LAS TRADICIONES SE ROMPEN
Soplar las velas siempre es una tradición y pedir un deseo también, sólo que este año el mío no es el de siempre. No es Tyler. Simplemente, no hay deseo. Porque los deseos no se cumplen y la perfección no existe.
—Venga Noa, pide un deseo —dice Marta alegremente y tomando fotos a su hijo y a mí por decimoctavo año consecutivo.
Hago una mueca y lo vuelvo a pensar. ¿Debo pedir algo? ¿Qué puedo pedir? ¿Entrar en la universidad de Madrid? Eso no es suerte, es curro y, además, no he echado ni la solicitud, aunque mi madre piensa que sí. ¿Qué Tyler me haga caso? Eso es imposible y, además, ya está pasado de moda. ¿Ser feliz? La felicidad está sobrevalorada. ¿Qué todo vuelva a ser como antes? Eso sería un buen deseo, pero la gente no cambia. Al menos no para bien.
—Ya lo he pedido.
—Eso es mentira. —Ataca Manuel.
—¿Y tú qué sabrás? —Frunzo el ceño.
—Porque sé cuándo piensas y cuándo no y eso que lo haces poco.
—Ja, ja, eres taaaan gracioso.
Muy a disgusto y mirando a mi padre, soplo las velas de mi tarta. Su mirada refleja pena, aunque puede que tal vez sea arrepentimiento, pero ¿sinceramente? Me da absolutamente igual. Aunque como él diría, no es para tanto.
—¡Bien! —Aplauden Marta y mi madre a la vez.
—Now you, Ty —comenta James.
Tyler me observa fijamente, sabe que me ocurre algo y odio que así sea porque parece que me lea la mente. Arruga la frente y junta su mano con la mía por debajo de la mesa. Me da un apretón y de repente el mundo deja de funcionar y solo estamos nosotros. No, otra vez no, por favor. Es suficiente con haber vivido esto durante dieciocho años.
—¿Juntos? —pregunta.
Observo sus velas de cumpleaños y no puedo creerlo. Han pasado los años a la carrera. Él 23, yo 18. Siempre tan cerca, pero a la vez tan lejos.
Su mano me reconforta y lo ha hecho tantas veces que hasta me resulta de lo más familiar. Me ha calmado cuando he llorado, cuando me rompí la pierna jugando a un partido de fútbol, cuando mis padres discutían, cuando Manuel se iba a hacer sus tonterías por el pueblo, cuando no sacaba la nota que esperaba en el examen o incluso cuando un jersey me quedaba pequeño de un año a otro. Tyler, pese a ser un capullo integral, era sinónimo de familia como todos los demás. Y es una pena. Es una pena que mi actitud este año sea esta, que el rencor pueda conmigo y seguramente pueda con el resto.
—Hottie —insiste.
Toda la familia nos espera: mamá, papá, Manu, James, Marta y Eva y todos, absolutamente todos nos mira como si hubieran encajado las piezas de un puzle del cual los únicos que no conocíamos su posición fuéramos nosotros.
—Juntos. —Aparto mi mano de la suya y aunque parece que el ambiente se ha helado, contamos hasta tres y soplamos juntos.
Las tradiciones nunca cambian, ¿no?
Recuerdo ser completamente diminuta cuando Tyler me adoptó como a su hermana pequeña a la que tenía que defender de absolutamente todo. Parecía ser que no me bastaba sólo con el bruto de mi hermano, sino que Tyler también era uno más. Si alguien se metía conmigo en la playa, los dos iban a darle un aviso; si alguien me empujaba sin querer, estaban ahí para devolverle el empujón más fuerte; si en la piscina del hotel alguien me intentaba ahogar y no eran ellos, las aguadillas que se llevaba la otra persona eran peores; y así con todo. Nunca he podido tener nada por culpa de ellos. No dejaban que se me acercara nadie. Parecía que viviera en una maldita burbuja. Pero se acabó.
Así que sí, las tradiciones van a cambiar.
Y de hecho ya está siendo así. Comenzando con el deseo que no he pedido y que siempre pido.
—¡Bravo, mis niños! —grita Marta aplaudiendo y abrazando a mamá.
Su amistad sí que es verdadera. Amber y yo nos parecemos mucho a ellas, pero la experiencia que Marta y mi madre comparten no tiene nada que ver con la mía y la de mi mejor amiga. De mayor siempre soñado con ser como ellas, se quieren, se cuidan y se respetan, están juntas en las buenas, las malas y las peores y creo que no hay mejor definición de amistad que esa que representan ellas, sobre todo cuando una se alegra tanto o más por los logros de la otra. Eso sí que es una amistad real. Jamás se han peleado, han sido uña y carne y siempre he querido quedarme a vivir en estos tres meses de verano. Hasta hoy, que lo único que quiero es desaparecer del enorme comedor de la Villa e irme corriendo hacia el primer rincón más escondido de Ciudadela.
—¿Puedo irme ya?
Parece que la pregunta ha pillado por sorpresa a todos, menos a mi padre, que lleva fulminándome con la mirada más de media hora.
—¿Cómo que irte? —pregunta Marta extrañada —. No puedes irte, es la hora de los regalos, Noa.
Marta también suele reñirme, es como mi segunda madre, pero el tono que ha utilizado ahora más que de enfado es de preocupación. Lo sé, Marta, a mí también me ha pillado desprevenida mi pregunta.
—Necesito irme.
Me estoy agobiando muchísimo.
Estar frente a mi padre me va a hacer explotar. Así que, pasando por alto las miradas dubitativas de todos, me levanto de la silla y salgo por la puerta principal. Me ha costado lo suyo cerrar la puerta porque es realmente gigante, pero lo he logrado y he echado a correr. ¿Por qué os preguntaréis? Bueno, a veces tampoco lo sé yo, la cosa es que desde hace un par de meses aquí suelo salir a correr porque es lo único que ayuda a que se me despejen las ideas.
Hace años me ayudaba mucho a liberar tensiones aprender sobre cosas históricas, podéis preguntarme casi cualquier hecho histórico que podría deciros las fechas con pelos y señales y seguramente un detalle significativo de cada año. También os contaría la historia que hay detrás de Villa Ignacio y os diría que ocupa una casa restaurada del 1777 con una piscina enorme y unos jardines realmente bonitos que conectan tu esencia con la de la isla, que está enmarcado en un bosque de encimas centenarias y alcornoques que se encuentran en la antigua finca aristócrata del siglo XVIII y que cada rincón es fruto de un trabajo artesanal y pinceladas de arte que ayudan a valorar la riqueza ordinaria de lo sencillo, sin embargo, ahora, sólo quiero escapar. Correr, correr y solamente correr.
La mirada de papá juzga tan rápido que destruye hasta lo que realmente creo que soy. Él pone en duda todo lo que hago, cada acción que realizo, cada palabra que sale de mi boca y no tiene ningún maldito derecho a hacerlo. Papá ha cambiado tanto que duele. Duele muchísimo.
Yo era su niña, su pequeña mimada que llevaba en moto siempre que había arreglado una en el taller. Era su talón de Aquiles, su bien más preciado. De hecho, Manuel siempre tenía envidia de eso, pero a él le daba igual. Decía querernos a los dos por igual, pero nada más lejos de la realidad, yo sé la verdad. Manuel siempre fue de mamá y yo de papá. Pero cambió. Cambió tan rápido que el tortazo que me dio la vida no me lo vi ni venir. Este año se cumplen dos meses de aquel suceso y sus palabras me martillean la cabeza de la peor forma posible. Bueno, si solo fueran las palabras...
Papá ya no es el que era, mi actitud con él cambió muchísimo y la suya hacia mí también. No podía esperar menos de él. Me decepcionó y me hizo tantísimo daño que ahora no soporto estar más de cinco minutos en una misma habitación con él y mucho menos mirarle.
Intuyo que mamá lo sabe todo, pero Manuel no. Manuel comenzó a forjar lazos con él de la misma manera que yo lo hacía años atrás, y yo me quedé con mamá. Mamá estaba destrozada, pero no quería decir nada a nadie y seguir con su perfecta vida. Sin saber que la vida perfecta no existe.
—¡Noa! —gritan por detrás de mí.
Aprieto el ritmo y corro más rápido. No llevo ni de lejos el mejor outfit, porque las malditas sandalias que me he puesto con un poco de cuña, los pantalones blancos por encima de la rodilla y el top que de un momento a otro mostrará mis pechos, no me están ayudando mucho.
—¡Noa, para!
Manuel puede ser todo lo que queráis, pero es buen hermano. A diferencia de mí que tengo un ojo de cada color, soy morena a más no poder y bastante alta, mi hermano se ha quedado, tal vez, con la peor herencia. Dice que es de la misma estatura que yo, pero estoy segura de que mide 1,60cm y no 1,70cm como yo, pero le daremos la razón como a los tontos. Tampoco es que sea muy moreno, más bien es blanquito de piel y aunque se parece a mi padre por desgracia, que de hecho hasta comparten nombre, no tiene nada que ver con él. Puede llegar a ser una persona amable y sincera, sobre todo cuando no está de fiesta en fiesta y es súper protector conmigo. También es enamoradizo, cosa que yo no porque sólo he tenido un amor y ya sabéis quién es, pero si no le salvara eso, es un gilipollas de manual.
Anda mirad, como Tyler.
—¡¿Pero a ti qué te pasa?!
Manuel me agarra del codo y tira de mí hacia él.
—¡Manuel, que me haces daño!
—¿Qué te pasa? ¿Por qué te vas así de tu cumpleaños? —pregunta jadeado.
Mucho músculo, pero poco cardio.
—No pasa nada.
—Deja de juguetear con los anillos, estar nerviosa. —Toma aire profundamente y prosigue —. ¿Es por Tyler? ¿Te ha hecho algo?
—¿Qué? No, claro que no.
—¡Que te dejes los anillos!
—¡Que no me grites!
—Tú también me has gritado.
—Ya, vale, perdón.
—Vale, te perdono. —Le pego un pequeño empujón.
—Eres muy tonto —sonrío.
—Lo sé, y ahora, ¿me cuentas qué te pasa? Todos están preocupados.
—Lo dudo mucho —siseo.
—¿Qué has dicho?
—Que lo dudo mucho, Manu.
—No vas a contarme lo que te pasa, ¿verdad?
Niego con la cabeza.
—Bien, pues volvamos a casa, ya está bien la tontería por hoy.
—Me gustaría quedarme aquí, necesito... pensar.
—¿Pensar? —pregunta con los brazos en jarra.
—Sí, pensar.
—Dios. —Suspira y se pasa la mano por la cara. Es una manía que tiene cuando le exaspero —. Noa, por favor, volvamos a casa. Luego si quieres te vas, pero termina el cumpleaños, sólo te estoy pidiendo eso. Los Evans no se lo merecen. Estás fastidiando el cumple de Ty.
—También es el mío.
—Pues con más razón, joder.
—Se nota que eres fiel a Tyler.
—¿Y eso a qué viene? —pregunta siguiéndome el paso hasta la Villa.
—¿Sabes de dónde viene tu nombre?
—No, por Dios, más historia no, estoy harto. Llevo dieciocho años escuchándote parlotear sobre la historia de los nombres.
—Mira, algo con Dios tiene que ver.
—¿Qué dices?
—Estás poniendo esa cara.
—¿Qué cara? ¿De qué te ríes?
—De ti. —Un pequeño ronquidito sale de mi interior y Manuel se ríe de mí —. Oye, no te pases.
—Es que pareces un cerdo riéndote.
—Muchas gracias, hermanito. Bueno, ¿te lo cuento o no?
Manuel me observa con determinación, como si estuviera memorizando mis rasgos faciales y suspira.
—Está bien.
Así que, de camino a Villa Ignacio le cuento la historia de su nombre. Ale, ya conocéis mi manía. Me sé la historia de los nombres de absolutamente todas las personas que conozco. Manuel viene del hebreo y está formado por Emmanu y El, que en el alfabeto hebreo significa "Dios está con nosotros". Sinceramente parece chiste, pero es anécdota. Mis padres debían de tener un guasa por dentro cuando se lo pusieron que se ha perpetuado con los años, porque os juro que Manuel parece que sea como Dios, está en absolutamente todos y cada uno de los sitios a los que voy y en todos los momentos que puedo llegar a recordar. Él siempre está. Y lo agradezco, aunque parezca que no.
—Eres una chapas —finaliza poniendo una mueca y dirigiéndose dentro de la casa —. ¿Vas a pasar o qué?
Observo la casa con detenimiento. Es preciosa de verdad. La he admirado toda mi vida, pero ahora... ahora es diferente, la veo y no me dice nada, como si la piedra caliza, la pizarra, el granito y el mármol que componen la fachada fueran plástico. Inservibles, ausentes, vacías. Como yo.
—Noa —insiste.
—Sí, voy.
Observo cómo Manuel desaparece por la entrada de la puerta principal, la cual es de roble macizo y reluce por la cantidad de barniz que debe llevar y conforme uno entra, otro sale. Resoplo.
—¿Te parece bonito lo que has hecho?
—No estoy para sermones, Tyler.
Subo el pequeño escalón de la entrada y Tyler me agarra suavemente del brazo. El bello se me eriza y ni siquiera sé por qué, pero creo... y sólo creo que él también lo ha sentido. Traga saliva y me observa fijamente.
Guau.
—A ti te pasa algo. Estás diferente. ¿Qué ocurre, Hottie?
—No te importa y por favor, en serio, deja de llamarme así ya. Es un mote odioso.
Tyler suspira y hace una pequeña mueca con los labios, parece ser que le ha dolido que su preciado mote ya me esté tocando las narices.
Bien, lo admito, me estoy volviendo a enfadar. No quiero enfadarme más, no con él. No ahora. No soy dueña de lo que pueda decir si me enfado. Y ahora mismo tengo la mecha muy corta.
—Eh, oye, estoy preocupado por ti.
Sin soltarme del brazo me guía en su dirección para quedar a la misma altura que yo. Frente con frente, respirando el mismo oxígeno y latiendo al mismo compás.
Mierda.
No, Noa, no puede volver a pasar. Haz caso a tu cabeza, no a tu corazón.
—No estás preocupado por mí —suspiro.
¿Tal vez derrotada o porque estoy a punto de explotar?
—¿Tan segura estás de eso? —Levanta su perfecta y delineada ceja izquierda.
Despego mi cabeza de la suya, la levanto y me alejo de él lo suficiente para que me mire a los ojos y comprenda algo que llevo guardado durante años.
—Tan segura como que una hora tiene sesenta minutos. Tú sólo buscas una cosa en las mujeres y eso es el sexo, amigo mío. Tú no puedes estar preocupado por mí porque jamás podrás darme lo que quiero en la vida.
Tyler me mira asombrado, como si jamás hubiera pensado que aquella conversación la hubiera escuchado alguien más que no fuera su mejor amigo. Sus ojos son cada vez más grandes, el azul de sus ojos se ha convertido en un océano que quiere engullirme, pero no lo dejaré. Intenta tragar saliva y tartamudea.
—Noa... ¿qué...? Estás enfadada, lo entiendo, pero ¿me estás intentando hacer daño con algo de hace años?
—No puedo hacer daño a alguien que ni siquiera quiero tocar.
Y así es como desaparezco de su vista y, por consiguiente, de su vida.
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