Capítulo 15

Capítulo 15



—¿Y bien? ¿Has sacado algo en claro?

Edward Menard se tomó unos segundos antes de responder. Ante él, reflejadas a lo largo de ocho pantallas distintas, los resultados de las distintas pruebas realizadas a Ana mostraban unos resultados que ni tan siquiera él era capaz de comprender. Los datos eran claros, de eso no cabía duda alguna; sin embargo, por mucho que intentaba encontrarles sentido, no lo conseguía.

Aún en la camilla y con los dedos de la mano izquierda acariciando el antebrazo derecho, Ana lo observaba en silencio, pensativa. La postura y expresión de Menard evidenciaban que los resultados no eran los esperados. El hombre estaba inquieto, con los músculos faciales tensos sobre los huesos, y las manos sudorosas. Continuamente se subía las lentes, pues éstas resbalaban por el puente de su nariz, y se humedecía los labios. Ana había notado también que había empezado a guiñar el ojo derecho compulsivamente, probablemente víctima de algún tic que tan solo se mostraba en situaciones de gran estrés.

—¿Edward...?

—Francamente, Ana —respondió éste al fin. Apartó la mirada de los paneles para dirigirla a la pantalla del terminal portátil que residía sobre su escritorio. A su alrededor había tantos documentos y manuales acumulados que hasta entonces había logrado pasar totalmente desapercibida—. Sí y no... Es complicado. Ven, siéntate.

Obediente, Ana bajó de la camilla y tomó asiento al otro lado de la mesa, en una incómoda silla flexible cuyo respaldo estaba dado de sí. Aguardó a que Menard girase la pantalla hacia ella y leyó con desazón la información que se reflejaba en ésta. Ana no conocía el significado de muchos de los términos ni de los porcentajes allí reflejados, pero por el modo en el que las facciones de Menard se endurecían al mirarlos, supuso que no eran todo lo buenos que hubiese deseado.

—No entiendo nada —advirtió tras unos segundos de silencio—. Como no me lo expliques me temo que...

—No encontré lo que buscaba —interrumpió sin apartar la mirada de la pantalla. Los datos se reflejaban en el cristal de sus lentes—. Tras realizar la inspección básica y no obtener resultado alguno, decidí intervenir. Esa herida del brazo me tenía muy inquieto, Ana, así que intenté descubrir el motivo de su existencia. Inicialmente barajé la posibilidad de que te hubiesen puesto algún tipo de rastreador, o algo por el estilo. Teniendo en cuenta las circunstancias, no me parecía del todo descabellado. La fuga de prisioneros, después de todo, no es tan poco habitual como pretenden hacernos creer. No obstante, me equivocaba. No logré encontrar absolutamente nada.

—¿Nada de nada?

Menard la miró de reojo durante unos segundos, visiblemente inquieto. Era evidente que algo le perturbaba.

—Edward, por favor, dímelo. ¿Qué has encontrado? No voy a asustarme ni romper a llorar, te lo aseguro. No a estas alturas.

—No soy médico, Ana. No dispongo de los conocimientos suficientes como para...

—¡Vamos! ¡Dímelo!

Por el modo en el que le hombre volvió la vista hacia ella, con una mezcla de sorpresa y respeto en la mirada, Ana comprendió que había alzado la voz más de lo esperado. Edward estaba intimidado, y no solo por la fuerza empleada, sino por la determinación y contundencia de su exigencia. Ni le temblaba la voz ni el pulso: simplemente quería saber la verdad, y la quería saber en aquel preciso momento.

—Hasta donde he podido ver, tienes el nervio radial dañado, Ana. Daños graves, muy graves. Desconozco cómo han sido realizados, pero está totalmente desgarrado... y no es el único. Los músculos, el nervio cubital, los huesos... —Edward negó suavemente con la cabeza—. Desconozco qué te han hecho, Ana, pero no puedo ayudarte. No cuando el daño es tan profundo.

Menard prosiguió con su explicación durante unos cuantos minutos, empleando para ello todo tipo de vocabulario técnico y específico que Ana no lograba entender. Lo hacía por nerviosismo, para llenar los silencios y tratar de dar respuesta a preguntas que pronto formularía, pero también para intentar respaldarse en algo. Edward sabía que no podía ayudarla, que sus conocimientos no se lo permitían; que el mero hecho de intentarlo sería una imprudencia... y también que no lo aceptaría.

Ana no iba a conformarse con un no como respuesta.

Tras unos minutos de explicación, casi tan confundida como sobrepasada por el exceso de información, la mujer alzó la mano. Era probable que el asistente aún no hubiese terminado, pero no le importaba. Si no había logrado entender palabra alguna hasta entonces, dudaba lograr hacerlo más adelante.

—A ver, espera un maldito momento... ¿Qué quieres decir con todo esto? —Ana sacudió la cabeza—. ¿Pretendes decirme que no puedo usar el brazo? ¿Que está perdido? ¡No puedo tenerlo aquí colgando sin más!

Esta vez, Ana gritaba con más fuerza. Trataba de mantener la calma, consciente de que perder los nervios no iba a servirle de demasiado, pero cuanto más tiempo transcurría frente a Menard, más se alteraba. Aquel hombre no tenía la menor idea de lo que estaba haciendo o diciendo.

—Ana, insisto, ¡no soy médico! Me gustaría poder ayudarte, intentar reconstruirlos, pero los daños son demasiado profundos. El desgarro es...

—¡¡Déjate de tonterías y hazlo!! ¡¡Haz algo de una maldita vez!!

—¡Pero no puedo!

—¡Por supuesto que puedes!

La mujer se puso en pie y apartó la silla de un empujón, con brusquedad. No sabía exactamente qué pretendía hacer, pues era evidente por el modo en el que Menard hablaba que no podía hacer más por ella, pero Ana no se conformaba. Aquella respuesta no era válida para ella...

Se mantuvo en pie durante unos segundos, con la mirada clavada en los ojos cada vez más acobardados de Menard, y alzó el dedo índice de la mano izquierda, amenazante, inquisitiva. Le señaló directamente al pecho. El pulso le temblaba de puro nerviosismo.

—Sí que puedes —advirtió en tono de amenaza—, y vas a hacerlo... No puedes dejarme así. ¡No puedes!

—Ana, no tengo los conocimientos suficientes —respondió a modo de disculpa. El miedo se reflejaba en su timbre de voz—. Si intentara intervenirte, es más que probable que acabase causando un daño mayor. Hazme caso, sería una locura. Entiendo tu nerviosismo, pero me temo que no puedo hacer nada más por ti. Me encantaría, te lo aseguro, pero yo... yo no soy médico.

—¿¡Y qué pretendes que haga ahora!? —Apretó el puño con tanta fuerza que varias de las uñas se le clavaron en la palma. El nerviosismo empezaba a mezclarse con la impotencia y la ira, emociones que, aunque hasta entonces siempre la habían acompañado en un segundo plano, ahora se hacían más y más fuertes—. ¡¡Maldita sea!! ¿¡Qué demonios se supone que debo hacer!?

Menard no respondió. Con la espalda pegada a la pared contigua y una expresión de miedo cruzándole el rostro, el asistente no podía apartar la mirada del objeto que Ana sujetaba firmemente entre los dedos. Un objeto que, aunque no sabía cuándo lo había cogido, ahora blandía con fiereza, fuera de sí. Ana bajó lentamente la mirada hacia su mano y se sorprendió a sí misma sujetando un afilado abrecartas dorado. Lo observó durante unos segundos, perpleja y desconcertada ante su presencia, y lo dejó caer. Acto seguido, con el corazón acelerado y un conjunto de desagradables sensaciones nublándole la mente, abandonó la sala. Al otro lado del umbral, con expresiones de asombro y sorpresa en los rostros, el resto de miembros del equipo médico de la nave se apartó rápidamente de su camino para dejarla pasar, visiblemente intimidados. Los gritos se habían oído a lo largo y ancho de toda la cubierta médica.

Y así se lo hizo saber una tranquila voz nada más cruzar la puerta de salida.

—Yo diría que hasta la Suprema te ha oído gritar desde la Tierra, Ana —comentó Armin con aparente tranquilidad, procedente de las escaleras que conducían a las cubiertas inferiores.

Negó suavemente con la cabeza e hizo un ligero ademán para que le siguiese escaleras abajo. Tardó tan solo unos segundos en desaparecer.

Plenamente consciente de la media docena de miradas clavadas en su nuca, Ana volvió la vista atrás por un instante. Arremolinados alrededor de la puerta, los compañeros de Menard seguían tan perplejos o más que antes. Era una situación extraña. Ya no quedaba rastro alguno del reconocimiento y cariño con el que antes la miraban; ahora, en su lugar, solo había sorpresa e, incluso, temor. La miraban como si hubiese enloquecido, como si de un monstruo se tratase... y en cierto modo no se equivocaban.

Ana comprendió de inmediato que tardaría en volver a pisar aquel lugar.

Se apresuró a seguir los pasos de Armin. Se adentró en las escaleras ayudándose del pasamanos para descender los peldaños. Ana no conocía aquella zona de la nave demasiado bien, pues apenas había bajado dos o tres veces a lo largo de todos aquellos meses, pero sabía que estaba dividida en distintas secciones en las que se hallaban los almacenes, las bodegas y las celdas de contención. En general no era un lugar especialmente agradable. Los androides de servicio iban y venían de un lado a otro, arrancando sonidos al suelo cuando sus pies de metal lo golpeaban al trasladar cargas pesadas. En su mayoría no disponían de formas lo suficientemente humanas como para poder ser confundidos, pero a veces las sombras que dibujaban sus cuerpos contra las paredes lograban despertar las mentes más imaginativas. Elim, entre otros, solía compartir sus teorías sobre las apariciones tras la cena, ya bien entrada la noche. Ana había escuchado alguna, aunque intentaba evitarlas. A ciertas horas de la madrugada, el alcohol y las historias podían llegar a provocar noches enteras de insomnio. A partir de entonces, Ana había intentado evitar aquella zona. Alimentar sus miedos no era algo que considerase ni útil ni práctico.

Aceleró el paso para intentar alcanzar a Armin, el cual, diez metros por delante, avanzaba con sorprendente rapidez por los estrechos y sucios corredores que conformaban la cubierta. De vez en cuando se desviaba por algún pasadizo secundario para evitar las zonas de mayor tránsito de androides, pero no tardaba en regresar al principal. Aunque despejadas en su mayoría, había zonas demasiado saturadas de maquinaria y cableado que era mejor evitar.

Alcanzado el ecuador de la cubierta, Dewinter se detuvo frente a una puerta y aguardó su llegada. Una vez a su lado, abrió la puerta, la cual no parecía tener ningún mecanismo de seguridad, y la instó a que entrase. Al otro lado del umbral les aguardaba un pequeño y sombrío taller repleto de mesas de trabajo, mostradores, armarios y estanterías abarrotados con todo tipo de materiales: desde repuestos en perfecto estado hasta piezas rotas.

Ana entró en la sala seguida por Armin, el cual cerró la puerta tras de sí y encendió un pequeño globo de luz situado en lo alto de la estancia, a un metro del techo. No era un lugar especialmente amplio ni cómodo, pero en aquel entonces a Ana le pareció sorprendentemente adecuado. Avanzó hasta la mesa de trabajo más cercana, arrastró ruidosamente una de sus sillas por el suelo y se derrumbó sobre ésta.

Al apoyar la espalda en su respaldo y volver la vista al techo descubrió varios seres alados de aspecto angelical pintados con exquisitez en su superficie.

 —¿Qué lugar es éste?

—¿Acaso importa? —Armin cogió una caja especialmente voluminosa de uno de los mostradores y la llevó a la mesa, donde empezó a llenarla para despejarla—. Vamos, ayúdame: necesitamos un poco de espacio.

—¿Espacio para qué?

Sin esperar a la respuesta, Ana se incorporó y empezó a ayudarle. Además de piezas rotas, engranajes, tubos y tuercas, sobre la mesa había cableado, manuales, herramientas y varias piezas de instrumental quirúrgico de aspecto muy sucio. También había frascos con todo tipo de fluidos, desde lubricantes a latas de combustible, lacas, pintura y productos reactivos.

Con la mesa algo más despejada, Armin dejó la caja en el suelo, a los pies de ésta, y tomó asiento en el otro extremo, delante de Ana. Le tendió la mano.

—Déjamelo ver.

Ana cruzó el brazo izquierdo sobre el pecho, a la defensiva. Había algo en aquella petición, quizás el lugar, el momento, o la persona, que la hacía sentir avergonzada.

Volvió la mirada hacia el suelo. Procedente del exterior, el sonido continuo de los motores hacía retumbar las paredes.

—Ana, no tengo todo el día —advirtió Armin sin apartar la mano, confiado—. Vamos, déjamelo ver. No te haré daño, te doy mi palabra.

—Menard dice que no puede hacer nada por mí —se defendió con tristeza—. Que debería verme un médico...

—Yo no soy Menard —respondió con sencillez—. Confía en mí.

Ana alzó la vista hacia Armin, aunque no le obedeció. El hombre la miraba con fijeza, con los ojos azules más claros que nunca. Tenía buen aspecto; en su rostro no había señal alguna de lucha, y su expresión era relajada, como si en aquel momento no tuviese ninguna otra preocupación que examinarle el brazo.

El recuerdo de las palabras del maestro Gorren horas atrás acudió a su memoria.

—Tu jefe dijo que no sabía si sobrevivirías; que habías estado a punto de morir.

—Mi jefe miente más que habla —contestó con sencillez, sin variar en absoluto la expresión. La tranquilidad le sentaba sorprendentemente bien—. Imagino que intenta castigarte por lo ocurrido en la biblioteca. A Gorren no le gusta que le desobedezcan.

—Ni a mí que me den órdenes.

—Estoy convencido de que os vais a llevar muy bien entonces.

—Si tú lo dices...

Una leve sonrisa asomó en los labios de Armin. El hombre sacudió ligeramente la cabeza, divertido ante el comentario, pero no añadió nada. No hizo falta. Ana sonrió también, más por contagio que por otra cosa, y finalmente depositó el brazo inmovilizado sobre la mesa. Bajo las vendas, la herida permanecía cerrada con grapas, a la espera de poder empezar a cicatrizar.

—Creo que es la primera vez que te veo sonreír.

—No suele haber demasiados motivos para hacerlo.

Se mantuvieron la mirada por un instante, pensativos, descubriendo con sorpresa la humanidad que había en el rostro del otro. Hasta entonces Ana ni tan siquiera se había dado cuenta de lo bello que podía llegar a resultar su rostro cuando estaba relajado.

—Me gusta.

Armin tomó con delicadeza su mano entre las suyas y la extendió con la palma hacia arriba. En comparación a las suyas, las de Ana eran pequeñas y delicadas, sin cicatrices y con las uñas redondas bien cuidadas.

Empezó a presionar con suavidad las yemas sobre la palma, tratando de palpar absolutamente toda su superficie en busca de posibles estímulos.

—¿Notas algo?

Ana negó suavemente con la cabeza, apenada. Ni sentía la presión de los dedos sobre la mano, ni sobre la muñeca ni el antebrazo. El brazo entero, desde la punta de los dedos hasta el hombro, estaba totalmente insensibilizado además de paralizado.

Una vez finalizada la comprobación, Armin cortó con unas tijeras el vendaje para poder echar un vistazo a la herida. Las grapas impedían ver qué aguardaba bajo la piel, pero por lo que había podido saber, el enemigo había hecho un terrible trabajo con los músculos, nervios y huesos.

—¿Te duele?

—La herida sí, el resto no. ¿Es normal?

Armin se encogió de hombros a modo de respuesta.

—Yo tampoco soy médico, pero vaya, es evidente que no. Pediré a Menard que me mande toda la información que tenga. En cuanto logremos ver el estado real de tus nervios y musculatura, podremos empezar a trabajar.

—¿A trabajar? —Ana arqueó las cejas, con sorpresa—. ¿A trabajar en qué?

—Creo que podría llegar a reemplazarlos por unos de fibra. Por el momento no disponemos de todos los materiales necesarios para recuperar toda la sensibilidad, pero al menos servirá para que recuperes la movilidad. Elim lleva un par de horas trabajando en el diseño del bypass; luego le echaré un vistazo y veré qué puedo hacer.

—¿Elim está trabajando en el diseño? —repitió Ana en apenas un susurro, desconcertada—. Creo que no entiendo muy bien a lo que te refieres...

—Curiosamente, yo creo que sí.

Se levantó para sacar de uno de los cajones un vendaje nuevo con el que sustituir el que acababa de cortar. Resultaba extraño ver cómo las mismas manos que habían acabado con Elspeth la tocaban con tanta delicadeza.

Muy extraño.

Totalmente desconcertada tanto por sus palabras como por su comportamiento, Ana le observó ponerle el vendaje.

—No va a ser fácil, te lo advierto. La única forma de que los implantes respondan a los impulsos nerviosos es conectándolos a la columna. Eso significa que, además del brazo, tu espalda se verá afectada. Sé que no es agradable, y mucho menos para alguien que no está acostumbrado al uso regular de cierto tipo de tecnologías, pero no creo que haya muchas otras opciones. Al menos no hasta que puedas acudir a la consulta de algún médico. En Ariangard, como comprenderás, no creo que haya ninguno esperándote.

A pesar de no entender del todo lo que le estaba diciendo, Ana sonrió. Empezaba a estar saturada de información.

—Estas cosas pasan —prosiguió—. Nunca se vuelve a sentir lo mismo que con un miembro plenamente real, pero al menos se recupera movilidad, que es lo que realmente importa. Nos llevará unos días, quizás semanas. Me temo que hasta entonces tendrás que esperar. No es una situación agradable, pero no queda otra alternativa. Por suerte, vas a estar ocupada. Gorren y Helstrom han estado revisando el libro que encontraste en la biblioteca, pero son incapaces de encontrar nada útil. Dicen que sus páginas están en blanco.

—¿En blanco? —Ana se puso en pie, sorprendida—. Eso no es cierto, hay mucha información en ese libro. No estoy del todo segura, pero creo que es el diario del capitán Rosseau. Por lo que pude ver, habla bastante sobre los días antes de su último viaje.

—Explícaselo a los maestros, te lo agradecerán. Llevan días dándole vueltas, y por lo que he podido saber, no han sacado aún nada en claro. Tu colaboración les será de gran ayuda.

—Yo diría que no le gusto demasiado a tu maestro.

Armin tiró en un pequeño contenedor verde las vendas rotas y sucias. Guardó el resto del material útil en el cajón y se volvió hacia Ana. Ésta, apoyada contra una de las mesas, le observaba con un brillo extraño en los ojos.

No parecía querer irse.

—Lo dudo mucho —respondió con sencillez—. Disfruta casi tanto de la compañía de las mujeres como yo de la soledad.

—¿Esa es tu forma de pedirme que me vaya? ¿Me estás echando? Oh, vamos, ¡no me digas que me estás echando! ¡Me he pasado una semana entera encerrada en una celda con un tipo que no paraba de chillar y de mirarme de modo extraño! Me merezco un poco de tranquilidad, ¿no te parece? Una conversación, un paseo... puede que incluso una copa.

Armin volvió a sonreír, visiblemente divertido. Aunque a lo largo de su anterior viaje había visto ciertos comportamientos en ella que había logrado llamarle la atención, desconocía aquella faceta. Lejos de la línea de fuego y con el peligro en un segundo plano, las palabras de la mujer fluían con una naturalidad impropia en alguien de su posición.

—Tengo cosas que hacer, lo siento. Además, tú también deberías aprovechar el tiempo —añadió al ver que seguía sin moverse—. Hay mucha información aún pendiente de revisar.

—No tengo cuerpo para ponerme a leer informes, Armin.

—Pues deberías.

—¿Y qué es eso tan importante que tienes que hacer?

—¿Si te lo digo te irás?

Ana ensanchó la sonrisa, encantada de que al fin le prestaran un poco de atención. Le gustaba hablar con Leigh, Maggie, Elim o Marcos. A lo largo de todos aquellos meses, su compañía había sido la que había logrado serenar sus ánimos y darle las fuerzas necesarias para enfrentarse a su nueva vida. No obstante, habían pasado tantas horas juntos que Ana no quería dejar escapar la posibilidad de relacionarse con otras personas. 

—Tenemos dos prisioneras a bordo —confesó Armin al fin—. Se cruzaron en nuestro camino en el último momento, cuando estábamos a punto de subir a la nave, así que las tomamos como rehenes. Entre otras cosas, me encargo de que no hagan ninguna tontería. Ambas conocen a la perfección las leyes del Reino y saben que ya están fuera de él así que hay que ser precavidos... —Cruzó los brazos sobre el pecho—. Bien, ahora que ya lo sabes...

Antes de que pudiese llegar a acabar la frase, Ana alzó la mano. Su buen humor se había esfumado por completo al escuchar la confesión, dejando en su lugar una expresión de cautela. Poco a poco, sus ojos empezaron a relampaguear al acudir a su memoria los días que había permanecido encerrada; las preguntas, los golpes, los gritos...

Apretó el puño con fuerza, decidida, furibunda... embriagada por las emociones.

—Quiero verlas.

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