace querer acortar la distancia que nos separa para envolverla entre mis brazos.

No lo hago. Me quedo aquí, quieto, mientras espero a que ella continúe.

Me mira a los ojos.

—Vengo de una familia muy religiosa, ¿sabes? —Un sonido roto —similar al de un sollozo reprimido— se le escapa, junto con un montón de lágrimas que quiero limpiar tan pronto como veo rodar por sus mejillas—. Dormía encerrada con llave en mi habitación, porque mis padres convenían que no era apropiado que durmiera sin seguridad habiendo un hombre en casa. —Suelta una risotada torturada y se limpia las lágrimas con los dedos—. Porque ni siquiera en mi padre se podía confiar, supongo.

Doy un paso más cerca, pero ella se aparta uno más.

Es en ese momento que entiendo que desea mantener su distancia y me obligo a quedarme quieto, pese a que solo quiero abrazarla. Enjugarle las lágrimas. Susurrarle que no tiene que seguir si no desea hacerlo.

—Fui a colegios de monjas para señoritas —hace énfasis en la última parte, como si estuviese mofándose de algo que solo ella conoce—, hasta que no hubo remedio que asistir a las escuelas mixtas... y públicas. —Hace una pequeña pausa, para recomponerse y, cuando lo consigue ligeramente, continúa—: E-El sexo era una conversación prohibida en casa. No podía ver ciertos programas en la televisión que eran acordes a mi edad porque eran vulgares, paganos o había la más mínima insinuación de romance o contacto físico entre un hombre y una mujer.

Un nudo de impotencia se me forma en el estómago, pero aprieto los dientes y me obligo a mantener los ojos clavados en ella.

—Para cuando tuve edad de que se me hablara de sexo, lo único que recibí fueron historias de terror sobre embarazos no deseados y un sinfín de cosas más. —Hace un ademán, como de alguien que no recuerda los detalles sórdidos de algo, pero que tiene la certeza de que escuchó muchas sandeces—. Además del asunto religioso. De la crianza ortodoxa. De la virginidad hasta el matrimonio, porque si no lo eres, entonces, tu valía como mujer se pierde.

Esta vez, no puedo evitar apretar los puños debido a la punzada de ira que ha comenzado a recorrerme.

—Y estuve tan aterrorizada de todo eso durante tanto tiempo, que, cuando finalmente intenté... —Se detiene en seco, al tiempo que se acomoda los lentes en un ademán ansioso, y reprime un puchero que me rompe por completo—, estar con alguien..., no pude.

La desolación que veo en su gesto solo hace que quiera acortar la distancia que nos separa y lo intento de nuevo. Doy un paso en su dirección y no se aparta.

—No importaba cuánto hiciera o cómo lo hiciera, no podía. —Cierra los ojos con fuerza—. Y era una tortura total, porque sentía que había algo terriblemente mal conmigo.

Hace una pequeña pausa antes de encararme una vez más, sacudiendo la cabeza en una negativa, como quien trata de deshacerse de un pensamiento indeseable.

—Cuando hablé de todo esto con la psicóloga, y luego de la exhaustiva búsqueda médica, concluyó que tengo... tenía... no lo sé... algo llamado vaginismo. —Debe ver la confusión grabada en mis facciones, ya que, pronto, me explica—: Básicamente, todos los músculos de mi cuerpo entraban en tensión total a la hora de intimar con alguien. En mi caso, fue ocasionado por la crianza ortodoxa y religiosa, y todas estas cuestiones morales que se me inculcaron desde niña.

Asiento, ahora más claro de lo que me dice y, al mismo tiempo, sin tenerlo todo asentado y digerido todavía.

—La terapeuta me dijo que tendríamos que empezar un tratamiento tanto físico, como psicológico. —Entrelaza sus dedos para hacer sonar las articulaciones, en un gesto nervioso y, esbozando una mueca dolorosa, dice, con la voz entrecortada—: L-Los juguetes eran parte del tratamiento.

Silencio.

—E-El ayudarle a mi cuerpo era... necesario. —La mortificación en su gesto es tanta, doy otro paso más cerca. Pese a eso, no soy capaz de decir nada.

Ella suela una risotada torturada.

—No tenía idea de lo mucho que funcionó la terapia —comenta, al tiempo que voy un par de pasos más—. No hasta que empezamos esto.

Me detengo en seco.

El corazón se me cae a los pies y, de pronto, no puedo dejar de repetir —en un bucle incesante— eso último que acaba de decir.

El horror y el pánico se apoderan de mi cuerpo mientras las piezas van acomodándose en mi cabeza.

Maldita. Sea.

—¿Hasta que empezamos esto? —inquiero, con la voz enronquecida por la revolución atronadora que acaba de embargarme.

Ella no parece darse cuenta de lo que está ocurriendo, ya que, sin siquiera pensarlo un poco, asiente y dice:

—Me daba tanto miedo intentarlo luego del desastre con Arturo que, aunque estaba yendo a terapia y haciendo lo que debía, nunca me atreví a probar una vez más.

Parpadeo un par de veces. El zumbido que me ha invadido la audición es insoportable y me marea. Me embota los sentidos. Me llena el cuerpo de una conclusión aterradora y dolorosa.

De pronto, no puedo dejar de reproducir una y otra vez el momento en el que encontré las diminutas manchas de sangre en las sábanas luego de la primera vez que estuvimos juntos. No puedo dejar de recordar cuánto trabajo le cuesta acogerme cuando estoy dentro de ella.

Cierro los ojos con fuerza. Verdadero horror me inunda las venas y un gruñido frustrado se construye en mi garganta. Quiero golpearme por bruto. Por imbécil.

Creí que solo era estrecha. Muy estrecha. ¿Cómo no iba a serlo si es tan menuda? ¿Tan delgada?

—Andrea... —sueno horrorizado. Aterrado ante el pensamiento que me embarga, y me siento enfermo. Descolocado ante la posibilidad de haber desvirgado a Andrea Roldán sin siquiera haberme enterado.

Y no porque sea malo desvirgar a alguien; es solo que siempre fui tan tosco. Tan... asno.

Sacudo la cabeza con lentitud, sintiéndome atormentado y miserable en partes iguales, y aprieto la mandíbula.

—Andrea, estás diciéndome que la primera vez que tú y yo... —No puedo continuar de inmediato. No sé cómo hacerlo; pero, al final, me las arreglo para decir—: La primera vez que tú y yo estuvimos juntos, fue la primera vez que tú...

No dice nada. Solo me mira fijo.

El corazón me ruge contra las costillas. La mortificación me invade y todo dentro de mí se convierte en caos porque no hace falta que hable. La expresión torturada y dolorosa que esboza me lo dice todo y yo lo único que puedo pronunciar es:

—Oh, mierda...





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